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Distribuciones de Enlace: ocho editores atípicos, independientes y comprometidos

Distribuciones de Enlace nació a causa de un conflicto de Carlos. Desde siempre su relación con los Seix —la familia que compartía con los Barral la empresa— había sido difícil, y la situación empeoró cuando a Víctor Seix, con el que siempre era posible llegar a un mínimo entendimiento, le atropelló un tranvía en Frankfurt, durante la Feria, y le causó la muerte.

Como me he comprometido a ser poco mentirosa (lo cual no significa ni por asomo que vaya a decir toda la verdad), confesaré que en mi opinión —en aquellos momentos Seix Barral distribuía los libros de Lumen y viví el conflicto relativamente de cerca—, incluso desaparecido Víctor, el equilibrio hubiera podido seguir manteniéndose, que Carlos no hubiera debido irse nunca de la empresa, e incluso que, en el fondo, no albergaba la menor intención de hacerlo. Hubiera bastado que, en lugar de despotricar tanto, les hubiera dedicado una mínima atención, les hubiera hecho un mínimo caso, a sus socios, que les pasara de vez en cuando la mano por el lomo, que les destinara de vez en cuando una milésima parte del poder de seducción que derrochaba a manos llenas con todo el mundo, incluso con personas que ni valían nada ni le importaban nada, pues, si Gimferrer es el rey de los obsesivos, Barral fue sin posible competencia el príncipe de los seductores. Pero no. Carlos se lamentaba, se hacía la víctima, se enfurecía. Y algunos de sus colaboradores más próximos, en esta ocasión Rosa Regás y Rafael Soriano, le tomaron en serio, se solidarizaron con él, y convirtieron lo que pudo haber quedado años y años en escaramuzas (difícilmente me convencerá nadie de que en el fondo la familia Seix no admiraba y respetaba al poeta-editor) en una guerra real, en un duelo a muerte.

Rosa y Rafael se indispusieron con el bando de los Seix, salieron a las malas de la empresa, y se montó a bombo y platillos un acto de protesta contra la editorial y de homenaje a las dos víctimas en El Sot, un local de copas de Barcelona. Participamos todos, Carlos incluido. Llegaron adhesiones de personalidades del extranjero. En el mundo de la edición se enteraron hasta los ratones. El pobre Barral —si la quería— no tenía escapatoria.

De modo que recibí poco después una llamada de Rafael Soriano, que era quien había llevado la distribución, para que nos viéramos en el acto. Nos reunimos en un café y me contó que Carlos dejaba Seix Barral, que iba a montar otra editorial, Barral Editores, y que necesitaba, claro, que alguien le vendiera los libros. Me pidió que retirara el fondo de Lumen de Seix Barral y me integrara en una nueva distribuidora, que iba a montar y a dirigir él. Aunque yo hubiera podido seguir en Seix y un cambio de canales de venta es siempre, al menos a la corta, perjudicial, no vacilé en seguir al príncipe de los seductores… al que ni se le ocurrió que yo, y los demás, le estábamos haciendo un favor, que no pensó ni por un momento en darnos las gracias o decirnos que se alegraba de tenernos con él, porque afirma mi hermano que hay personas dotadas de memoria y personas que no, y las que la tienen recuerdan los favores y los agravios, y las que no ni los recuerdan ni los tienen en cuenta para nada, y sospecho yo que los españoles pertenecemos en general a la segunda modalidad, y Carlos más que nadie, pues si, por una parte, no agradecía los favores, las atenciones ni los regalos, por otra era capaz de mostrarse muy amigo de un tipo que nos había robado hasta la camisa, de mandar a su hijo a aprender el oficio de editor con un especialista en ediciones pirata o de proponer para ministra de Cultura a una persona que había estado a punto de acabar con todos nosotros, por la exclusiva razón de que le parecían divertidos, guapos y simpáticos, mientras mantenía por el contrario luchas enconadas y suicidas contra aquellos que, por motivos más o menos justificados o arbitrarios, le caían gordos o tenía entre ceja y ceja. Auténticas cruzadas en las que debíamos sin condiciones implicarnos los amigos, como la que inició contra Juan Ferraté por haber aceptado, tras su marcha, la dirección literaria de Seix.

