El 10 de abril del 67 (si leo bien la fecha ya borrosa del membrete, borrosa como muchos de estos recuerdos tan lejanos, lo cual hace que mis confesiones sean poco mentirosas pero no siempre exactas) recibí un telegrama que me dejó perpleja: «PASAMOS AUGUSTUS DOMINGO DIECISÉIS PABLO». Lo habían enviado desde el «Augustus», y me fue fácil averiguar que se trataba de un barco de pasaje que hacía escala en Barcelona el día 16. Pero ¿quién era el tal Pablo y por qué no incluía el apellido? No recordaba a ningún amigo que se llamara Pablo ni que aquellos días estuviera navegando. Por extraño que me pareciera, podía ser, a menos que se tratara de una confusión, Pablo Neruda.
Me parecía extraño porque, a pesar de haberle publicado un hermosísimo libro en Lumen, haber tenido un breve encuentro en París y mantener por correspondencia un trato extremadamente cordial, tenía que haber forzosamente en Barcelona gente más amiga —Neruda viajaba sin parar y tenía amigos en todas partes—, más representativa en el mundo de la política o de las letras, para acudir a recibirle.
Le había pedido tres años atrás que escribiera un texto para Palabra e Imagen, adjuntándole un ejemplar de Viejas historias de Castilla la Vieja. Le encantaron, dijo, «el admirable texto y las bellas fotografías», aceptó colaborar y propuso: «Pienso en un tema que someto a ustedes. Yo vivo en una costa furiosa del Pacífico, con grandes olas y algas, rocas, naufragios. Mi casa guarda muchas cosas del mar, que he recogido de todos sitios. Si les escribiera una relación de cada objeto, mascarones de proa, anclas viejas, modelos de navíos, y además paisaje y gentes de por acá. ¿Les gustaría a ustedes?». También nos sugirió al fotógrafo, Sergio Larrain, que estuvo con el poeta en Chile e hizo enseguida parte de las fotografías. Pero el inicio del texto se demoró un poco más.
«Con nuestro proyecto no empiezan a marchar las cosas», escribe Pablo Neruda en marzo del 65. «Tenemos elecciones el mes de marzo y yo recorro todo el país leyendo mis versos en todos sitios, escuelas, caminos, plazas, teatros. Como Chile es tan infinitamente largo son semanas y semanas de avión, tren, automóvil. Llego apenas por unos días a mi casa para descansar. Y salgo de nuevo… El día 7 son las elecciones. El día 11 saldré de Montevideo en barco, a Francia. Desde el primer día escribiré a bordo y a lo mejor puedo entregárselo en París. Por eso me voy en barco». Y el día 25: «El libro, gracias a la navegación, está en marcha. Título más probable: Una casa en la arena… Ayer pasamos junto al buque escuela Elcano, con todas sus velas hinchadas a pleno sol. ¡Qué belleza!».
Me gustó mucho que el texto se hubiera escrito a bordo de un barco… Desde París, Neruda había dado instrucciones estrictas a Larrain: «1. La llave es indispensable. No hay libro sin ella. Pero puedes hacerla sola, como flotando en el aire, o mejor aún botada en la arena. 2. Todos los mascarones deben aparecer. 3. El mar entre los palos de la finca debe ser final. El mar en mi texto es solo final. La casa debe ir antes. El final es el mar. 4. Bien por la arena y tesoros. 5. Deben ir los dientes de cachalote que hiciste en Valparaíso. Sin dientes no hay libro». ¡En pocos títulos de la colección la concordancia entre fotos y textos fue tan perfecta!
A él y a Matilde Urrutia les había conocido en París en octubre, en su etapa de poeta andariego —viajaba sin descanso— e informal (muy distinto al eminente diplomático, aturdido de citas y llamadas, y rodeado de subalternos en un lujoso palacete, con el que me encontraría años más tarde). Le urgía cobrar el anticipo, porque acababa de descubrir un mascarón de proa del que se había perdidamente enamorado. Y se alojaban en el Grand Hôtel du Mont Blanc, en el Barrio Latino, que a pesar del «grand» era muy modesto y en el que, comprobé en un viaje posterior, más entrado el invierno, te pelabas de frío. (En París suelo alojarme en otro hotel, nada lujoso pero extremadamente agradable, que recomendó Carlos Barral. «En París hay que ir al Hôtel d’Angleterre», dictaminó. Y, como Carlos Barral era entonces para mí poco menos que Dios, allí fuimos. Luego, añísimos después, me pregunta un día: «¿A qué hotel vas en París?». «Al que tú nos aconsejaste, al d’Angleterre». «¿D’Angleterre? ¿Os lo aconsejé yo? No he estado nunca». Lo cuento porque es una anécdota muy Carlos… y Carlos es uno de los protagonistas de este libro).
