Los días pasaron y el otoño se percibía en todo lo que captaban sus ojos. Bajaban nubes del cielo y se tendían sobre los prados. Al despuntar el día, cubiertos de sombras, algunos niños se dirigían al colegio. Algún carro atestado de vigas, algún campesino cargando sobre los hombros una larga guadaña.
Hugo había dejado de contar los días. Si leyera e hiciera ejercicios de matemáticas, tal y como le había prometido a su madre, su jornada trascurriría sin remordimientos. Aún no había abierto un libro ni un cuaderno. Todo lo que había en su casa, en el colegio, en el patio de la casa y en la cancha de juegos le parecía ahora desligado de su vida.
Ahora estaba atento a cualquier cosa que dijera Mariana, dependía de sus horarios, de sus ocupaciones y de su estado de ánimo. Cuando estaba melancólica, le cambiaba la cara, refunfuñaba, insultaba, rasgaba papeles y rompía botellas. Él la prefería ebria. Cuando estaba borracha era alegre, se refería a sí misma en tercera persona y lo besaba con fuerza.
Cada día se prometía a sí mismo que al día siguiente leería, haría ejercicios y escribiría en su diario. Lo prometía y no lo cumplía. Ni siquiera lograba terminar una partida de ajedrez. Toda su atención estaba puesta en Mariana. Esperaba su llegada y, cuando se retrasaba, se preocupaba. A veces le parecía que ella estaba fuera vigilando, pero con frecuencia tenía la sensación de que él no le importaba lo más mínimo. Sólo se ocupaba de sí misma, de sus vestidos, de su maquillaje y de sus perfumes. «Mariana está maldita, todos le chupan la sangre, y no le dan nada», refunfuñaba cuando estaba enfadada o decaída. Hugo se sentía culpable y quería acercarse a ella y decirle: yo no pido nada, me basta con que estés conmigo.
—No temas —le dijo ella una vez—, Mariana te cuida como una leona. Despedazaré a quien pretenda tocarte. Le prometí a tu madre que te vigilaría con mil ojos, y eso haré. Quiero a Yulia más que a una hermana.
—¿Quieren atraparme? —preguntó él sin poder contenerse.
—Claro. Van de casa en casa buscando judíos, pero tú no te preocupes, tú eres mío, te pareces a mí, ¿verdad?
Sus palabras, que pretendían tranquilizarlo, le causaron una gran inquietud. De inmediato vio ante sus ojos a un montón de soldados irrumpiendo en las casas y sacando a rastras a los que permanecían escondidos.
—¿También buscarán aquí? —preguntó Hugo con cautela.
—En mi habitación y en mi recámara no se atreverán a buscar.
La forma de hablar de Mariana era sencilla y sin adornos, pero cada palabra suya se convertía al instante en una imagen que lo acompañaba durante todo el día, y a veces también al siguiente. Una vez le dijo: «Me cuesta entender por qué persiguen a los judíos, hay personas buenas entre ellos, por no hablar de tu madre, Yulia, que se entrega por completo a los demás. No había semana que no me trajera fruta y verduras».
Desde que le dijo «se entrega por completo», él veía a su madre como un pájaro alargado y estrecho, revoloteando sobre las calles de la ciudad, posándose y dejando un paquete de comida aquí y entregando allá un paquete de ropa a una mujer pobre. El padre decía: «El lenguaje es un instrumento en manos del pensamiento, hay que expresarse con claridad y precisión». «Con claridad y precisión» eran sus palabras clave. La madre no era tan precisa como él, pero cada palabra que salía de su boca se convertía al instante en una imagen. Lo mismo, de forma milagrosa, ocurría con Mariana. Es extraño, también un lenguaje pobre puede ser descriptivo, es lo que se le pasó por la cabeza.
Sin embargo, los días que estaba decaída, una nube cubría su rostro y no preguntaba ni prometía nada. Le servía el tazón de leche y acto seguido se dejaba caer en la cama y dormía durante horas. En ocasiones, el sueño alivia su ansiedad. Se levantaba como nueva, le contaba lo que había soñado y lo estrujaba contra su pecho. Era un momento de gracia que Hugo sabía valorar.
Pero normalmente el sueño no la liberaba del yugo de la angustia. Lo que la oprimía antes de dormir la seguía oprimiendo después. Daba patadas y rompía botellas, y anunciaba que en los próximos días huiría de ahí. Aquellas advertencias desesperadas volvían a causarle una gran inquietud, pero bastaba con una sonrisa suya para que los nubarrones del miedo se dispersasen: al instante estaba seguro de que Mariana no lo traicionaría ni lo abandonaría.
Así pasaban los días. Unas veces veía a Otto y otras a Anna. Cuando se le aparecían era tan feliz que deseaba besarlos con fuerza, como hacía Mariana. Una vez aparecieron los dos y Hugo gritó maravillado: «Tesoros». Al oír ese extraño calificativo, los dos abrieron los ojos de par en par pero no dijeron nada.
Anna le habló de su pueblo en las montañas y Otto le contó que también él había encontrado un refugio en un pueblo. Y por un instante le pareció que pronto terminaría la guerra y cada uno regresaría a su lugar y a su vida normal. Pero en su interior sabía que nada volvería a ser como antes. El tiempo en el gueto y en el escondite estaba ya grabado en su carne, las palabras que utilizaba habían perdido su fuerza. Ahora no hablaban las palabras sino el silencio. Era un idioma difícil, pero cuando uno lo hacía suyo, ningún otro resultaba tan eficaz.