Habíamos publicado una maravillosa colección de texto y fotografía, un conjunto excelente y mucho más actual que lo que se hacía en nuestro país de libros infantiles, y una serie de dibujos llamada Nuestros Tipos. En esta publicó Cesc, en catalán y en castellano, tres libritos deliciosos —La florista, El peón caminero y El barrendero—, rechazamos el que nos propuso con tanta ilusión Miguel Delibes y se cargó la censura uno muy bueno de Juan Ballesta, El rico, que no llegaría, que yo sepa, a publicarse nunca.
Como en los primeros dos años no vendíamos una escoba (ni que fuera voladora y brujeril) y había empezado el gran boom del turismo, tuvimos una idea genial: un libro sobre la Costa Brava en cuatro idiomas. La base serían los dibujos de Cesc, que se recorrió durante todo un verano los pueblecillos de la costa —estuvimos juntos unos días en Cadaqués— y la retrató de forma magistral. (De Cesc y de su mujer nos hicimos amiguísimos y pasamos buenos ratos juntos, ella dormida con frecuencia, porque tenían los niños muy pequeños y andaba falta de sueño, pero hasta dormida era un encanto). La idea era buena, pero decidimos la tirada de un modo peculiar. ¿Cuántos turistas visitaban la Costa Brava cada verano? Eso era fácil de averiguar por las estadísticas. Y entonces la aseñada familia catalana se preguntó: «¿Y cuántos de ellos comprarán nuestro libro?». Y se respondió sin titubeos: «Por lo menos, por lo menos, uno de cada cien». Daba una cifra fenomenal. Hicimos pues una montaña de Costas Bravas en cinco idiomas, y un chaval, que nos pareció muy dispuesto y emprendedor, salió a venderlos en mi coche por los hoteles, librerías y tenderetes de la costa. Vendía algunos, nos hacía las cuentas del gran capitán y terminó estrellando mi coche contra un muro o contra un camión.
Pero seguíamos adelante. Habíamos encontrado un distribuidor para el resto de España, empezaban a salir algunas críticas en la prensa y adquirimos un local en la avenida Hospital Militar. Y me animé por fin a dar el gran paso: editar narrativa. Habría, claro está, un minicomité familiar (mi hermano Oscar, su mujer Beatriz y yo), donde se propondrían títulos y se tomarían las decisiones, pero desde el primer momento quise que lo dirigiera alguien de fuera. Se lo propuse a Antonio Vilanova. Había sido mi profesor de literatura en la universidad y escribía unos artículos fenomenales en la revista Destino, sobre libros españoles y extranjeros. Sabía como nadie lo que se estaba editando en el mundo y tenía un criterio certero (lo cual no significa que a lo largo de nuestra prolongada colaboración estuviéramos siempre de acuerdo). Dos detalles de Vilanova me hacían gracia en la universidad. En primer curso, cuando no sabíamos nada de nada, chapurreábamos malamente el francés, y los que hablaban algo de inglés se contaban con los dedos (esta vez de una mano), dedicaba tres o cuatro clases a emborronar la pizarra con una amplísima bibliografía en distintos idiomas. Creo que había decidido que nuestra colectiva burricie no era su problema. La otra anécdota graciosa era que, mientras hilvanaba largos párrafos —tiene un castellano algo académico, pero muy bonito—, mantenía en la mano el cigarrillo encendido, aparentemente olvidado en el fervor del discurso, y el cigarrillo se iba consumiendo, y él seguía perorando, y nos tenía a todos en vilo, más pendientes del cigarrillo que de sus palabras, creyendo que iba a quemarse los dedos (cosa que no sucedió nunca).
Fue Vilanova (siempre le he seguido llamando así, y no Antonio; es muy propio de mí llamar por el apellido a la gente que más quiero, y le he querido y respetado mucho, aunque siempre he sospechado que me encuentra un punto insensata y en algunos momentos él me parece a mí demasiado formal) quien dio con el título de la nueva colección, un verso de Antonio Machado: Palabra en el Tiempo. Vilanova hizo un trabajo magnífico. Dirigió la colección durante unos treinta años. Y de mi final en Lumen, tan torpemente orquestado, una de las poquísimas cosas que lamento con amargura —otra, más grave, sería la pérdida de una de mis mejores amigas y mi más íntima colaboradora— es el trato injusto e indigno que él recibió después de mi marcha, y que no estoy por otra parte segura de haber podido prever ni evitar.