Yo era amiga de Juan —no tanto como de su hermano Gabriel, ni mucho menos, pero amiga—, y cuando Carlos, durante la Feria de Frankfurt posterior al conflicto, me conminó una noche, en el bar del Frankfurter Hof, excelso punto de encuentro de los más excelsos representantes del mundo del libro, a negarle el saludo si me lo encontraba, bajo la amenaza de romper conmigo caso de no hacerlo, pensé que no me quedaba otro recurso que tomar el próximo avión a Barcelona. A primera hora de la mañana siguiente telefoneé preocupadísima a Jaime Salinas, que conocía muy bien a Carlos —no solo eran viejos amigos, sino que había trabajado para él en Seix Barral—, y es siempre docto y solícito consejero, fui a desayunar a su hotel, y me convenció de que lo que dijera Barral con un par de copas y de madrugada en un bar no significaba nada, que no iba a pasar nada (no solo no pasó nada, sino que poco después Ferraté y Carlos estaban comiendo juntos en un restaurante de Barcelona), que me quedara tranquilamente en la Feria y saludara a quien me viniera en gana.

Así nació Distribuciones de Enlace. Fuimos: Barral Editores, con Carlos; las jovencísimas Anagrama y Tusquets, fundadas y dirigidas respectivamente por Jorge Herralde y Beatriz de Moura; Edicions 62, pionera de las ediciones en lengua catalana, con José María Castellet de director literario, y con la participación de Romà Cuyàs y Oriol Bohigas; Laia, con Alfonso Carlos Comín; Fontanella, con Paco Fortuny; una editorial de Madrid, Cuadernos para el Diálogo, que editaba la revista del mismo nombre, muy influyente en aquellos años y relacionada de algún modo con Ruiz Jiménez, representada por Pedro Altares y por Rafael Martínez Alés, y Lumen.

Un grupo de editores independientes, antifranquistas —dentro de tendencias muy diversas: pesuqueros, nacionalistas, socialistas, cristianos de izquierdas—, con un toque de sofisticación y exquisitez —varios de ellos pertenecían a la gauche divine o estábamos vinculados a ella—, ocho editores atípicos, que no consideraban que una editorial fuera simplemente un negocio más y que vender libros se equiparara a vender chorizos, que creían, por el contrario, que estaban llevando a cabo una importante misión política y cultural. Es raro que haya uno, y nos juntamos ocho…

Nos reuníamos en el nuevo local, diseñado por Oriol Bohigas, que había abierto Mariona, prolongación del mítico Restaurante Estevet próximo a la ronda San Antonio, y aquellos almuerzos figuran entre las reuniones más interesantes, inteligentes y divertidas en las que he participado a lo largo de mi vida. Se hablaba de libros, claro, de nuestros respectivos programas editoriales, de proyectos compartidos (el más importante fue la creación de Ediciones de Bolsillo, colección conjunta a la que cada sello aportaba los títulos que le parecían más adecuados), pero se hablaba también muchísimo de política (Alfonso Carlos Comín comparecía a menudo con una noticia muy reciente, o lanzaba a veces, según el giro de los acontecimientos, afirmaciones contundentes que se contradecían con lo que había dicho dos semanas atrás, y que me dejaban perpleja y en ocasiones escandalizada; los de Madrid aportaban chismes de la Villa y Corte); se hablaba de literatura, de arte, de lo que ocurría en el mundo, de frivolidades (Barral, siempre brillantísimo, siempre divertido y ocurrente; Castellet, un poco más distante y socarrón; Herralde, deslizando sus incisos sarcásticos, sus pequeños dardos punzantes y en ocasiones envenenados). Polemizábamos, chismorreábamos, reíamos, coqueteábamos.

