Capítulo 7

Un momento antes de despertarse, aún pudo ver cómo Anna disminuía y recobraba sus dimensiones normales. Se alegró tanto de que no hubiese cambiado que, llevado por la emoción, aplaudió y gritó: «Bravo».

Instintivamente, volvió a inspeccionar la recámara. Sus ojos captaron un sombrero de colores de ala ancha colgado de un clavo que le pareció un sombrero de mago. Una idea brilló en su cabeza: «Mariana es maga, por la noche entretiene a los que van al circo y por el día duerme. Le pega mucho el circo». Al instante la vio emitiendo sonidos de pájaros, lanzando pelotas a gran altura y sujetando en la cabeza, con asombroso equilibrio, tres botellas de colores.

La puerta se abrió y volvió a aparecer Mariana. Esta vez llevaba un bonito vestido de flores, el pelo recogido en la coronilla y un plato de sopa en la mano.

—Directa de la cocina —proclamó.

Hugo cogió el plato y se sentó en su sitio.

—Gracias —dijo.

—¿Qué hace mi tesoro? —preguntó ella con una voz algo artificiosa.

Hugo percibió enseguida ese tono extraño.

—Estaba durmiendo —dijo.

—Dormir es bueno, también a mí me gusta dormir. ¿Y qué has soñado?

—No me acuerdo —mintió, para no descubrir sus secretos.

—Yo sueño y, desgraciadamente, me acuerdo —dijo ella, y se echó a reír a carcajadas.

En casa, ni su padre ni su madre le llamaban «tesoro», «cielo» ni ninguna palabra cariñosa. Sus padres detestaban esas expresiones melosas.

Hugo estaba hambriento y se tomó la sopa con ansia.

—Enseguida te traeré el segundo plato. ¿Has jugado al ajedrez?

—Me he quedado dormido, ni siquiera he abierto la mochila.

—Después de comer podrás jugar en mi habitación.

—Gracias —dijo, contento de estar siguiendo las indicaciones de la madre.

Sólo había pasado un día desde que se separara de su madre y el nuevo lugar ya no le resultaba extraño. Las apariciones y desapariciones de Mariana eran semejantes, tal vez por el ritmo, a las de su madre en el sótano. Unas horas antes se había figurado que la madre iba a entrar en la recámara. Ahora la veía alejarse flotando entre las olas de la oscuridad.

Entretanto regresó Mariana con albóndigas y patatas.

—Tu madre te manda saludos, ha llegado al pueblo y se quedará allí —dijo.

—¿Cuándo vendrá a visitarme?

—Los caminos son peligrosos, ya lo sabes.

—¿Podría ir yo a verla?

—Para los jóvenes, el camino es aún más peligroso.

Sus días transcurrían ahora en una continua somnolencia. Unas veces flotaba en las alturas y otras navegaba en la oscuridad. La repentina separación de sus padres y de sus amigos lo había dejado desarraigado en ese suelo extraño, hecho de alfombras alargadas desde donde observaban gigantescos gatos bordados. Era extraño: que su madre hubiese llegado al pueblo sana y salva no había supuesto una gran noticia. Para él, su madre siempre había sido suya. A veces desaparecía, pero volvía a tiempo. Y ahora había recibido la noticia de que estaba viva como algo normal. Aún no sabía que cada desplazamiento en el exterior que terminaba bien era un milagro.

Hugo sacó el ajedrez de la mochila, colocó las piezas en el tablero y se puso a jugar. La lectura de libros y las largas conversaciones hasta bien entrada la noche: ese terreno pertenecía a su madre. El ajedrez y los paseos por la ciudad y las afueras: eso era propiedad de su padre. Su padre no hablaba mucho; escuchaba y respondía con una o dos palabras. Los padres eran farmacéuticos, pero cada uno tenía su propio mundo. El ajedrez es un juego de estrategia, y el padre de Hugo era un jugador excelente. Hugo conocía las reglas, pero no siempre tenía la prudencia requerida. Se arriesgaba sin necesidad y, por supuesto, perdía. Su padre no le reprendía por la precipitación y el riesgo, pero se reía con ternura, como si dijera que a cada riesgo innecesario le sucede una derrota.

Cuando su padre fue detenido y enviado a los campos, Hugo lloró durante varios días. La madre le decía que su padre no había sido capturado sino mandado con muchos otros hombres a trabajar, y que pronto volvería, pero Hugo no se consolaba. Imaginaba la palabra «capturado» con forma de lobo. Nada conseguía sacarle de la cabeza los lobos. La jauría iba aumentando a cada momento, y arrastraba a los capturados con sus poderosos dientes.

Al cabo de unos días, dejó de llorar.

Hugo levantó la vista del tablero de ajedrez y la habitación rosa volvió a sorprenderlo. Sobre las cómodas brillaban en marcos dorados las fotografías de Mariana: llevaba exóticos trajes de baño, sus piernas eran esbeltas, su cintura estrecha y sus pechos resaltaban como dos melones.

Es una habitación extraña, se dijo, e intentó imaginarse una habitación similar, pero sólo veía la peluquería de Lili, donde las mujeres ricas y caprichosas iban a tenderse sobre largos sillones y que tanta repulsión le causaba a la madre.

Cuando estaba inmerso en la partida, se oyó una risa de mujer. Aún no conocía la casa, y no sabía si procedía de la habitación contigua o del patio.

Sentía que su vida estaba rodeada de numerosos secretos que sólo podía descubrir a tientas. Y a tientas llegó a lugares extraños. Esta vez le pareció que era la profesora de gimnasia la que se reía. Estaba completamente fuera de sí, hablaba en voz alta, gritaba al bedel y a los alumnos, y mandaba cuanto podía en el patio del colegio.

Se puso de pie, se acercó a la ventana, descorrió la cortina y ante sus ojos apareció un pequeño patio descuidado, cercado por gruesos postes. En el centro había dos gallinas marrones.

Permaneció de pie escuchando. La mujer seguía riéndose, sólo que ahora era una risa contenida, como si le hubiesen puesto una mordaza en la boca o ella misma se la estuviese aguantando. Es extraño, se dijo sorprendido por aquel silencioso patio dejado de la mano de Dios.

La luz iba enrojeciendo, y Hugo vio frente a sus ojos a su amigo Otto. El pesimismo se había materializado en su rostro y saltaba a la vista, sobre todo en sus labios. Hugo recordó claramente el gesto de su mano cuando perdía. Como ese gesto se repetía siempre, había quedado grabado en su cabeza como un movimiento congelado.

La madre decía: «Otto está escondido en algún sótano». Pero Hugo lo había visto apretujado en uno de los camiones que conducía a los capturados a la estación de tren.

Y por un instante le pareció que Otto estaba junto a la puerta.

—Otto —susurró—, ¿eres tú?

No hubo respuesta, y Hugo comprendió que había cometido un error. Y es que la orden de Mariana había sido inequívoca: no contestar si llaman a la puerta.

Se acurrucó en un rincón de la habitación y se quedó quieto.