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Carmiña en sus cartas

Carmiña —Carmen Martín Gaite— era muy dada a escribir cartas. Cartas espontáneas, sinceras, directas, en una bonita letra grande y clara (solo muy raramente mecanografiadas), con tan pocos tapujos como ella. La mayor parte de las muchas que recibí son extremadamente cariñosas, pero también las hay enojadas, también hay algunas que contienen reprimendas, quejas y censuras.

En la primera que conservo, por ejemplo, del año 70, se lamenta con acritud de la entrevista que le ha hecho un periodista para un libro de Lumen: «No puedo comprender esa falta total de exigencia y de escrúpulos. Se aprovecha de lo intolerable que nos resulta el material que da en bruto y nos carga con su elaboración, contando, naturalmente, con que lo escribiremos todo de nuevo. No es que yo no lo haga con gusto, pero desde el punto de vista de él me parece una indignidad».

A mí, después de que cerrara bruscamente una discusión, me acusa de haberlo hecho «de una manera tajante y acre, como a la defensiva de un presunto moralismo que me atribuías para juzgar tu comportamiento o tu manera de enfocar la vida… ¡si supieras lo equivocada que estás!», y «no me puedes pedir que las cosas en las que discrepo de ti no te las diga, porque eso sería totalmente contrario a mi condición».

Y muchos años más tarde, en 1991, con motivo de un enfado por razones profesionales en que yo me había encerrado en mí misma, rechazando todo intento de diálogo o de acercamiento: «Yo no sé si tú misma te das cuenta de la fuerza de rechazo y aislamiento que consigues a veces con tu actitud pasiva». Debí sin duda reflexionar y rectificar mi actitud —tenga o no yo razón, una cuestión profesional no justifica para mí perder una amistad—, pues pocos días después me escribe: «No sabes el peso que se me quita de encima con tu carta, que acabo de recibir y paso a contestar inmediatamente. En el fondo de las cuestiones editoriales que parecían constituir el argumento fundamental de mis quejas, lo que latía era la pesadumbre ante la evidencia creciente de unas relaciones deterioradas sin que yo alcanzara a explicarme por qué. A medida que van pasando los años y se van perdiendo referencias testimoniales de nuestro pasado, yo me aferro cada vez más a las personas que comparten algún tramo de nuestra memoria y que aún no han desaparecido». En este último punto, que sin duda la preocupaba —llegada cierta edad nos preocupa a muchos— insistirá otras veces. «Yo no puedo permitirme ahora el lujo de perder amigos, no lo puedo resistir», escribe.

Lo cierto es que, pese a un par de incidentes conflictivos y algún breve desencuentro, rápidamente superados, fue una hermosa relación que duró más de veinte años.

Si mi primer contacto epistolar fue la carta que he citado, la primera vez que la vi fue en una sala de fiestas madrileña, seguramente tras un acto montado por Distribuciones de Enlace. Me sorprendió que Carlos Barral dedicara todo el tiempo su atención y bailara sin parar (lo hacían muy bien: Carmiña bailaba, cantaba y contaba historias con gracia, sus conferencias eran todo un espectáculo y, al igual que Matute aunque por caminos muy distintos, se metía al público en el bolsillo) con una señora algo mayor que nosotros, vestida de modo insólito y con un lacito de terciopelo en la melena canosa. Le pregunté luego de quién se trataba, y me explicó que era Carmen Martín Gaite, una escritora estupenda —no tenía nada que envidiar a Matute (por lo visto, apostillo yo, la comparación entre las dos surge inevitable) aunque fuera menos conocida—, y se había mostrado especialmente cariñoso aquella noche porque su marido, Rafael Sánchez Ferlosio, acababa de irse de casa, y ella lo debía de estar pasando muy mal. Poco tiempo después invité a Carmiña a pasar unos días conmigo y con Ana Moix en la casa que tenía mi padre en Cadaqués. (A la que yo podía invitar y que me permitía prestar a quien quisiera, de modo que se han escrito allí, aparte de los míos, varios libros. Terenci estuvo más de un mes, solo, trabajando, y mi padre pagó atónito pero sin rechistar la factura de teléfono). Fue allí donde nos hicimos realmente amigas. Ella pasaba por momentos difíciles y, sin embargo, se mostraba divertida y animosa: hacía lo imposible por superar su tristeza, por disfrutar al máximo, por pasarlo bien y lograr que lo pasáramos bien los demás. Gozábamos de la barca y del mar, charlábamos por los codos, reíamos mucho. Por las tardes, mientras Ana y yo jugábamos seguramente con otros amigos a las cartas —una pasión compartida—, se ponía guapa —pantalones cortos de color rosa y adorno en el pelo— y salía a darse sola un garbeo por el pueblo. A mis hijos, todavía muy pequeños, les parecía un personaje de cuento. Después bajamos a Barcelona (se pasó el viaje en coche cantándonos coplas románticas y burlescas y populares), estuvo en mi casa, la acompañé a Calafell para ver a Carlos (que —aquel día le dio por ahí— no nos hizo maldito caso) y la dejé en el aeropuerto para que cogiera el avión de regreso a Madrid.

