¿QUE es el significado de una palabra?
Ataquemos este problema preguntando, en primer lugar, qué es una explicación del significado de una palabra; ¿a qué se parece la explicación de una palabra?
La forma en que esta pregunta nos ayuda es análoga a la forma en que la pregunta «¿cómo medimos una longitud?» nos ayuda a comprender el problema de «¿qué es longitud?».
Las preguntas «¿qué es longitud?», «¿qué es significado?», «¿qué es el número uno?», etc. producen en nosotros un espasmo mental. Sentimos que no podemos señalar a nada para contestarlas y, sin embargo, tenemos que señalar a algo. (Nos hallamos frente a una de las grandes fuentes de confusión filosófica: un sustantivo nos hace buscar una cosa que le corresponda.)
El preguntar en primer lugar «¿qué es una explicación de significado?» tiene dos ventajas. En un cierto sentido, se hace caer por tierra la pregunta «¿qué es significado?». Pues, sin duda, para comprender el significado de «significado» es necesario comprender también el significado de «explicación de significado». En pocas palabras: «pregúntemonos qué es la explicación de significado, pues lo que esto explique será el significado.» El estudiar la gramática de la expresión «explicación de significado» enseñará algo sobre la gramática de la palabra «significado» y protegerá contra la tentación de buscar en torno de uno algún objeto al que se podría llamar «el significado».
Lo que se llaman generalmente «explicaciones del significado de una palabra» pueden dividirse, muy toscamente, en definiciones verbales y ostensivas. Posteriormente se verá en qué sentido esta división es únicamente aproximada y provisional (y resulta un extremo importante que lo sea). La definición verbal, como nos lleva de una expresión verbal a otra, en un cierto sentido no nos hace progresar. En la definición ostensiva, por el contrario, parecemos realizar un progreso mucho más real hacia el aprendizaje del significado.
Nos encontramos con la dificultad de que para muchas palabras de nuestro lenguaje parece no haber definiciones ostensivas; por ejemplo, para palabras tales como «uno», «número», «no», etc.
Problema: la definición ostensiva misma ¿necesita ser comprendida? ¿No puede malinterpretarse la definición ostensiva?
Si la definición explica el significado de una palabra, no puede ser esencial, sin duda, que se deba haber oído la palabra anteriormente. La tarea de la definición ostensiva es darle un significado. Expliquemos, pues, la palabra «tove» señalando a un lápiz y diciendo «esto es tove». (En lugar de «esto es tove» podría haber dicho aquí «esto es llamado 'tove'". Indico esto para eliminar de una vez por todas la idea de que las palabras de la definición ostensiva predican algo de lo definido; la confusión entre la frase «esto es rojo», que atribuye el color rojo a algo, y la definición ostensiva «esto es llamado 'rojo'».) La definición ostensiva «esto es tove» puede ser interpretada ahora de múltiples maneras. Daré algunas de estas interpretaciones y utilizaré palabras españolas de uso bien establecido. Puede interpretarse, pues, que la definición significa:
«Esto es un lápiz» «Esto
es redondo» «Esto es
madera» «Esto es uno»
«Esto es duro», etc., etc.
Podría objetarse a este argumento que todas estas interpretaciones presuponen otro lenguaje de palabras. Y esta objeción es significativa si por «interpretación» entendemos solamente «traducción a un lenguaje de palabras». Permítaseme hacer algunas indicaciones que pueden aclarar esto. Preguntémonos cuál es nuestro criterio cuando decimos que alguien ha interpretado la definición ostensiva de un modo particular. Supongamos que yo doy a un español la definición ostensiva «esto es lo que los alemanes llaman 'Buch'». Entonces, y siempre en la gran mayoría de los casos, la palabra española «libro» vendrá a la mente del español. Podemos decir que ha interpretado que «Buch» significa «libro». El casó será diferente si, por ejemplo, señalamos a una cosa que él no haya visto nunca antes y decimos: «Esto es un banjo». Es posible que entonces venga a su mente la palabra «guitarra»; es posible que lo que venga a su mente no sea una palabra, sino la imagen de un instrumento similar; es posible que no se le ocurra nada en absoluto. Supongamos que entonces le doy la orden «ahora elige un banjo de entre estas cosas». Si elige lo que llamamos un «banjo» podemos decir «ha dado a la palabra 'banjo' la interpretación correcta»; si elige algún otro instrumento podemos decir «ha interpretado que 'banjo' significa 'instrumento de cuerda'».
Decimos «ha dado a la palabra 'banjo' esta o aquella interpretación» y nos inclinamos a suponer un acto definido de interpretación aparte del acto de elección.
Nuestro problema es análogo al siguiente:
Si yo doy a alguien la orden «tráeme una flor roja de esta pradera», ¿cómo sabrá él qué tipo de flor traerme, puesto que yo le he dado solamente una palabra?
Ahora bien, la respuesta que uno podría sugerir en primer lugar es la de que él fue a buscar una flor roja llevando una imagen de rojo en su mente, comparándola con las flores para ver cuál de ellas tenía el color de la imagen. Ahora bien, existe tal modo de buscar y no es en modo alguno esencial que la imagen que usamos tenga que ser una imagen mental. De hecho el proceso puede ser éste: yo llevo un plano que coordina nombres y cuadrados coloreados. Cuando oigo la orden «tráeme, etc.» paso mi dedo por el plano desde la palabra «rojo» hasta un cierto cuadrado y voy y busco una flor que tenga el mismo color que el cuadrado. Pero éste no es el único modo de buscar y no es el modo usual. Vamos, miramos a nuestro alrededor, damos unos pasos hasta una flor y la cogemos, sin compararla con nada. Para ver que el proceso de obedecer la orden puede ser de este tipo, consideremos la orden «imagina una mancha roja». En este caso no se está tentado a pensar que antes de obedecer se tiene que haber imaginado una mancha roja que sirva como pauta para la mancha roja que se ordenó imaginar.
Se puede preguntar ahora: ¿interpretamos las palabras antes de obedecer la orden? Y se encontrará que en algunos casos se hace algo que podría llamarse interpretar antes de obedecer, y en otros casos no. (Parece que hay ciertos procesos mentales definidos, vinculados con la actuación del lenguaje, procesos únicamente a través de los cuales puede funcionar el lenguaje. Quiero decir los procesos de comprensión y significación. Los signos de nuestro lenguaje parecen muertos sin estos procesos mentales; y podría parecer que la única función de los signos es inducir tales procesos, y que éstas son las cosas en las que deberíamos estar realmente interesados. Así, si se les pregunta cuál es la relación entre un nombre y la cosa que nombra, tenderán a contestar que la relación es una relación psicológica, y quizá al decir esto estén pensando particularmente en el mecanismo de la asociación. Nos sentimos inducidos a pensar que la acción del lenguaje consta de dos partes; una parte inorgánica, el manejo de signos, y una parte orgánica, que podemos llamar comprender estos signos, significarlos, interpretarlos, pensar. Estas últimas actividades parecen realizarse en un extraño tipo de medio: la mente; y el mecanismo de la mente, cuya naturaleza, según parece, no comprendemos completamente, puede producir efectos que ningún mecanismo material podría causar. Así, por ejemplo, un pensamiento (que es un proceso mental de este tipo) puede estar en acuerdo o en desacuerdo con la realidad; soy capaz de pensar en un hombre que no está presente; soy capaz de imaginarle, de 'mentarle' en una observación que hago sobre él, aunque esté a miles de kilómetros o haya muerto. «¡Qué mecanismo tan extraño tiene que ser el mecanismo del deseo», podría decirse, «si puedo desear lo que no sucederá nunca!»
Hay un medio de evitar, por lo menos parcialmente, la apariencia oculta de los procesos de pensamiento y es el de reemplazar en estos procesos parte del trabajo de la imaginación por actos de observación de objetos reales. Así, puede parecer esencial que, por lo menos en ciertos casos, cuando oigo la palabra «rojo» comprendiéndola, tiene que haber ante mi visión mental una imagen roja. Pero ¿por qué no podría sustituir yo el imaginar una mancha roja por la visión de un trozo de papel rojo? La imagen visual será sólo tanto más vivida. Imaginemos un hombre que lleve siempre en su bolsillo una hoja de papel en la que los nombres de los colores estén coordinados con manchas coloreadas. Puede decirse que sería muy molesto llevar siempre consigo este muestrario y que lo que usamos siempre en su lugar es el mecanismo de la asociación. Pero esto es irrelevante; y en muchos casos no es ni siquiera verdadero. Si, por ejemplo, se manda a alguien que pinte un tono particular de azul llamado «azul prusia», puede que tenga que usar una tabla que le lleve de la palabra «azul prusia» a una muestra del color, que le serviría como modelo.
Para nuestros propósitos, podríamos reemplazar perfectamente bien cada proceso de imaginar por un proceso de mirar un objeto o de pintar, dibujar o modelar; y cada proceso de hablar con uno mismo por procesos de hablar en voz alta o de escribir.
Frege ridiculizaba la concepción formalista de las matemáticas diciendo que los formalistas confundían la cosa sin importancia, el signo, con la importante, el significado. Sin duda, quiere decirse que las matemáticas no tratan sobre rayas en un trozo de papel. La idea de Frege podría expresarse así: las proposiciones de las matemáticas, si sólo fuesen conjuntos de rayas, estarían muertas y carecerían por completo de interés, mientras que es evidente que poseen una especie de vida. Y, naturalmente, lo mismo podría decirse de cualquier proposición: sin un sentido, o sin el pensamiento, una proposición sería una cosa completamente muerta y trivial. Y además resulta claro que ninguna adición de signos inorgánicos puede dar vida a la proposición. Y la conclusión que se saca de esto es que lo que hay que añadir a los signos muertos para lograr una proposición viva es algo inmaterial, con propiedades diferentes de todos los meros signos.
Pero si tuviésemos que designar algo que sea la vida del signo, tendríamos que decir que era su uso.
