Una mañana compareció en mi despacho José Batlló. Había montado, sin disponer casi de medios, una revista, Camp de l’Arpa, y una colección de poesía, El Bardo, a la que había puesto punto final tras publicar el número cien. Traía un montón de carteles ilustrados con poemas y venía a pedirme que comercializara a través de mi distribuidor los que habían sobrado de su edición. Se me ocurrió algo mucho mejor. ¿Por qué no reanudábamos en Lumen, bajo su dirección, El Bardo, empezando por el número 101?
La colección, que aún se sigue publicando, dirigida ahora por Andreu Jaume —buen amigo, que empezó a trabajar siendo muy joven con nosotros y ha seguido en Lumen—, se convirtió enseguida en una de las mejores que existían en lengua castellana. Era espléndida la selección de títulos y muy bonita la presentación.
Durante más de veinte años casi todo el diseño de la editorial corrió a cargo de Joaquín Monclús, un chico de Zaragoza que había pasado un día por nuestras viejas oficinas, antes de que las trasladáramos a Sarrià, para mostrarnos alguno de sus trabajos, y que, en vista de que le encargué un cartel sobre Buñuel, había decidido que esto era base suficiente para liarse la manta a la cabeza y venirse con su novia a vivir a Barcelona. Eran jovencísimos los dos cuando, poco después, tuvieron un bebé, y los tres iban juntos a todas partes. Juntos hacían canguros en casa de los amigos, y juntos, con el cuco a cuestas, venían a repasar libros a nuestro almacén. Le pusieron de nombre Isaac; la madre me explicó que significaba «el que siempre ríe», y realmente Isaac tenía un buenísimo carácter y no daba guerra nunca. Con el tiempo, Joaquín acabaría haciéndose cargo de todo el diseño gráfico de Lumen y convirtiéndose —no solo en aquello que concernía a su campo profesional— en uno de mis más íntimos colaboradores y de mis mejores amigos, asiduo de los aperitivos en mi despacho, de los frecuentísimos almuerzos en grupo, de las idas a Cadaqués, y acompañante obligado de los viajes a Bolonia.
Para la colección El Bardo, diseñó una cubierta muy sobria, muy elegante, que aún siguen utilizando: una hermosa tipografía impresa en negro sobre una cartulina beis. El interior en papel ocre claro y con los cuadernillos sin abrir. Eso último nos gustaba —me encanta tener que abrir con un cuchillo las páginas del libro—, pero recibimos protestas, quejas de que en una edición cara tuviéramos tamaño descuido, nos llegaron libros devueltos como defectuosos, y tuve que escribir muchas cartas explicando que se trataba de algo deliberado y que la encuadernación intonso constituía un lujo.
Batlló tiene buen gusto literario, posee un fino instinto de editor, y es un trabajador incansable, capaz de resolver cualquier problema que se plantee en una empresa relacionada con libros. Podría ser un colaborador excepcional, si no tuviera de pronto reacciones inesperadas… o reacciones que, en mi torpeza, yo no era capaz de prever y de las que acaso fui en parte responsable.
Varias veces me notificaría que dejaba la dirección de El Bardo. Una de ellas, cuando contraté los títulos de Neruda. «Pero… ¡si creí que Neruda te gustaba! ¿Tienes algo contra él? ¿Piensas que no encaja en la colección?», inquirí consternada. No, no era eso. Sí le gustaba Neruda, y claro que sí encajaba. ¿Qué ocurría, pues? Acabé por entender que el problema radicaba en que la colección iba demasiado bien, incluso comercialmente, y eso quitaba interés al proyecto, lo despojaba de su carga romántica. En esta y en otras ocasiones logré convencerle para que siguiera, pero finalmente dejaría Lumen —era inevitable—, y yo tendría que proseguir la colección sin él, solo que entonces le cambié el nombre y pasó a llamarse Poesía.
