Siempre, desde muy pequeña, me habían gustado apasionadamente los libros. Quizá sería más exacto decir que siempre, hasta donde alcanza mi memoria, me había apasionado que me contaran historias: los fantásticos cuentos que relataban mi madre y sus hermanas, unas narradoras de excepción, las truculentas historias que nunca terminaba de entender del todo que se chismorreaban en la cocina y en el cuarto de la plancha, los inefables seriales de la radio de los años cuarenta, la fascinación del cine, pero sobre todo los libros. Leía, desde que aprendí a leer, a todas horas y en todas partes, con una pasión que no he recuperado con igual intensidad en ninguna otra etapa de mi vida. Decían que era como la niña de una película, creo que de Capra, que ni para contestar al teléfono soltaba el libro que tenía entre las manos.
Pero cuando tuve que elegir, dentro de la carrera de Filosofía y Letras, una especialidad, no me matriculé, como todos esperaban, en una sección de lengua y literatura, sino de historia. Quería que la literatura siguiera siendo puro placer, un placer incontaminado, y no un motivo de estudio ni algo relacionado con el trabajo. No me interesaba llegar a ser profesora de literatura, crítica literaria, sesuda hispanista. Lo único que me atraía era leer y escribir. Seguramente hubiera preferido colaborar en la universidad con mi profesor Jaume Vicens Vives —que murió pocos meses después de terminar yo mi carrera— que aceptar un empleo en una editorial.
Y entonces, el año 59, cuando acababa yo de licenciarme; mi hermano empezaba segundo de Arquitectura, junto con Lluís Clotet, su socio luego durante muchos años, que desempeñó un papel importante en los primeros tiempos de Lumen; mi padre compaginaba el ejercicio de la medicina con una agencia de seguros, y mi madre —eso lo sabe cualquiera que haya leído unas pocas páginas de mis novelas— era la mujer más capacitada y más desperdiciada que imaginarse pueda; entonces, pues, nos cayó de las nubes —o irrumpió en nuestra vida desde los infiernos, cualquiera sabe— una empresa de la que apenas habíamos oído hablar (recordábamos vagamente Oscar y yo que, de niños, papá nos traía unos cuadernos para colorear que editaba uno de nuestros tíos) y que jamás se nos ocurrió iba a jugar un papel en nuestro reducido núcleo familiar: Editorial Lumen.
Sabíamos que el hermano mayor de la encopetada y ultraconservadora familia de mi padre, el reverendo Juan Tusquets, más tarde monseñor Tusquets, que había estado en contacto el año 36 con los militares amotinados y mantenía relaciones con Franco, había conseguido, al comenzar la guerra, huir a Burgos, y había iniciado allí una editorial de libros religiosos. Nunca llegué a preguntarle, quizá porque no me había planteado siquiera la cuestión, qué peregrina ocurrencia le había inducido a fundar, en plena contienda, cuando se luchaba en todos los frentes y la gente moría a mansalva y había sin duda cometidos mucho más apremiantes, una empresa de ese tipo. Tal vez temiera que, tras las nefastas enseñanzas ateas y librepensadoras (el término «librepensador», como la supuesta conjura «judeo-masónico-marxista», de la que hablaba mi tío en más de un libro, les estremecían de espanto) de los republicanos, se requerían urgentemente unos textos piadosos que devolvieran a la España eterna la fe de sus mayores y pusieran feliz término a tanto pecaminoso dislate.
La editorial se había trasladado después, terminada la guerra, a Barcelona. La dirigía el marido de una de mis tías —Guillermo Jurnet, que siguió trabajando con nosotros hasta una tardía jubilación—, la supervisaba tío Juan, el cura, y había invertido el dinero otro de mis tíos. La supercatólica familia de papá había constado de once hermanos, dos de los cuales, los menores, casi unos niños, se habían lanzado armados a la calle el 18 de julio, sin que se volviera a saber de ellos nunca más.
Lo cierto es que un día del año 59 llegó mi padre a casa a la hora del almuerzo y nos comunicó que, para hacerle un favor al hermano que poseía en aquellos momentos Lumen y que necesitaba capital para ampliar otro pequeño negocio, creo que de perfumes, se la acababa de comprar. Eran cuatro perras, y la empresa funcionaba por sí sola, a base de los textos de religión para todos los cursos de bachillerato, que tenían una salida anual fija y segura, y de un best seller curiosísimo, del que se vendían cientos de miles de ejemplares y que los distribuidores de distintas partes del mundo nos seguían pidiendo ansiosos muchos años después —y del que lamento no tener un ejemplar a mano—, A Dios por la ciencia, donde un jesuita, el padre Simón, demostraba, capítulo a capítulo, a base de hechos científicos irrefutables —por ejemplo, la sabia organización de las abejas, la hábil construcción de los hormigueros, la función de la clorofila o la absoluta imposibilidad de que el ser humano alcanzara algún día la luna—, la existencia de Dios, pues ¿quién, si no Dios, podía haber creado semejantes prodigios?
Lumen seguiría viviendo —explicó mi padre— de estos títulos, sin otro empleado que tío Guillermo, pero nos proponía, sobre todo a mí, que sacáramos todos los años dos o tres libros distintos, de los que de veras nos gustaban a nosotros, de esos que yo lamentaba a veces con extrañeza que, siendo tan interesantes, no los publicara nadie en español. Parecía una propuesta sensata. Todo parecía sensato. Una editorial franquista y piadosa, que unos parientes habían tenido la peregrina ocurrencia de crear en Burgos durante la Guerra Civil, había caído de modo inesperado en nuestras manos, lo cual resultaba un poco contradictorio —porque los cuatro, incluida mi madre, éramos, no ya librepensadores o masónicos, sino resueltamente ateos, y una editorial fundada el año 36 para defender los valores de la España cristiana, reaccionaria y tradicional iba a convertirse en la década de los sesenta y de los setenta en una de las editoriales formalmente comprometidas en la lucha contra el franquismo—, pero no parecía en absoluto alarmante.
Lo imprevisible para todos, y sobre todo para mí, que presencié el fenómeno atónita y asustada, era que antes de que transcurriera medio año una familia tan aparentemente equilibrada como la nuestra se vería aquejada de una locura colectiva sumamente extraña y de difícil diagnóstico y curación.