Si el significado del signo (toscamente, lo que importa del signo) es una imagen construida en nuestras mentes cuando vemos u oímos el signo, adoptemos por lo pronto el método que acabamos de describir, consistente en reemplazar esta imagen mental por algún objeto exterior visto, por ejemplo, una imagen pintada o modelada. Ahora bien, ¿por qué habría de tener vida el signo escrito más esta imagen pintada, si el signo escrito sólo estaba muerto? De hecho, tan pronto como se piensa en reemplazar la imagen mental por, digamos, una imagen pintada y tan pronto como la imagen pierde de este modo su carácter oculto, deja de parecer que imparte cualquier tipo de vida a la frase. (De hecho, era precisamente el carácter oculto del proceso mental lo que uno necesitaba para sus propósitos.)
El error que estamos expuestos a cometer podría expresarse así: estamos buscando el uso de un signo, pero lo buscamos como si fuese un objeto que coexistiese con el signo. (Una de las razones de esta falta vuelve a ser que estamos buscando una «cosa que corresponde a un sustantivo».) Él signo (la frase) obtiene su significado del sistema de signos, del lenguaje a que pertenece. Rudimentariamente: comprender una frase significa comprender un lenguaje.
Como parte del sistema del lenguaje, puede decirse, la frase tiene vida. Pero se tiene la tentación de imaginar aquello que da vida a la frase como algo de una esfera oculta que acompaña a la frase. Pero cualquier cosa que le acompañase sería para nosotros precisamente otro signo.
A primera vista parece que lo que da al pensamiento su carácter peculiar es el ser una sucesión de estados mentales, y parece que lo que es extraño y difícil de comprender sobre el pensamiento son los procesos que suceden en el medio de la mente, procesos posibles únicamente en este medio. La comparación que se nos impone es la del medio mental con el protoplasma de una célula, digamos, de una ameba. Observamos ciertas acciones de la ameba, su captura de comida extendiendo brazos, su división en células similares, cada una de las cuales crece y se comporta como la célula original. Decimos «qué naturaleza tan extraña tiene que tener el protoplasma para actuar de este modo» y tal vez digamos que ningún mecanismo físico podría comportarse de este modo y que el mecanismo de la ameba debe ser de un tipo totalmente diferente. Del mismo modo nos inclinamos a decir «el mecanismo de la mente debe ser de un tipo completamente peculiar para ser capaz de hacer lo que la mente hace». Pero aquí estamos cometiendo dos faltas. Pues lo que nos sorprendía por extraño en el pensar y el pensamiento no era en modo alguno que tuviese curiosos efectos que no fuésemos todavía capaces de explicar (causalmente). Nuestro problema, en otras palabras, no era un problema científico; sino un embrollo considerado como un problema.
Supongamos que intentamos construir un modelo de mente como resultado de investigaciones psicológicas, modelo que, como diríamos, explicaría la acción de la mente. Este modelo sería parte de una teoría psicológica, del mismo modo que un modelo mecánico del éter puede ser parte de una teoría de la electricidad. (Tal modelo, dicho sea de paso, es siempre parte del simbolismo de una teoría. Su ventaja puede consistir en que pueda ser entendido de un vistazo y pueda conservarse en la mente con facilidad. Se ha dicho que, en un cierto sentido, un modelo viste a la teoría pura; que la teoría desnuda son frases o ecuaciones. Esto tiene que examinarse posteriormente con más detalle.)
Podríamos encontrarnos con que tal modelo de la mente tendría que ser muy complicado e intrincado para explicar las actividades mentales observadas; y sobre esta base podríamos llamar a la mente un extraño tipo de medio. Pero este aspecto de la mente no nos interesa. Los problemas que puede plantear son problemas psicológicos y el método para su solución es el de la ciencia natural.
Ahora bien, si lo que nos concierne no son las conexiones causales, las activididades de la mente están abiertas ante nosotros. Y cuando nos preocupamos por la naturaleza del pensamiento, la confusión que erróneamente interpretamos referirse a la naturaleza de un medio es una confusión causada por el uso desconcertante de nuestro lenguaje. Este tipo de falta se presenta una y otra vez en filosofía; por ejemplo, cuando nos sentimos confusos sobre la naturaleza del tiempo, cuando el tiempo nos parece una cosa extraña. Nos sentimos fuertemente inclinados a pensar que aquí hay cosas ocultas, algo que podemos ver desde fuera, pero dentro de lo cual no podemos mirar. Y, sin embargo, no sucede nada de esto. No son nuevos hechos sobre el tiempo lo que queremos conocer. Todos los hechos que nos conciernen se hallan patentes ante nosotros. Pero es el uso del sustantivo «tiempo» lo que nos desconcierta. Si examinamos la gramática de esta palabra, nos daremos cuenta de que no es menos asombroso que se haya concebido una deidad del tiempo que si se hubiese pensado en una deidad de la negación o de la disyunción.
Por tanto, el hablar del pensamiento como de una «actividad mental» produce confusión. Podemos decir que pensar es esencialmente la actividad de operar con signos. Esta actividad es realizada por la mano, cuando pensamos escribiendo; por la boca y la laringe, cuando pensamos hablando; y si pensamos imaginando signos o imágenes, no puedo indicarles un agente que piense. Si se dice entonces que en estos casos es la mente la que piensa, yo llamaría solamente la atención sobre el hecho de que se está utilizando una metáfora, de que aquí la mente es un agente en un sentido diferente de aquel en que puede decirse que la mano es el agente al escribir.
Si seguimos hablando sobre el lugar donde se realiza el pensamiento, tenemos derecho a decir que este lugar es el papel sobre el que escribimos o la boca que habla. Y si hablamos de la cabeza o del cerebro como del lugar del pensamiento, lo hacemos usando la expresión «lugar del pensamiento» en un sentido diferente. Examinemos cuáles son las razones para llamar a la cabeza el lugar del pensamiento. No es nuestra intención criticar esta forma de expresión o mostrar que no es apropiada. Lo que debemos hacer es: comprender su funcionamiento, su gramática; por ejemplo, ver qué relación tiene esta gramática con la de la expresión «pensamos con la boca» o «pensamos con un lápiz sobre un trozo de papel».
Quizá la razón principal por la que tenemos una inclinación tan grande a hablar de la cabeza como del lugar de nuestros pensamientos es ésta: la existencia de las palabras «pensar» y «pensamiento» junto a las palabras que denotan actividades (corporales), tales como escribir, hablar, etc., nos hace buscar una actividad, diferente de éstas, pero análoga a ellas, que corresponda a la palabra «pensar». Cuando las palabras tienen prima facie en nuestro lenguaje ordinario gramáticas análogas, nos inclinamos a intentar interpretarlas análogamente; es decir, tratamos de hacer valer la analogía en todos los campos. Decimos: «El pensamiento no es lo mismo que la frase, pues una frase inglesa y una frase francesa, que son completamente diferentes, pueden expresar el mismo pensamiento.» Y ahora, puesto que las frases están en alguna parte, buscamos un lugar para el pensamiento. (Es como si buscásemos el lugar del rey del que tratan las reglas del ajedrez, como opuesto a los lugares de los diferentes trozos de madera, los reyes de los diferentes juegos de piezas.) Decimos: «sin duda, el pensamiento es algo; no es nada», y todo lo que se puede contestar a esto es que la palabra «pensamiento» tiene su MÍO, que es de un tipo totalmente diferente del uso de la palabra «frase».
Ahora bien, ¿significa esto que carece de sentido hablar de un lugar donde se realice el pensamiento? De ningún modo. Esta expresión tiene sentido, si se lo damos. Ahora bien, si decimos «el pensamiento se realiza en nuestras cabezas», ¿cuál es el sentido de esta expresión entendida sin ofuscaciones? Yo supongo que es que ciertos procesos fisiológicos corresponden a nuestros pensamientos de tal modo que si nosotros conocemos la correspondencia podemos, observando estos procesos, encontrar los pensamientos. Pero ¿en qué sentido puede decirse que los procesos fisiológicos corresponden a los pensamientos, y en qué sentido puede decirse que nosotros conseguimos los pensamientos por la observación del cerebro?
Parto de suponer que imaginamos que la correspondencia ha sido verificada experimentalmente. Imaginemos a grandes rasgos un experimento de este tipo. Consiste en observar el cerebro mientras el sujeto piensa. Y ahora puede pensarse que la razón por la que mi explicación está a punto de extraviarse es la de que, naturalmente, el experimentador obtiene los pensamientos del sujeto sólo indirectamente cuando se le cuentan, al expresarlos el sujeto de una u otra forma. Pero voy a eliminar esta dificultad suponiendo que el sujeto es al mismo tiempo el experimentador, que está observando su propio cerebro, digamos por medio de un espejo. (Lo fuerte de esta descripción no reduce en modo alguno la fuerza del argumento.)
Entonces les pregunto: el sujeto-experimentador ¿está observando una cosa o dos? (No se diga que está observando una cosa tanto desde dentro como desde fuera, pues esto no elimina la dificultad. Posteriormente hablaremos de dentro y fuera1.) El sujeto-experimentador está observando una correlación de dos fenómenos. A uno de ellos le llama, quizá, el pensamiento. Puede consistir en una sucesión de imágenes, sensaciones orgánicas o, en el otro extremo, en una sucesión de las diversas experiencias visuales, táctiles y musculares que tiene al escribir o al pronunciar una frase. La otra experiencia es la de ver funcionar su cerebro. A ambos fenómenos se les podría llamar correctamente «expresiones del pensamiento» y la pregunta «¿dónde está el pensamiento en sí?» sería mejor rechazarla como carente de significado, para prevenirnos de la confusión. Sin embargo, si utilizamos la expresión «el pensamiento se realiza en la cabeza» hemos dado su significado a esta expresión al describir la experiencia que justificaría la hipótesis de que el pensamiento se realiza en nuestras cabezas, al describir la experiencia que vamos a llamar «observar el pensamiento en nuestro cerebro».
Olvidamos fácilmente que la palabra «lugar» se usa en muchos sentidos diferentes y que hay muchos tipos diferentes de enunciados sobre una cosa que en un caso particular, y de acuerdo con el uso general, podemos llamar especificaciones del lugar de la cosa. Así se ha dicho del espacio visual que su lugar está en nuestra cabeza; y yo pienso que la tentación de decir esto proviene, en parte, de un malentendido gramatical.
