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Dos magníficas sorpresas: Gustavo Martín Garzo y Javier Pastor

Dije en el primer capítulo que existe un momento sublime para el editor: aquel en que abre el original de un perfecto desconocido y se encuentra ante una obra importante. Dije también que es poco frecuente. A lo largo de mis cuarenta años de profesión, habrá ocurrido como mucho una docena de veces. Y entre todos los casos tienen un relieve especial, viví con especial ilusión, dos: El lenguaje de las fuentes, de Gustavo Martín Garzo, y Fragmenta, de Javier Pastor.

El original de El lenguaje de las fuentes estaba en mi casa, entre el gran montón de textos pendientes de lectura que tienen su lugar especial en el mueble —mitad mesilla de noche, mitad mesa de trabajo— que había diseñado y construido Joaquín Monclús para mí. A partir de la segunda página, tuve la certeza de que se trataba de algo muy especial y lo devoré con fruición. A las tres de la madrugada lo había concluido, y estaba histérica, intentando deducir quién era el tal Martín Garzo, recordar si su novela me había llegado a través de alguien, y de quién, y preguntándome sobre todo cuánto tiempo llevaría allí, junto a mi cama, sin que yo le echara una ojeada, y cuántos otros editores podían haberla leído y haber decidido publicarla entretanto.

A la mañana siguiente llegué al despacho antes que de costumbre y empezamos a llamar al domicilio de Garzo en Valladolid, donde no estaba, y a su lugar de trabajo, donde tampoco le localicé. No pude hablar con él hasta la tarde, pero la novela, aunque había pasado por otras editoriales y alguna de ellas no la había devuelto ni había dado todavía una respuesta, seguía libre. (Hace poco me comentó su hija Elisa, que estuvo viviendo un invierno en mi casa mientras hacía unos cursos de posgrado, que algunas de las cartas que acompañaban en aquellos primeros tiempos los originales devueltos eran demoledoras y afectaban mucho a su padre, lo cual me sorprendió, no ya por la calidad que en este caso concreto tenían las obras —cualquiera puede equivocarse o disentir del gusto de otros—, sino porque un lector profesional debería saber —como sé yo, y lo dije ya en otro punto de estas confesiones— el trabajo que supone escribir una mala novela y la ilusión que se ha puesto en ella, y hace falta una dosis considerable de propia frustración o gratuita malevolencia para que este trabajo y esta ilusión no te merezcan un respeto).

Gustavo estaba contentísimo de publicar en Palabra en el Tiempo, y en Lumen lo estábamos de publicarle a él. Quedaba el problema del título (a veces costaría dios y ayuda encontrar título para sus novelas). El provisional, La huida a Egipto, no convencía a nadie. Gustavo pensó en El pozo del milagro, que se citaba en el libro y «tenía la virtud de nombrar el milagro como el lugar del amor terrenal», pero surgía otro problema: la acumulación de tanto término con vocación «espiritualista» —milagro, santos, y los nombres de José, María y Jesús en la primera página del libro— podía dar al lector una impresión equivocada. Escribe Garzo el 20 de octubre del 92: «No puedo ocultarte mi preocupación ante la moda evangelizante que nos invade. El libro de Saramago, la novela finalista del Premio Ateneo de Sevilla, y ahora mismo el rutilante Premio Planeta. No me he atrevido siquiera a leer el libro de Saramago, que supongo tendrá interés. La sola idea de que pueda agrupárselos a todos —incluido el mío— en lo que el propio Sánchez Dragó ha llamado libros de espiritualidad me pone los pelos de punta». Creo que Gustavo tiende a preocuparse en exceso por las cosas, a angustiarse demasiado, a darles demasiadas vueltas, pero en este punto no le faltaba razón.

Finalmente la novela se llamaría El lenguaje de las fuentes, y Garzo ganaría con ella el Premio Nacional de Literatura 1993. Era un buen comienzo, y desde entonces hasta hoy Gustavo ha escrito mucho y bien.