Pero, frivolidades aparte (y haberlas las había: la colección de bolsillo se discutió horas y horas, hasta el amanecer, en el salón del domicilio particular de Oriol Bohigas, debido a constantes interrupciones porque alguien se sentaba a improvisar al piano, y a la interminable polémica con Carlos, que amenazaba con retirarse del proyecto si no renunciábamos a la tipografía que había elegido el diseñador gráfico, ¡jamás permitiría que ni uno solo de sus libros se imprimiera en una letra asexuada como era la futura!), éramos, no voy a dármelas de modesta, excelentes profesionales, figurábamos entre los mejores editores del país, y la derecha se tomaba lo bastante en serio nuestro compromiso político para lanzar en Barcelona unas bombas que destruyeron en gran parte el local de Enlace y quemaron cientos de miles de libros, y para causar repetidos destrozos en la librería de los García en Madrid, la Antonio Machado.

Lo extraordinario es que Carlos Barral, con la colaboración de su devoto sumo sacerdote, Rafael Soriano, lograra imbuir el convencimiento de que lo nuestro, y por consiguiente también lo de ellos, era algo más que un negocio, de que estábamos cumpliendo una importantísima misión cultural y política, a gran parte de los empleados de la red de ventas. Un auténtico espíritu de cruzada, al menos en los primeros tiempos. Supe que en la editorial de Carlos, una administrativa, a los pocos días de dar a luz, se hacía llevar por su madre el bebé a la oficina y se ocultaba en los lavabos para amamantarlo, renunciando a las vacaciones que le correspondían para no abandonar el trabajo. ¡Y había que ver lo que fueron, durante los primeros años, las convenciones a nivel nacional de los representantes de ventas, o las reuniones de vendedores en Barcelona o de libreros locales en el curso de los viajes que realizábamos juntos, capitaneados por Soriano, dos o tres editores del grupo! El extremado respeto por nosotros y por lo que hacíamos, el deseo de colaborar. Si la venta de nuestros libros no rendía lo bastante, quizás algunos la complementaran vendiendo conservas o electrodomésticos, pero lo importante eran los libros. Yo no lo apreciaba debidamente, porque no había asistido a convenciones ni a reuniones de ese tipo, pero cuando, treinta años más tarde, vi cómo se desarrollaban en los grandes grupos, en las editoriales «normales», quedé de piedra.

Enlace fue durante bastante tiempo un fenómeno único, difícilmente repetible, y el mérito era de Barral. Porque Carlos era perfectamente capaz —lo contaré en el capítulo siguiente— de tener esperando a todos los libreros de Sevilla para entretenerse probando un higo chumbo o para darse un baño en una playa mediterránea, pero también le he visto mantener charlas interminables con el chaval del ascensor o pasar una tarde entera en el patinejo lleno de moscas de una ciudad del sur, debatiendo con un representante sobre razas y cuidados y adiestramiento de perros, mientras la mujer sacaba de la cocina un plato tras otro y los chiquillos correteaban a nuestro alrededor. Ni que decir tiene que el chaval, y el representante, y la mujer, y los niños, y hasta las moscas, le adoraban.

Era fácil querer a Carlos. Perdonarle, no solo sus caprichos de niño malcriado, cuya enumeración era capaz de oír de buen talante e incluso con humor, sino actuaciones más graves, como recomendar para cargos de responsabilidad a personas que se revelaban —le sobraban motivos para saber de antemano que lo eran— indeseables, o pretender —cuando tuvo que vender Barral Editores y como consecuencia retirar su fondo de Enlace— llenar ese vacío haciendo entrar en nuestro grupo a Editora Nacional, anodina empresa asociada en la mente de todos al gobierno, y más indeseable por tanto que los individuos que, por caerle bien, intentaba endosarnos —y a veces lo conseguía— en puestos importantes.