En diciembre de 1970, no mucho tiempo después de que se creara Distribuciones de Enlace, se produjeron en Burgos los últimos juicios del franquismo con condenas a muerte y se convocó clandestinamente un encierro en el monasterio de Montserrat, donde el abad había aceptado acogernos.
Es increíble que los servicios de seguridad no se enteraran. Se trató, sin duda, de un golpe de suerte (a veces los intentos más inauditos tienen un éxito inexplicable, como la huelga de tranvías de muchos años atrás, en pleno franquismo puro y duro, que tanto me había impresionado de niña, porque aún recuerdo todos los tranvías vacíos, ocupado solo uno de ellos por un amigo de mis padres, al que el chófer seguía a pocos metros en el Mercedes), pero desde luego no podía ser verdad que dispusiera la España de Franco de un sistema policial tan eficaz como nos habían hecho creer. Porque las personas enteradas del encierro —la convocatoria se transmitía de boca en boca, y corrió varios días por Bocaccio, templo indiscutido de la gauche divine, que se congregaba allí noche tras noche a tomar unas copas— éramos muchas y no se trataba en su mayor parte de personas avezadas en la clandestinidad ni especialmente discretas. Y casi todos, no obstante, llegamos sin dificultad al monasterio y transcurrieron varias horas —la noticia ya había saltado a la prensa y a las radios extranjeras— antes de que cerraran el acceso a la montaña.
A mí me avisaron por teléfono y prometí ocuparme a mi vez de convocar a las dos Ana Marías. La tarde anterior intentamos convencer a Carlos, pero en aquellos momentos, como director de Barral Editores, su posición ante los accionistas era delicada, y no se atrevió. También debieron de insistirle mucho a mi hermano, que declaró no creer en la eficacia de este tipo de encierros, a lo que le respondieron que se subía precisamente a discutir si nos encerrábamos o no. De modo que Oscar —que por ser también poco mentiroso tiende a creerse a pies juntillas lo que le dicen— subió, le molestó que Rosa Regás estuviera a la puerta del monasterio tomando nota de los nombres de las personas que llegaban, manifestó públicamente lo que pensaba, comprobó en el acto que no se trataba de discutir el encierro, sino de encerrarse, y se marchó. Sí se quedaron en cambio Beatriz de Moura, que aparece en muchas de las fotografías, y Lluís Clotet, que creo recordar habían subido con él. (Que haya tantas fotos cuando habíamos acordado, como norma de prudencia, no tomar ninguna, prueba que no éramos precisamente un prodigio de disciplina ni de discreción).
En Montserrat ocurrió como en las partidas de cartas cuando van en serio: cada uno se revela tal como es. Conocí más a algunas personas en cuarenta y ocho horas que en años de tratarlas en cenas y reuniones sociales.
Yo había subido en mi coche con Matute y Moix, segura de que nos pararían en cualquier recodo de la carretera, nos pedirían la documentación y nos obligarían a volver atrás. Sin embargo, no encontramos el menor obstáculo. Ana María Matute no paraba de repetir que Julio le había indicado que para esos avatares había que llevar siempre consigo tres cosas: una manta, una botella de coñac, y no recuerdo cuál era la tercera, aunque sí recuerdo que me parecía absurda. Pero Julio había hecho la revolución y había sido presidente o algo parecido en un país del Lejano Oriente y sabía de esto más que nadie, de modo, pues, que lo que Julio decía iba a misa. (Con Matute es difícil saber dónde comienza y dónde termina la fabulación; debo reconocer, no obstante, que, si bien la manta no sirvió para gran cosa, la botella de coñac fue todo un éxito). La Moix, por su parte, andaba metida en uno de sus dolorosos y apasionados ensueños sentimentales. Formábamos un trío un poco raro.
