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Su amigo Pedro (Pere, el Gimfe) y, a través de Pedro, Juan Benet

He dicho que Ana y sus amigos andaban, andan, todo el tiempo colgados del teléfono. Con las horas que han pasado a lo largo de su vida Ana María Moix y Pere Gimferrer hablando entre sí por teléfono hubiera podido escribirse El Quijote o La divina comedia. Ahora, en los momentos culminantes de mi partida semanal de póquer, cuando estás a punto de comprobar si has conseguido o no la escalera real o si te ha subido el cuarto as, suena el teléfono de Ana. «¡Es Pere!», protestamos todos. Y Ana promete: «Voy a desconectar el móvil». Pero no lo hace, y es inútil repetirle a Pere que estamos jugando al póquer. O el póquer no le parece importante, o sigue con su obsesión del momento —entre todos los obsesivos, se lleva sin discusión la palma—, sin atender a lo que el otro dice. Pedro es el rey de los obsesivos, y Ana, el máximo receptor de sus confidencias. Tan fiel y tan paciente que ni siquiera desconecta el móvil durante nuestras timbas.

Cuando Ana empezó a hablarme de él, se llamaba Pedro y había escrito en castellano dos excelentes libros de poemas, por el primero de los cuales, Arde el mar, había obtenido, jovencísimo, el Premio Nacional de Poesía (escribe, caso poco frecuente, con idéntica maestría en ambas lenguas). Es curioso que antes de conocernos personalmente pasáramos días, muchos, comunicándonos a través de la Moix y escribiéndonos cartas. Unas cartas muy literarias y un poquito pedantes. Las suyas incluían pastiches rubenianos («Esther, la playa y la garúa / y el verde mar de muselina / y el vuelo blanco de una falúa / y los labios de nácar de la ondina» y: «Por la sonrisa de Esther / los pájaros se están quietos / y a oscuras rezo sonetos / por la sonrisa de Esther»); historias como la de Jaufré Rudel, que se embarcó en la segunda cruzada para ver a la condesa de Trípoli, a la que amaba sin conocerla, y murió en sus brazos; consideraciones literarias; vivencias personales. En las mías, creo que bastante esnobs, hablaba sobre todo de Nueva York, donde acababa de pasar el verano.

Tras mucho discutir el lugar, el día y la hora de la cita, nos conocimos finalmente en El Bagatela, un bar de la Diagonal, que ahora se llama José Luis. Y recuerdo que poco tiempo después asistimos juntos a un cóctel. Pedro llevaba una gabardina o un abrigo, y en la sala la temperatura era muy alta. Empezó el dilema. «La gabardina [o el abrigo] me da calor». «Pues te la quitas». «Y ¿qué hago con ella?». «La dejas encima de una silla». «Y ¿si alguien la coge?». «No creo. Pero, bueno, llévala colgada al brazo». «Resultará ridículo». Estuvimos así lo que restaba de tarde.

Ya he dicho antes que era, es, el rey de los obsesivos. Puede telefonear un montón de veces, angustiado de veras, para decidir si va a Madrid en tren o en avión, si va a Madrid o si no va, si manda unas flores o no las manda. Pero es también uno de los individuos más inteligentes que conozco, con mayor talento, más peculiar sin duda, y —cuando no se pone pesado, como en el caso de sus llamadas interrumpiendo la timba— francamente divertido. Tiene, me parece a mí, la ambición bien puesta: pretende dejar una obra que perdure (va camino de conseguirlo), ser amado por la mujer amada y tener buenos y leales amigos (y pienso que también lo consigue).

Pedro Gimferrer ha sido además, siempre, generoso conmigo. Cuando uno de mis libros le pareció personalmente ofensivo, se enfadó muchísimo, y el enfado les duró —a él y a su mujer— años (mucho más de lo que yo hubiera deseado, pues, contra lo que daba por supuesto en la carta que me escribió entonces, no había en mi texto nada deliberadamente dañino, no era en absoluto mi intención herirle, y me llevé un alegrón cuando finalmente nos reconciliamos), pero no tuvo en ningún momento la falta de delicadeza de agredirme afirmando, o insinuando siquiera, que mi libro era, desde el punto de vista literario, un mal libro. Muy honesto y muy elegante por su parte. Puede parecer natural, pero pocos lo hubieran hecho.

Pedro me hablaba a menudo, y con admiración, de Juan Benet, que estaba escribiendo una novela en un rollo de papel continuo, de modo que no podía volver atrás para corregir o simplemente releer lo que llevaba escrito. El invento no me convencía demasiado, pero Benet era un escritor como la copa de un pino, y la novela, Una meditación, obtendría aquellos días el Premio Biblioteca Breve 1969. Mi encuentro con Juan Benet, orquestado por el Gimfe, tuvo lugar en el curso de un desayuno en mi despacho, y concluyó con el acuerdo de que escribiría un cuento para Palabra e Imagen.