Batlló me propuso, y acepté encantada, que creáramos un premio ligado a la colección. Conseguimos un jurado excepcional, del que formaban parte Carlos Barral, José María Valverde y Juan Ramón Masoliver. No solo excepcional por su competencia y su prestigio, sino por lo muy en serio que se tomaron la cuestión. Las deliberaciones y la votación tenían lugar, la significativa fecha del 24 de octubre, en el curso de un almuerzo en el restaurante Orotava, y las discusiones eran apasionadas, sobre todo si se enfrentaban dos posibles ganadores de estilos muy distintos. Juan Ramón Masoliver, el mayor de todos nosotros, abogaba invariablemente por lo más nuevo y experimental, y con una energía que me maravillaba. Un año la polémica fue tan enconada y de difícil solución —llegamos incluso a repetir las votaciones— que a las siete y cuarto seguíamos sentados a la mesa del Orotava, sabiendo que desde las siete nos esperaban periodistas y amigos en el local de Lumen para tomar una copa y que se les comunicara quién era el ganador. No creo que premio alguno se haya dado jamás de forma tan honesta. No ya aquella mañana, sino ni siquiera minutos antes, sabíamos nosotros mismos quién se lo iba a llevar.
El primer Premio El Bardo (1977) lo obtuvo, en esta ocasión sin que el jurado tuviera que discutir apenas («clásicos» y «modernos» estábamos de acuerdo, y Juan Ramón escribiría un prólogo entusiasta), Álvaro Pombo, con Variaciones. Le conocí en Madrid unos meses después, en el curso de un viaje que hice con Adela Turín para presentar A Favor de las Niñas, y a las dos nos hizo mucha gracia aquel tipo insólito, decimonónico, tan educado… No advertí, sin embargo, hasta mucho después que, entre todos los individuos que tendría ocasión de tratar a través de Lumen, Álvaro era uno de los realmente interesantes, uno de los más entrañables y humanos, de los más tiernos y divertidos, uno, sin duda, de los que poseían mayor talento, y uno de aquellos cuya amistad importaba conseguir y conservar.
Jorge Herralde creó el año 1982 el Premio Herralde, de narrativa en lengua castellana, y me invitó a formar parte del jurado. Teniendo yo mi propia editorial, con una colección de narrativa, la propuesta sorprendió a muchos y quizá mi aceptación también. Pero Jorge y yo nos habíamos conocido a los catorce años en un hotel de Playa de Aro donde veraneaban nuestras familias, nos habíamos reencontrado diez años después —antes de que él fundara Anagrama—, a través del que sería mi primer marido, y hemos sido desde entonces íntimos amigos. Tenemos absoluta confianza el uno en el otro, y le consideraba el mejor editor del país. Así pues, él me lo propuso y yo acepté. Y enseguida se me ocurrió animar a Álvaro para que se presentara. Álvaro andaba en busca de editor, tenía escritas varias obras y otras en proyecto, y había enviado a Lumen un par de originales, pero en Palabra en el Tiempo editábamos sobre todo narrativa extranjera, los textos de Pombo eran difíciles y, para ser poco mentirosa, confesaré que no estaban a la altura del que mandó al premio, El héroe de las mansardas de Mansard, que yo no había leído previamente y que es espléndido.
Pombo ganó por unanimidad, ha editado toda su obra narrativa en Anagrama, se ha afirmado como uno de los autores más relevantes en lengua castellana y, caso insólito en nuestro país desmemoriado, me ha agradecido siempre y ha recordado hasta hoy que le diera la idea de concursar, que le animara cuanto hizo falta y que intentara apaciguar durante meses sus telefónicas dudas y ansiedades. En mi siguiente viaje a Madrid, me esperaba en la habitación del hotel una magnífica orquídea proustiana (su madre cultiva orquídeas, ¿quién, salvo Álvaro Pombo, podía tener una madre especializada en cultivar orquídeas?).