Conocíamos ya a mucha gente. Entre otros a Carmen Balcells, flamante agente literaria, muy ligada en sus inicios al mítico editor Carlos Barral y a Jaime Salinas, hijo del poeta, que, llegado a España, había entrado a formar parte del equipo de Seix Barral. El primer contacto con ella tuvo lugar al adquirir los derechos de unos libros italianos para niños. La recuerdo en la biblioteca de la casa de mis padres. Joven, rubia, atractiva, gordita, dicharachera, efusiva, simpatiquísima. Muy lanzada ya, y muy lista, aunque era difícil prever que con los años iba a cambiar en España el mundo de la edición. Tiempo después le compró a mi padre un apartamento al lado de nuestra casa en Cadaqués. Estaba tan contenta que le regaló unos espléndidos calcetines de lana ingleses: muy propio de su peculiar generosidad hacerle un regalo a alguien que le vendía una casa, como lo fue quitarse del cuello en una fiesta una cadenita de oro con un corazoncito de lapislázuli que comenté que me gustaba y obligarme a aceptarlo (no le fue difícil convencerme, porque me encanta hacer y recibir regalos), o enviarme unas preciosas figuras decó cuando terminé mi carrera como editora. Al apartamento de Cadaqués fue ella a menudo los primeros años, acompañada frecuentemente de amigos; después lo utilizó más su marido, y ahora va su hijo con mujer y niños.
A Carmen la he tratado mucho y creo conocerla bien. La admiro, la quiero, la he odiado a ratos. (Sospecho que también sus sentimientos hacia mí son ambivalentes). Es contradictoria y desmesurada. Entrañable a menudo, y brutal en ocasiones. Porque posee en grado extremo la máxima característica de los que detentan y aman el poder: la arbitrariedad. Desde luego, es única e irrepetible. No hay ni habrá otro agente literario que pueda comparársele.
Cuando yo empecé a editar en los años sesenta, la posición de los escritores ante el editor era en general penosa. Los contratos se extendían por un plazo de tiempo ilimitado, incluían los derechos secundarios, comprometían los futuros libros que escribiera el autor. Este no tenía el menor control de la cantidad de ejemplares que se imprimían y vendían, ni de la honestidad de las liquidaciones que anualmente debían presentársele y abonársele. Pocos, poquísimos autores, vivían de sus libros, y apenas ninguno se hacía rico. Gracias a Carmen Balcells, son muchos los escritores que han ganado unas cantidades de dinero y han accedido a un nivel de vida que no podían ni soñar, lo cual ha repercutido, como es lógico, también en aquellos que no son de su agencia. Hay que reconocer que esto supone el fin de una situación abusiva e injusta, que es un cambio importante y que se explica que la mayor parte de sus autores —a los que ha resuelto a menudo la vida en más de un sentido y no solo en el económico— la adoren. No creo que haya nadie a quien se haya dedicado más libros que a Carmen Balcells. Me escribió en cierta ocasión Mario Vargas Llosa: «Yo soy de una nulidad total, de una incapacidad casi ontológica, para las negociaciones comerciales, y por eso he llegado a un acuerdo con Carmen, para que en adelante ella se ocupe de todo lo relativo a las ediciones de mis libros, y decida sobre cláusulas, opciones, regalías, etcétera. No tiene por qué resentirte que Carmen trate de obtener para el autor las mejores condiciones; es lo lógico (en la jungla en que vivimos), como lo es también que el editor defienda a brazo partido lo que más le conviene. Ya sé que es feo plantear las cosas con esa crudeza, pero desgraciadamente no veo otra alternativa: donde vuelvo la cara, compruebo que las cosas son así». Perfectamente explicado. Supongo que es el sentir de la mayor parte de los escritores, y no les falta parte de razón.
Aunque quedaban entonces —supongo que ahora menos— algunas excepciones, como la fidelidad de Miguel Delibes a Vergés y Ediciones Destino, o la relación de Jerôme Lendon —tal vez el mejor ejemplo de editor independiente, vocacional, descubridor de nuevos talentos— con muchos de los autores de Les Éditions de Minuit. Lendon me contó que, en un momento en que tuvo dificultades económicas, Samuel Beckett le firmó un talón en blanco, y de Lendon recibí una lección de elegancia y buenos modales que todavía me avergüenza. Lumen estaba editando a Beckett —que no compraba ni leía nadie— cuando le dieron inesperadamente el Nobel de Literatura. Habituada a «la jungla en que vivimos», di por descontado que ahora muchos otros editores de lengua castellana querrían las obras que no habíamos contratado todavía nosotros, y mandé un telegrama a Lendon, felicitándole por el premio y añadiendo que, fueran cuales fuesen ahora los anticipos, estábamos dispuestos a pagarlos y a competir para conseguir los derechos. Me contestó que no entendía a qué me estaba yo refiriendo, que Beckett era el mismo antes y después del Nobel, y que naturalmente las condiciones de los contratos eran aquellas de las que habíamos estado hablando hasta entonces. No hay en la jungla muchos Samuel Beckett ni muchos Jerôme Lendon, pero reconforta que haya algunos y la hace un poco más habitable.