A nosotras nos recibió en el vestíbulo Román Gubern, como maestro de ceremonias, que agradeció efusivamente nuestra presencia. Yo sabía que mi presencia no tenía importancia, pero que, para la repercusión que pudiera tener el encierro, haber llevado a Ana María Matute (que no había dudado en aceptar la propuesta y que no se quejó de nada, ni de la comida que nos daban los monjes, ni de la incomodidad de los camastros de las celdas por cuatro o cinco personas compartidas, ni de sentir miedo, porque no lo sentía: ninguna de las tres lo sintió en ningún momento) era una buena aportación.
Y enseguida nos encontramos con Gabriel Ferrater. Gabriel iba consternado de un lado a otro —y siguió así los dos días—, rezongando que aquello era una insensatez —«Aquí veig molts esquizofrènics!»—, y repitiendo: «Què dirà la Marta quan ho sàpiga? Déu meu, com s’enfadarà la Marta!». Parecía no saber por qué extrañas razones había llegado hasta allí. Marta era, claro, Marta Pessarrodona, una de mis mejores amigas desde que tenía ella dieciocho años y yo iba a cumplir veintitrés. Y yo había vivido su historia con Gabriel desde muy cerca y desde el principio. Estaba presente el día que se conocieron. Se celebraba la presentación de un libro de ella y, como Gabriel había comentado que le gustaba mucho su poesía, unos amigos comunes le llevaron allí. Volvieron a verse a la mañana siguiente y formaron pareja hasta la muerte de Gabriel. Yo le conocía desde antes y nos caíamos bien, pero a partir de su relación con Marta el trato fue mucho más asiduo.
Haríamos, no recuerdo si antes o después de Montserrat, un viaje inolvidable a París en coche. Marta, Gabriel, Esteban y yo. Formaban una pareja dispar. Marta, exagerada y vehemente en sus gustos y opiniones («opinionada», la llamaba Juan Ferraté, hermano de Gabriel aunque escribiera distinto el apellido), desbordando siempre entusiasmo, deseos de vivir, llena de proyectos, arrastrándote a lugares increíbles y a actividades que nunca habías pensado desempeñar, imponiéndote en ocasiones a la fuerza lo que había decidido (con la mejor voluntad del mundo —porque era, y es, generosa y buena, y la más leal de las amigas—, pero sin escucharte) tenía que hacerte feliz. Gabriel, más allá de casi todo, fatigado, escéptico, esperando, me parece a mí, muy poco ya de la vida y de la gente. (¡Qué poco le ayudaron, qué poco hicieron por él, muchos de aquellos que tras su muerte se declararon sus rendidos admiradores y sus amigos del alma!). Supongo que Marta y Gabriel se conocieron cuando era para él demasiado tarde. Supongo que era ella demasiado joven. Pero vivieron juntos momentos felices, y yo compartí algunos.
Aquel viaje a París fue fantástico. La primera mañana, mientras Gabriel recorría librerías, y Esteban y yo ganduleábamos en el hotel, después del viaje desde Barcelona —en que Marta había conducido a lo largo de todo el trayecto—, ella, sin conocer París, llevó a reparar el coche, participó en una manifestación, compró algo en Dior, coincidió con Simone Signoret en el Flore o Les Deux Magots, decidió dónde teníamos que almorzar y estableció que la rue Rivoli era, no sé por qué, la calle más interesante de la ciudad… Abrumador. Agotador.
De modo que a veces Gabriel manifestaba cierto temor por lo que pudiera opinar Marta, y aquellos dos días anduvo repitiendo por los corredores del monasterio: «¿Qué va a decir Marta cuando sepa que estoy aquí?». Y de todos los discursos que oí en la sala donde nos convocaban, nos explicaban el curso de los acontecimientos, se discutía lo que íbamos a hacer y se votaban los acuerdos, el más brillante y el más inteligente fue sin duda alguna el de Gabriel, en el que defendía (¿por miedo a lo que diría Marta?, ¿por propia convicción?) que pusiéramos fin cuanto antes a aquel encierro de esquizofrénicos. Yo no estaba de acuerdo con el contenido, pero me pareció una pieza oratoria magistral. A menudo la inteligencia de Gabriel, tan poco pedante, tan poco grandilocuente, me dejaba atónita, y me producía el mismo tipo de placer que me produce la contemplación de la auténtica belleza, de la belleza con mayúscula… y se me caía la baba, porque lo cierto es que, si inicialmente mi amiga era Marta, a él llegué a quererle por sí mismo.
