Habíamos pensado, como he dicho, empezar con libros que incluyeran imágenes. Nos parecía un campo en España casi virgen, donde quedaba mucho por hacer, y en el que mi hermano Oscar y su amigo Lluís Clotet podían lucirse. Formaban parte de un curso de la Escuela de Arquitectura excepcionalmente brillante, congregado alrededor de un maestro de excepción, Federico Correa, que ya al empezar su segundo año les había introducido en el estudio que compartía con Alfonso Milá.
Federico tuvo curiosidad por conocerme, me invitó a cenar al Restaurante Reno, una de sus últimas obras, y, ante mi sorpresa, me sometió a un exhaustivo interrogatorio acerca de en qué consistía ser editor. Tuve que explicarle, y he tenido que explicarlo luego muchas veces, que no consistía en tener una imprenta, ni un taller de encuadernación, ni una fábrica de papel, ni siquiera de medios propios de distribución o de unos grandes despachos: una editorial consistía, ante todo y en primer lugar, en una mera carpetita llena de contratos de derechos de autor —ser editor consistía en elegirlos y conseguirlos y apostar por esos libros—, y, en segundo lugar, en congregar a un grupo de colaboradores capaces de proponer títulos y colecciones, de aportar contactos, de sugerir ideas, algo que Carlos Barral, el gran seductor, había logrado como nadie.
Fue Federico quien me llevó por primera vez a Cadaqués. Era extremadamente generoso en las invitaciones a su casa y nos puso en contacto con un grupo de modelos, periodistas, fotógrafos, gente de cine, pintores, arquitectos, modistos, casi todos ellos izquierdosos y esnobs, más o menos pijos, muy distintos a los universitarios entre los que yo me había movido hasta entonces, que preludiaban lo que iba a ser la gauche divine, un mundo que yo desconocía (Federico y yo nos caímos bien desde la primera noche en el Reno, pero no dejamos nunca de sorprendernos mutuamente: nos sonaban insólitas, y por eso mismo muy divertidas, cosas que el otro decía con la mayor naturalidad) y que jugó un papel en los años iniciales de Lumen, más a través de mi hermano y de la que iba a ser muy pronto su primera mujer, Beatriz de Moura, que de mí.
En unos momentos en que acariciábamos la idea de hacer libros ilustrados; Barral utilizaba fotografías para las cubiertas de su Biblioteca Breve; se publicaban, sobre todo fuera de España, hermosos libros de fotografía; se oía con frecuencia la ingeniosa y dudosa suposición de que «una imagen valía más, o decía más, que mil palabras», y todos defendíamos con fervor que el cine y la fotografía eran artes a tan justo título como las cinco artes tradicionales que habíamos heredado de la Antigüedad (que yo prefiriera un dibujito de Durero a toda la obra de Richard Avedon o Cartier Bresson —aunque me encantó publicar del primero una antología que reunía sus mejores imágenes, y del segundo un maravilloso Nada personal, con texto de James Baldwin— era una vergonzosa perversión a ocultar), se presentó un día en nuestra casa (la biblioteca de mis padres —donde se encendía la chimenea, se servían tartas caseras y bocadillos de jabugo, y se compartía el sofá con dos perritas dackel de pelo largo— seguía siendo la sede real de la editorial, aunque conserváramos el local desde donde tío Guillermo servía los pedidos) Jaime Buesa, un joven colaborador de La Vanguardia.
Nos traía un proyecto de libro: una serie de fotos de chiquillos de barrios marginales, para las que Matute había escrito unos textos brevísimos, muy hermosos, en la línea de Los niños tontos. Ramón Eugenio le había sugerido que nos lo mostrara. Era lo que andábamos buscando: palabras e imágenes en torno a un tema común. Libros nacidos de una colaboración lo más estrecha posible entre el escritor y el fotógrafo, donde se diera la misma importancia al uno que al otro (la realidad fue que se vendieron casi siempre por los autores de los textos y no por las imágenes), y donde el diseño desempeñara además un papel destacado. Nos proponían un libro concreto, Libro de juegos para los niños de los otros, y vimos allí toda una posible colección, que iniciaría su andadura, como la editorial, como Grandes Autores, con Ana María Matute.
