De cuando en cuando, Mariana se olvidaba de él, y en aquella ocasión lo olvidó durante muchas horas. A las doce apareció en la entrada de la recámara con un camisón rosa y una mirada de culpabilidad.
—¿Qué hace mi dulce cachorrito? —dijo—. Lo he abandonado toda la mañana sin nada que llevarse a la boca; estará hambriento, estará sediento. Todo por mi culpa. He dormido demasiado.
Se apresuró a llevarle un tazón de leche y una rebanada de pan con mantequilla que Hugo se tragó rápidamente.
—Ya llevas muchas horas despierto, ¿en qué pensabas?
—Pensaba en el tío Sigmund. —No se lo ocultó.
—Pobrecillo, es un buen hombre.
—¿Lo conoces? —se permitió preguntar.
—Desde mi juventud. Era guapo y también un genio. Tu madre estaba convencida de que sería profesor en la universidad, pero se dio a la bebida y arruinó su vida. Una lástima. Es un buen tío, ¿verdad?
—Siempre me traía regalos.
—¿Como por ejemplo?
—Libros.
—A veces venía a verme y hablábamos y nos reíamos. Siempre me hacía reír. ¿Dónde está ahora?
—Está en un campo de trabajo con papá —se apresuró a responder.
—Yo le quería mucho, incluso soñaba con casarme con él. Aún tienes hambre; te traeré unos emparedados.
A Hugo le gustaba la comida que le daba Mariana. En el gueto había comida con cuentagotas. La madre hacía lo posible y lo imposible por preparar platos con nada. En casa de Mariana la comida estaba buena, sobre todo los sándwiches. Por eso le parecía que ese lugar era un gran restaurante al que iba gente de toda la ciudad, como el restaurante de Laufer, adonde los padres iban el día de su aniversario y el del cumpleaños de la madre. El padre se negaba a celebrar el suyo.
—¿Aquí hay colegio? —preguntó cuando se hubo comido los sándwiches.
—Ya te lo dije, sí, pero no es para ti. Tú te quedarás escondido en casa de Mariana hasta que acabe la guerra. Los niños como tú deben esconderse. ¿Te aburres?
—No.
—Por la tarde nos daremos un baño. Ya es hora de darse un buen baño caliente, ¿verdad? Pero, mientras tanto, te he traído un pequeño regalo, un colgante que es una cruz. Te la pondré enseguida. Será tu amuleto; te protegerá. No debes quitártela ni de noche ni de día. Acércate para que te la ponga. Te queda muy bien.
—¿Aquí todos los niños llevan un colgante?
—Así es.
Hugo se sintió como el día que salió a la pizarra para que la maestra le diera la cartilla de notas. La maestra dijo: «Hugo es un buen alumno, y mejorará aún más».
Resulta que había un cuarto de baño, detrás del armario de la habitación de Mariana. Allí había una bañera amplia y elegante, armaritos y tocadores, un taburete, jabones de todos los colores y frascos de perfume.
—Traeré dos cubos de agua hirviendo, añadiremos agua fría del grifo y nos daremos un baño paradisíaco —dijo Mariana en tono festivo.
Todo aquel colorido dejó atónito a Hugo. Era un cuarto de baño y, sin embargo, muy distinto a todos los que había visto. Aquella ostentación parecía decir: «Aquí la gente no sólo se baña».
La bañera se llenó en poco tiempo. Mariana tocó el agua.
—El agua está estupenda —dijo—. Ahora desnúdate, querido.
Hugo se quedó desconcertado por un instante. Desde que cumplió los siete años, su madre había dejado de lavarlo.
—No te dé vergüenza —dijo Mariana al ver su turbación—, te voy a lavar con jabón de olor. Métete, querido, métete, y enseguida te enjabonaré. Primero hay que meterse y luego enjabonarse.
La turbación fue remitiendo y una extraña sensación de placer envolvió su cuerpo.
—Ahora levántate, y Mariana te enjabonará de los pies a la cabeza. El jabón hará milagros. —Lo enjabonó y frotó con fuerza, pero era una fuerza agradable—. Ahora, métete otra vez —ordenó. Al final le echó agua templada por encima y dijo—: Eres muy bueno, haces todo lo que Mariana te dice.
Lo envolvió en una toalla grande, olorosa, le puso el colgante y lo miró.
—¿Verdad que ha estado bien? —preguntó.
—Estupendo.
—Se ha hecho de noche —dijo después de besarle en la cara y en el cuello—, está oscuro; ahora, tesoro, te encerraré en tu guarida. Eres de Mariana, ¿a que sí?
Hugo le iba a preguntar algo, pero la pregunta se le fue de la cabeza.
—Después de un baño se duerme mejor. Lástima que a mí no me dejen dormir por la noche —dijo Mariana.
¿Por qué?, iba a preguntar, pero sujetó su lengua a tiempo.
Esa noche fue tranquila. Claro que se oyeron voces en la habitación de Mariana, pero eran contenidas. Podía sentir la fría oscuridad y las finas luces nocturnas que se filtraban por las ranuras de las tablas y enrejaban su lecho.
Era como si el baño caliente y el colgante que Mariana le había puesto al cuello formaran parte de un ritual secreto.
Habían sido dos detalles muy agradables, pero Hugo no comprendía qué era secreto y qué no en aquel lugar.
Aquella noche soñó que la puerta de la recámara se abría y allí estaba su madre. Llevaba el mismo abrigo que cuando se despidieron, sólo que ahora parecía más grueso, como si lo hubiesen rellenado de algodón.
—Mamá —la llamó.
Al oír su voz, la madre se puso un dedo en la boca y susurró:
—También yo estoy escondida. Sólo he venido a decirte que pienso constantemente en ti. Al parecer la guerra será larga, no me esperes.
—¿Cuándo terminará? —preguntó Hugo con voz temblorosa.
—Sabe Dios. ¿Te encuentras bien? ¿Mariana no te maltrata?
—Estoy perfectamente —contestó, pero la madre, por alguna razón, se encogió de hombros decepcionada.
—Si te encuentras bien, eso quiere decir que puedo irme tranquila —dijo.
—No te vayas —intentó detenerla.
—No debo estar aquí, pero quiero decirte algo. Sabes perfectamente que no éramos practicantes, pero jamás renunciamos a nuestro judaismo. El colgante que llevas, no lo olvides, es sólo una tapadera, no una creencia. Si Mariana, o quien sea, intenta convertirte a su religión, no digas nada, haz todo lo que te digan, pero en tu corazón debes saber que tu padre y tu madre, tu abuelo y tu abuela eran judíos, y que también tú eres judío. No es fácil ser judío. Todos nos persiguen, pero eso no nos convierte en personas inferiores. Ser judío no es una marca de distinción, pero tampoco es un deshonor. Quería decírtelo. Para que no desesperes. Lee cada día un capítulo o dos de la Biblia. La lectura de la Biblia te fortalecerá. Eso es todo, es lo que quería decirte. Me alegro de que te encuentres bien. Puedo irme tranquila. Al parecer la guerra será larga, no me esperes —dijo, y se fue.
Hugo se despertó con una sensación de dolor. Hacía muchos días que no veía a su madre con tanta claridad. Parecía cansada, pero su voz era diáfana y sus palabras, ordenadas.
Llevaba días prometiéndose que anotaría los acontecimientos diarios en un cuaderno, pero no cumplía su promesa. La mano se negaba a abrir la mochila y a sacar el cuaderno y la pluma. ¿Por qué no escribo? No hay nada más fácil. Sólo tengo que alargar la mano y coger las cosas, se decía, como si no se hablase a sí mismo sino a un animal rebelde.