Muchos años después, en 1991, volví a editar a Pombo. Me telefoneó Herralde para comunicarme que Álvaro había escrito un extenso poema y que le gustaría publicarlo en Lumen. Se titulaba Protocolos para la rehabilitación del firmamento. Era un texto breve y muy hermoso. «Había sido pensado —explica Álvaro en la edición de su obra poética completa—, desde un principio con una disposición tipográfica especial: se trataba de que cada verso en sentido tradicional constituyese una estructura prosódica completa». Eso significa que los versos, o sea las líneas, eran larguísimos y no podían de modo alguno partirse. Nos divirtió idear multitud de soluciones. La más loca era utilizar un tipo de letra minúsculo y regalar una lupa junto con cada ejemplar. Se optó por un recurso más sencillo: hacer páginas desplegables.
Vino Álvaro Pombo a Barcelona y dio una lectura en mi casa de sus Protocolos. Invité a muy poca gente: Jorge Herralde y Lali Gubern, Joaquín Monclús, que se encargaba como siempre del diseño, Carmen Giralt, Ana María Matute y apenas nadie más. Fue fantástico. Las actuaciones de Álvaro siempre lo son. En la televisión, en la radio, en un coloquio, desborda la escena con su desmesura, con su voz potente y ronca, con su peculiar sentido del humor. Pero algo extraño debieron de ver en él mis perros, porque no hubo forma de hacerlos callar, por mucho que les repitiera yo que se trataba de un personaje importante y muy amigo mío, que no convenía enojarle porque le acababa de pedir un texto para un libro sobre animales que teníamos en proyecto, y porque Lali iba a comentar que los tenía pésimamente educados.
A los pocos días recibí los textos con una carta donde decía:
Adjunto dos piezas zoológicas para el libro que vais a hacer de animalitos cuya protección y ensalzamiento corre por cuenta nuestra. Han aparecido o aparecerán ya publicadas, pero no creo que ni los gatos del Parque del Oeste ni el periquito Kamikaze se molesten por una cosa así. No son de piques, porque están a lo que están —no como otros. En su reino, para decirlo igual que Rilke, que es «lo abierto», no se tiene ni espacio ni tiempo ni ganas de picarse. Por eso dice Rilke: Mit allen Augen sieht die Kreatur das Offene: totalidad de ojos que, por cierto, se menciona también, abreviadamente, en Protocolos para la rehabilitación del firmamento, al hablar de los crédulos ojos de las yeguas, las mulas y las vacas, y, muy especialmente, en el protocolo de Ocaña, el baloncesto y los botijos… Considero indispensable añadir que mis etopeyas zoológicas atienden a la intersubjetividad constituida cada vez que un animal y un hombre se contemplan. Y debo añadir —y lo tengo muy hablado con mi abogada divorcista Luisa Nélida Bianchiotti— que de Rainer me divorcio justo a causa de esto: porque es colosal haber escrito, con referencia a la «media seguridad del pájaro» (el consternado ser cuyo destino es a la vez volar y proceder y provenir de un huevo) que: «Como asustado de sí mismo, zigzaguea en el aire como una grieta en una hendida taza. Así la huella del murciélago rasga la porcelana de la tarde». En esto es colosal, sí. Pero confuso en el fondo por cargazón conceptualista. Como dijo Félix (el de Azúa) en el mejor artículo que ha escrito: Rilke quiso ser, él mismo en persona, un animal. Yo añado que esto le impidió entender del todo bien ese complejísimo tipo de animal que llamamos doméstico. Debe entenderse no trágicamente, como lo hace Rilke en la octava elegía, sino como yo, cómicamente, con la inmensa seriedad de todo lo que tiene gracia y nos hace sonreír o reír alegremente. Dedicaré, por cierto, una sección especial en mis «Ideas para una fenomenología del animal doméstico» al comportamiento superinfernal de los dos perros de Esther…