El 16 de abril de 1967 nos dirigimos, pues, al puerto, confiando en que se tratara efectivamente del poeta. Solo tres personas: Esteban, yo y Oriol Maspons, que esperaba reflejar en imágenes el acontecimiento, no para la prensa —no nos acompañaba, que yo recuerde, ningún periodista y a mí ni se me ocurría que pudiera escribirse nada—, sino para conservar todos el recuerdo, y él las imágenes en su archivo (incomprensiblemente se ha perdido el reportaje y solo queda la foto que yo guardé) de una tarde que podía ser memorable. Poco rato antes de que zarpara el barco, y, cuando Pablo nos estaba invitando a subir para tomar a bordo unas copas de despedida, llegó la cantante Guillermina Mota. Éramos amigas —lo seguimos siendo—, le había comentado el telegrama y venía con la ilusión de conocer al poeta y hacerse dedicar un libro. No recuerdo que nadie más tuviera noticia de este primer regreso, clandestino y brevísimo, de Neruda a España después de nuestra Guerra Civil.
Porque sí se trataba de Pablo Neruda —acompañado, como siempre que le vi, por Matilde Urrutia— y sí fue aquella tarde memorable. Neruda, como tantos otros, había jurado, y lo había manifestado repetidas veces en público, no regresar a España mientras siguiera Franco en el poder. Y a pesar de que, como para tantos otros, la espera se prolongaba más de lo esperado, lo había cumplido hasta entonces. Ahora aprovechaba la circunstancia de que, si viajas en barco, puedes desembarcar en los puertos donde hace escala con un simple pase que te entregan al bajar y devuelves a tu regreso —sin que quede constancia en el pasaporte ni en ningún otro documento, sin que legalmente hayas entrado en el país—, para pasar tres o cuatro horas en una Barcelona para él entrañable y llena de recuerdos, donde había estado en tiempos de guerra.
Siguiendo el itinerario que marcaba el hilo de su memoria, nos guió a través de gran parte de la Barcelona vieja, desde el ayuntamiento, el barrio gótico y la catedral hasta Santa María del Mar y la Plaza Real. A lo largo de este recorrido nostálgico, el poeta habló casi sin cesar. Evocó con su voz ronca, rota, personalísima —la voz con la que leía sus versos en las calles, las plazas, las escuelas, los teatros de Chile— tantas horas intensas y apasionadas, tantas esperanzas frustradas, tantos sueños rotos, tantos buenos amigos y camaradas desaparecidos para siempre en el curso de una guerra que finalmente se perdió y que no se podía perder. Fue un monólogo inolvidable. Esteban y yo escuchábamos absortos, Matilde sonreía, Maspons nos sacaba un montón de fotos.
La tarde concluyó tomando unas tapas y unas cervezas en la Plaza Real, acompañándoles hasta el puerto y subiendo a beber una última copa a bordo del Augustus. Entonces, rota ya la magia, devueltos a la realidad del presente, Matilde nos explicó que el destino final del viaje era la Unión Soviética. Había tenido últimamente problemas de salud, y —afirmó ante nuestro estupor— tanto Pablo como ella solo se fiaban de los médicos rusos: la medicina del mundo occidental no les merecía la menor confianza…
Como he dicho, después edité otros libros suyos —muchos, creo que nueve— y tuve ocasión de verles a él y a Matilde varias veces, de cenar juntos —en París, en Barcelona, nunca, y lo lamento, en Chile, nunca en la casa de Isla Negra, la casa sobre la arena, rebosante de mascarones de proa, de objetos extraídos de la mar, de recuerdos de amigos, la casa batida por las olas furiosas del Pacífico—, pero la imagen que conservaré siempre en el recuerdo es la de Neruda desgranando un monólogo maravilloso e interminable, mientras deambulábamos juntos, una tarde lejana de la primavera dulce y dorada aunque brevísima de mi ciudad. Y nunca he vuelto a pasar ante Santa María del Mar, para mí la iglesia más hermosa del mundo —léase la que más amo—, sin oír la voz ronca y emocionada del poeta, describiéndonos la noche que habían entrado allí, para rendir el último homenaje, a la luz de las velas, entre canciones y entre versos, a un amigo muy querido que acababa de morir [1].