Yo puedo decir: «en mi campo visual yo veo la imagen del árbol a la derecha de la imagen de la torre» o «yo veo la imagen del árbol en el centro del campo visual». Y ahora nos sentimos inclinados a preguntar: «¿y dónde ve usted el campo visual?» Ahora bien, si el «dónde» se piensa que pregunta por un lugar en el sentido en que hemos especificado el lugar de la imagen del árbol, yo llamaría la atención sobre el hecho de que todavía no se ha dado sentido a esta pregunta; es decir, que se ha estado procediendo por una analogía gramatical sin haber elaborado la analogía en detalle.
Al decir que la idea de que nuestro campo visual esté localizado en nuestro cerebro surgió de un malentendido gramatical, no quiere decir que no podamos dar sentido a tal especificación de lugar. Por ejemplo, podríamos imaginar fácilmente una experiencia que describiríamos me
Ver págs. 19, 51 y sigs.
diante tal enunciado. Imaginemos que estábamos mirando un grupo de cosas de esta habitación y que, mientras mirábamos, se introdujo en nuestro cerebro una sonda y se encontró que si la punta de la sonda alcanzaba un determinado punto de nuestro cerebro, una pequeña parte determinada de nuestro campo visual desaparecía. De este modo podríamos coordinar puntos de nuestro cerebro con puntos de la imagen visual y esto podría hacernos decir que el campo visual estaba situado en tal y tal lugar de nuestro cerebro. Y si ahora hiciésemos la pregunta «¿dónde ve usted la imagen de este libro?», la respuesta podría ser (como anteriormente) «a la derecha de este lápiz» o «en la parte izquierda de mi campo visual» o bien además «tres pulgadas detrás de mi ojo izquierdo».
Pero ¿qué pasaría si alguien dijese «puedo asegurarle que siento que la imagen visual está dos pulgadas detrás del caballete de mi nariz»?; ¿qué le vamos a replicar? ¿Vamos a decir que no está diciendo la verdad o que no puede existir tal sensación? Qué sucedería si él nos pregunta «¿conoce usted acaso todas las sensaciones que existen?, ¿cómo sabe usted que no existe tal sensación?»
¿Y si el adivino nos dice que cuando él sostiene la varilla siente que el agua está a cinco pies bajo tierra, o que siente que a cinco pies bajo tierra hay una mezcla de cobre y oro? Supongamos que contestase a nuestras dudas diciendo: «usted puede estimar una longitud cuando la ve. ¿Por qué no he de poder tener yo un modo diferente de estimarla?»
Si comprendemos la idea de tal estimación, aclararemos la naturaleza de nuestras dudas sobre los enunciados del adivino y del hombre que decía sentir la imagen visual detrás del caballete de su nariz.
Hay el enunciado: «este lápiz tiene cinco pulgadas de longitud» y el enunciado: «yo siento que este lápiz tiene cinco pulgadas de longitud», y tenemos que aclarar la relación de la gramática del primer enunciado con la gramática del segundo. Al enunciado «yo siento en mi mano que el agua está a tres pies bajo tierra» contestaríamos: «yo no sé lo que significa esto». Pero el adivino diría: «es seguro que usted sabe lo que significa. Usted sabe lo que significa 'tres pies bajo tierra' y sabe lo que significa 'yo siento'". Pero yo les respondería: yo sé lo que significa una palabra en ciertos contextos. Así, yo comprendo la expresión «tres pies bajo tierra», por ejemplo, en los contextos «la medición ha puesto de manifiesto que el agua corre a tres pies bajo tierra», «si cavamos a una profundidad de tres pies vamos a encontrar agua», «la profundidad del agua es de tres pies, estimada a ojo». Pero todavía ha de serme explicado el uso de la expresión «una sensación en mis manos de que el agua está a tres pies bajo tierra».
Podríamos preguntar al adivino «¿cómo aprendió usted el significado de la expresión 'tres pies'? Suponemos que al mostrarles tales longitudes, al medirlas, y de modos semejantes, ¿se le enseñó también a hablar de una sensación de haber agua a tres pies bajo tierra, una sensación, digamos, en sus manos? Porque si no, ¿qué le hizo conectar la palabra 'tres pies' con una sensación en su mano?» Supongamos que hemos estado estimando longitudes a ojo, pero que nunca hemos medido una longitud. ¿Cómo podríamos estimar una longitud en pulgadas midiéndola? Es decir, ¿cómo podríamos interpretar la experiencia de medir en pulgadas? La cuestión es: ¿qué conexión hay entre, digamos, una sensación táctil y la experiencia de medir una cosa por medio de una vara de medir? Esta conexión nos mostrará lo que significa 'sentir que una cosa tiene seis pulgadas de longitud'. Supongamos que el adivino dice: «yo no he aprendido nunca a correlacionar la profundidad del agua bajo tierra con las sensaciones en mi mano, pero cuando tengo una cierta sensación de tensión en mis manos, las palabras 'tres pies' surgen en mi mente». Nosotros contestaríamos: «esto es una explicación perfectamente correcta de lo que usted quiere decir con 'sentir que la profundidad es tres pies', y el enunciado de que usted siente esto no tendrá ni más ni menos significado del que su explicación le ha dado. Y si la experiencia muestra que la profundidad real del agua concuerda siempre con las palabras 'n pies' que se presentan en su mente, su experiencia será muy útil para determinar la profundidad del agua». Pero se ve que el significado de las palabras «yo siento que la profundidad del agua es de n pies» tenía que ser explicado; no se conocía al conocer el significado de las palabras 'n pies' en el sentido ordinario (es decir, en los contextos ordinarios). No decimos que la persona que nos dice que siente la imagen visual dos pulgadas por detrás del caballete de su nariz esté mintiendo o diciendo tonterías. Pero decimos que no comprendemos el significado de tal expresión. Combina palabras bien conocidas, pero las combina de un modo que no comprendemos todavía. La gramática de esta expresión tiene que sernos explicada todavía.
La importancia de investigar la respuesta del adivino radica en el hecho de que solemos pensar que hemos dado significado a un enunciado P sólo con afirmar «yo siento (o yo creo) que sucede P». (En una ocasión posterior hablaremos de la afirmación del profesor Hardy de que el teorema de Goldbach es una proposición porque él puede creer que es verdadero [3].) Ya hemos dicho que simplemente por haber explicado el significado de las palabras «tres pies» al modo usual, no hemos explicado todavía el sentido de la expresión «sentir que el agua está a tres pies, etc.» Ahora bien, no hubiésemos tenido estas dificultades si el adivino hubiese dicho que él había aprendido a estimar la profundidad del agua, digamos, cavando en busca de agua siempre que tenía una sensación particular y correlacionando de este modo tales sensaciones con mediciones de profundidad. Ahora debemos examinar la relación del proceso de aprender a estimar con el acto de estimación. La importancia de este examen radica en que se aplica a la relación entre aprender el significado de una palabra y hacer uso de la palabra. O, de modo más general, que pone de manifiesto las diferentes relaciones posibles entre una regla dada y su aplicación.
Consideremos el proceso de estimar una longitud a ojo: es extremadamente importante que se tenga en cuenta que hay muchísimos procesos diferentes que llamamos «estimar a ojo». Consideremos estos casos:
1) Alguien pregunta: «¿cómo estimó usted la altura de este edifi cio?» Yo respondo: «tiene cuatro plantas; yo supongo que cada planta tiene unos quince pies de alto; luego debe tener alrededor de sesenta pies.»
2) En otro caso: «yo conozco aproximadamente lo que parece una yarda a esta distancia; luego debe tener alrededor de cuatro yardas de alto.»
3) O bien: «yo puedo imaginar un hombre alto que alcance aproxi madamente hasta este punto; luego debe tener alrededor de seis pies sobre el suelo."
4) O: «no sé; parece tener una yarda.»
Este último caso va a enredarnos. Si alguien pregunta: «¿qué sucedió en este caso cuando la persona estimó la longitud?» la contestación correcta puede ser: «miró la cosa y dijo 'parece tener una yarda de longitud'.» Esto puede ser todo lo que sucedió.
Dijimos antes que la contestación del adivino no nos habría confundido si nos hubiese dicho que él había aprendido cómo estimar la profundidad. Ahora bien, aprender a estimar puede considerarse, hablan1
do de modo general, en dos relaciones distintas con el acto de estimación: o como una causa del fenómeno de la estimación o como proporcionándonos una regla (una tabla, un plano o alguna cosa de este estilo) de la que hacemos uso cuando estimamos.
Supongamos que yo enseño a alguien el uso de la palabra «amarillo» señalando repetidamente a una mancha amarilla y pronunciando la palabra. En otra ocasión le hago aplicar lo que ha aprendido, dándole la orden: «saque una bola amarilla de este saco». ¿Qué fue lo que sucedió cuando obedeció mi orden? Yo digo: «posiblemente sólo esto: oyó mis palabras y cogió una bola amarilla del saco». Pero se puede tener tendencia a pensar que no es posible que esto haya sido todo; y el tipo de cosa que se sugeriría es que él imaginó algo amarillo cuando comprendió la orden y luego eligió una bola correspondiente a su imagen. Para ver que esto no es necesario recuérdese que yo podría haberle dado la orden «imagine una marcha amarilla». ¿Tenderían todavía a suponer que él imagina primero una mancha amarilla, sólo para comprender mi orden, y luego imagina una mancha amarilla que case con la primera? (Ahora bien, yo no digo que esto no sea posible. Sólo que presentándolo de este modo queda patente inmediatamente que no es necesario que suceda. Esto, incidentalmente, ilustra el método de la filosofía.)
Si se nos enseña el significado de la palabra «amarillo» dándonos algún tipo de definición ostensiva (una regla del uso de la palabra), esta enseñanza puede considerarse de dos modos diferentes.
A) La enseñanza es un entrenamiento. Este entrenamiento nos hace asociar una imagen amarilla y cosas amarillas con la palabra «amarillo». Así cuando he dado la orden «elija una bola amarilla de este saco», la palabra «amarillo» podría haber provocado una imagen amarilla, o una sensación de reconocer cuando la mirada de la persona cayese sobre la bola amarilla. En este caso podría decirse que el entrenamiento de la enseñanza había construido un mecanismo psíquico. Sin embargo, esto sería solamente una hipótesis o, mejor, una metáfora. Podríamos comparar el enseñar con la instalación de una conexión eléctrica entre un interruptor y una lámpara. El caso paralelo al mal funcionamiento de la conexión o a su rotura sería entonces lo que llamamos olvidar la explicación, o el significado, de la palabra. (Más adelante tendremos que seguir hablando sobre el significado de «olvidar el significado de una palabra[4]»).
