Al día siguiente, por la noche, llegó un campesino y se llevó a Anna. Hugo lo oyó y se le encogió el corazón. Casi todos sus amigos estaban ya en las montañas, sólo quedaba él. Su madre repetía que pronto habría un lugar también para él. A veces le parecía que habían dejado de querer a los niños, y que por eso los enviaban lejos.
—Mamá, ¿por qué envían a los niños a las montañas? —no pudo contener la lengua.
—El gueto es peligroso, ¿no lo ves? —fue su lacónica respuesta.
Hugo sabía que el gueto era peligroso, no pasaba un solo día sin capturas y transportes. El camino hacia el tren estaba atestado de gente; iban cargados de bultos y con tanto peso apenas podían moverse. Soldados y gendarmes alzaban sus porras sobre los deportados. Los desdichados caían doblegados por los empujones. Hugo sabía ahora que su pregunta «¿por qué envían a los niños a las montañas?» era estúpida, y sentía no haber sabido contenerse.
Cada día su madre le proveía de concisas instrucciones. Había una que repetía constantemente: «Debes mirar a tu alrededor, escuchar y no preguntar. A los extraños no les gusta que les pregunten». Hugo sabía que la madre lo estaba preparando para una vida sin ella. Por algún motivo tenía la sensación de que en los últimos días estaba intentando alejarle de ella. A veces la madre no podía más y se echaba a llorar.
Otto se escabullía y a veces iba a jugar con él al ajedrez. Hugo era mejor y le ganaba con facilidad. Al ver su derrota, Otto alzaba los brazos.
—Has ganado, no hay nada que hacer —decía.
Le daba pena Otto, porque no sabía jugar bien y ni siquiera se daba cuenta de cuándo tenía una pieza amenazada.
—En las montañas tendrás tiempo de practicar —le decía Hugo para animarlo—, y cuando volvamos a vernos después de la guerra, serás un experto.
—No tengo aptitudes.
—El juego no es tan complicado como tú crees.
—Para mí es complicado.
«Debes prepararte para una vida independiente», pensaba en decirle Hugo, pero no le decía nada.
Otto era un niño pesimista. Se parecía a su madre, que repetía constantemente: «Hay personas a las que la guerra hace revivir. Yo alzo los brazos y me rindo. No soy capaz de luchar por un pedazo de pan. Si esto es la vida, renuncio a ella».
Su madre era profesora de instituto. La gente la respetaba incluso en aquellas vergonzosas condiciones. Antes daba opiniones y apreciaciones y ponía ejemplos de la historia antigua y reciente. Ahora se encogía de hombros y decía: «No entiendo nada. El mundo se rige por una lógica diferente».
Hugo guardaba en su corazón todo lo que encontraban sus ojos: personas que entraban en casa alarmadas y soltaban una noticia aterradora, y personas que se sentaban a la mesa y no decían ni una palabra. La casa estaba irreconocible. Las ventanas permanecían cerradas y las cortinas acrecentaban la oscuridad. Sólo desde la estrecha ventana de Hugo, que daba al patio, se veía la calle del tren y a los deportados. Algunas veces, Hugo identificaba entre ellos a algún padre o algún niño de su clase. En su fuero interno sabía que su destino no sería distinto. Por la noche se atrincheraba en la manta convencido de que por el momento estaba a salvo.
La gente entraba y salía de la casa sin llamar a la puerta y sin pedir permiso, como cuando murió su abuelo. La madre los recibía, pero no podía ofrecerles un vaso de café o de limonada. «No tengo nada que ofreceros», decía y, por alguna razón, alzaba los brazos.
«Recordaré la casa y todos sus rincones, pero más que la casa recordaré a mi madre. Mi madre sin mi padre estaba perdida. Se esforzaba en hacer lo más urgente, corría de un lado a otro buscando a un campesino que me llevase con él a las montañas».
—¿Cómo sabemos que es un campesino honrado? —preguntaba la madre una y otra vez con desesperación.
—Eso dicen —le respondían.
