Publiqué un número considerable de poetas hispanoamericanos y españoles en Lumen, y con varios de ellos mantuve una relación personal importante. He hablado ya de Pablo Neruda, de Álvaro Pombo, de Carlos Barral, de Ana María Moix. Hubo muchos otros.
A José María Valverde le conocía desde mis años de universidad. Había ganado la cátedra de Estética, pero yo le tuve en Filosofía de primer curso. Era el catedrático más joven, era poeta, era interesante y sensible. Creo que todas las alumnas andábamos medio enamoriscadas de él. Pero todas sabíamos que se había venido desde Madrid a Barcelona con una esposa alemana —fantaseábamos una teutona típica y luego, cuando conocí a Pilar, resultaría que de alemana, salvo los ojos claros y el cabello rubio, no tenía apenas nada— y una caterva de hijos, de distintas edades, pero todos todavía pequeños.
Me gustaba su poesía. Hay dos versos relacionados con la muerte que me impresionaron entonces y no he olvidado nunca: «Se quedarán mis cosas sin mí desconcertadas», y: «Oh, Señor, anestésiame la muerte, como a tantos les haces con la vida». Cuando, casi cincuenta años después de que yo le conociera, murió finalmente José María tras una larga dolencia, le pregunté a Pilar cómo habían sido sus últimos momentos. Me contó que estaban reunidos en familia, charlando en la sala, y que José María, ya muy agotado por la enfermedad, había quedado adormecido. La muerte sobrevino tan plácida que ella ni se dio cuenta hasta que se lo indicó una de las hijas. Caí en la contradicción de agradecer a Dios (un dios en el que no creo) que hubiera atendido la súplica que le formulara tiempo atrás un joven poeta, que sí creía en él y que siguió creyendo siempre. Porque José María —sin que eso signifique que estuviera exento de dudas— era un hombre de profundas convicciones: creía en Dios, en la revolución, creía en el hombre. Su afán de honestidad y coherencia le llevó a acciones tan quijotescas como renunciar, por razones políticas, a su cátedra en la universidad y tener que arrostrar largos años de voluntario exilio en Canadá. Practicaba, al igual que Comín, un cristianismo de izquierdas, pero, al contrario que Comín, no tenía ninguno de los vicios del político. Aunque me llevaba bastantes años, a veces me sorprendía su ingenuidad. Su escándalo, por ejemplo, ante la actitud de la familia Panero —sobre todo respecto a la viuda—, por haber colaborado en la película El desencanto, de Jaime Chávarri. O que, tras haber traducido para Lumen otras obras de James Joyce, se negara a hacerlo con la correspondencia, a causa de las cartas cruzadas entre el escritor y Nora, cuya obscenidad le parecía agravada por el hecho de tratarse, no de una prostituta o de una amante, sino de su propia esposa. Aunque esos ramalazos de puritanismo no quitan que Valverde fuera una persona muy abierta, un hombre extraordinariamente tolerante y comprensivo con los demás (acaso menos consigo mismo).
Las clases y las conferencias de José María eran muy buenas, pero los paréntesis, los larguísimos paréntesis que intercalaba en ellas, más o menos relacionados con el tema que estaba tratando (y cuanto menos relacionados, mejor) eran extraordinarios. Estos paréntesis y las manos. Unas manos largas, bellísimas, estilizadas, que recordaban las de El Greco y que movía con elegancia suprema.
Tuve que esperar hasta último curso para encontrar en Jaume Vicens Vives un profesor de la talla de José María Valverde o Antonio Vilanova. Y, si había pedido a Antonio que llevara la que iba a ser, gracias a él, la mejor de mis colecciones, recurrí también en múltiples ocasiones a José María. Me tradujo Emma, de Jane Austen, Elegías de Duino, de Rilke, Ulises, de James Joyce; formó parte del jurado del premio de poesía, y, sobre todo, edité sus Poesías reunidas, donde se recoge su obra poética completa, salvo aquellos poemas que decidió eliminar porque no quería ver reeditados.
Pilar —la alemana, en realidad solo hija de padre alemán, de la que andábamos celosas hace cincuenta años las alumnas de primero—, estupenda compañera de José María y colaboradora entusiasta en todas sus empresas, me ha regalado hace poco, como precioso recuerdo, un ejemplar de la tesis doctoral de Eco, con una dedicatoria autógrafa de Umberto al poeta.
