Capítulo 12

Una noche se oyeron voces furiosas en la habitación de Mariana. Ella hablaba en alemán y el hombre le corregía cada error. Las correcciones la sacaron de sus casillas y dijo enfadada:

—Hemos venido a divertirnos y no a aprender gramática.

—Una fulana siempre será una fulana.

—Es cierto que soy una fulana, pero no a cualquier precio.

A lo que el hombre reaccionó con gritos, insultos y, al parecer, también con una bofetada. A Mariana apenas le salía la voz de la garganta, pero no se sometió. Al final él amenazó con matarla, pero ella se envalentonó.

—Puedes matarme, no le tengo miedo a la muerte —gritó.

La pelea cesó de repente y, por un instante, a Hugo le pareció que el hombre estaba estrangulando a Mariana. Se levantó y pegó la oreja a la pared. No se oía nada. El silencio iba en aumento. Hugo se estremeció de miedo y volvió a acurrucarse en su lecho.

En su casa cuidaban mucho el lenguaje. Sólo el tío Sigmund, cuando estaba borracho, soltaba alguna obscenidad o una palabrota. La madre le hacía callar: «El niño lo está oyendo», y efectivamente el niño escuchaba y se quedaba atónito ante aquellas obscenidades prohibidas.

Luego se oyó en la habitación de Mariana una voz de mujer que le hablaba con ternura.

—Prohibido discutir con un cliente. Los clientes vienen a disfrutar y a relajarse. No les gusta que les repliquen o les contradigan.

—Me ha corregido cada palabra que ha salido de mi boca, y he sentido que me golpeaba con su lengua.

—¿Qué más te da? Que corrija todo lo que quiera.

—¿Qué costumbre es esa de corregirte cada palabra? Es peor que los golpes. Es cierto que soy una fulana, pero no una criada.

—Nuestra profesión, querida, nos exige mucha paciencia. Cada cliente tiene sus manías. No olvides que al final no dura más de una hora y luego te libras de él.

—Estoy harta; que haga lo que quiera, pero que no me corrija.

La mujer, que hablaba con ternura y con acento de pueblo, le pidió que fuera a ver a la madama y se disculpara.

—Sin una disculpa y una muestra de arrepentimiento, te echará. Sería una lástima perder el trabajo.

—Me da igual.

—No debes decir «me da igual». Quien dice «me da igual» es que está desesperado. Nosotras creemos en Dios y no desesperamos fácilmente.

—Yo no voy a la iglesia —continuó rebelándose.

—Pero crees en Dios y en el Salvador.

Mariana no respondió. El silencio evidenciaba que su terquedad había aflojado un poco.

—¿Qué le digo? —preguntó finalmente.

—Dile: «Lo lamento, en adelante no replicaré a los clientes».

—Me cuesta decir una frase así.

—Es como escupir y largarse. Vamos.

Hugo escuchó con atención y captó cada palabra. Entendía el ucraniano. Lo había aprendido de la asistenta, Sofía, que decía: «Si aprendes bien ucraniano, te llevaré a mi pueblo. Allí hay un montón de animales, y podrás jugar con el potro y el ternero». Sofía siempre estaba alegre, y cantaba y cotorreaba desde por la mañana hasta que terminaba su jornada por la noche.

Cuando empezó el primer curso, le dijo: «Siento que tengas que ir todos los días al colegio. Es una cárcel. Yo odiaba el colegio y a la maestra. Me gritaba, me humillaba y me llamaba "idiota". Es cierto que me costaban mucho las matemáticas y que escribía con faltas, pero era una niña callada. A ella le gustaban los niños judíos y decía: "Tomad ejemplo de ellos, aprended de ellos a pensar, sacad la paja de vuestras cabezas y meted allí algún pensamiento". Espero que no sufras. Yo sufrí durante todos los años de colegio y me alegré de salir de los muros de la cárcel. Se me había olvidado, cielo —se dio un manotazo en la frente—, se me había olvidado que tú eres judío. A los judíos no les cuestan las matemáticas. Tú levantarás la mano, tú siempre levantas la mano. Quien levantara la mano es que tiene la respuesta correcta».