Dos años después, en el 92, me mandó su siguiente novela… con un título imposible: El canto de la cabeza. Tan imposible me parecía que debí de arriesgarme a sugerirle otro, porque he encontrado una carta en que me dice: «Supongo que te va a dar un soponcio cuando leas lo que viene ahora, pero sigo dando vueltas al título. Como te dije por teléfono, me gusta mucho el que me habéis propuesto, pero no puedo ocultarte mis dudas sobre si es una elección acertada, sobre todo teniendo en cuenta el anterior. El lenguaje de las fuentes, Visitante del aire… ¿No resulta un poco excesivo, no podemos caer en el riesgo de lo etéreo? Creo que en ambos libros hay esa cosa desviada, anómala, esa exaltación de la tristeza y de la debilidad (mi lado terrible de contratenor); pero también desolación, dureza sin limites, la ceguera obstinada de los animales libadores. Me pregunto si ese lado oscuro, profundamente materialista, queda reflejado en títulos así. Es una duda que os transmito y que me hace pensar que El canto de la cabeza tal vez sea menos atractivo pero refleje mejor ese fondo de opacidad y de loca avidez». Nada que objetar a que rechazara el título propuesto, pero había que seguir buscando, porque a Tita (Esperanza Ortega, mujer de Gustavo, también escritora, aunque de poesía) y a Carmen Balcells (con la que yo le había puesto en contacto y que era ahora su agente). El canto de la cabeza les debía de parecer tan infumable como a mí. Lista de títulos propuestos por unos y otros: «El laberinto de la memoria», «Como en los sueños», «Relato de señora con espejo», «Canto interior», «Ama y haz lo que quieras», «La bola de cristal», «Marea oculta», «Las sombras de la memoria». Gustavo nos envía entonces la reproducción del cuadro de un discípulo de Leonardo, «como último acto de homenaje a mi incomprendido título, que me sigue pareciendo el mejor, aunque no guste casi a nadie», y se decide por Marea oculta. Lo había propuesto Tita, y para Gustavo lo que decía Tita iba a misa, cuanto hacía Tita estaba tocado por la gracia. Quiero subrayar que, aunque muchos hombres se las den de feministas, apenas he conocido a ninguno que nos entienda, nos valore y nos respete como Gustavo, y ni a uno solo que, al citar sus preferencias literarias, dé tantos nombres de mujeres.

Antes de salir yo de Lumen, editaría otras dos novelas de Gustavo: La vida nueva, para cuya cubierta le propuse una ilustración que hiciera, a mediados del siglo XV, para La divina comedia, Giovanni di Paolo, que le encantó («La ilustración», escribe, «me parece un milagro. Toda la novela está en ella. El vuelo de los amantes; la confusión entre la realidad y el sueño; el conflicto —que en Dante no existe, pero que en mi libro es esencial— entre la verdad o la justicia y el amor») y El pequeño heredero, que es para mí una de sus mejores obras.

Descubrir a Martín Garzo («descubrir» hasta cierto punto, pues forzosamente tenían que ser muchos los que sabían ya de él y, en cualquier caso, un talento como el suyo no iba a permanecer largo tiempo oculto), discutir con él sus libros, mimar la edición de sus obras, ha constituido una de mis grandes satisfacciones profesionales y personales.

Hubo un regalo supletorio. Poco después de que se creara RqueR, Gustavo —al que no le habíamos pedido nada, sugerido nada, porque ni se nos había pasado por la imaginación la posibilidad de publicar algo suyo— le escribió a Milena que estaba terminando un texto muy especial, Pequeño manual de las madres del mundo, que no encajaba en ningún género, y que, si le gustaba, se lo daría para que lo publicara, pues le parecía adecuado para su nueva editorial. Era el mejor de los regalos imaginables, porque era una prueba de solidaridad y de confianza; era, sobre todo, una muestra de amistad y de cariño.

