Capítulo 13

Se pasó la noche temblando de emoción. Pensar que desde ese momento anotaría con exactitud todo lo que captasen sus ojos y sus oídos, y al acabar la guerra tendría cinco cuadernos llenos, encendió su imaginación. Su caligrafía por lo general era clara y, con un poco de esfuerzo, podía perfeccionarla.

Su madre tenía un cuaderno forrado de ante en el que anotaba los acontecimientos diarios referentes a la familia, a los farmacéuticos y a la farmacología, y por supuesto a la ayuda a los necesitados. A veces se sentaba y les leía algo. Le costaba imaginarse al padre escribiendo en un cuaderno.

Solamente ante el tablero de ajedrez se abría su corazón, aunque no demasiado. La madre decía: «Hans es muy metódico, los papeles están en su sitio, cada día sabe cuántas existencias quedan. ¿Qué haría yo sin él? Él es el salvador y el redentor». La reacción del padre casi siempre era la misma: «Exageras».

Había personas que querían y admiraban a la madre, otros respetaban al padre y sólo le pedían los medicamentos a él. En lo referente a la ayuda a los pobres, no había desacuerdo entre ellos, y tampoco en todo lo relativo al tío Sigmund. La madre le quería porque era su admirado hermano mayor. El padre le quería porque era su polo opuesto. Le sorprendían su elocuencia y su capacidad para entretener a la gente. A diferencia de la madre, no intentaba convencerlo de que dejase el coñac.

Cuando el tío Sigmund no estaba borracho, permitían a Hugo escuchar su conversación y hasta hacerle una o dos preguntas. Las preguntas de Hugo divertían a Sigmund. Este opinaba que los judíos eran un pueblo extraño, con narices aguileñas y orejas temerosas, y luego se señalaba la nariz y las orejas, abría mucho los ojos y decía: «Observad a Sigmund, se puede decir cualquier cosa de él, pero guapo no es. Desde ese punto de vista es el mejor representante de su pueblo». La madre no estaba de acuerdo con su hermano. A pesar de su debilidad por el coñac, las mujeres hacían cola para pedir su mano. Era alto y guapo, y de su boca salían poemas y refranes en alemán. Incluso sabía de memoria canciones populares ucranianas. Cuando quería impresionar, hablaba en latín. La madre estaba orgullosa de él y, al mismo tiempo, se avergonzaba. Él era la esperanza de la familia. Todos decían: «Sigmund está destinado a grandes cosas, oiréis hablar mucho de él».

La esperanza no duró mucho. Ya siendo estudiante se dio a la bebida. Entonces el coñac le confería cierto encanto, sin embargo, según se fue haciendo mayor y bebiendo más, su figura se fue estropeando. La gente comenzó a alejarse de él y él se sumió en sus fantasías.

El tío Sigmund había sido capturado y deportado junto al padre de Hugo. Ahora Hugo volvía a verlo, alto como era. La amplia y picara sonrisa llenaba su gran rostro. Hablaba y cantaba y, cada vez que decía una palabra obscena, la madre le hacía callar.

De la cabeza de Hugo se iban borrando las imágenes que había traído con él, pero no la figura del tío Sigmund. Esta había ido creciendo día a día ante sus ojos. Su madre repetía: «Ese no es Sigmund, sino lo que ha quedado de él. Si dejase la bebida, volvería a ser lo que era. Su sitio está en la universidad y no en la taberna».

Efectivamente, era un buen cliente de la taberna: casi toda la asignación que le daba la familia la derrochaba allí. A fin de mes pedía un préstamo a sus conocidos. Ese revoloteo por las puertas de sus conocidos hacía mucho daño a la madre de Hugo, que siempre le daba un billete o dos de más y le rogaba que no pidiese dinero prestado a extraños.

Cuando el tío Sigmund llegaba a la casa, el padre ponía su mejor cara para recibir al querido huésped. Con frecuencia, cuando Sigmund recitaba un poema y olvidaba un verso, el padre acudía en su ayuda y se ruborizaba. El padre se ruborizaba cada vez que se veía obligado a decir una palabra o a señalar cuando su interlocutor se confundía o exageraba. Pero ahora, Hugo los veía juntos. Ahora no era el padre quien admiraba a su cuñado, sino el cuñado quien admiraba el silencio del padre.

La noche transcurrió entre imágenes claras y diáfanas, y no pudo pegar ojo. Esperó a que amaneciera para abrir el cuaderno y anotar los acontecimientos del día, tal y como le había prometido a su madre. Por alguna razón, le pareció que le saldría fácilmente.

La luz de la mañana se fue filtrando en la recámara gota a gota y la oscuridad siguió intacta. Las horas pasaban despacio y el hambre lo atormentaba. También esta vez Mariana se retrasaba, y a medida que sus ojos se focalizaban en ese tormento, se fueron borrando las claras imágenes que lo habían emocionado por la noche.

A las once, con la cara desencajada y en camisón, apareció Mariana y le tendió un tazón de leche.

—Me he quedado profundamente dormida, tesoro —dijo—. Seguro que tienes hambre y sed. ¿Qué has hecho, corazón?

—He estado pensando en mi casa.

—¿La echas de menos?

—Un poco.

—Te sacaría a la calle, pero es peligroso. Hay soldados buscando casa por casa y delatores pululando por cada esquina. Debes armarte de paciencia.

—¿Cuándo terminará la guerra?

—Quién sabe.

—Mamá me dijo que terminaría pronto.

—También ella sufre, tampoco es fácil para ella. A los campesinos les da miedo esconder judíos en sus casas y, los pocos que lo hacen, viven aterrados. Lo entiendes, ¿verdad?

—¿Por qué castigan a los judíos? —preguntó, y enseguida se arrepintió de haberlo hecho.

—Los judíos son distintos, siempre han sido distintos. Yo les quiero, pero la mayoría de gente no.

—¿Porque preguntan sin necesidad?

—¿Cómo se te ha ocurrido eso?

—Mamá me dijo que no hay que hacer preguntas sino escuchar, y yo infrinjo siempre esa norma.

—Puedes preguntar todo lo que quieras, tesoro —dijo mientras lo abrazaba—. Me gusta que me preguntes. Cuando me preguntas veo a tu padre y a tu madre. Ella fue mi ángel. Él es un hombre atractivo. Qué suerte tiene tu madre de tener a un hombre así. Yo nací sin suerte.

Hugo notó cierta envidia en su tono de voz.

Unos días antes, había oído a Mariana hablando con una de sus compañeras.

—Echo de menos a los hombres judíos —le dijo de pronto—, son buenos y atentos, y nunca te exigen que les hagas cosas repugnantes. Mantienen la distancia justa. ¿Estás de acuerdo?

—Absolutamente de acuerdo.

—Y siempre te traen bombones o medias de seda, y te besan como si fueses su novia fiel. Nunca te harían daño. ¿Estás de acuerdo?

—Absolutamente.

Y por un instante le pareció que entendía de qué hablaban. La forma de hablar de Mariana era distinta de todo lo que había oído en casa, ella hablaba de su cuerpo. Más exactamente, del miedo a que su cuerpo la traicionase.

—Tesoro, pronto tendremos que darte un baño. Ya es hora, ¿verdad?

—¿Dónde?

—Tengo un cuarto de baño secreto, ya hablaremos de eso —dijo, guiñándole el ojo derecho.