En la medida en que la enseñanza hace que se produzca la asociación, la sensación de reconocer, etc., etc. es la causa de los fenómenos de comprensión, obediencia, etc.; y es una hipótesis que se necesite el proceso de la enseñanza para producir estos efectos. Es concebible, en este sentido, que todos los procesos de comprensión, obediencia, etc. hubiesen ocurrido sin que a la persona se le hubiese enseñado nunca el lenguaje. (Esto, precisamente ahora, parece extremadamente paradójico.)
B) La enseñanza puede habernos proporcionado una regla que esté implicada ella misma en los procesos de comprender, obedecer, etcétera; «implicada» significa, sin embargo, que la expresión de esta regla forma parte de estos procesos.
Tenemos que distinguir entre lo que se llamaría «un proceso acorde con una regla» y «un proceso que implica una regla» (en el sentido anterior).
Pongamos un ejemplo. Alguien me enseña a elevar al cuadrado los números cardinales; va anotando la serie
1 2 3 4 ,
y me pide que los eleve al cuadrado. (En este caso voy a reemplazar de nuevo cualquier tipo de proceso que suceda 'en la mente' por procesos de cálculo sobre el papel.) Supongamos que yo escribo entonces bajo la primera serie de números:
1 4 9 16.
Lo que he escrito está de acuerdo con la regla general de elevar al cuadrado; pero es evidente que está de acuerdo también con otras infinitas reglas; y dentro de éstas no está más de acuerdo con la una que con la otra. En el sentido en el que hemos hablado antes de una regla implicada en un proceso, ninguna regla ha estado implicada en éste. Supongamos que para obtener mis resultados yo calculé 1x1, 2x2, 3x3, 4 x 4 (es decir, en este caso, anoté los cálculos); estos volverían a estar de acuerdo con cualquier número de reglas. Supongamos, por otra parte, que para conseguir mis resultados yo hubiese escrito lo que podría llamarse «la regla de elevar al cuadrado», por ejemplo, algebraicamente. En este caso esta regla estaba implicada en un sentido en el que no lo estaba ninguna otra regla.
Diremos que la regla está implicada en el comprender, obedecer, etcétera, si, tal como yo lo expresaría, el símbolo de la regla forma parte del cálculo. (Como no nos interesa saber dónde se realizan los / procesos de pensar o de calcular, podemos imaginar para nuestro propósito que los cálculos se realizan enteramente sobre el papel. No nos atañe la diferencia: interno, externo.)
Un ejemplo característico del caso B sería aquel en el que la enseñanza nos proporcionase una tabla que se usase de hecho al comprender, obedecer, etc. Si se nos enseña a jugar al ajedrez, puede ser que se nos enseñen reglas. Si a continuación jugamos una partida, no es necesario que estas reglas estén implicadas en el acto de jugar. Pero pueden estarlo. Imaginemos, por ejemplo, que las reglas estuviesen expresadas en forma de tabla; en una columna están dibujadas las figuras de las piezas y en una columna paralela encontrarnos diagramas que muestran la 'libertad' (los movimientos legítimos) de las mismas. Supongamos ahora que la forma en que se juega el juego implica realizar la transición desde las figuras a los movimientos posibles pasando el dedo a lo largo de la tabla y haciendo luego uno de estos movimientos.
La enseñanza, en cuanto historia hipotética de nuestras acciones ulteriores (comprender, obedecer, estimar una longitud, etc.), escapa a nuestras consideraciones. La regla que ha sido enseñada y se aplica a continuación nos interesa solamente en la medida en que está implicada en la aplicación. Una regla, en la medida en que nos interesa, no actúa a distancia.
Supongamos que yo he señalado a un trozo de papel y he dicho a alguien: «a este color lo llamo 'rojo'». Posteriormente le doy la orden: «ahora pínteme una mancha roja». Luego le pregunto: «¿por qué al cumplir mi orden pintó usted precisamente este color?» Su respuesta podría ser: «Este color (señalando a la muestra que le he dado) fue llamado rojo; y la mancha que yo he pintado tiene, como usted ve, el color de la muestra». Acaba de darme una razón para llevar a cabo la orden del modo que lo hizo. Dar una razón de algo que uno hizo o dije significa mostrar un camino que conduce a esta acción. En algunos casos significa describir el camino que uno mismo ha recorrido; en otros significa describir un camino que conduce allí y está de acuerdo con ciertas reglas aceptadas. Así, al preguntarle «¿por qué ejecutó usted mi orden pintando precisamente este color?», la persona podría haber descrito el camino que había seguido de hecho para llegar a este tono particular de color. Habría sido así si al oír la palabra «rojo» hubiese cogido la muestra que yo le había dado con la etiqueta «rojo» y hubiese copiado esta muestra al pintar la mancha. Por otra parte, podría haberla pintado 'automáticamente' o partiendo de una imagen de la memoria, pero al pedírsele que diese la razón podría seguir señalando a la muestra y poner de manifiesto que casaba con la mancha que él había pintado. En este último caso, la razón dada habría sido del segundo tipo; es decir, una justificación post hoc—
Ahora bien, si se piensa que no podría haber comprensión ni obediencia de la orden sin una enseñanza previa, se piensa que la enseñanza proporciona una razón para hacer lo que se hizo; que proporciona el camino que uno transita. Y se tiene la idea de que si se comprende y se obedece una orden, tiene que haber una razón para que la obedezcamos como lo hacemos; y, de hecho, una cadena de razones que se remonta hasta el infinito. Es como si se dijese: «Dondequiera que estés, tienes que haber llegado allí de algún otro sitio, y a este lugar previo de otro lugar; y así ad infinitum». (Por otra parte, si se hubiese dicho «dondequiera que estés, podrías haber llegado allí de otro lugar situado a diez yardas; y a este otro lugar desde un tercero, diez yardas más allá, y así ad infinitum», si se hubiese dicho esto, se habría insistido en la infinita posibilidad de dar un paso. La idea de una cadena infinita de razones se produce por una confusión similar a ésta: pensar que una línea de una cierta longitud consta de un número infinito de partes porque es divisible indefinidamente; es decir, porque no hay límite a la posibilidad de dividirla.)
Por otra parte, si uno se da cuenta de que la cadena de razones existentes tiene un comienzo, no se inquietará más por la idea de un caso en el que no haya razón del modo en que se obedece la orden. Sin embargo, en este punto se introduce una nueva confusión: la confusión entre razón y causa. Se está abocado a esta confusión por el uso ambiguo de la expresión «¿por qué?». Así, cuando la cadena de razones ha llegado al límite y se hace todavía la pregunta «¿por qué?», se tiene inclinación a dar una causa en lugar de una razón. Si, por ejemplo, a la pregunta «¿por qué pintó usted precisamente este color cuando le dije que pintase una mancha roja?» se contesta: «Se me enseñó una muestra de este color y se me pronunció la palabra 'rojo' al mismo tiempo; y, por tanto, este color me viene ahora a la mente siempre que oigo la palabra 'rojo'", entonces se ha dado una causa de la acción y no una razón.
La proposición de que una acción tiene tal y tal causa es una hipótesis. La hipótesis está bien fundada si se ha tenido un número de experiencias que, hablando toscamente, concuerden en mostrar que la acción es la secuela regular de ciertas condiciones, que entonces llamamos causas de la acción. Para conocer la razón que se tuvo para hacer un cierto enunciado, para actuar de un modo determinado, etc. no se necesita ningún número de experiencias acordes, y el enunciado de la razón no es una hipótesis. La diferencia entre las gramáticas de «razón» y «causa» es bastante similar a la existente entre las gramáticas de «motivo» y «causa». De la causa puede decirse que uno no puede conocerla, sino sólo conjeturarla. Por otra parte, se dice frecuentemente: «Sin duda tengo que conocer por qué lo hice» hablando del motivo. Cuando digo: «sólo podemos conjeturar la causa, pero conocemos el motivo» veremos más tarde que este enunciado es un enunciado gramatical. El «podemos» se refiere a una posibilidad lógica.
El doble uso de la expresión «¿por qué?», preguntando por la causa y preguntando por el motivo, junto con la idea de que podemos conocer nuestros motivos, y no sólo conjeturarlos, da origen a la confusión de que un motivo es una causa de la que tenemos conciencia inmediatamente, una causa 'vista desde el interior', o una causa experimentada. Dar una razón es como dar una operación de cálculo mediante la cual se ha llegado a un cierto resultado.
Volvamos al enunciado de que pensar consiste esencialmente en operar con signos. Mi posición era que nos exponemos a engañarnos si decimos 'pensar es una actividad mental'. La cuestión del tipo de actividad que es el pensamiento es análoga a ésta:, «¿Dónde se realiza el pensamiento?». Podemos contestar: sobre el papel, en nuestra cabeza, en la mente. Ninguno de estos enunciados de localización da la localización del pensamiento. El uso de todas estas especificaciones es correcto, pero no tenemos que engañarnos por la semejanza de su forma lingüística adquiriendo una concepción falsa de su gramática. Como, por ejemplo, cuando se dice: «Sin duda, el lugar real del pensamiento está en nuestra cabeza». Lo mismo puede aplicarse a la concepción del pensar como una actividad. Es correcto decir que el pensamiento es una actividad de nuestra mano que escribe, de nuestra laringe, de nuestra cabeza, de nuestra mente, en tanto en cuanto comprendamos la gramática de estos enunciados. Y, además, es extraordinariamente importante darse cuenta de cómo, malentendiendo la gramática de nuestras expresiones, nos vemos conducidos a pensar que uno de estos enunciados en particular proporciona el asiento real de la actividad del pensamiento.