Hugo quería a Sofía. Era rellena, alegre, aderezaba las palabras con refranes y moralejas y se alegraba con todo lo que se encontraba a su paso. Cuando sus padres no estaban en casa, usaba palabras de la calle, como «zorra», «puta» o «hija de puta».

—¿Qué es puta? —le preguntó una vez a su madre.

—Es una palabra no debe utilizarse, una palabra sucia.

Pero Sofía la utiliza, estuvo a punto de decir.

Cada vez que oía la palabra, veía a Sofía frotando su cuerpo con una esponja dura, pues quien utilizaba esa palabra estaba sucio y debía lavarse bien.

Ahora, al despuntar el alba, veía perfectamente a Sofía; como siempre, estaba cantando y blasfemando, y aquella palabra obscena no se apartaba de su boca. Esa imagen clara y familiar le devolvió de pronto su casa y, milagrosamente, todo estaba en su sitio: el padre, la madre, la tarde, el profesor de violín, que cerraba los ojos en señal de protesta cada vez que Hugo desafinaba.

Los progresos de Hugo con el instrumento eran muy lentos. «Tienes muy buen oído, e incluso te ejercitas, pero no tienes fuerza de voluntad, y sin fuerza de voluntad no hay progresos reales. La música debe estar dentro de los dedos. Unos dedos donde no esté latente la música son unos dedos ciegos, siempre se moverán a tientas y siempre errarán o desafinarán».

Hugo comprendía aquella reacción, pero no sabía qué hacer exactamente. A veces sentía que la música sí se encontraba en sus dedos y que, con un esfuerzo más, estos harían lo que se les ordenaba hacer, pero en su interior sabía que esa montaña llamada «virtuosismo» era muy escarpada, y dudaba que lograse escalarla.

También en eso Anna era mejor que él. Ya había actuado en el festival de fin de curso y también en ese campo su futuro estaba fuera de toda duda. Hugo se esforzaba por no quedarse atrás, pero no lograba destacar, en su cartilla no había sobresalientes.

Para el título de mejor alumno del año, Anna sólo tenía un serio competidor: Franz. También él destacaba en todas las materias, solucionaba problemas de matemáticas fácilmente, escribía con fluidez y citaba de memoria poemas y fábulas conocidas. Era delgado y tenía el pelo de punta, y por eso le llamaban «erizo», pero a él no le preocupaba, ningún alumno de la clase le llegaba a la suela de los zapatos. Su cabeza estaba llena de fechas, nombres de ciudades y de políticos, militares, poetas e inventores. Devoraba libros y enciclopedias. En más de una ocasión avergonzó a algún maestro con sus conocimientos. Una vez, de pura envidia, Anna dijo: «No es una persona, es una máquina». Franz lo oyó y se la devolvió: «Anna es sabia hasta cierto punto».

Así continuó la rivalidad. Ni siquiera cesó con la guerra y el gueto. Franz se ocupaba de que sus logros llegaran a oídos de Anna. Anna examinaba cada logro y al final decía: «En francés no tengo rival».

Desde el rincón oscuro de la recámara, de pronto la vida anterior le pareció una actividad insignificante. La madre decía: «¿Para qué competir? ¿Para qué degradarse? ¿De qué sirven la competitividad y la envidia? Que cada cual eche cuentas consigo mismo y basta». Entonces él no entendía qué significaba «echar cuentas con uno mismo». Ahora parecía comprenderlo: debo dedicarme a escuchar y a observar y a anotar todo lo que ven mis ojos y oyen mis oídos. Estoy rodeado de secretos y debo anotar cada uno de ellos. Y, al decirse eso, fue como si una luz inundara su oscura recámara, y entonces supo que la madre, que lo había sacado de las cloacas y lo había resucitado, lo había salvado otra vez.