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Con Carlos Barral por tierras levantinas y andaluzas

Para mantener vivo el espíritu de cruzada que propugnaba Distribuciones de Enlace, Rafael Soriano nos arrastraba a unos pintorescos viajes por España. Además de los periodistas, había siempre en los hoteles tres o cuatro poetas que esperaban emocionados a Barral (si estaba Barral entre los viajeros) y un grupito de jóvenes rebeldes politizados que esperaban emocionados a Comín (si, y era menos frecuente, estaba él con nosotros). Teníamos reuniones con los libreros, convocábamos ruedas de prensa, íbamos a emisoras de radio, visitábamos librerías, charlábamos y comíamos con escritores, artistas e intelectuales de la ciudad. En localidades pequeñas o apartadas constituíamos todo un acontecimiento. Y a veces era fatigoso, pero a menudo lo pasábamos bien. Disponíamos de tiempo, además, para charlar largamente entre nosotros.

Fue en el curso de estos viajes donde tuve ocasión de conocer mejor al príncipe de la seducción. En uno de ellos nos abandonó por las buenas —ante la desesperación de Rafael Soriano— en la primera ciudad del itinerario previsto, Zaragoza, tras una conversación telefónica con Ivonne (¿tormentosa o apasionada?, cualquiera sabe, seguramente las dos cosas a la vez), haciéndose sustituir por un jovencísimo Félix de Azúa, con el que le divertía sostener unas conversaciones farolíticas, basadas en un brillante intercambio de frases ingeniosas. Yo asistía al espectáculo como si se tratara de un partido de tenis. (A Enrique Vila-Matas, tan aficionado a este deporte, le hubiera encantado, pero a mí me dejaba, si se prolongaba demasiado el juego, medio mareada).

Para promocionar la venta de nuestros libros, nos habíamos lanzado, pues, a recorrer las tierras de España. Y una buena mañana me encontré metida en un coche, junto con Carlos y Rafael, camino de Valencia y de Andalucía. Rafael nos trataba como al parecer tratan las mujeres listas y experimentadas a los hombres: como niños y como dioses. Nos suponía una total carencia de sentido práctico, de responsabilidad y de sensatez, y nos atribuía, en contrapartida, cantidades ingentes de talento. De modo que —siempre con delicadeza y con cariño, porque reconozco que nos mimaba muchísimo— nos dirigía, nos administraba y, hasta donde se lo permitíamos, nos manipulaba.

Hacía un tiempo casi estival. Carlos había manifestado, de entrada, que no se sentía seguro en un automóvil si no era él quien conducía, de modo que se sentó al volante y avanzamos a un promedio de cuarenta kilómetros por hora. Era lo más aproximado a un viaje del siglo XIX, lo más parecido a recorrer los campos de España a lomos de mulas. Todo nos admiraba, todo nos sorprendía, todo servía de pretexto para hacer un alto en el camino, mientras en el asiento trasero Soriano se mordía, impotente, los puños y nos repetía por milésima vez que íbamos a llegar tarde.

Y efectivamente llegábamos tarde a todas partes. Mas no creo que importara demasiado, porque nos esperaban pacientes en todas partes unos representantes que se veían a sí mismos como comerciantes, pero también, gracias a Carlos, como paladines de la noble causa de la cultura, que en muchos casos le adoraban y que le hubieran perdonado cualquier cosa (la puntualidad es la cortesía de los reyes, pero ¿quién ha dicho nada de los dioses?).

Al llegar al hotel, Carlos subía un momento a su habitación, y se sentaba luego en un rincón del bar, enarbolando su brillantez (la llevaba siempre puesta), su benévola ironía y un vaso más que mediado de whisky. Atendía a dos o tres periodistas y era acaparado enseguida por los jóvenes poetas de la localidad. (Decían en aquel entonces las malas lenguas, y creo que había parte de verdad, que los jóvenes poetas que acudían con sus versos a Jaime Gil de Biedma salían de su despacho o de su casa deshechos en llanto: doy fe de que todos salían radiantes y fascinados de las entrevistas con Barral; Jaime se los tomaba en serio, sospecho que a Carlos le traían casi siempre sin cuidado).