En Lumen fuimos publicando también, uno tras otro —alternando los nuevos con la reedición de los aparecidos antes en otras editoriales—, todos los libros de poemas de José Agustín Goytisolo. Me consideraba su editora en exclusiva, estaba encantado de que lo fuera y no tuvimos nunca el menor desacuerdo profesional… aunque podía ser muy contradictorio, muy obstinado, muy irritante a veces. Muy irresponsable también en ocasiones, porque, atento solo a lo que en determinado momento a él le interesaba, capaz era de perder el resto del mundo de vista. Como cuando les encontramos a él y a Ton Carandell, su mujer, paseando por las callejuelas de Cadaqués, e íbamos Esteban y yo acompañados por la Paya —secretaria y compañera de Allende hasta los últimos momentos de La Moneda, que residía entonces en Cuba—, y le advertí que no debía decirse a nadie que ella estaba en España, y antes de transcurrir veinticuatro horas lo sabían desde La Habana hasta Pekín.
No, para estas cosas no podías fiarte de José Agustín. Que era capaz además de insistir hasta derrotarte por puro agotamiento si se empeñaba en que hicieras algo que no querías hacer… Como cuando me hizo llevar en mi coche hasta Segovia —para asistir a la fiesta que daban cada año Pedro Altares y su mujer— a unas personas a las que yo dije desde el primer momento que no quería llevar… Me vio después tan enfadada que me metió en un mesón contiguo al acueducto, y fue pidiendo como desagravio, pese a mis vanas protestas, cantidades ingentes de un estupendo jamón que sabía me gustaba, y me miraba entretanto con aire contrito y desolado, aire del niño al que han pillado en falta, hasta que me salió el jamón por las orejas y no pude contener la risa y se me pasó el enfado. Porque era irritante, y no escuchaba muchas veces lo que le decías (inútil advertirle, por ejemplo, que estabas llegando tarde al aeropuerto, o agobiadísima de trabajo, si se había sentado ante la mesa de tu despacho para leerte su último libro —que tú por otra parte ya conocías, puesto que ibas a editarlo— desde la dedicatoria hasta el final), pero era también entrañable y cariñoso y muy listo, y a mí me era imposible mantener mucho tiempo un enfado con él, casi diría que me era imposible enfadarme con él en serio. Porque era, además de lo ya dicho, un amigo leal, y, sobre todo, un buenísimo poeta… y, aunque pueda parecer un disparate, a una persona cuyo trabajo admiro estoy dispuesta a disculparle muchas cosas. Sería, al menos, un disparate que comparto con Gimferrer, que, según cuentan, cuando le preguntaron un día si era muy amigo de Fulanito, protestó, atónito y contundente: «¿Cómo voy a ser amigo de Fulanito, si no me gusta nada lo que escribe?». Y llevaba parte de razón: no es fácil mantener amistad con un artista cuya obra no valoras.
Cuando llegué con Milena al tanatorio donde iban a tener lugar las exequias y la incineración de José Agustín, se precipitó a nuestro encuentro Víctor, su nieto, y nos preguntó en tono casi agresivo: «¿Habéis llorado?». Respondimos que sí, y en mi caso no era literalmente cierto. Yo no había derramado ni una lágrima, pero lo que el niño quería saber era algo distinto, quería saber si nos había dolido mucho la muerte de su abuelo. Y sí había dolido, y seguiría doliendo, y yo empezaba a barruntar que tanto o más que sus cualidades echaría de menos a la larga sus defectos.
Otro poeta, un mito que va a más pero que ya lo era hace cuarenta años: Jaime Gil de Biedma. Cuando me preguntan si éramos amigos, yo —obstinada en poco mentir— respondo que no, porque no fuimos lo que yo entiendo por amigos (amigos se tienen pocos, se pueden contar con los dedos de una mano, de las dos con suerte: ¿cómo pudo decir en una entrevista la mujer de Neruda que tenían mil amigos?). Pero nos respetábamos recíprocamente mucho y creo que nos teníamos un sincero afecto. Me invitó un par de veces a almorzar fuera de casa; pasé algunos ratos en el sótano que habitaba cuando le conocí y luego en su nuevo piso de un edificio construido por Ricardo Bofill; estuvo él muchas veces en el mío. Especialmente interesantes y divertidas eran las cenas en mi casa con los Barral (creo que una de las últimas salidas de Jaime fue para asistir a una de estas cenas, cuando faltaba poco para la inesperada muerte de Carlos, que debió de ser para él un golpe terrible). Eran muy amigos, se querían y Jaime reñía a Carlos tanto o más de lo que le reñía la propia Ivonne. Le reprochaba su pereza y su frivolidad, su falta de constancia y de rigor, causa de que rindiera mucho menos de lo que hubiera podido rendir, de que no llegara hasta donde tenía la obligación de llegar; le reprochaba que malgastara su talento, que perdiera el tiempo en naderías, que maltratara tanto su precaria salud con el alcohol y con el tabaco. Pero esto no evitaba que las veladas con los dos fueran extremadamente agradables. (Otras cenas que recuerdo con nostalgia —estas muy frecuentes— reunían en mi casa a los Barral con los Herralde, y con Mario y Nicole Muchnik, que más tarde se trasladarían a Madrid, donde él crearía una nueva editorial, Taller de Mario Muchnik, y ella se dedicaría con excelentes resultados a una vocación que no le conocíamos: la pintura).