Hay una objeción a la afirmación de que el pensamiento es una cosa comparable a una actividad de la mano. El pensamiento, tienen ganas de decirse, es una parte de nuestra 'experiencia privada'. No es material, sino un acontecimiento que se produce en la conciencia privada. Esta objeción se expresa en la pregunta: «¿Podría pensar una máquina?». Hablaré de esto en un lugar posterior[5] y ahora me limito a remitir a una pregunta análoga: «¿Puede tener dolor de muelas una máquina?». Ciertamente, tenderán a decir: «Una máquina no puede tener dolor de muelas». Todo lo que quiero hacer ahora es llamar su atención sobre el uso que han hecho de la palabra «puede» y preguntarles: «¿Quieren decir ustedes que toda nuestra experiencia pasada ha mostrado que una máquina no ha tenido nunca dolor de muelas?» La imposibilidad de la que ustedes hablan es una imposibilidad lógica. La cuestión es: ¿Cuál es la relación entre el pensamiento (o el dolor de muelas) y el sujeto que piensa, tiene dolor de muelas, etc.? Por el momento no voy a decir nada más sobre esto.
Si decimos que pensar es esencialmente operar con signos, la primera cuestión que puede plantearse es: «¿Qué son signos?» En lugar de dar cualquier tipo de respuesta general a esta pregunta, voy a proponer que observemos atentamente casos particulares en los que hablaríamos de «operar con signos». Consideremos un sencillo ejemplo de operar con palabras. Yo le doy a alguien la orden: «tráeme seis manzanas de la frutería», y voy a describir un modo de utilizar tai orden: las palabras «seis manzanas» están escritas sobre un trozo de papel, se entrega el papel al frutero, el frutero compara la palabra «manzana» con las etiquetas de los diferentes estantes. Encuentra que concuerda con una de las etiquetas, cuenta desde uno hasta el número escrito en la tira de papel, y por cada número que cuenta, coge un fruto del estante y lo pone en una bolsa. Y aquí tienen ustedes un caso de uso de palabras. En el futuro llamaré su atención una y otra vez sobre lo que denominaré juegos de lenguaje. Son modos de utilizar signos, más sencillos que los modos en que usamos los signos de nuestro altamente complicado lenguaje ordinario. Juegos de lenguaje son las formas de lenguaje con que un niño comienza a hacer uso de las palabras. El estudio de los juegos de lenguaje es el estudio de las formas primitivas de lenguaje o de los lenguajes primitivos. Si queremos estudiar los problemas de la verdad y de la falsedad, del acuerdo y el desacuerdo de las proposiciones con la realidad, de la naturaleza de la aserción, la suposición y la pregunta, nos será muy provechoso considerar formas primitivas de lenguaje en las que estas formas de pensar aparecen sin el fondo perturbador de los procesos de pensamiento altamente complicados. Cuando consideramos formas de lenguaje tan sencillas, desaparece la niebla mental que parece envolver nuestro uso ordinario del lenguaje. Vemos actividades, reacciones, que son nítidas y transparentes. Por otra parte, en estos sencillos procesos reconocemos formas de lenguaje que no están separadas por un abismo de las nuestras, más complicadas. Vemos que podemos construir las formas complicadas partiendo de las primitivas mediante la adición gradual de formas nuevas.
Ahora bien, lo que nos hace difícil adoptar esta línea de investigación es nuestro ansia de generalidad.
Este ansia de generalidad es el resultado de cierto número de tendencias conectadas con algunas confusiones filosóficas. Hay
a) La tendencia a buscar algo común a todas las entidades que usualmente incluimos bajo un término general. Tenemos tendencia a pensar que tiene que haber algo común, digamos a todos los juegos, y que esta propiedad común es la justificación de que se aplique el término general «juego» a los distintos juegos; ya que los juegos for man una familia, cuyos miembros tienen aires de familia. Algunos de ellos tienen la misma nariz, otros las mismas cejas y otros el mismo modo de andar; y estas semejanzas se superponen. La idea de que un concepto general es una propiedad común de sus casos particulares está conectada con otras ideas primitivas y demasiado simples de la estructura del lenguaje. Es comparable con la idea de que las propie dades son ingredientes de las cosas que tienen las propiedades; por ejemplo, que la belleza es un ingrediente de todas las cosas bellas como el alcohol lo es de la cerveza y el vino, y que, por tanto, podríamos conseguir la pura belleza, no adulterada por ninguna cosa bella.
b) En nuestras formas usuales de expresión está enraizada una tendencia a pensar que la persona que ha aprendido a comprender un término general, por ejemplo, el término «hoja», ha entrado por ello en posesión de una especie de imagen general de una hoja, contrapues ta a las imágenes de las hojas particulares. Cuando aprendió el signi ficado de la palabra «hoja» le fueron mostradas diferentes hojas; y el hecho de mostrarle las hojas particulares fue sólo un medio para el fin de producir 'en él' una idea que pensamos que es algún tipo de ima gen general. Decimos que él ve lo que es común a todas estas hojas; y esto es cierto si queremos decir que, al ser preguntado, puede describirnos ciertas características o propiedades que tienen en común. Pero nosotros nos inclinamos a pensar que la idea general de una hoja es algo semejante a una imagen visual, pero conteniendo sólo lo que es común a todas las hojas. (La fotografía compuesta de Galton.) Esto vuelve a estar conectado con la idea de que el significado de una palabra es una imagen, o una cosa, correlacionadas con la palabra. (Esto quiere decir en pocas palabras que consideramos las palabras como si todas ellas fuesen nombres propios, y así confundimos el portador de un nombre con el significado del nombre.)
c) Además, la idea que tenemos de lo que sucede cuando com prendemos la idea general 'hoja', 'planta', etc., etc., está conectada con la confusión entre un estado mental, significando un estado de un hipotético mecanismo mental, y un estado mental en el sentido de un estado de conciencia (dolor de muelas, etc.).
d) Nuestro ansia de generalidad tiene otra fuente principal: nues tra preocupación por el método de la ciencia. Me refiero al método de reducir la explicación de los fenómenos naturales al menor número posible de leyes naturales primitivas; y, en matemáticas, al de unificar el tratamiento de diferentes temas mediante el uso de una generaliza ción. Los filósofos tienen constantemente ante los ojos el método de la ciencia y sienten una tentación irresistible a plantear y a contestar las preguntas del mismo modo que lo hace la ciencia. Esta tendencia es la verdadera fuente de la metafísica y lleva al filósofo a la oscuridad más completa. Quiero afirmar en este momento que nuestra tarea no puede ser nunca reducir algo a algo, o explicar algo. En realidad la filosofía es 'puramente descriptiva'. (Piénsese en cuestiones tales como «¿hay datos sensoriales?» y pregúntese: ¿Qué método hay para de terminarlo? ¿La introspección?)
En vez de «el ansia de generalidad» podría haber dicho también «la actitud despectiva hacia el caso particular». Por ejemplo, si alguien intenta explicar el concepto de número y nos dice que un determinado tipo de definición no sirve o es tosco porque sólo se aplica, digamos, a los cardinales finitos, yo le replicaría que el simple hecho de que hubiese podido dar tal definición limitada hace extremadamente importante para nosotros esta definición. (No es la elegancia lo que estamos discutiendo.) Pues ¿por qué ha de ser más interesante para nosotros lo que los números finitos y transfinitos tienen en común que lo que los distingue? O mejor, no debería haber dicho «por qué ha de ser más interesante para nosotros»: no lo es; y esto caracteriza nuestro modo de pensar.
En lógica, la actitud hacia lo más general y lo más especial está conectada con el uso de la palabra «tipo» («kind»), que puede causar confusión. Hablamos de tipos de números, tipos de proposiciones, tipos de pruebas; y, además, de tipos de manzanas, tipos de papel, etc. Lo que define al tipo en un sentido son propiedades, como la dulzura, la dureza, etc. En el otro, los diferentes tipos son diferentes estructuras gramaticales. Puede decirse que un tratado de pomología es incompleto si existen tipos de manzanas que no menciona. Tenemos aquí una norma natural de completitud. Supongamos, por otra parte, que hay un juego que se parece al ajedrez, pero es más sencillo, pues en él no se utilizan peones. ¿Llamaríamos incompleto a este juego? ¿O deberíamos llamar más completo que el ajedrez a un juego que contuviese el ajedrez de alguna forma, añadiéndole nuevos elementos? El desprecio por lo que parece el caso menos general proviene en lógica de la idea de que es incompleto. De hecho, produce confusión hablar de la aritmética cardinal como de una cosa especial, en cuanto opuesta a algo más general. La aritmética cardinal no tiene trazas de incompletitud, ni tampoco las tiene, una aritmética que sea cardinal y finita. (Entre las formas lógicas no existen las sutiles distinciones que se dan entre los gustos de los distintos tipos de manzanas.)
Si estudiamos la gramática de, digamos, las palabras «desear», «pensar», «comprender», «significar», no nos sentiremos descontentos cuando hayamos descrito varios casos de deseo, pensamiento, etc. Si alguien dijese: «sin duda, esto no es todo lo que se llama 'desear'» responderíamos: «indudablemente, pero usted puede seguir construyendo casos más complicados si lo desea». Y, después de todo, no hay una clase definida de características que caractericen todos los casos de deseo (por lo menos tal como la palabra se utiliza corrientemente). Por otra parte, si lo que se quiere es dar una definición de desear, es decir, trazar una frontera precisa, cada uno es libre de trazarla como quiera; y esta frontera no coincidirá nunca enteramente con el uso efectivo, ya que este uso no tiene frontera precisa.
La idea de que para lograr claridad acerca del significado de un término general haya que encontrar el elemento común a todas sus aplicaciones ha sido una traba para la investigación filosófica, pues no solo no ha conducido a ningún resultado, sino que hizo además que el filósofo abandonase como irrelevantes los casos concretos, que son los únicos que podrían haberlo ayudado a comprender el uso del término general. Cuando Sócrates hace la pregunta «¿qué es el conocimiento?» no la considera siquiera como una respuesta preliminar para enumerar casos de conocimiento[6]. Si yo desease averiguar qué clase de cosa es la aritmética, me daría por muy contento con haber investigado el caso de una aritmética cardinal finita. Pues
a) esto me conduciría a todos los casos más complicados,
b) una aritmética cardinal finita no es incompleta, no tiene lagunas que tengan que ser cubiertas por el resto de la aritmética.
