Todavía ahora, más de cuarenta años después, me maravilla lo que ocurrió entonces. Como he dicho, mi padre era médico; mi hermano cursaba segundo curso en la Escuela de Arquitectura, y dividía sus intereses entre la arquitectura y la pintura; yo había estudiado Historia y pensaba en la enseñanza como temporal salida de emergencia, porque, desde antes de tener pleno uso de razón, sabía con certeza que solo podían satisfacerme dos profesiones: novelista o actriz; mi madre, como todas, o casi todas, las mujeres de su clase y de su generación, no había trabajado en su vida. Y ninguno de los cuatro tenía ni la más remota idea de en qué consistía una editorial ni de cómo había que manejarla. En realidad, ninguno de los cuatro, ni siquiera mi padre —aunque poseía, gracias sean dadas a los cielos, un certero instinto comercial, un sentido común notable, un entusiasmo a prueba de bomba y una confianza desmesurada en cuanto hacían sus hijos—, sabía de hecho cómo se manejaba ningún tipo de empresa. (A lo peor ni se nos ocurrió que, aparte de otras cosas, una editorial era también una empresa).
Se había hablado únicamente, los primeros días, de agregar dos o tres títulos elegidos caprichosamente por nosotros a la producción del año, y de dejar que el resto —llevado por nuestro tío Guillermo desde el minúsculo despacho que tenía Lumen en un almacén de la calle Rocafort, que conservamos siempre pero en el que no pusimos más allá de cuatro veces los pies— siguiera su curso, que prometía unos beneficios modestos pero segurísimos. ¿Qué ocurrió para que apenas tres semanas después se hubiera decidido abandonar los libros de texto de religión —incluido nuestro best seller: A Dios por la ciencia—, que se debieron de seguir vendiendo, supongo, aunque cada vez en menores cantidades, bajo pedido, eliminar de hecho todo el viejo catálogo y empezar de cero una nueva editorial, sin aprovechar de la anterior apenas otra cosa que el nombre —curiosamente solo los italianos lo relacionaban con el tema religioso— y el minúsculo almacén? ¿Qué había ocurrido para que mi padre dejara en gran medida la medicina, se ocupara cada vez menos de la agencia de seguros y dedicara cada vez más tiempo a los libros? ¿Para que yo dejara de pensar en distintas actividades laborales y entrara como empleada, de hecho como directora, en Lumen? ¿Para que incluso mi madre hiciera sus pinitos laborales? ¿Para que mi hermano se encerrara horas y horas con Lluís Clotet —tenían apenas diecinueve años y nadie les había enseñado nada de diseño gráfico— a maquetar libros y colecciones (ya no se trataba de dos o tres libros caprichosos al año, sino de colecciones)? Yo había oído disertar a Vicens Vives sobre las dos contrapuestas pero coincidentes vertientes catalanas del seny (el sentido común que se nos atribuye sin titubeos en el resto de España) y la rauxa (un arrebato súbito y descontrolado, no exento de un punto de locura), pero no creí que me tocara vivirlas tan de cerca.
¿Qué chifladura provocó que casi de repente solo se hablara de Lumen, solo se planificaran actividades en función de Lumen, solo pareciéramos vivir los cuatro (los cinco, porque mi padre había incluido a mi primo Emilio Blay en la aventura) pendientes de Lumen? Las comidas familiares se habían transformado en sesiones de trabajo y los viajes constituían viajes de negocios.
