Capítulo 6

Mariana se fue y lo dejó solo. La habitación no se parecía a una habitación donde vive alguien. La tapicería rosa y los aromas del perfume le daban el aspecto de una peluquería de señoras. No muy lejos de su casa había una. También allí los muebles eran rosas. En los rincones lavaban la cabeza a mujeres corpulentas y les arreglaban las uñas de las manos y de los pies. Todo transcurría con una ociosa relajación, risas y evidente placer. Le gustaba pararse y contemplar aquel mundo, pero la madre nunca traspasó el umbral de la peluquería. Cada vez que pasaban por delante, sus labios se curvaban en una sonrisa inexplicable.

Se quedó un buen rato sin moverse, preguntándose qué era aquella espaciosa habitación. Al final concluyó que no se trataba de una peluquería. En medio de una peluquería no hay una gran cama.

Entretanto Mariana regresó portando una bandeja con pequeños emparedados.

—Es para ti, siéntate en el sillón y come todo lo que quieras —indicó.

Hugo recordó que en las bodas, las camareras ofrecían emparedados como aquellos. En casa comían bocadillos normales, y no iban envueltos en papel.

—Son emparedados de boda, ¿verdad? —se le escapó.

—Aquí comemos emparedados así. ¿Están buenos?

—Mucho.

—¿Dónde has estado últimamente?

—En el sótano de nuestra casa.

—Si te preguntan, no digas que has estado en un sótano.

—¿Qué tengo que decir?

—Di que eres el hijo de Mariana.

Hugo no supo qué contestar y bajó la cabeza.

Sentía que estaba a las puertas de una nueva etapa de su vida, una etapa llena de secretos y peligros, y que debía ser precavido y fuerte, como le había prometido a su madre.

Mariana no le quitaba ojo de encima. Hugo no se sentía cómodo y, para librarse de su mirada, preguntó:

—¿Es una casa grande?

—Muy grande —respondió riéndose—, pero tú estarás solamente en mi habitación y en la recámara.

—¿Puedo salir al patio?

—No, los niños como tú deben quedarse en casa.

Ya se había percatado de que Mariana era parca en palabras y que, a diferencia de su madre, no daba explicaciones.

—Ahora iré a ordenar la habitación y a lavarme —le comunicó Mariana cuando hubo terminado de comerse los sándwiches—, y tú volverás a la recámara.

—¿Puedo jugar al ajedrez conmigo mismo?

—Por supuesto, tanto como quieras.

Hugo volvió a su sitio y Mariana cerró la puerta de la recámara.

Unas tres semanas antes, cuando se intensificaron las Aktions, la madre comenzó a hablarle de los grandes cambios que iban a producirse en su vida, de las nuevas personas con las que se iba a encontrar y de un entorno desconocido. No hablaba de una forma normal, sencilla, sino con palabras ambiguas que ocultaban algún secreto. Hugo no preguntaba, estaba perplejo, y cuanto más explicaba y le advertía ella, más confuso se sentía él.

Ahora, el secreto había tomado la forma de Mariana.

La había visto varias veces, casi siempre en callejuelas oscuras. Su madre le llevaba ropa y víveres. Sus encuentros eran emotivos y duraban sólo unos minutos. Con el tiempo dejaron de verse, y el rostro de Mariana se borró de su mente.

Se acurrucó en su rincón oscuro, se tapó con una de las pieles y las lágrimas retenidas en sus ojos brotaron y empaparon su rostro.

—Mamá, ¿dónde estás? ¿Dónde estás? —gimió como un animal abandonado.

De tanto llorar se quedó dormido. En su sueño se hallaba en casa. Más exactamente en su habitación. Todo estaba en su sitio. De pronto apareció Anna en la puerta. Había crecido y llevaba un vestido tradicional ucraniano. El vestido le sentaba bien.

—Anna —gritó.

—¿Qué? —respondió ella en ucraniano.

—¿Te has olvidado de hablar alemán? —se sorprendió.

—No lo he olvidado, pero me esfuerzo mucho en no hablarlo.

—Mi padre dice que la lengua materna no se olvida.

—Supongo que es cierto, pero en mi caso el esfuerzo ha sido tan grande que ha desterrado las palabras alemanas de mi boca —dijo en un ucraniano fluido.

—Qué raro.

—¿Por qué?

—Es raro hablar contigo en ucraniano.

Anna sonrió de esa forma contenida tan familiar para él: una mezcla de timidez y arrogancia.

—¿También te cuesta hablar en francés?

—En las montañas no hablan francés —dijo ella, sonriendo de nuevo.

—Cuando regreses, después de la guerra, volveremos a hablar en alemán, ¿verdad?

—Supongo —habló como una adulta.

Sólo entonces vio cuánto había cambiado. Había crecido y estaba más rellena, y se asemejaba más a una joven campesina que a la Anna que él conocía. Era cierto que algunos rasgos aún permanecían, pero era como si también se hubiesen rellenado y ensanchado.

—Anna.

—¿Qué?

—¿Y hasta que acabe la guerra no volverás con nosotros? —dijo, sorprendiéndose por la pregunta.

—Mi espíritu está aquí siempre, pero por ahora mi cuerpo debe permanecer en las montañas. ¿Y tú?

—Yo acabo de llegar a casa de Mariana.

—¿A casa de Mariana?

—Tengo la impresión de que es una buena mujer.

—Espero que no te equivoques.

—También mi madre me ha dicho que es una buena mujer.

—De todos modos, ten cuidado.

—¿De qué?

—De esas mujeres —dijo, y desapareció.