¿Qué es lo que sucede si desde las 4 hasta las 4,30 A espera que B venga a su habitación? En uno de los sentidos en que se usa la frase «esperar algo de 4 a 4,30» es cierto que no se refiere a un proceso o estado mental continuado a lo largo de este intervalo, sino a un gran número de actividades y estados mentales diferentes. Por ejemplo, si yo espero que B venga a tomar el té, lo que sucede puede ser esto: a las cuatro yo consulto mi agenda y veo el nombre «B» frente a la fecha de hoy; preparo té para dos; pienso durante un momento «¿fuma B?» y saco cigarrillos; hacia las 4,30 comienzo a estar impaciente; imagino a B tal como parecerá cuando entre en mi habitación. Todo esto se llama «esperar a B de 4 a 4,30». Y hay infinitas variaciones de este proceso que todos describimos con la misma expresión. Si alguien pregunta qué tienen en común los diferentes procesos de esperar a alguien a tomar el té, la respuesta es que no hay ninguna característica única común a todos ellos, aunque hay muchas características comunes que se superponen. Estos casos de expectación forman una familia y tienen aires de familia que no están claramente definidos.
Hacemos un uso totalmente diferente de la palabra «expectación» si la utilizamos para significar una sensación particular. Este uso de las palabras como «deseo», «expectación», etc. se capta rápidamente. Hay una conexión evidente entre este uso y el descrito arriba. No hay duda de que en muchos casos si esperamos a alguien, en el primer sentido, algunas o todas las actividades descritas están acompañadas por una sensación particular, por una tensión; y es natural usar la palabra «expectación» para referirse a esta experiencia de tensión.
Ahora surge la pregunta: ¿ha de llamarse esta sensación «la sensación de expectación» o «la sensación de expectación de que vendrá B»? En el primer caso hay que reconocer que el hecho de decir que se está
en un estado de expectación no describe completamente la situación de esperar que tal y tal cosa va a suceder. Es frecuente presentar precipitadamente el segundo caso como una explicación del uso de la expresión «esperar que sucederá tal y tal cosa» e incluso puede pensarse que con esta explicación se está en lugar seguro, ya que cualquier pregunta ulterior puede responderse diciendo que la sensación de expectación es indefinible.
Desde luego, no hay nada que objetar al hecho de que se llame a una sensación particular «la expectación de que vendrá B». Incluso puede haber buenas razones prácticas para usar tal expresión. Pero obsérvese que si hemos explicado de este modo el significado de la expresión «esperar que vendrá B», con ello no queda explicada ninguna expresión derivada de ésta mediante la sustitución de «B» por un nombre diferente. Podría decirse que la expresión «esperar que vendrá B» no es un valor de una función «esperar que vendrá x». Para comprender esto comparemos nuestro caso con el de la función «yo como x». Comprendemos la proposición «yo como una silla», aunque nunca se nos ha enseñado específicamente el significado de la expresión «comer una silla».
El papel que en nuestro caso presente juega el nombre «B» en la expresión «yo espero a B» puede compararse con el que juega el nombre «Bright» en la expresión «Enfermedad de Bright[7]». Compárese la gramática de esta palabra cuando denota un tipo particular de enfermedad con la de la expresión «Enfermedad de Bright» cuando significa la enfermedad que tiene Bright. Yo caracterizo la diferencia diciendo que en el primer caso la palabra «Bright» es un índice en el nombre complejo «enfermedad de Bright»; en el segundo caso la llamaré un argumento de la función «enfermedad de x». Puede decirse que un índice alude a algo y tal alusión puede justificarse de múltiples formas. Del mismo modo, el llamar a una sensación «la expectación de que vendrá B» es darle un nombre complejo y «B» alude posiblemente a la persona cuya venida ha estado precedida normalmente por la sensación.
La expresión «expectación de que vendrá B» podemos usarla además no como un nombre, sino como una característica de ciertas sensaciones. Por ejemplo, podemos explicar que decimos que una cierta tensión es una expectación de que vendrá B si resulta mitigada con la llegada de B. Si es así como usamos la expresión, entonces es correcto decir que no sabemos lo que esperamos hasta que se haya realizado
nuestra expectación (cfr. Russell). Pero nadie puede creer que éste es el único modo ni siquiera el más común de usar la palabra «esperar». Si yo pregunto a alguien «¿a quién espera usted?» y después de recibir la contestación vuelvo a preguntar «¿está usted seguro de que no espera a alguna otra persona?, en la mayoría de los casos esta pregunta se consideraría absurda y la respuesta sería algo semejante a «Es indudable que yo sé a quién espero».
Puede caracterizarse el significado que da Russell a la palabra «desear» diciendo que para él significa una especie de hambre. Pensar que una sensación particular de hambre disminuirá al comer una cosa determinada constituye una hipótesis. Tal como Russell utiliza la palabra «deseo» no tiene sentido decir «deseaba una manzana, pero me he quedado satisfecho con una pera«[8].. Pero nosotros decimos esto a veces, utilizando la palabra «desear» de un modo diferente al de Russell. En este sentido, podemos decir que la tensión de desear disminuyó sin que el deseo quedase satisfecho; y también que se realizó el deseo sin que desapareciese la tensión. Es decir, en este sentido yo puedo quedar satisfecho sin que mi deseo se haya satisfecho.
Ahora bien, se puede sentir la tentación de decir que la diferencia de que estamos hablando se reduce simplemente a esto: que en unos casos sabemos lo que queremos y en otros no. Sin duda, hay casos en los que decimos «tengo ganas de algo, aunque no sé de qué», o «tengo miedo, pero no sé de qué» o bien «tengo miedo, pero no temo nada en particular».
Ahora bien, podemos describir estos casos diciendo que tenemos ciertas sensaciones que no se refieren a objetos. La expresión «que no se refieren a objetos» introduce una distinción gramatical. Si al caracterizar tales sensaciones usamos verbos como «temer», «antojarse», etcétera, estos verbos serán intransitivos; «tengo miedo» será análogo a «chillo». Podemos chillar por algo, pero aquello por lo que chillamos no es un constitutivo del proceso de chillar; es decir, podríamos describir todo lo que sucede cuando chillamos sin mencionar aquello por lo que chillamos.
Supongamos ahora que yo sugiriese que utilizásemos la expresión «tengo miedo» y las similares solamente en la forma transitiva. Cuando antes decíamos «tengo una sensación de miedo» (intransitivamente) vamos a decir ahora «tengo miedo de algo, pero no sé de qué».
¿Puede objetarse algo a esta terminología?
Podemos decir: «No, salvo que en este caso estamos usando la palabra 'saber' de un modo extraño». Consideremos este caso: tenemos una sensación general e indeterminada de miedo. Posteriormente tenemos una experiencia que nos hace decir «ahora sé de lo que tenía miedo. Tenía miedo de que sucediese tal y tal cosa». ¿Es correcto describir mi primera sensación por medio de un verbo intransitivo o bien yo debería decir que mi miedo tenía un objeto, aunque yo no sabía que lo tenía? Pueden usarse ambas formas de descripción. Para comprenderlo, examinemos el siguiente ejemplo: podría resultar práctico llamar a un cierto estado de degeneración de una muela, que no vaya acompañado por lo que solemos llamar dolor de muelas, «dolor de muelas inconsciente», y utilizar en tal caso la expresión de que tenemos dolor de muelas, pero no lo sabemos. Es precisamente en este sentido en el que el psicoanálisis habla de pensamientos, actos de volición, etc. inconscientes. Ahora bien, ¿está mal decir, en este sentido, que tengo dolor de muelas pero no lo sé? No hay nada de malo en ello, ya que se trata de una nueva terminología que puede volverse a traducir en cualquier momento al lenguaje ordinario. Por otra parte, es evidente que utiliza la palabra «saber» de un modo nuevo. Si se quiere examinar cómo se usa esta expresión, es útil preguntarse «¿a qué se parece en este caso el proceso de llegar a saber?», «¿a qué llamamos 'llegar a saber' o 'descubrir'?».
De acuerdo con nuestra nueva convención, no está mal decir «tengo un dolor de muelas inconsciente». Pues ¿qué más puede pedirse a la notación que sirva para distinguir una muela mala, que no produce dolor, y una que lo produce? Pero la nueva expresión nos confunde evocando imágenes y analogías que nos hacen difícil el llevar adelante nuestra convención. Y resulta extremadamente difícil eliminar estas imágenes a menos que estemos alertas constantemente; y es especialmente difícil cuando, al filosofar, meditamos lo que decimos sobre las cosas. Así, la expresión «dolor de muelas inconsciente» puede o bien llevarnos a pensar erróneamente que se ha realizado un descubrimiento prodigioso, descubrimiento que en cierto sentido trastorna completamente nuestro entendimiento; o bien la expresión puede dejarnos extremadamente perplejos (la perplejidad de la filosofía) y tal vez hagamos una pregunta del tipo de «¿cómo es posible el dolor de muelas inconsciente?» Puede estarse tentado entonces a negar la posibilidad del dolor insconsciente de muelas; pero el científico dirá que es un hecho probado que existe tal cosa, y lo dirá como quien está destruyendo un prejuicio común.
Dirá: «Desde luego es bastante sencillo; hay otras cosas de las que no se da uno cuenta y, por tanto, puede haber también un dolor de muelas del que uno no se dé cuenta. Se trata simplemente de un nuevo descubrimiento.» No nos quedaremos satisfechos, pero no sabremos qué contestar. Esta situación se da constantemente entre el científico y el filósofo.
En un caso semejante podemos esclarecer el asunto diciendo: «Veamos cómo se utilizan las palabras 'inconsciente', 'saber', etc., etc. en este caso y cómo se utilizan en otros». ¿Hasta dónde llega la analogía entre estos usos? Trataremos también de construir nuevas notaciones para romper el maleficio de aquellas a las que estamos acostumbrados.
