La madre tenía razón. Al poco rato se encontraron junto a una estrecha puerta de madera. La madre llamó y, a la pregunta de una voz femenina, respondió:
—Yulia.
La puerta se abrió y apareció una mujer alta, con un camisón largo.
—Hemos llegado —dijo la madre.
—Pasad.
—No te molestaré mucho. En la maleta está la ropa de Hugo y en la mochila, los libros y los juegos. Hemos salidos por las cloacas. Espero que la ropa no se haya ensuciado. Ya conoces a Hugo, ¿verdad?
—Ha crecido desde la última vez que lo vi —le respondió.
—Es un buen chico.
—Estoy segura.
—Mariana cuidará de ti. Te recuerda de cuando eras muy pequeño.
—Mamá —dijo, como si sus labios le impidieran decir nada más.
—Debo irme enseguida y llegar al pueblo antes del amanecer —habló ella con una extraña premura.
La madre sacó del bolso un objeto brillante y se lo entregó a Mariana.
—¿Qué es esto? —dijo Mariana sin mirar la joya.
—Es para ti.
—Dios mío. ¿Y tú?
—Yo me voy directamente a casa de Sarina, y espero llegar antes del alba.
—Ten cuidado —dijo Mariana abrazando a la madre.
—Querido Hugo, debes estar siempre callado y ser educado. No molestes con preguntas y no pidas nada. Debes decir siempre por favor y gracias —dijo la madre, y se le hizo un nudo en la garganta.
—Mamá. —Quería retenerla un poco más.
—Debo irme; cuídate, cariño —dijo, lo besó en la frente y se separó de él.
«Mamá», iba a gritar, pero la palabra no le pasó de la boca.
Pudo ver cómo se alejaba. Caminaba encorvada, abriéndose paso entre los arbustos. Cuando fue tragada por la densa oscuridad, Mariana cerró la puerta.
Eso fue la puntilla, pero Hugo no la sintió. Tal vez debido al frío de la noche, que se le había metido en el cuerpo, tal vez por el cansancio.
—Mamá se ha ido —dijo, llevado por el aturdimiento.
—Volverá —respondió Mariana de boquilla.
—¿El camino del pueblo está lejos? —preguntó, rompiendo así la primera regla dictada por su madre.
—No te preocupes por mamá, tiene experiencia y encontrará el camino.
—Perdón —intentó arreglarlo.
—Seguro que estás cansado —dijo ella, y lo condujo a la recámara.
Era un espacio alargado y estrecho, sin ventanas, y a primera vista se parecía a la amplia despensa de su casa, salvo por el olor a cuero que le trajo a la memoria el sótano del zapatero Júpiter, adonde la madre llevaba a arreglar los zapatos cada varios meses.
—Este será tu dormitorio. ¿Te traigo algo de beber?
—Gracias, no hace falta.
—Te traeré sopa.
Inspeccionó la recámara y descubrió batas de colores colgadas en perchas y varios pares de zapatos; sobre una superficie que parecía un banco había medias de seda, un corsé y un sujetador. Esos accesorios femeninos alegraron sus ojos por un instante.
Mariana le llevó la sopa.
—Tómatela, querido, has tenido un día muy duro —dijo.
Hugo se la tomó mientras Mariana lo observaba.
—Eres un chico grande. ¿Cuándo años tienes? —quiso saber.
—Once.
—Pareces mayor. Quítate los zapatos y vete a dormir. Mañana hablaremos tranquilamente de cómo hacerte agradable la estancia aquí —dijo, y cerró la puerta de la recámara.
Fuera aún estaba oscuro, y por las ranuras de la recámara se filtraban los graznidos de las aves de rapiña y el canto nítido de un gallo. Por un instante le pareció que de un momento a otro se abriría la puerta y la madre entraría encorvada, como solía hacer durante las últimas semanas, y le anunciaría que había encontrado un escondite fantástico donde permanecerían juntos. Su voz y su expresión eran claras, y él esperó muy alerta su llegada. Al final lo venció el cansancio y se quedó dormido.
Fue un sueño intranquilo que le presionaba el pecho y le atenazaba las piernas. Varias veces intentó librarse de la opresión. Al final se despertó y sintió un gran alivio.
Ahora podía ver la recámara, que era más estrecha de lo que había imaginado. Por las ranuras de las tablas se filtraba la luz e iluminaba la parte trasera. La parte delantera permanecía inmersa en la tenue oscuridad.
El sueño, evidentemente, había acabado con sus expectativas. Vio a su madre junto al mostrador de la farmacia, su padre estaba a su lado, como si el tiempo los hubiese congelado. El pánico de los últimos meses no se apreciaba en ellos. Parecían tranquilos y serenos y, salvo por la congelación que los había momificado, no se notaba ningún cambio.
Aún estaba absorto en aquella momificación cuando se abrió la puerta y apareció Mariana, con una bata de colores y un tazón de leche en la mano.
—¿Qué tal has dormido?
—Bien.
—Tómatelo y luego te enseñaré mi habitación.
Hugo cogió el tazón y bebió. Era una leche dulce y fresca que penetró en su interior y lo calentó.
—¿Dónde está mamá? —No supo contenerse.
—Se fue al pueblo a buscar un refugio.
—¿Cuándo vendrá? —De nuevo cometió el error de preguntar.
—Llevará algún tiempo. Ven, te enseñaré mi habitación.
No esperaba una sorpresa semejante. Era una habitación amplia, luminosa y cubierta de cortinas. Toda la tapicería era de color rosa, incluso la de los sillones. Sobre la cómoda había tarros y frascos de colores.
—¿Te gusta la habitación?
—Muy bonita —contestó Hugo, porque no sabía qué decir.
Mariana se rió con una especie de risa hacia dentro difícil de interpretar.
—La habitación es muy bonita —quiso arreglarlo.
—Durante el día podrás jugar aquí. A veces duermo de día, y tú velarás mi sueño.
—Jugaré al ajedrez —se le ocurrió decirle.
—Algunas veces tendré que esconderte, pero no te preocupes, será por poco tiempo y enseguida regresarás aquí. Podrás sentarte en el sillón o en el suelo. ¿Te gusta leer?
—Mucho.
—Aquí no te aburrirás —le aseguró guiñándole un ojo.