En el curso de las primeras horas habíamos ido recibiendo, reunidos en la sala de actos, a los que llegaban. Oscar anunció que se marchaba y se marchó; Terenci Moix, Joan Miró y Nuria Espert nos visitaron fugazmente para expresar su solidaridad; hubo algunos más que se limitaron a hacer acto de presencia, pero la inmensa mayoría había subido para quedarse. En la sala nos transmitían noticias oídas en emisoras extranjeras, y más tarde mensajes, cada vez más enérgicos y conminatorios, de la policía, que finalmente había cercado la montaña haciendo imposible el acceso a la abadía. Y cundió en algunos el miedo. Uno de los encerrados escaparía aquella noche descolgándose con sábanas desde una ventana. Para muchos de nosotros —como Matute, Moix y yo— el peligro era muy remoto, pero había gente más seriamente comprometida. En uno de los descansos entre sesión y sesión —en los que Guillermina Mota, Joan Manuel Serrat y otros representantes de la nova cançó) tocaban la guitarra y cantaban para distraernos, y en los que conversábamos unos con otros—, me senté al lado de Vicente Aranda, a quien Esteban había conocido en Venezuela —como a Antonio Rabinad, excelente novelista y gran amigo— y que empezaba su carrera de director cinematográfico en España. Vicente estaba visiblemente angustiado, y me impresionó mucho lo que me contó de su infancia, del miedo que había pasado de niño, temiendo por las noches la llegada de la policía, del miedo sufrido en la posguerra por la gente del bando de aquellos que la habían perdido, y de cómo ese miedo se prolongaba y persistía luego solapado, pronto a resurgir irracional en cualquier momento, en momentos como aquel.
Al mediodía almorzamos juntos en un refectorio lo que nos dieron los monjes, tal vez ayudados por Montse Esther, dueña de la inefable tienda de la gauche Saltar y Parar y más adelante del restaurante Las Violetas, y por Isabel Arnau, mujer entonces de Oriol Bohigas, que se habían ofrecido inmediatamente a hacerse cargo de los servicios de intendencia. Una comida correcta y más que suficiente, pero nada de exquisiteces de Via Veneto (parece ser que se hizo un intento de traerlas, pero no llegaron) ni de bocadillos de Bocaccio, como después se dijo, pretendiendo tal vez acentuar el aspecto frívolo del encierro. Ni tampoco vi que nadie hiciera el amor por los rincones o debajo de las mesas, como se ha pretendido. Ignoro lo que ocurriría en la intimidad de las celdas, pero en el espacio por todos compartido aquello tenía tan poco de bacanal como de fiesta de Bocaccio.
Por la noche nos repartimos por las pequeñas celdas que nos habían asignado, y nos acostamos medio vestidos. En una celda estábamos las dos Ana Marías, Josep Maria Castellet y yo. Castellet era el encargado de conferenciar con el abad (¡qué estupendo embajador en la Santa Sede hubiera sido!) y comparecía con una botella de Aromas de Montserrat, que era acogida con entusiasmo, porque el coñac de Matute había durado muy poco. No quedaba en nuestra celda ningún catre libre, mientras que en otras sí, pero Pomar, un joven escritor mallorquín, nos acusó de antisemitas —así nos enteramos de que era chueta—, de modo que le improvisamos, despavoridos, un jergón en el suelo, y aquello parecía el camarote de los hermanos Marx. Charlamos un rato, y luego Pomar propuso que, para amenizar la velada, contara cada uno su primera experiencia amorosa… Empecé a preguntarme cómo iba yo —tan poco mentirosa— a mentir, pero no hizo falta que mintiera nadie, porque antes de que él terminara la suya —se había brindado ante nuestra renuencia a ser el primero— estábamos los otros cuatro dormidos (no porque nos aburriera la historia, sino de puro agotamiento).