Dijimos que un modo de examinar la gramática (el uso) de la palabra «conocer» era preguntarnos a nosotros mismos lo que llamaríamos «llegar a conocer» en el caso particular que estamos examinando. Se siente la tentación de pensar que esta pregunta sólo tiene una vaga relevancia, si es que es relevante de algún modo, respecto de la pregunta: «¿cuál es el significado de la palabra 'conocer'?» Parecemos estar en una vía muerta cuando hacemos la pregunta «¿Qué es en este caso 'llegar a conocer'?» Pero esta pregunta es realmente una pregunta relativa a la gramática de la palabra «conocer» y esto resulta más claro si la hacemos de la siguiente forma: «¿A qué llamamos 'llegar a conocer'?» Constituye una parte de la gramática de la palabra «silla» que esto es lo que llamamos «estar sentado en una silla», y constituye una parte de la gramática de la palabra «significado» que esto es lo que llamamos «explicación de un significado»; del mismo modo, explicar mi criterio de cuándo otra persona tiene dolor de muelas es dar una explicación gramatical sobre la expresión «dolor de muelas» y, en este sentido, es dar una explicación sobre el significado de la expresión «dolor de muelas».
Cuando aprendimos el uso de la expresión «tal y tal tiene dolor de muelas», se nos indicaron ciertos tipos de conducta de quienes se decía que tenían dolor de muelas. Tomemos como ejemplo de estos tipos de conducta el llevarse la mano a la mejilla. Supongamos que yo he encontrado por observación que en ciertos casos en los que estos criterios iniciales me decían que una persona tenía dolor de muelas, sobre la mejilla de la misma aparecía una mancha roja. Supongamos que yo dijese ahora a alguien: «Veo que A tiene dolor de muelas; le ha salido una mancha roja sobre la mejilla». El puede preguntarme: «¿Cómo puede usted saber que A tiene dolor de muelas cuando ve usted una mancha roja?» Yo indicaría entonces que ciertos fenómenos coincidieron siempre con la aparición de la mancha roja.
Alguien podría ir más adelante y preguntar: «¿Cómo sabe usted que tiene dolor de muelas cuando se lleva la mano a la mejilla?» La respuesta podría ser: «Yo digo que él tiene dolor de muelas cuando se lleva la mano a la mejilla porque yo me llevo la mano a la mejilla cuando tengo dolor de muelas.» Pero qué sucedería si él continuase preguntando: «¿Y por qué supone usted que al gesto de él de llevarse la mano a la mejilla le corresponde un dolor de muelas simplemente por el hecho de que cuando usted tiene dolor de muelas se lleva la mano a la mejilla?» Nos veremos muy mal para contestar esta pregunta y nos daremos cuenta de que aquí tocamos suelo rocoso, es decir, hemos descendido a las convenciones. (Quien sugiera como res-puesta a la última pregunta que siempre que hemos visto a alguien con las manos en las mejillas y le hemos preguntado qué le pasaba nos ha contestado «tengo dolor de muelas», recuerde que esta experiencia solamente coordina el llevarse la mano a la mejilla con el decir ciertas palabras.)
Introduzcamos dos términos antitéticos para evitar ciertas confusiones elementales: A la pregunta: «¿Cómo sabe usted que sucede tal y tal cosa?», contestamos unas veces dando «criterios» y otras dando «síntomas». Si la ciencia médica llama angina a una inflamación causada por un bacilo particular, y preguntamos en un caso concreto «¿por qué dice usted que este hombre tiene angina?», la contestación «he encontrado tal y tal bacilo en su sangre» nos proporciona el criterio, o lo que podemos llamar el criterio definidor de la angina. Por el contrario, si la respuesta fuese «tiene la garganta inflamada», puede darnos un síntoma de la angina. Llamo «síntoma» a un fenómeno que la experiencia nos ha enseñado que coincide, de un modo o de otro, con el fenómeno que es nuestro criterio definidor. Entonces decir «un hombre tiene angina si se encuentra en él este bacilo» es una tautología o es un modo descuidado de establecer la definición de «angina». Pero decir «un hombre tiene angina siempre que tiene la garganta inflamada» es hacer una hipótesis.
De hecho, si se nos pregunta qué fenómeno es el criterio definidor y cuál es un síntoma, en la mayoría de los casos seríamos incapaces de contestar a esta pregunta, salvo que hagamos una arbitraria decisión ad hoc. Puede ser práctico definir una palabra tomando un fenómeno como el criterio definidor, pero se nos convencerá fácilmente para que definamos la palabra mediante lo que, de acuerdo con nuestro primer uso, era un síntoma. Los doctores utilizan los nombres de las enfermedades sin haber decidido qué fenómenos han de tomarse como criterios y cuáles como síntomas; y esto no tiene por qué ser una deplorable falta de claridad. Recuérdese que, en general, nosotros no usamos el lenguaje conforme a reglas estrictas, ni tampoco se nos ha enseñado por medio de reglas estrictas. Por otro lado, nosotros, en nuestras discusiones, comparamos constantemente el lenguaje con un cálculo que se realiza de acuerdo con reglas exactas.
Es éste un modo muy unilateral de considerar el lenguaje. De hecho, nosotros usamos muy raramente el lenguaje como tal cálculo. Pues no sólo no pensamos en las reglas de utilización —definiciones, etc.— mientras estamos usando el lenguaje, sino que, cuando se nos pide que indiquemos tales reglas, en la mayoría de los casos no somos capaces de hacerlo. Somos incapaces de delimitar claramente los conceptos que utilizamos; y no porque no conozcamos su verdadera definición, sino porque no hay 'definición' verdadera de ellos. Suponer que tiene que haberla, sería como suponer que siempre que los niños juegan con una pelota juegan un juego según reglas estrictas.
Cuando hablamos del lenguaje como de un simbolismo usado en un cálculo exacto, podemos encontrar en las ciencias y en las matemáticas aquello en lo que estamos pensando. Nuestro uso ordinario del lenguaje se adapta a este patrón de exactitud sólo en contados casos. ¿Por qué al filosofar comparamos, pues, constantemente nuestro uso de las palabras con uno que siga reglas exactas? La respuesta es que las confusiones que tratamos de eliminar surgen siempre precisamente de esta actitud hacia el lenguaje.
Consideremos, por ejemplo, la pregunta «¿qué es el tiempo?», tal como la han planteado San Agustín y otros. A primera vista, lo que esta pregunta busca es una definición, pero entonces surge inmediatamente la cuestión: «¿Qué ganaríamos con una definición, ya que solamente puede llevarnos a otros términos indefinidos?» ¿Y por qué ha de sentirse uno perplejo precisamente por la falta de una definición del tiempo y no por la falta de una definición de «silla»? ¿Por qué no habríamos de sentirnos perplejos en todos los casos en que no hemos logrado una definición? Ahora bien, una definición suele aclarar la gramática de una palabra. Y de hecho es la gramática de la palabra «tiempo» la que nos deja perplejos. Al hacer una pregunta ligeramente desorientadora, la pregunta «¿qué es…?», solamente estamos expresando esta perplejidad. Esta pregunta es una manifestación de falta de claridad, de desagrado mental, y es comparable a la pregunta «¿por qué?» tal como suelen hacerla los niños. También ésta es una expresión de desagrado mental y no demanda necesariamente ni una causa ni una razón. (Hertz, Principies of Mechanics.) Ahora bien, la perplejidad sobre la gramática de la palabra «tiempo» surge de lo que podrían llamarse contradicciones aparentes en esta gramática.
Tal «contradicción» era la que dejaba perplejo a San Agustín cuando argüía: ¿Cómo es posible que se pueda medir el tiempo? Pues el pasado no puede ser medido, por estar pasado; y el futuro no puede medirse porque no ha llegado todavía. Y el presente no puede medirse porque no tiene extensión.
La contradicción que parece surgir aquí podría llamarse un conflicto entre dos usos diferentes de una palabra, que en este caso es la palabra «medida». San Agustín, podríamos decir, piensa en los procesos de medición de una longitud: por ejemplo, la distancia entre dos señales sobre una banda móvil que pasa ante nosotros y de la cual solamente podemos ver un minúsculo trozo (el presente) frente a nosotros. La solución de esta perplejidad consistirá en comparar lo que queremos decir con «medición» (la gramática de la palabra «medición») cuando la aplicamos a una distancia sobre una banda móvil con la gramática de esta palabra cuando la aplicamos al tiempo. El problema puede parecer simple, pero su extremada dificultad se debe a la fascinación que la analogía entre dos estructuras similares de nuestro lenguaje puede ejercer sobre nosotros. (Es útil recordar aquí que a veces resulta casi imposible para un niño creer que una palabra puede tener dos significados.)
Ahora bien, es claro que este problema sobre el concepto de tiempo busca una respuesta dada en forma de reglas estrictas. Se trata de una confusión sobre reglas. Tomemos otro ejemplo: la pregunta de Sócrates «¿Qué es el conocimiento?». El caso es aquí incluso más claro, puesto que la discusión comienza dando el alumno un ejemplo de una definición exacta y luego se solicita una definición de la palabra «conocimiento» análoga al mismo. Tal como se plantea el problema, parece que algo está mal en el uso ordinario de la palabra «conocimiento». Parece que no conocemos lo que significa y que, por tanto, quizá no tengamos derecho a utilizarla. Nosotros replicaríamos: «No hay una única utilización exacta de la palabra 'conocimiento'; pero nosotros podemos elaborar varias de estas utilizaciones, que coincidirán en un grado mayor o menor con las formas en que se utiliza de hecho la palabra."
La persona filosóficamente perpleja ve una ley en el modo en que se utiliza una palabra y, al intentar aplicar esta ley de forma consistente, se enfrenta con casos en los que conduce a resultados paradójicos. Muy frecuentemente la vía que sigue la discusión de tal perplejidad es ésta: En primer lugar se hace la pregunta: «¿Qué es el tiempo?» Esta pregunta hace que parezca que lo que queremos es una definición. Pensamos erróneamente que lo que eliminará la dificultad es una definición (del mismo modo que en ciertos estados de indigestión sentimos una especie de hambre que no se quita comiendo). Se contesta entonces la pregunta mediante una definición errónea; por ejemplo: «El tiempo es el movimiento de los cuerpos celestes.» El siguiente paso consiste en ver que esta definición no es satisfactoria. Pero esto sólo quiere decir que no utilizamos la palabra «tiempo» como sinónimo de «movimiento de los cuerpos celestes». Sin embargo, al decir que la primera definición es errónea, sentimos la tentación de pensar que tenemos que reemplazarla por una diferente, por la correcta.
Comparemos el caso de la definición de número con el anterior. Aquí la explicación de que un número es la misma cosa que un numeral satisface este primer ansia de una definición. Y resulta muy difícil no preguntar: «Bien, si no es el numeral, ¿qué es?»