Me dice en su carta del 19 de noviembre:

Tras el copioso desayuno [por lo visto, yo seguía dando bien de comer a mis autores] y nuestra entrevista del pasado día 4, a mi vuelta a Madrid me he puesto a trabajar en un romántico relato, con fondo de tumbas y cannonadas. Y lo hago tanto para matar ocios como para tenerte satisfecha en un futuro no lejano.

El relato será bello, un poco lastimero, de una extensión apropiada a tus ediciones ilustradas y muy apto para lucimiento de un fotógrafo en invierno. Su redacción se prolongará durante todo este año y puede estar en tus manos, si así lo deseas, en el próximo enero…

Y el 10 de diciembre recibo una bufanda preciosa, de punto, muy larga, a franjas de colores, con la advertencia: «El frío que vas a pasar leyendo Una tumba, procurarás conjurarlo con este presente. Ten cuidado, mucho cuidado».

Un mes después me escribe: «Para bien o para mal, Una tumba [este iba a ser el título del libro] ha quedado terminada total y definitivamente. Su extensión es de 39 folios a doble espacio, y su carácter un tanto ambiguo, con un tono general de pesar». Y: «También quiero mandar otra copia a Félix, para que antes de militarizarse me dé su aviso».

Félix era Félix de Azúa, otro miembro del grupo de Ana y de los novísimos, y estaba por lo visto, como Pedro, Pere, el Gimfe, en edad de ingresar en nuestro glorioso ejército. Pedro lo haría en la 5a Compañía, 2o Batallón de Palma de Mallorca. A mí me preocupaba qué sería de él en un campamento, pero al poco de irse recibí una carta donde me comunicaba que estaba en el Hospital Militar, porque el mismo día de su llegada, a la una del mediodía, se había sentido mal, y ahora llevaba una vida tranquila y monótona en el hospital —del campamento no me podía decir nada: no había tenido tiempo de enterarse— a la espera de que le hicieran unas pruebas, de las que dependía que le mandaran o no otra vez al campamento. Los milicos no querían complicaciones y, tras unos meses y una nueva revisión médica lo devolvieron a casa. De modo que Pere no lo pasó mal en la mili (cuenta con cierto orgullo que llegó incluso a lanzar granadas).

El relato de Benet era bellísimo. Es curioso que, tratándose de obras de encargo, condicionadas además por la obligada colaboración con el fotógrafo, los textos de la colección, lejos de ser textos de circunstancias, constituyan en varios casos, como sin duda en este, obras maestras. Hizo las fotos, muy buenas, Colita, y se sustituyó la rugosa cartulina verde gris por una lustrosa cartulina rosa. La verdad es que era un libro precioso.

Aparte de nuestros encuentros, siempre muy agradables pero breves, en Madrid y en Barcelona, coincidí unos días con Benet en Colonia. Nos invitaba, no recuerdo si el ayuntamiento o la universidad, a unas jornadas españolas. Nosotros dos, Carlos Barral, algún otro escritor y la pintora Montserrat Gudiol, a la que le habían montado una exposición. Nos alojábamos en el mismo hotel, y tuve ocasión de hablar largamente con Juan y de conocerle un poco mejor. Pero la nota la dio Carlos Barral. Aparte de asistir a una cena y a un par de actos oficiales, teníamos que leer, en castellano, un fragmento bastante extenso de nuestros libros. El local era nuevo, la sala, muy espaciosa, y estaba llena a rebosar. Y entonces Barral provocó un conflicto de difícil solución. Allí no se podía fumar. Habían instalado un finísimo mecanismo —en aquel entonces una innovación (sé que era en 1981 porque una de las mañanas, al bajar a desayunar, nos notificó Carlos consternado que acababan de dar por televisión la noticia de que habían asesinado a Anuar-el-Sadat)—, que no se podía desactivar, y que provocaba que, a la más levísima señal de humo —bastaba la simple bocanada de un cigarrillo—, sonara la alarma en su cuartel y los bomberos invadieran a los pocos minutos el edificio. Sería un desastre.

El público se impacientaba, viéndonos a la puerta del salón de actos y sin empezar; los organizadores estaban desesperados; Juan, el rostro impasible y la mirada ausente, se mantenía al margen: yo me moría de ganas de soltarle al poeta-editor un sopapo. Y el poeta-editor se mantenía en sus trece: él no podía soportar el acto sin fumar, no iba a poder participar. Por fin se acordó que leería su texto, y después, mientras los demás leíamos los nuestros, iría entrando y saliendo de la sala y del edificio, para fumarse media pipa y regresar.