Fue Ana María Moix, en su papel de mediadora y de hada madrina, la que me comunicó que Jaime estaba terminando un libro en prosa, unas memorias, y que existía la posibilidad de que me las diera para publicarlas en Lumen. La primera edición se llamaba Diario del artista seriamente enfermo. Pocos libros me ha hecho tanta ilusión editar y de casi ninguno se ha hablado tanto antes incluso de que saliera. Aunque Jaime podía mostrarse duro y hosco a veces, el trato en este caso fue perfecto: estuvimos de acuerdo en todos los detalles de la edición y no surgió el menor problema… Por el contrario, su heredero me obligó a destruir una segunda edición, posterior a la muerte de Jaime, cuando estaba ya impresa y encuadernada, y a repetirla entera, por haber introducido yo unas correcciones puramente ortográficas con las que tengo la certeza de que el autor hubiera estado de acuerdo. ¡Ah, las viudas y los viudos de los genios, a menudo fervientes devotos que no entienden de la misa la mitad y son más papistas que el Papa! También después de su muerte, editaríamos en Lumen la poesía de Jaime, Las personas del verbo, con un prólogo de Carme Riera.
Hubo, como he dicho, muchos más poetas en Lumen. Los argentinos Mario Trejo, uno de los tipos con más talento y creatividad que he conocido en mi vida, y menos capaz de aprovecharlos —costó dios y ayuda reunir su poesía, por otra parte no muy extensa, y editarla—, capaz de poner patas arriba la vida de cualquiera en sus intentos de arreglar el mundo y capaz de destruir con ejemplar empeño las mejores oportunidades, y Juan Gelman, grandísimo poeta, imaginativo, cariñoso, entrañable, marcado por una tragedia tan sobrecogedora que cualquier intento de consuelo me hubiera parecido un agravio (quizás él no lo sepa, pero el personaje de un cuento que escribí para niños se llama Marcela en homenaje a su hijo brutalmente asesinado); la uruguaya Cristina Peri Rossi, colaboradora y amiga, apasionada en el amor, en la política y en la literatura, apasionada en todo, de la que editamos en Lumen algunos cuentos, una novela y varios excelentes libros de poemas, que me descubrió a autores tan extraordinarios como Felisberto Hernández o el propio Gelman, y que formó parte del jurado del premio de narrativa femenina; Jesús Lizano —último poeta épico se define él a sí mismo, épico y libertario—, torrencial, desbordante, jocoso, filosófico, desmesurado, cuyas lecturas constituyen todo un espectáculo, en el que un público fervoroso y variopinto, formado por fans de muy distinto pelaje, se emociona hasta las lágrimas y ríe a carcajadas, Jesús, que se toma su función de poeta con una seriedad que no he visto en nadie —y que me parece conmovedora—, que le ha sacrificado, acaso como nadie, su vida entera, y que nos ha ido mandando a lo largo de veinte años —le conozco desde la universidad, donde fuimos compañeros de curso e hicimos teatro juntos— una serie de «Cartas abiertas al poder literario», donde denuncia —con un leve toque de paranoia— la marginación de su obra y el dominio que ejerce el poder sobre la cultura, cartas que no tienen desperdicio y que alguien debería publicar un día; José Luis Giménez-Frontín, otro amigo de juventud, que, aparte de su obra como poeta y novelista, ha llevado a cabo, en beneficio de todos, una espléndida labor dirigiendo las actividades culturales de la Cabra de Catalunya…
Poetas sin duda muy distintos, pero que ahora, envueltos en la nostalgia del recuerdo, me parecen todos ellos tiernos y entrañables.