Hay otro punto a favor de Carmen Balcells: ha liberado los derechos de muchísimos títulos y autores que estaban prácticamente fuera del mercado, ligados por unos contratos abusivos y válidos por tiempo indefinido, la mayor parte en América Latina. Entre ellos, y me afecta directamente porque pasaron a Lumen, los de James Joyce.
Pero el modo en que Carmen ha introducido el cambio —que reconozco imprescindible— en la relación autor-editor ha supuesto un precio carísimo y a mi entender de consecuencias nefastas. Al no fiarse, y con cierta razón, de las liquidaciones anuales sobre ejemplares vendidos, ha cifrado la ganancia del autor en el anticipo que este percibe a la firma del contrato —lo cual es un fenómeno universal y no un invento de Balcells— y ha ido disminuyendo más y más la duración del mismo, hasta unos límites nada universales y sí exclusivos de ella. Esto hace que algunos de los autores más vendidos cambien de editor con frecuencia sorprendente, que pasen a los grandes grupos editoriales, y que la vida de los libros de venta normal sea cada vez más breve. El editor vocacional, cuya empresa consiste en una carpeta de contratos con autores a los que le liga una relación de recíproca fidelidad y a base de los cuales va formando un catálogo, lo tiene cada vez más difícil. Ya no hay apenas «catálogos», solo novedades y best sellers. Mi problema al vender Lumen a una multinacional no fue, como temía, que me vetaran títulos tildándolos de poco comerciales, sino la alegre celeridad con que los descatalogaban. Autores como Samuel Beckett, Hermann Broch, Virginia Wolf o incluso James Joyce eran sacrificados sin parpadear. Poco importa por tanto la duración del contrato. El libro se edita, se distribuye, está dos o tres meses en librerías, y, si la venta no se dispara, se suprime del catálogo y se destruyen los ejemplares sobrantes. Unos cuantos autores ganan ahora mucho dinero con sus libros, pero son legión los que tienen la mayor parte de su obra descatalogada.
Muy en los comienzos de la nueva colección de narrativa de Lumen, y en un cóctel parecido a aquel en que había pasado a mi cuello el corazoncito de lapislázuli, Carmen Balcells me hizo un regalo tan enorme como inesperado (creo que inesperado incluso para ella: creo que fue un arrebato de repentina y arbitraria generosidad, ese placer de jugar a los Reyes Magos, que conozco muy bien porque era también una característica de mi padre). «¿Cuál es el autor y la obra más importante de la narrativa contemporánea?», me preguntó de sopetón. «Pues no sé…». «¿Cuál te gustaría editar?». Vacilé unos momentos, y finalmente, por decir algo: «Ulises, James Joyce». «Pues te daré toda la narrativa de Joyce». Quedé sin aliento, a punto estuve de caer desmayada sobre la mullida alfombra del elegante hotel. Muchos años después, y de forma algo similar, aunque entonces ya era Lumen una editorial de prestigio y tenía una hermosa colección de poesía, me prometió en un almuerzo parte de los libros de Pablo Neruda. Entre ellos Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Canto general y Los versos del capitán. A lo largo de los años me ha jugado Carmen —creo yo que me ha jugado; seguro que ella cree que no, o que, en cualquier caso, lo hizo por el bien de los autores y con motivos justificados— algunas malas jugadas. Pero Joyce y Neruda compensan muchas cosas, y por otra parte, a pesar de saberla capaz de la máxima dureza, hay en Carmen algo que la hace querible y entrañable.
En el mismo cóctel —y en aquel entonces me costó un conflicto con Vilanova, porque resolví sobre la marcha, sin consultarle, y el libro no le parecía a la altura de la colección— acordé con Terenci Moix publicar en versión castellana El día que murió Marilyn, que me parecía una primera novela muy interesante y prometedora.
Lo cierto es que las fiestas, los cócteles, las reuniones de más de ocho personas, a los que tanta pereza me daba asistir, no estaban en definitiva nada mal…