El 6 de agosto del 78 me escribe:

Anoche llegué a las once, y como venía muy cansada, y con bastante dolor de oído, no me puse a escribirte directamente, que era lo que me hubiera apetecido. El viaje fue malo. No el viaje en sí, sino la espera. Nos hicieron subir a las ocho a un avión que venía de Atenas y, de manera incomprensible, nos retuvieron allí hasta las diez.

Aparte de que no estaba refrigerado ni nos dejaron bajar a telefonear, se creó un clima de cierta angustia, porque nos hicieron bajar por dos veces a controlar nuestros equipajes. Al parecer, tres pasajeros, que venían de Atenas a Madrid, habían desaparecido, y se temía que en sus equipajes pudiera venir algún artefacto explosivo.

Pasé algo de miedo y, sobre todo, pensaba con bastante rabia en lo bien que podría yo haber aprovechado ese tiempo charlando contigo o bañándome en Calafell.

Pero el caso es que llegué con bien, aunque cansada, como te digo.

Ahora son las nueve de la mañana y, todavía en la cama, me pongo a escribirte, antes de deshacer el equipaje ni ponerme a pensar en ninguna otra cosa.

He dormido en el cuarto de mi hija, que es el más fresco de casa, con todas las ventanas abiertas, y me ha despertado la luz ardiente y silenciosa del domingo. No hay absolutamente nada en la nevera y he desayunado con una jarra de agua con trozos de limón. Me gusta, a pesar de todo, estar aquí. Reconozco con cariño los objetos que me rodean, los libros, un mono de felpa, la puertecita que sale a la terraza, las fotografías pinchadas en la pared. Cuando me fui de Madrid todo esto me agobiaba y ahora, en cambio, el reencuentro se hace placentero.

El buzón estaba lleno hasta los topes de cartas, pero ninguna de amor. Mi hija, según me ha dicho Rafael, llega esta tarde a las ocho. Dentro de un rato bajaré a una tienda, que suele estar abierta los domingos, y compraré lo preciso para no desfallecer de hambre.

Ahora, que estoy nuevamente aquí, me doy cuenta de lo bien que me ha sentado este viaje, de las fuerzas que me ha dado para afrontar lo que quiera depararme esta nueva etapa. Llegaba a Barcelona al borde de la bancarrota de ánimos, y los he recuperado todos, gracias a ti y a tu generosidad. Para ti, que a veces no pareces darte muy bien cuenta de cómo eres, puede parecer normal ofrecer incondicionalmente tu casa de Cadaqués a una persona casi extraña, como yo lo era cuando llegué, y proporcionarle, aparte del ambiente y las comodidades que he tenido, una plena libertad. Pero yo te aseguro que es —estadísticamente— muy insólito. A mí hace tiempo que nadie me trataba tan bien. No porque la gente que conozco y quiero me trate casi nunca mal, sino porque me suelen enredar y marear, colgarse de mí para esto o aquello. También me gusta que me quieran así, pero, si yo estoy agotada y vacía, me fatiga mantenerme en esa brecha. Tú ni siquiera das importancia a lo que das ni lo calibras. Abrigas sin pesar, como las mantas buenas, y es esa mezcla de ligereza y de capacidad de entrega lo que te hace ser tan Tú.

Reedité de Carmen Martín Gaite un libro de ensayo, Usos amorosos del siglo XVIII, y más adelante, un día que nos encontramos en casa de Miguel y Mari Paz —no recuerdo si en el curso de la fiesta que dan todos los años en su casa coincidiendo con la Feria del Libro madrileña—, se me ocurrió pedirle que me escribiera un cuento para niños, que se publicaría en la colección Grandes Autores. Respondió resueltamente que no, que nunca había pensado en hacer algo infantil, pero poco después me notificó que había cambiado de opinión, y unas semanas más tarde me anunció el envío del texto: «No sé cómo agradecerte la sugerencia que me hiciste hace un mes en casa de Miguel y Mari Paz. No solo me ha permitido ensayar con ilusión (y creo que buenos resultados) un género al que no me había dedicado nunca, sino que me ha permitido colaborar con un amigo sensible y encantador, que me ha estimulado continuamente con su entusiasmo [el amigo era Eguillor, que, por sugerencia de Carmiña, hacía las ilustraciones]… Lo que más me importa, de todas maneras, es que leas el cuento. Muchas veces, según lo estaba escribiendo, me acordaba de ti imaginando que te gustaría. Desde que acabé El cuarto de atrás, no había gozado tanto escribiendo una cosa, ni me había sentido tan en vena ni tan divertida. Ojalá le guste a Milena». El cuento, muy bonito, muy distinto a lo que se publica habitualmente para niños, se llamó El castillo de las tres murallas, y Martín Gaite escribiría todavía otros dos libros infantiles más.