A mí aquel vaso de whisky más que mediado me molestaba un poco, porque el primer día habíamos parado, a la hora de comer, para tomar un batido, y por la noche habíamos cenado cerca del hotel otro batido, y al mediodía siguiente, dado que todavía estábamos en Valencia, almorzamos, de pie ante un tenderete del paseo, dos horchatas gigantes, y cuando, a la noche de aquella segunda jornada, se me propuso una granja para la cena, pregunté si no íbamos a alimentarnos de otra cosa que de batidos y horchatas durante lo que restaba de viaje. Carlos quedó muy sorprendido, y me explicó que él tenía úlcera, que no se encontraba demasiado bien, que debía seguir una dieta de productos lácteos y que no se le había ocurrido que a nosotros nos pudiera apetecer otra cosa. A partir de entonces sí fuimos algunas veces a restaurantes, y yo hablé con el maître, los camareros, hasta con el cocinero y con el dueño, en un intento, siempre fallido, de que le hicieran a Barral ese arroz hervido (no puede ser más fácil) con el que curamos los catalanes, o al menos mi familia, todos los males.

Y después de tanta dieta parcialmente compartida a base de leche, batidos y horchata, y de tanto bregar yo en los restaurantes, me irritaba un poco que Carlos, guapísimo, recién salido de la bañera y con la camisa abierta sobre el pecho, rodeado de jóvenes poetas y de glorias locales, enarbolara de inmediato el primer whisky de la velada. «Se lo chivaré a Ivonne», le amenazaba, porque Ivonne iba a reunirse con nosotros en Sevilla. Pero Carlos me dedicaba su mejor sonrisa, los ojos brillantes de picardía, y aseguraba que no sería yo capaz de tamaño desaguisado.

Además de recorrer carreteras secundarias pero pintorescas a cuarenta por hora, y detenernos porque Carlos quería que bajáramos a coger para él un higo chumbo —no los había probado nunca—, o porque hacía autostop una irlandesa pelirroja y pecosa y jovencita que le recordaba a la reina Ginebra, o porque le era absolutamente imprescindible meter un pie, al menos un pie, en el Mediterráneo, ese mar tan suyo y tan mitificado, además de fascinar a poetas y responder a periodistas y recorrer librerías regentadas por periodistas o poetas, y además de cerrar el último local de todas las ciudades —momento en el cual Carlos nos reprochaba amargamente, a Soriano y a mí, y daba igual que fueran las cuatro o las cinco de la madrugada, la grosería de abandonarle solo en su habitación—, celebrábamos, claro, las reuniones con distribuidores y libreros que eran el objetivo del viaje.

Les congregábamos a todos en un salón del mismo hotel —Carlos, Rafael y yo detrás de una mesa, sobre un estrado—, y les soltábamos nuestro discurso. Habíamos acordado que iba primero yo, y siempre empezaba refiriéndome a lo que había supuesto Barral para la gente de mi generación, a la espléndida labor que había llevado a cabo, a lo feliz que me hacía compartir con él aquel acto, para exponer luego ordenadamente, como una niña aplicada —era lo que Rafael quería—, el programa editorial de Lumen para el próximo año. Después llegaba el turno de Barral, y hablaba de lo que le venía en gana: del Mediterráneo, de en qué consistía ser un editor vocacional, de que tan castellano era el que se hablaba en Santiago de Chile como el que se hablaba en Santiago de Compostela o en Santiago del Estero, o de que había cuatro grandes nombres en la narrativa del siglo XX: Proust, Kafka, Joyce y… (aquí seguía un nombre que no me sonaba en absoluto y que nos sumía a todos en la perplejidad y la mala conciencia de nuestra inconmensurable ignorancia, ¿cómo podíamos no conocer ni el nombre de un novelista de la talla de Proust, de Kafka o de Joyce?). Con un poco de suerte —y entonces Rafael suspiraba feliz— nos hablaba también de los libros que iba a publicar. Pero ni una sola vez agradeció mis elogios, me devolvió mis cumplidos, se refirió a mí ni a Lumen. Uno no espera, por supuesto, que baje Apolo de su altar para agradecer la ofrenda de un cabrito o una pareja de palomas…

En determinado punto del viaje llegamos —como en los cantares de gesta y en los cuentos de hadas— a una encrucijada de caminos. Dos de ellos llevaban a Sevilla, donde nos esperaban Ivonne y una reunión cumbre de distribuidores y libreros y literatos andaluces, pero uno de ellos pasaba por Granada y el otro por Almería. Yo empecé a argumentar que era Granada una ciudad preciosa, en la que había pasado además algunas de las horas más felices de mi juventud, pero fue, esta vez, una suerte que Carlos no escuchara, decidiera por cuenta de todos y descartara Granada —reducida en segundos a poco más que una horterada para turistas— a favor de las tierras desérticas, agrestes, hechas únicamente de piedra y luz, inquietantemente hermosas, de aquella zona de Almería, y sobre todo del pueblo de Mojácar, encaramado en lo alto de un enorme peñasco, a poquísima distancia del mar.