Al tercer día aumentó la tensión. La policía amenazaba con entrar en el monasterio por la fuerza si nos resistíamos a salir por las buenas; la pugna entre los que propugnaban prolongar el encierro y los que consideraban que se había cumplido ya el objetivo propuesto, o que era demasiado arriesgado continuar o que simplemente confesaban su miedo (opinión que expusieron Eugenio Trías y Gabriel Ferrater), se hizo más enconada. Castellet, muy en su papel, seguía maniobrando en las alturas, conferenciando con el abad, transmitiéndonos mensajes y noticias.
Y luego, de repente, nos comunicó que existían «razones poderosas» (no especificó cuáles, pero corrió la voz de que se habían refugiado en el monasterio miembros destacados de ETA, que serían capturados, caso de que la policía, sin respetar la inviolabilidad de la abadía, entrara por nuestra causa en ella, y, por raro que parezca, en aquel entonces los miembros de la banda terrorista militaban a nuestro lado y nos merecían un respeto) para poner fin al encierro, compareció el abad y, sin más discusión, aunque con la sospecha de estar siendo manipulados, abandonamos precipitadamente el edificio, uno tras otro, en fila, entregando a los agentes apostados junto a la puerta de salida nuestra documentación. Y, en aquellos momentos finales, Raimon, también en un gesto muy propio de él, dejó oír su guitarra y rompió por primera vez (yo al menos no le había oído antes, mezclado con otros que lo hacían meramente para distraernos) a cantar… Ningún peligro de que se le confundiera con la gauche divine, ni de que le acusaran de frivolidad.
Después tuvimos que ir a declarar, y se nos notificó la sentencia. Por la cual, dado que «en la reunión celebrada en el Monasterio de Montserrat los días 12, 13 y 14 del pasado mes de diciembre se redactó un documento cuyo texto fue aprobado por los asistentes entre los cuales se encontraba usted y dado posteriormente a la publicidad, en el que en algunos de sus extremos se atacan los principios básicos de la unidad nacional y política, básicos para la pacífica convivencia social de los españoles», se nos imponía una multa de veinticinco mil pesetas, imprescindible para recuperar el pasaporte. Se dio la consigna, que no cumplimos casi ninguno, de no pagar. También se quiso, más tarde, montar una colecta y recaudar fondos para abonar las multas de los que no disponían de medios. Y esto aumentó el encono y la repulsa que el encierro había suscitado en muchos escritores e intelectuales de izquierdas. ¡Era el colmo pretender que los obreros pagaran con su dinero nuestras frivolidades! Como si se tratara de una fiesta elitista a la que no habían sido invitados y en la que hubiéramos participado para divertirnos o para aparecer en los medios de comunicación. De hecho la convocatoria se hizo de modo absolutamente improvisado e informal (fue puro azar que te enteraras o no); la mayor parte de los participantes eran lo bastante famosos para no necesitar en absoluto promocionarse; fue una experiencia interesante, pero no divertida (hubo quien corrió riesgos reales, hubo quien pasó miedo), y sobre todo creo que fue eficaz dar resonancia mundial a los procesos que se celebraban en Burgos, y creo que influyó en ellos. ¿Tanto importa que participaran en el encierro miembros de la gauche divine, que se pretendiera hacer llegar alimentos desde el restaurante más chic de la ciudad, o que alguien aprovechara la coyuntura para añadir una muesca más a la lista de sus amantes?
Pienso que el encierro de Montserrat estuvo bien. Lo que no he sabido nunca es lo que dijo Marta [2].