Capítulo 4

Llegó la noche. La precedió un día de registros casa por casa, de capturas y gritos de terror. El cerco se iba estrechando, y la madre decidió que a medianoche se pondrían en camino. Durante todo el tiempo trascurrido en el sótano, Hugo no había sentido miedo. Ahora, arrodillado, metiendo los libros en la mochila, le temblaban las manos.

—¿No hemos olvidado nada? —preguntó la madre, como solía hacer antes de irse de vacaciones.

Era la una de la madrugada, y subieron por las escaleras hacia la casa en penumbra. A través de la oscuridad podía ver su habitación, el escritorio, la cómoda y la vitrina de los libros. La cartera estaba a los pies de la mesa. No estudiaría más en el colegio, es lo que se le pasó por la cabeza.

La madre metió apresuradamente algunas cosas en el bolso y los dos salieron por la puerta trasera. La calle estaba oscura y silenciosa, y caminaron pegados a las paredes para no ser descubiertos. Junto a lo que una vez fue la confitería había una entrada. La madre levantó la tapa, bajó y Hugo le arrojó la maleta y la mochila. Enseguida metió las piernas y la madre lo agarró con las dos manos. Por suerte, las aguas de la cloaca a aquella hora no eran profundas, pero el hedor y la asfixia ralentizaron su marcha. Hugo sabía que bastante gente había sido apresada al salir del túnel. La madre supuso que el domingo por la noche los guardias beberían hasta emborracharse y no saldrían del gueto para sorprender a los que escapaban. Las aguas fecales subían por momentos y la asfixia aumentaba. Al acelerar la marcha, Hugo cayó de rodillas. La madre mantuvo la cabeza fría, lo arrastró y al final consiguió levantarlo. Cuando abrió los ojos estaba tirado en la hierba.

—¿Qué ha pasado, mamá? —preguntó.

—Faltaba el aire y te sentiste mal.

—No recuerdo nada.

—No hay nada que recordar —quiso distraer su atención.

Pensaría mucho en aquella noche oscura, intentaría unir los detalles y volvería a preguntarse cómo habría logrado su madre sacarlo de la alcantarilla y devolverlo a la vida.

Pero, entretanto, era peligroso permanecer en campo abierto. Se encaminaron agachados hacia el bosque cercano. De cuando en cuando se paraban en cuclillas y escuchaban.

—Mariana trabaja por las noches y debes acostumbrarte a estar solo —le reveló otro detalle.

—Leeré y haré ejercicios de matemáticas.

—Espero que Mariana tenga una lámpara en la recámara —dijo la madre con voz temblorosa.

—¿Cuándo vendrás a verme?

—Eso no depende de mí —respondió, sin enfatizar ninguna palabra de la frase.

Luego hicieron un descanso y se sentaron en el suelo sin hablar. A Hugo le pareció que habían pasado muchas horas desde que se habían ido del sótano, pasado por las cloacas y salido de allí.

—¿También papá vendrá a visitarme? —preguntó, y sin saberlo hizo daño a la madre.

—Es muy peligroso andar por ahí, ¿no lo ves?

—Y después de la guerra, ¿vendréis a visitarme?

—Iremos enseguida, no esperaremos ni un segundo —dijo ella, alegrándose de haber encontrado las palabras precisas.

Luego le reveló que no tenía intención de regresar a casa. Iría al pueblo de al lado. Tenía allí una amiga que había estudiado con ella; tal vez accediera a esconderla hasta que pasara la furia, y si no, iría al pueblo de Hlinitza, donde vivía una mujer que había servido en casa de los abuelos, una anciana de buen temperamento.

—¿Por qué no te quedas conmigo?

—No hay sitio para mí.

Luego habló de un tirón, como si estuviese leyendo o declamando. Él no entendió ni una palabra, tan sólo sintió que trataba de contarle algo difícil de revelar. Era su voz, pero no su voz habitual.

—Mamá.

—¿Qué?

—¿Y vendrás a visitarme? —se le escapó.

—Claro que iré, ¿acaso tienes alguna duda?

Luego el silencio se mezcló con la oscuridad, mientras un olor a hierba mojada y pisoteada emanaba del suelo blando.

—Otoño —dijo la madre, borrando de un plumazo el recuerdo de la asfixia y los temores de la noche.

Otras imágenes, silenciosas y mágicas, surgieron del olvido. En otoño, los fines de semana, iban juntos a las montañas de los Cárpatos a contemplar las hojas caídas. El otoño estaba tendido en el suelo con mil tonalidades, y ellos caminaban despacio para no dañar las grandes hojas, que florecían con múltiples colores desprendidas de los árboles. El padre se inclinaba y cogía una.

—Qué derroche —decía.

—¿Derroche de qué? —La pregunta de la madre no se hacía esperar.

—De belleza.

Aún se dijeron otras muchas cosas maravillosas, pero Hugo no las captó, o tal vez no las conservó. En aquellos momentos, tan sólo una fina y delicada línea lo separaba de sus padres, y todo lo que se decía quedaba grabado en él.

Por un instante, supuso que la madre iba a decir: «Es tarde, volvamos a casa. Nos hemos equivocado, pero se puede enmendar el error». La madre usaba esa frase algunas veces. Era una de sus expresiones optimistas. Al padre le gustaba e intentaba hacerla suya a su manera.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó ella mientras lo observaba con los ojos abiertos de par en par.

—Muy bien, perfecto.

—Gracias a Dios, dentro de media hora estaremos en casa de Mariana.

Y Hugo, inmerso en el recuerdo de los Cárpatos, quiso retrasar la despedida.

—¿Qué prisa hay? —preguntó.

—Mariana nos está esperando, no querría entretenerla, es tarde.

—Un poco más.

—No podemos, cariño, hemos tardado más de lo que pensaba.

Hugo conocía la frase «más de lo que pensaba», pero en esa ocasión sonó como arrancada de otro tiempo y otro lugar.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las dos y media de la madrugada.

«Qué raro —se le pasó por la cabeza—, ¿por qué dice mamá "de la madrugada"? No hay luz por ninguna parte, todo está oscuro. ¿Por qué dice "de la madrugada"?, ¿acaso no es evidente?».

—Es muy tarde, no querría molestar a Mariana más de la cuenta. Pero, si nos apuramos, llegaremos en media hora —dijo la madre en voz baja.