Poco antes de que apareciera el primero de ellos, también en Lumen, murió su hija, la Torci a quien había dedicado El castillo de las tres murallas, en plena juventud y de una terrible enfermedad. Carmiña había tenido otro hijo, un niño que vivió solo dos o tres años. Me escribe el 3 de julio del 87 que irá a Cadaqués, donde Andreu Teixidor le ha cedido un apartamento, que espera que tengamos ocasión de vernos y hablar largamente, y añade: «Contra todas las apariencias que puedan derivarse de mi imagen pública (nunca me ha ido profesionalmente mejor que ahora), este verano estoy padeciendo más que nunca la ausencia de mi hija, y tantas otras cosas que se derivan de ella. Hace falta una moral de caballo para seguir teniendo ganas de vivir, y yo misma no entiendo de dónde saco las fuerzas. Es un milagro (que hace ella). Espero que estés bien y que tus hijos estén sanos y alegres. Disfruta de ellos lo más que puedas. No apreciamos las cosas hasta que las perdemos».

Dudo que creyera en la existencia de otra vida después de la muerte, pero acariciaba la idea, y de ahí sacaba parte de las fuerzas para seguir —la otra parte la sacaba de su trabajo, y no estoy segura de que no fuera ligada a la primera—, de que en algún modo su hija estaba presente. Y cada vez que me hablaba así de mis propios hijos, yo me sentía avergonzada y culpable —absurdamente avergonzada, irrazonablemente culpable— de que estuvieran sanos y alegres, de que estuvieran vivos.

En el 91, José María Conget nos invitó a tres novelistas españolas a Nueva York, para que participáramos conjuntamente en un acto único, que consistía en un breve discursito de cada una, seguidos luego de un coloquio. Conget es un excelente escritor, un buen amigo y un magnífico anfitrión. Estuvimos una semana en un buen hotel del centro de Manhattan, Carmen Martín Gaite, Cristina Fernández Cubas y yo. Con una libertad total y todo el tiempo del mundo. Lo pasamos muy bien juntas, sin estorbarnos ni limitarnos en ningún momento. Solíamos coincidir en el desayuno, después cada una hacía planes por su cuenta y al caer la tarde nos encontrábamos, sin habernos puesto previamente de acuerdo, en el hotel. Comíamos algo, tomábamos una copa, nos metíamos en la habitación de una de las tres para enseñarnos las compras (Carmiña compraba prendas de ropa en tiendas de viejo y en mercadillos; Cristina, pequeños objetos disparatados, divertidos, lúdicos; yo, regalos más formales para la próxima Navidad). Charlábamos por los codos, bromeábamos, nos hacíamos alguna confidencia, reíamos mucho. El acto para el cual nos habían invitado fue un show de gran altura. Ni que lo hubiéramos ensayado antes. Transcurrió de un modo bastante formal hasta que me tocó hablar a mí. Toda mi argumentación se basaba en un error —confundía a una conocida periodista por otra—, y Cristina empezó a darme patadas, cada vez más contundentes, por debajo de la mesa. Por fin pregunté qué pasaba, y, cuando Carmiña me señaló mi confusión, manifesté —la sala estaba de bote en bote— a la concurrencia: «¡Ah, entonces lo que he dicho no vale!». Hubo una carcajada general y se oyó una voz: «¿Desde dónde no vale?». A partir de ahí se estableció un clima desenfadado y cordial, y —tanto Carmiña como Cristina tienen un gran sentido del humor— las risas fueron constantes. Dudo que el público se haya divertido nunca tanto en un acto cultural.

El 12 de junio de 2000 recibí la última carta de Carmiña:

Querida Esther:

Gracias por tu carta tan cariñosa como son siempre las tuyas. No fui a la fiesta de los Visor porque no me encontraba bien y cancelé esa semana todos mis compromisos para irme al campo con mi hermana y hacerme posteriormente un chequeo en el Ruber. No han encontrado nada de importancia, pero los rastros de unas gripes víricas que tuve este invierno, unido a una subida de azúcar, han hecho que el médico me aconseje total reposo a partir de esta semana y la cancelación de todos mis compromisos. Hasta el 7 de agosto que comienza mi Curso Magistral en Santander, estaré cuidándome, terminando las conferencias y tomando el aire sano de la Sierra que espero me siente muy bien. Quizás en los últimos años he tirado demasiado del cuerpo, como tú misma me advertiste en una ocasión, y cuando hay que empezar a cuidarse un poco el cuerpo avisa.

Te supongo ejerciendo con una felicidad que envidio mucho tus funciones de abuela.

Dale de mi parte un abrazo a Milena y otro con todo el cariño para ti.

Yo estaba fuera de España cuando, el 23 de julio, falleció Carmiña.