El siguiente mes de octubre, cuando no habíamos sacado todavía un solo título de nuestra cosecha, nos trasladamos los cinco a la Feria de Frankfurt —el gran mercado internacional del libro, donde los editores compran y venden derechos de autor— y recorrimos con fervor los interminables pabellones, kilómetros y kilómetros de pasadizos, miles y miles de títulos. Tomamos montones de notas, acumulamos toneladas de catálogos, pedimos un montón de opciones de derechos y de precios de coediciones. Habíamos planeado empezar con libros infantiles y libros ilustrados, y habíamos acudido a la Feria decididos a descubrir el libro del año. Y lo descubrimos. ¡Vaya si lo descubrimos! Uno de los libros más hermosos y más sofisticados, y menos vendibles que se han editado jamás (aunque años después, agotadísima la primera y hasta entonces única edición —por supuesto en japonés, porque en Lumen nos habíamos limitado a incluir un encarte con la traducción al español—, se pagarían en el mercado internacional sumas espectaculares por un ejemplar). Nos lo comunicó Oscar entusiasmado: «¡He encontrado el libro más bonito de la Feria!». Y nos precipitamos los cinco al stand del editor japonés. Hubo suerte, no se nos había adelantado nadie, los derechos del libro estaban libres para el mercado español. Muerto por las rosas, del fotógrafo Eikoh Hosoe. En blanco y negro, con una impresión increíble en papeles opacos y mates, o en ocasiones traslúcidos, que permitían vislumbrar, prever, adivinar, las imágenes de las páginas posteriores. El modelo de las fotos era el novelista Yukio Mishima, que había escrito también el texto, muy breve.
Aquel primer año de Frankfurt compramos, además de Muerto por las rosas, algunos títulos para niños, por los que curiosamente tampoco se interesaba —salvo por los de Topo Gigio, que tal vez se salían un poco de lo que buscábamos— ningún editor español. Tendrían que transcurrir muchos años para que al llegar a la Feria del Libro de Frankfurt o a la Feria del Libro Infantil de Bolonia resultara que muchos de los títulos que nos interesaban, que caían de lleno en nuestra línea, y que empezaban por fin a tener un mercado, habían sido ya contratados, y para que los editores más exquisitos de libros para niños dejaran de recibirnos, entre vítores y champán, como a esos «locos de Barcelona».
Regresamos, pues, de Frankfurt habiendo comprado el libro más hermoso de la Feria y un grupito de libros para niños que, salvo un par de excepciones, no se parecían en absoluto a los libros que yo veía en las menguadas secciones infantiles de nuestras librerías. Por otra parte, seguíamos sin tener idea de cómo funcionaban los distintos sectores de una editorial, y no entraba en nuestros planes contratar a alguien que sí la tuviera. En la vieja Lumen los libros religiosos se reimprimían de modo automático y se vendían por unos pocos canales especializados. Allí no podíamos aprender apenas nada. Y nosotros no sabíamos en qué consistía una resma de papel ni una cuatricomía; las técnicas de impresión y encuadernación constituían misterios insondables; los únicos críticos cuyos nombres nos sonaban eran aquellos de los que leíamos reseñas en La Vanguardia o en Destino, y ni habíamos oído hablar, ¡oh, feliz ignorancia!, de argumentos de venta y de promoción. ¿De cuántos ejemplares debía constar una edición? ¿Cómo demonios se fijaba el precio de un libro? Obviamente los libros se tenían que vender en las librerías, pero ¿quién los situaba en las librerías? El distribuidor que se había ocupado hasta entonces de los libros de Lumen solo abarcaba unos pocos comercios de textos escolares y religiosos.
La única norma de la nueva editorial, nuestra única decisión inquebrantable, era editar los libros que nos gustaran. Creo que no éramos conscientes de la insensatez en que nos habíamos metido. Nadie hubiera dado por el futuro de Lumen un duro. Y me parece que yo, que contemplaba atónita y despavorida aquel disparate, tampoco. Para sacarlo adelante hacía falta un milagro. Y hubo un milagro. Hubo varios milagros. No los merecimos —¿acaso merece alguien un milagro, y menos que nadie un ateo que ni siquiera cree en ellos?—, no los provocamos (como mucho los propiciamos, hicimos que fueran posibles). Pero a Dios y a las tierras de Tara pongo por testigos de que, cuando se produjeron, supimos aprovecharlos.