Elaboré una lista muy extensa, muy ambiciosa, de escritores. Les escribimos. Casi todos contestaron y a casi todos les gustó la idea. Se trataba de textos breves, de unos libros especiales y distintos, y no recuerdo que ninguno de los editores habituales de los autores a los que recurrimos pusiera dificultades. Tampoco recuerdo haber tenido que tratar con ningún agente literario. No pretendo en absoluto que fueran tiempos mejores, eran tiempos distintos.
Entretanto, mi hermano había elaborado una lista equivalente de fotógrafos, con el mismo o mayor éxito inicial, porque hacer un libro y colaborando de igual a igual con un escritor famoso era para la mayoría de ellos el trabajo más sugestivo que cupiera imaginar. Y, junto con Lluís, se pusieron a trabajar en la maqueta inicial de la colección. Ninguno de los dos había cumplido veinte años ni tenía experiencia, pero creo que no me ciega la pasión —aunque quiero mucho a mi hermano, a mi adorable e insoportable hermano, y he sentido desde siempre debilidad por Lluís— si afirmo que llevaron a cabo un trabajo excepcional. No solo porque son dos de las personas con mayor talento que conozco, sino porque se trataba de una de las primeras tareas que acometían, lo cual aumentaba la ilusión que ponían en ella, y porque se daba para todos nosotros, en aquella etapa inicial de Lumen, una circunstancia especial y ambivalente: partíamos, para bien y para mal, de cero, y eso suponía torpezas, errores, pérdida de tiempo, pero también entrañaba la posibilidad de llegar casi sin darnos cuenta a soluciones inéditas. «Eso no puede ser», decía yo, siempre más conservadora. «¿Y por qué no?», interrogaba Lluís con su aire más inocente, especialista Lluís en poner el gesto de quien no ha roto un plato en su vida. «Porque no se hace nunca». Lluís se encogía de hombros. Oscar se encogía de hombros. Y se hacía. Eso sí, después de haberse discutido muchísimo, porque cada ínfimo detalle se discutía con Lluís durante horas o durante días (ganaba las batallas por cansancio del adversario: llegó a convencernos incluso de que no era preciso, aunque se hiciera siempre, que un libro llevara el título en cubierta, y sin título en la cubierta apareció el primer libro de la colección), y podía haber errores, pero no se debían nunca a la improvisación.
El punto más conflictivo iba a ser sorprendentemente el papel. La impresión de las fotos tenía que ser impecable y requería el mejor cuché. Hasta aquí no cabía discusión. Pero ¿y el texto? El texto sería casi siempre breve, iría por lo tanto en cuerpo grande, no presentaría problema de lectura. De hecho cualquier papel servía. Pero al decir «cualquier papel», yo no pensaba en una cartulina de embalaje, rugosa y de color grisáceo, ni remotamente proyectada para libros. ¿No servía? ¡Claro que servía! ¡Quedaba por ver si alguien compraría unos libros caros, libros de lujo, adecuados para regalo, impresos en esos papeles que se utilizan en los mercados para envolver las cerezas o las sardinas!
Palabra e Imagen, y aquí cierro esa historia, dio lugar a uno de los episodios más extraordinarios que tuvieron lugar en Lumen. Antes de que terminaran los años sesenta, cuando casi no se nos conocía, vendíamos con cuentagotas los títulos de Palabra e Imagen y los críticos no habían dado apenas noticia de la colección —cuyos diez o doce primeros títulos eran realmente extraordinarios—, salvo para comentar el conflicto del entonces escandaloso Izas, rabizas y colipoterras de Cela, recibimos desde Venecia un paquete que contenía un León de Bronce: nos habían concedido un premio al que no habíamos concursado, del que no conocíamos siquiera la existencia, el premio internacional a la mejor colección de libros o a la mejor revista destinada al cine o a la fotografía.
Cuando, tras más de treinta años, dejé la editorial, ese león fue uno de los poquísimos objetos que lamenté no llevarme conmigo. Aunque lo cierto es que mi ruptura final con Lumen no supuso, como cabría imaginar, como todos temían, excesivos duelos ni nostalgias.