A Mojácar fuimos, pues para nada valió que protestara Soriano que el trayecto era más largo y que, si hacíamos noche en Mojácar, nos quedaban luego demasiados kilómetros al otro día para llegar hasta Sevilla, porque nuestro príncipe amenazaba con no dar a la mañana siguiente un solo paso si no le dejábamos dormir en el parador que había en lo alto del peñasco y darse un baño en aquellas playas. De modo que aquel anochecer paseamos los tres por las callejas encaladas y casi desiertas de Mojácar —no había comenzado la temporada turística y solo se veían algunos viejos enjutos, algunas mujerucas vestidas de negro—, y yo estaba encantada de que Carlos nos hubiera llevado contra nuestra voluntad a un sitio tan bonito, y me dije que a lo mejor había conseguido incluso trasladarnos a una época anterior, e íbamos a encontrar a nuestro regreso una posada alumbrada por velas en lugar del confortable parador y tendríamos que terminar el viaje a lomos de mulas porque se habría esfumado nuestro coche.

Al día siguiente, pasadas las ocho de la tarde —los representantes, los libreros, los periodistas, los poetas y los intelectuales, amén de Ivonne y algunos amigos, aguardaban desde las siete—, llegamos sudorosos y agotados al hotel de Sevilla, dejando atrás un tráfico endiablado que nos había devuelto de forma incuestionable al siglo XX.

Ivonne nos esperaba impaciente en el vestíbulo, y allí mismo, tras un beso apresurado, se lo largué todo de corrido y sin tomar aliento: que su marido había pretendido matarnos de hambre con una absurda dieta de horchatas y batidos (me callé lo de los whiskies), que había intentado hacernos morir de sueño alargando las noches hasta el amanecer en unas sórdidas salas de fiesta pueblerinas y no levantándose luego él por la mañana, que hasta me había hecho bailar, ¡a mí!, un pasodoble torero, sin duda para que vieran los andaluces que los catalanes nos atrevíamos con algo más que con las sardanas, que traía yo las manos deshechas de batallar contra un higo chumbo, que había aceptado Carlos mis públicos elogios sin corresponder en absoluto, con la naturalidad con que podría aceptarlos un dios al que todo le fuera debido, y que para colmo había logrado que me sintiera una mísera analfabeta al citar junto a los nombres de Joyce, Proust y Kafka un cuarto nombre incomprensible, que apuntaban en el acto con disimulo los poetas locales, sin atreverse a preguntar la ortografía. No se trataba de que fuera egoísta, que seguramente no lo era —pruebas tenía yo de su generosidad para conmigo y para con otros—, ¡se trataba de que no podía abandonar ni por un instante la íntima convicción de constituir el centro del universo, convicción que nos había sido a todos arrebatada antes de terminar la primera infancia!

Ivonne me cogió cariñosa por los hombros, me dio la razón en todo, y luego se echó a reír. Y Carlos, de pie entre las dos —como el niño que recibe una regañina pero sabe que a la postre, no solo le perdonaremos la travesura, sino que se la celebraremos como una gracia—, parecía también divertido y feliz.

De modo que reímos juntos los tres, y subimos a nuestras habitaciones, y un rato después estábamos allí, ante la concurrencia que nos había esperado durante casi dos horas, y Carlos, la camisa negra abierta sobre el pecho, una cadena de oro al cuello, la pipa en la mano, el gesto indolente y seductor, estaba explicándonos aquello del castellano que se habla en Santiago de Chile y Santiago de Compostela y Santiago del Estero. Todo como de costumbre. Solo que esta vez, en mi intervención, yo no había hablado para nada de las colecciones Biblioteca Breve y Formentor, ni de los premios del mismo nombre, ni siquiera del editor-poeta.