Un día, Mariana regresó de la ciudad borracha y furiosa, con el rostro desencajado y el pintalabios corrido por la barbilla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Hugo poniéndose en pie.
—Son todos unos bastardos, sólo quieren robar a Mariana, quitárselo todo, lo que les da Mariana no les basta, quieren más y más. ¡Sanguijuelas!
Hugo no comprendió por qué estaba furiosa, pero no se asustó. En los meses que llevaba con ella había aprendido a conocer sus estados de ánimo, y ahora sabía que enseguida se acurrucaría en la cama y dormiría hasta la tarde. Dormir le hacía bien. Cuando se levantase, su rostro estaría sereno y preguntaría «Tesoro, ¿qué has hecho?», y su enfado habría desaparecido.
En aquella ocasión fue diferente. Se sentó en el suelo sin dejar de murmurar:
—Bastardos, hijos de puta.
Hugo se acercó, se sentó a su lado, cogió su mano y se la acercó a la boca. Ese gesto debió de emocionarla, porque lo abrazó y dijo:
—Sólo tú quieres a Mariana, sólo tú no le pides nada.
Por un instante le pareció que iba a decirle «Ahora Mariana se irá a dormir y tú, tesoro, te sentarás a su lado y velarás su sueño. Mariana está más tranquila cuando tú la cuidas». En aquella ocasión lo sorprendió.
—Ven a dormir conmigo —dijo guiñándole el ojo—, no quiero dormir sola.
—¿Me pongo el pijama?
—No hace falta, sólo quítate los zapatos y los pantalones.
La cama de Mariana era blanda, los cobertores, agradables al tacto y perfumados. Enseguida se encontró estrechado entre sus brazos.
—Eres bueno, eres un cielo, no le pides nada a Mariana, te ocupas de ella.
Hugo sintió el calor de su cuerpo fluyendo hacia él.
Su madre se sentaba a su lado antes de dormir, le leía, respondía a sus preguntas y le miraba a los ojos, pero sus piernas jamás tocaron sus muslos.
Ahora estaba rodeado por los largos brazos de Mariana y pegado a su cuerpo.
—¿Qué tal se está con Mariana?
—Muy bien.
—Eres encantador.
En unos segundos se quedó dormida. Hugo permaneció despierto. Ante sus ojos pasaron algunas de las imágenes del día, entre ellas la llegada de Mariana. Ahora le parecía que incluso borracha estaba guapa. El pintalabios restregado por la barbilla le daba más encanto. «Si llegara mamá, ¿qué le diría?», se le pasó por la cabeza. Le diría que tenía frío, que la recámara le había congelado los pies. Esa idea repentina turbó un poco aquella sensación tan placentera.
Fue oscureciendo y Mariana se levantó, aturdida.
—Tesoro, hemos dormido demasiado —le habló como a alguien que no fuera la primera vez que dormía en su cama—. Ahora tenemos que vestirnos. Mariana debe empezar pronto a trabajar.
Mariana se puso la ropa rápidamente, se maquilló, recordó que Hugo no había comido y se apresuró a ir a buscarle una sopa. Ya no quedaba, pero consiguió unos sándwiches finos y decorados con verduras.
—He hecho pasar hambre a mi tesoro, ahora comerá y se saciará —dijo, se agachó y le dio un beso en la cara. Mariana besaba con fuerza, y a veces también mordía—. Siento que tengas que regresar a la recámara. No te preocupes, Mariana no se olvidará de ti. Sabe que ahí hace mucho frío, pero qué puede hacer. Debe trabajar, sin trabajo no hay comida, no hay casa, no podría mantener a su madre. Tú comprendes a Mariana —dijo, y volvió a besarlo.
En aquella ocasión Hugo no se contuvo, le cogió la mano y la besó.
Al poco tiempo se oyó en la habitación de Mariana una voz de hombre. La voz era firme. Mariana fue conminada a cambiar las sábanas, y ella lo hizo de buen humor.
—Sospechas de mí en vano —dijo bromeando—. Cambio las sábanas y las fundas de las almohadas con cada cliente. Es la base de la confianza. Mi función es causar placer y no desagrado. Las cambio sólo para darte gusto.
El hombre no permaneció mucho tiempo en la habitación. Cuando se fue, ella abrió la puerta de la recámara y el calor de su habitación entró en el frío cuarto. Hugo quiso levantarse y darle las gracias, pero se contuvo.
Los dos pijamas que llevaba, el gorro y el calor que llegó desde la habitación de Mariana lo hicieron por fin entrar en calor, y esperó a que el sueño se lo llevara. Aún pudo oír la entrada de otro hombre, que enseguida informó de que fuera hacía mucho frío. Había estado de guardia durante cinco horas seguidas y menos mal que se había acabado.
—¿Siempre vigilas las instalaciones? —preguntó Mariana.
—He estado ya en todo tipo de misiones repugnantes. Hacer guardia en las instalaciones no es lo peor.
—Pobrecillo.
—Un soldado no es un pobrecillo —la corrigió—, un soldado hace lo que se le ordena.
—Es cierto —dijo Mariana.
Luego él le habló de las divertidas cartas que había recibido de su casa, de los extraños paquetes que les enviaban a los soldados sus padres y abuelos, y de un soldado que había recibido unas zapatillas. Se notaba que estaba buscando a alguien que lo escuchase, y lo había encontrado.
Hugo escuchó y escuchó, se cansó y se quedó dormido.