Entretanto se fueron acortando los días; el frío se filtraba por las ranuras y congelaba la recámara, las pieles no calentaban. Hugo llevaba dos pijamas y un gorro de lana, pero el frío penetraba hasta cada rincón y no había escapatoria. Por la noche, cuando no había nadie en su habitación, Mariana abría la puerta de la recámara para que penetrara el aire caliente.
A veces resplandecía alguna imagen de días pasados, pero al instante se extinguía. Tenía miedo de que una noche el frío y la oscuridad se aliasen para matarlo y, al término de la guerra, cuando sus padres fuesen a recogerlo, encontrasen un cadáver congelado.
Mariana sabía lo fría que era la recámara por las noches, y cada mañana repetía: «¿Qué puedo hacer? Ojalá pudiera trasladar a la recámara la estufa de cerámica de mi habitación. Tú la necesitas más que yo». Cuando le decía eso, sentía que de verdad le quería y le daban ganas de llorar.
Pero las mañanas en la habitación de Mariana eran muy agradables. La estufa azul zumbaba y difundía calor, ella le frotaba las manos y los pies y ordenaba al frío que abandonase su cuerpo, y milagrosamente, el frío lo hacía.
A veces le parecía que Mariana le asignaba un papel importante, pues repetía una y otra vez: «Eres un chico grande, un metro sesenta, te pareces a tu padre y a tu tío Sigmund, hombres atractivos donde los haya». Esas palabras lo animaban, pero no le incitaban a la lectura ni a la escritura.
—¿Lees la Biblia? —le preguntó a Mariana un día.
—¿Por qué lo preguntas?
—A mi madre le gustaba leerme historias de la Biblia —le reveló una pizca de información.
—Cuando era pequeña, iba a la iglesia con mi madre todos los domingos. Entonces me gustaban la iglesia, los cánticos y los sermones del sacerdote. Era un hombre joven y yo estaba enamorada de él. Al parecer él lo presentía y, cada vez que me acercaba, me daba un beso. Desde entonces ha corrido mucha agua, desde entonces Mariana ha cambiado mucho. ¿Y a ti, te llevaban a la sinagoga?
—No. Mis padres no iban.
—Los judíos ya no son creyentes. Es extraño, antes eran muy religiosos, y de pronto han dejado de creer —dijo ella, y, tras unos minutos de silencio, añadió—: A Mariana no le gusta cuando la sermonean o le piden que se confiese. A Mariana no le gusta que se entrometan en su vida. Sus padres ya se entrometieron bastante.
Cada día le revelaba un pedazo de información sobre su vida, pero aún había más ocultos que descubiertos.
Cuando estaba borracha confundía las cosas y decía: «Tu padre, Sigmund, pasaba mucho tiempo conmigo, yo le quería. ¿Por qué los judíos no se casan con cristianos? ¿Por qué tienen miedo de los cristianos? Mariana no tiene miedo de los judíos. Al contrario, los judíos le gustan. Un hombre judío es un hombre decente, y sabe amar a una mujer».
Hugo sabía que pronto llegaría un hombre a la habitación y la regañaría por estar bebida. Ya había sido testigo de muchas peleas, insultos y golpes. Cuando le pegaban, al principio gritaba, pero al instante se quedaba callada, como si la hubiesen estrangulado o quién sabe qué. A Hugo le aterraban esos silencios repentinos.
Pero había días que regresaba contenta de la ciudad: se había comprado un vestido o un par de zapatos, se disculpaba por el retraso, le llevaba una buena comida, lo abrazaba y decía: «Lástima que no esté en mi mano calentar la recámara». Hugo, perplejo, le contaba lo que había pensado durante el día. De sus miedos no hablaba.
Había días en que las pesadillas lo perseguían, y por la mañana se levantaba y no recordaba nada. Ya había aprendido que un sueño que se olvida por la mañana no desaparece, se esconde y escarba en secreto, y que hay sueños olvidados que salen a la superficie en mitad del día.
A veces su padre y su madre estaban tan lejos de él que hasta en sueños le parecían extraños. La madre, pese a todo, intentaba acercarse. Él la observaba y se sorprendía de que no comprendiera que a tal distancia resultaba imposible. «Mamá», gritaba, sobre todo para compartir su pena. No le cabía duda: la distancia entre ellos iba creciendo, dentro de poco ya no los vería más.
No siempre era así. Había días que los padres se le aparecían en sueños y se quedaban con él todo el día. No habían cambiado, estaban exactamente igual que antes. Se percibía mirase donde mirase. Por ejemplo, la madre sujetando entre las manos la taza de café por la mañana, el padre metiendo el cigarro en la boquilla. Cuando veía esa escena, estaba seguro de que sería así para siempre. Había que armarse de paciencia, la guerra terminaría pronto y las trompetas de la victoria resonarían por toda la ciudad.