Al parecer se habían olvidado de Hugo, pues hasta las diez no llegó Mariana a la recámara con un tazón de leche en la mano.
—¿Cómo está el dulce cachorrito de Mariana?
—Está bien —contestó en el mismo tono que ella.
—Mariana arreglará enseguida la habitación y podrás trasladarte allí. Mariana no dormirá esta mañana. Debe ir a la ciudad a comprarse unas cosas. Podrás divertirte en silencio.
—Gracias.
—¿Por qué das las gracias por todo? Mariana no está acostumbrada a que le den las gracias. Sólo se las dan por cosas importantes.
Como cuáles, quiso preguntar, pero no lo hizo.
Se tomó la leche caliente y a cada trago sentía que la sed que lo llevaba atormentando desde que se había despertado se iba aplacando. Entretanto, Mariana arregló la habitación, se maquilló, se cambió de blusa y, cuando regresó, era otra: su rostro estaba relajado, una sonrisa de mujer feliz lo iluminaba.
—Dulce cachorrito, Mariana va a cerrar con llave la habitación y, si alguien llama a la puerta, no contestes.
El que Mariana se tratase a sí misma en tercera persona le hacía gracia. No había oído a nadie hablar así de sí mismo.
—Si llaman a la puerta, no contestes —repitió la orden—. Prohibido contestar, ¿me oyes?
Mariana le hablaba a veces en alemán, un alemán lleno de errores, como el de los niños. Alguna vez habría querido corregirla, pero en el fondo sabía que a ella no le iba a gustar.
—Si tienes hambre —le dijo antes de irse—, cómete los sándwiches que hay sobre la cómoda, están muy buenos. —Y sin añadir nada más, se fue y cerró la puerta con llave.
Él se quedó de pie sin moverse y, por un instante, le pareció que su vida anterior se había hundido en el mundo de los sueños y resultaba lejana e inalcanzable, y que ahora la realidad era la recámara, la habitación de Mariana y la propia Mariana.
Ese pensamiento fue penetrando en él, y una fuerte nostalgia lo inundó. La autocompasión no tardó en llegar.
Poco después se derrumbó y se echó a llorar desconsoladamente. Se pasó un buen rato sollozando. Las lágrimas lo llenaron, y sintió las frías paredes de la soledad. Al final, el llanto se transformó en un gemido entrecortado de perro al que han echado de una casa caliente al corral.
Lloró tanto que, sin darse cuenta, se quedó dormido en el suelo. Ni siquiera la llegada de Mariana lo despertó. Sólo cuando lo tocó con el pie se despertó y supo que se había quedado dormido.
—Mi cachorrito se ha quedado traspuesto.
—Me he dormido —dijo.
—Ahora te traeremos sopa caliente. ¿Por qué no te has comido los sándwiches?
—Me he dormido —repitió, intentando espabilarse.
—¿Ha llamado alguien a la puerta?
—No he oído nada.
—Te has dormido, tesoro, te has quedado dormido como un tronco —dijo riéndose.
Enseguida se fue y volvió con sopa y dos albóndigas. Hugo se sentó en el suelo y comió. Mariana se sentó en la cama y lo observó.
—¿Cuántos años tienes, tesoro? —preguntó; al parecer no recordaba que ya se lo había preguntado.
—Once, hace poco que fue mi cumpleaños.
—Pareces mayor de lo que eres.
—¿Cuándo vendrá mamá a visitarme? —se le escapó.
—Las calles son muy peligrosas para los judíos, es mejor quedarse en casa.
—Yo estoy a salvo, ¿verdad? —preguntó por alguna razón.
—Tú estás en casa de Mariana. Es una casa un poco extraña, pero te acostumbrarás a ella. Si alguien te pregunta de quién eres, dile en voz bien alta, soy de Mariana. ¿Me oyes?
La orden volvió a asombrarlo, pero no abrió la boca.
—He pensado mucho en esto. Tienes que mejorar tu ucraniano. Te pareces mucho a Mariana. Tienes unos ojos grandes como ella, cabello rubio oscuro y nariz pequeña. Si progresas con el ucraniano, no te identificarán. Lo haremos todo poco a poco, estas cosas no se hacen precipitadamente —dijo sin más explicaciones.
Mariana continuó sentada en la cama siguiendo todos sus movimientos. No era fácil saber qué más buscaba en él. Hugo se sentía incómodo, se apresuró a terminar la comida y le entregó el plato.
—Mariana está cansada, ahora dormirá una hora o dos, y tú, tesoro, volverás a tu guarida.
Hugo se levantó y se dirigió cabizbajo a la recámara. Esa forma de andar encorvado la había adquirido ahí. Así se encorvan los animales cuando les ordenan salir de la casa.
Sacó la caja del ajedrez de la mochila, colocó las piezas y empezó a jugar. La partida iba bien. Recordaba las instrucciones de su padre respecto al inicio. Un pequeño error al principio, y la partida está perdida. Según jugaba se le apareció la imagen de su padre. Parecía que hubiese pasado mucho tiempo en un escondite húmedo, tenía la cara pálida, amarillenta, y un fatigado asombro asomaba desde las cuencas de sus ojos.
—Papá, ¿dónde has estado? —Hugo levantó la vista del tablero.
—No preguntes —respondió; al parecer había olvidado que estaba hablando a su hijo y no a un adulto.
—Papá, estás muy pálido.
—He estado mucho tiempo en un lugar cerrado —dijo el padre agachando la cabeza.
—¿Y yo también me pondré tan pálido como tú? —La pregunta de Hugo no se hizo esperar.
—Tú, cariño, no estarás mucho tiempo en la recámara. Mamá y yo vendremos a buscarte en cuanto termine la guerra, debes armarte de paciencia —dijo, retrocediendo hacia la oscuridad.
—Papá —gritó Hugo.
La llamada quedó sin respuesta.
Más tarde volvió a aparecérsele, y Hugo entabló con él una larga conversación en silencio. Le reveló que ahora estaba bajo la tutela de Mariana. Ella estaba muy ocupada, y apenas la veía, pero las comidas que le servía estaban buenas. Su vida era un enigma, y cada día el enigma iba en aumento. Unas veces parecía una maga y otras la dueña de un restaurante. La visitaban hombres en su habitación, pero los encuentros no siempre eran agradables. Al oír toda aquella información, el padre sonrió.
—Mariana es Mariana —dijo—. De todos modos, debes tener cuidado.
—¿De qué?
—Ya lo verás por ti mismo.
Era la forma de hablar de su padre. Siempre una palabra o una frase corta. Siempre imprimiendo algo de reserva a lo que decía.
Una mañana se atrevió a preguntar a Mariana:
—¿Cómo se llama este lugar?
—Casa de citas —respondió ella con voz clara.
—Nunca he oído ese nombre.
—Ya lo oirás, no te preocupes —dijo, sonriendo.