Todos daban palos de ciego y al final entregaban a los niños a campesinos desconocidos que llegaban por la noche. Había rumores de que se quedaban con el dinero y entregaban a los niños a la policía. Debido a esos rumores, algunos padres no estaban dispuestos a entregar a sus hijos a los campesinos. «Si el niño está contigo, puedes protegerlo», se oía a veces la voz de algún padre inquieto. Hugo, por alguna razón, no tenía miedo. Quizá porque en verano iba al pueblo, con los abuelos, y a veces se quedaba allí una semana. Le gustaban los campos de maíz y los prados donde pastaban vacas moteadas. Los abuelos eran altos y callados, hablaban muy poco. A Hugo le gustaba estar con ellos. Se imaginaba su vida entre los campesinos muy tranquila. Tendría un perro y un caballo, y les daría de comer y los cuidaría. Siempre le habían gustado los animales, pero sus padres se negaron a adoptar un perro. Desde ahora viviría en la naturaleza, como los campesinos que duermen al mediodía bajo los árboles.
Por precaución, bajaban por la noche al sótano y dormían allí. En esas horas soldados y gendarmes irrumpían en las casas y capturaban a los niños. No pocos habían sido capturados ya. El sótano era frío, pero si uno se tapaba con mantas este no calaba.
Otto se escabulló a hurtadillas y descubrió que Anna había llegado sana y salva a las montañas y que ya habían recibido una carta suya. Cada carta que llegaba de las montañas era una pequeña victoria. Los escépticos, por supuesto, se amotinaban y decían: «Quién sabe en qué condiciones se habrán escritos estas cartas. Los campesinos que las han traído han pedido más dinero. No tienen humanidad, sólo les mueve la codicia».
Cuando captaba esas voces escépticas, a Hugo, le hubiera gustado decirle a Otto: «No debes ser tan pesimista. El pesimismo debilita. Debes ser fuerte y animar a tu madre».
Al principio casi todos eran optimistas, pero en las últimas semanas se habían convertido en una minoría. Los demás acababan con sus esperanzas y se burlaban de ellos.
Por la noche, la madre reconoció que no había logrado encontrar un campesino dispuesto a esconderlo. Si no quedaba más remedio, lo llevaría a casa de Mariana.
Mariana era una ucraniana que había estudiado en el mismo colegio que la madre. Ya de pequeña, fue expulsada de la escuela y se echó a perder. «¿Qué quiere decir que se echó a perder?», se preguntó Hugo. Con el tiempo la fruta o la leche se echan a perder, pero ¿cómo se echa a perder una persona?
A Hugo le gustaba escuchar las palabras. Había palabras cuyos sonidos le aclaraban su significado y había palabras que no formaban imágenes sino que pasaban ante él sin mostrarle nada.
A veces preguntaba a su madre por el sentido de una palabra. La madre se esforzaba por definirla, pero no siempre conseguía dibujar una imagen con ella.
Entonces entró en la casa Frida, la prima de su madre, con una gran noticia. Frida era famosa. Todo el mundo hablaba de ella, y con una sonrisa especial. Había estado casada dos veces y, últimamente, vivía con un chico ucraniano varios años más joven que ella.
—Yulia, no te preocupes, mi novio está dispuesto a llevaros con él al pueblo. Tiene un escondite fantástico.
La madre se quedó atónita.
—Ya no sabía qué hacer —dijo mientras la abrazaba.
—No desesperes, querida —respondió Frida, contenta de que la familia volviese a aceptarla.
Frida era una mujer hermosa, vestía con ropa excepcional y cada cierto tiempo armaba un escándalo. Por su forma de vida disoluta, sus parientes se habían alejado de ella. Ni siquiera la madre, que ayudaba a los necesitados, era caritativa con ella.
Frida volvió a alabar a su novio, que estaba dispuesto a arriesgarse por ella y por su familia.
—Sólo los ucranianos nos pueden salvar, si tienen voluntad de hacerlo —dijo, contenta de poder ayudar a su familia, que durante tantos años la había rechazado.
La madre volvió a agradecérselo.
—Estaba desesperada —confesó.
—No hay que desesperar —dijo Frida, se notaba que llevaba años ensayando esa frase y ahora tenía la oportunidad de demostrar que la desesperación era efectivamente algo ilusorio—. Siempre hay una salida. Siempre hay alguien que te quiere, hay que armarse de paciencia y esperarlo.
Hugo la observó de cerca y se sorprendió al descubrir en su rostro rasgos de niña.