El otro hallazgo, Fragmenta, no apareció por casualidad en mi mesilla de noche entre un montón de originales anodinos. Me llegó a través de Juan Goytisolo. En una de sus estancias en Barcelona, Juan me comunica que quiere hablar conmigo y me cita en el Hotel Oriente, donde suele alojarse. (A menos que le sea imprescindible no sube más allá de la plaza Catalunya). Me ha invitado a cenar una vez, con Milena, en el Amaya y otras dos en las terrazas al aire libre que hay a pocos pasos del hotel. La cena de hoy es un tanto pintoresca, porque entre el ruido infernal de los coches que cruzan a nuestro lado, el alboroto de los transeúntes que deambulan hablando a gritos y empujándose por el centro del paseo, los camareros que se abren paso con las bandejas entre mesa y mesa —después de atravesar peligrosamente la riada de vehículos—, y los mendigos y vendedores que intentan llegar hasta los clientes, Juan, mientras cruza unas frases con los amigos marroquíes que nos acompañan, mientras se ocupa de que dos criajos guapísimos, hijo y sobrino de uno de ellos, que no dejan de besarse con entusiasmo, reciban sus raciones de patatas y aceitunas (comenta que por la mañana los ha llevado al acuario y al zoológico y a no sé cuántos sitios más), que se ponen a comer con idéntico entusiasmo (los besos sabrán luego a patata y a aceituna), mientras deja anonadada a una supuesta bailarina oriental que ha bailado una supuesta danza del vientre, dirigiéndose a ella en árabe («¡no jodas, tío, que soy de Sabadell!», protesta ofendidísima la muchacha mientras recoge las monedas), me está dando una fantástica clase magistral sobre El Quijote, que yo me esfuerzo denodadamente en seguir, pues lo que Juan Goytisolo dice —y escribe— me interesa siempre, porque no es lo que oigo día tras día en boca de todos, y, esté o no de acuerdo con sus opiniones, resultan estimulantes y revulsivas. A veces, reveladoras. De Juan —parecerá una tontería, pero es poco frecuente— aprendo todavía cosas que me interesan y no sé. De modo que lucho por no perder palabra de su discurso-diatriba sobre El Quijote y sobre la edición que de él ha hecho Paco Rico.

No descubro Fragmenta, como ocurrió con El lenguaje de las fuentes, en el silencio y la soledad de mi dormitorio, sino en el barullo nocturno de la parte baja de las Ramblas. Juan me ha citado para esto. Me tiende el original. No conoce al autor, me explica, le ha llegado a través de un tercero. Pero es una novela, supone que una primera novela, muy interesante, se sale de lo corriente, merecería la pena publicarla; si lo hacemos, él escribirá una crítica para El País.

La novela de Javier es dura, difícil, rigurosa. Revela desde las primeras páginas la ambición, la exigencia, la capacidad del autor. Me gusta mucho. Creo en ella sin reservas; o acaso, más que en ella, en las enormes posibilidades del individuo que la ha escrito. La contratamos enseguida, y enseguida conozco a Javier, y poco más tarde a su mujer, a Maite. Entre ellos y mis hijos y yo se establece un amor a primera vista, somos al poco tiempo tan amigos como si nos conociéramos desde siempre. En nuestros viajes a Madrid pasamos horas y horas juntos, todos los veranos suben con nosotros a Cadaqués.

Admiro a Javier por su talento de narrador, por su fabuloso uso del lenguaje, pero también por el rigor y por la entrega que pone en su trabajo. De acuerdo con Maite, dedica todo su tiempo a la escritura; en estos momentos a su próxima novela. No importa los años que le lleve, no importa rectificar, corregir, empezar de nuevo. Nadie se plantea si va a ser o no comercial, si va a dar dinero, si puede aspirar a un premio. A Javier lo único que le importa es escribir una buena novela, o sea una novela que se aproxime a la idea que tiene en su mente. Y a Maite le importa que él la escriba. Por este objetivo están dispuestos a sacrificar ambos muchas cosas, a aunar esfuerzos. Han hecho, codo con codo, la apuesta máxima.

Y yo apuesto por ellos, por los dos, y por el libro.