La filosofía, tal como nosotros utilizamos la palabra, es una lucha contra la fascinación que ejercen sobre nosotros las formas de expresión.
Quiero que recuerden ustedes que las palabras tienen los significados que nosotros les hemos dado; y nosotros les damos significados mediante explicaciones. Yo puedo haber dado una definición de una palabra y utilizar la palabra de acuerdo con ella, o quienes me enseñaron el uso de la palabra pueden haberme dado la explicación. Por explicación de una palabra podríamos entender también la explicación que estamos dispuestos a dar cuando se nos pregunte. Es decir, si estamos dispuestos a dar cualquier explicación; en la mayoría de los casos no lo estamos. En este sentido, pues, muchas palabras no tienen un significado estricto. Pero esto no es un defecto. Creer que lo es, sería como decir que la luz de la lámpara de mi mesa no es en modo alguno luz real porque no tiene un límite preciso.
Los filósofos hablan muy frecuentemente de investigar y analizar el significado de las palabras. Pero no olvidemos que una palabra no tiene un significado dado, por así decirlo, por un poder independiente de nosotros, de tal modo que pudiese haber una especie de investigación científica sobre lo que la palabra realmente significa. Una palabra tiene el significado que alguien le ha dado.
Hay palabras con varios significados claramente definidos. Es fácil clasificar estos significados. Y hay palabras de las que podría decirse: se utilizan de mil modos diferentes que se van cambiando gradualmente de uno en otro. No es de sorprender que no podamos establecer reglas estrictas de su uso.
Es erróneo decir que en filosofía consideramos un lenguaje ideal, como opuesto a nuestro lenguaje ordinario. Pues esto hace que parezca como si pensásemos que podríamos perfeccionar el lenguaje ordinario. Pero el lenguaje ordinario está perfectamente. Cuando elaboramos 'lenguajes ideales', no es para que reemplacen a nuestro lenguaje ordinario, sino precisamente para eliminar alguna dificultad causada en la mente de alguien al pensar que ha comprendido el uso exacto de una palabra común. Esta es también la razón por la que nuestro método no consiste simplemente en enumerar los usos actuales de las palabras, sino más bien en inventar otros nuevos de modo deliberado, algunos de ellos a causa de su apariencia absurda.
Cuando decimos que con nuestro método intentamos contrarrestar el efecto confundente de ciertas analogías, es importante que ustedes comprendan que la idea de una analogía que confunde no es nada que esté definido con precisión. No puede establecerse un límite preciso en torno a los casos en los que diríamos que una persona fue inducida a error por una analogía. La utilización de expresiones construidas sobre esquemas analógicos acentúa las analogías entre casos frecuentemente muy distantes. Y, al hacerlo, estas expresiones pueden ser útiles en extremo. En la mayoría de los casos es imposible mostrar un punto exacto en el que una analogía comience a equivocarnos. Cada notación particular acentúa algún punto de vista particular. Por ejemplo, si nosotros llamamos «filosofía» a nuestras investigaciones, este título, por una parte, parece apropiado, pero, por otra, ha confundido sin duda a la gente. (Podría decirse que la materia que estamos tratando es uno de los descendientes de la materia que solía llamarse «filosofía».) Los casos en los que de un modo particular deseamos decir que alguien ha sido confundido por una forma de expresión son aquellos en los que diríamos: «no hablaría como lo hace si se diese cuenta de esta diferencia en la gramática de tal y tal palabra, o si se diese cuenta de esta otra posibilidad de expresión», etc. Así, podemos decir de varios de los matemáticos que filosofan que es evidente que no se dan cuenta de la diferencia existente entre los varios usos diferentes de la palabra «prueba»; y no ven con la suficiente claridad la diferencia entre los usos de la palabra «clase» cuando hablan de clases de números y clases de pruebas, como si la palabra «clase» significase aquí lo mismo que en el contexto «clases de manzanas». O podemos decir que no se dan cuenta de los diferentes significados de la palabra «descubrimiento» cuando en un caso hablamos del descubrimiento de la construcción del pentágono y en otro del descubrimiento del Polo Sur.
Ahora bien, cuando nosotros hemos distinguido entre un uso transitivo y otro intransitivo de palabras tales como «anhelo», «temor», «espera», etc., dijimos que alguien podría intentar eliminar nuestras dificultades diciendo: «La diferencia entre ambos casos consiste simplemente en que en uno sabemos qué es lo que estamos anhelando y en el otro no.» Ahora bien, yo creo que es evidente que quien dice esto no ve que la diferencia con la que intentaba acabar vuelve a aparecer cuando consideramos detenidamente el uso de la palabra «conocer» en los dos casos. La expresión «la diferencia consiste simplemente…» hace que parezca que hemos analizado el caso y hemos encontrado un único análisis, como cuando hacemos notar que dos sustancias de nombres muy diferentes apenas difieren en su composición.
En este caso dijimos que podíamos usar ambas expresiones: «sentimos deseos» (donde «deseos» se usa intransitivamente) y «sentimos deseos y no sabemos lo que deseamos». Puede parecer extraño decir que podemos utilizar correctamente una u otra de dos formas de expresión que parecen contradecirse mutuamente, pero tales casos son muy frecuentes.
Utilicemos el siguiente ejemplo para aclararlo. Decimos que la ecuación x2 = - 1 tiene la solución ± √ -1. Hubo un tiempo en que se decía que esta ecuación no tenía solución. Ahora bien, es indudable que este enunciado, esté de acuerdo o en desacuerdo con el que nos indicaba las soluciones, no tiene su multiplicidad. Pero podemos darle fácilmente esta multiplicidad diciendo que una ecuación x2 + ax + b=0 no tiene solución, pero se aproxima a a la solución más pró-xima que es β. De un modo análogo podemos decir o bien «una línea recta siempre corta a un círculo, haciéndolo unas veces en puntos reales y otras en puntos complejos», o bien «una línea recta o corta a un círculo o no lo hace y está a a de hacerlo». Estos dos enunciados quieren decir exactamente lo mismo. Serán más o menos satisfactorios según el modo como se desee considerarlo. Una persona puede desear hacer la diferencia entre cortar y no cortar tan inapreciable como sea posible, o bien puede desear acentuarla. Y ambas tendencias pueden estar justificadas, digamos, por sus propósitos prácticos concretos. Pero ésta puede no ser en modo alguno la razón por la que prefiera una forma de expresión a la otra. La forma que prefiere y el hecho mismo de si tiene o no preferencia suele depender de tendencias generales y profundamente arraigadas de su pensamiento.
(¿Deberíamos decir que hay casos en los que una persona desprecia a otra y no lo sabe, o deberíamos describir tales casos diciendo que no le desprecia, pero que se comporta con él inintencionadamente de una forma —le habla en un tono de voz, etc.— que en general acompañaría al hecho de despreciarle? Ambas formas de expresión son correctas, pero pueden poner de manifiesto diferentes tendencias de la mente.)
Volvamos a examinar la gramática de las expresiones «desear», «esperar», «tener ganas de», etc. y consideremos el caso más importante, en el que la expresión «deseo que suceda tal y tal cosa» es la descripción directa de un proceso consciente. Es decir, el caso en que tenderíamos a contestar la pregunta: «¿Está usted seguro de que es esto lo que desea?», diciendo: «Sin duda, yo tengo que conocer lo que deseo.» Ahora bien, comparemos esta respuesta con la que la mayoría de nosotros daríamos a la pregunta: «¿Conoce usted el alfabeto?» La afirmación categórica de que lo conocemos ¿tiene un sentido análogo al de la afirmación anterior? En cierto sentido ambas afirmaciones eliminan la cuestión. Pero la primera no quiere decir: «Claro que conozco una cosa tan sencilla como ésta», sino más bien: «Lo que usted me ha preguntado no tiene sentido.» Podríamos decir: en este caso adoptamos un mal método de eliminar la cuestión. «Naturalmente que lo sé», podría reemplazarse aquí por «Naturalmente, no hay duda» e interpretarse que esto significa: «En este caso no tiene sentido hablar de duda.» De este modo puede interpretarse que la respuesta: «Naturalmente que sé lo que deseo» es un enunciado gramatical.
Algo semejante sucede cuando preguntamos: «¿Tiene longitud esta habitación?» y alguien responde: «Naturalmente que la tiene.» Podría haber contestado: «No digas tonterías.» Por otra parte, «la habitación tiene longitud» puede utilizarse como un enunciado gramatical, en cuyo caso afirma que una frase de la forma «la habitación tiene … metros de longitud» tiene sentido.
Muchísimas dificultades filosóficas están relacionadas con este sentido de las expresiones «desear», «pensar», etc., que estamos considerando ahora. Pueden resumirse todas en la pregunta: «¿Cómo puede pensarse lo que no sucede?"
Esta pregunta es un hermoso ejemplo de pregunta filosófica. Inquiere: «¿Cómo se puede..,?» y, mientras esto nos tiene perplejos, tenemos que admitir que nada es más fácil que pensar lo que no sucede. Quiero decir que esto vuelve a mostrarnos que la dificultad en que nos encontramos no se produce por nuestra incapacidad de imaginar cómo se piensa una cosa, del mismo modo que la dificultad filosófica sobre la medición del tiempo no se producía por nuestra incapacidad de imaginar cómo se medía en realidad el tiempo. Digo esto porque a veces parece casi como si nuestra dificultad consistiese en recordar exactamente lo que sucedió cuando pensamos algo, una dificultad de introspección o algo de este tipo; cuando en realidad surge cuando observamos los hechos a través del medio de una forma de expresión desorientadora.
«¿Cómo puede pensarse lo que no sucede? Si pienso que el King's College está ardiendo cuando no está ardiendo, el hecho de que esté ardiendo no existe. Entonces, ¿cómo puedo pensarlo? ¿Cómo podemos colgar a un ladrón que no existe?» Nuestra respuesta podría tomar esta forma: «Yo no puedo colgarlo cuando no existe; pero puedo buscarlo cuando no existe."
Nos dejamos engañar aquí por los sustantivos «objeto de pensamiento» y «hecho» y por los diferentes significados de la palabra «existir».
El hablar del hecho como de un «complejo de objetos» tiene su origen en esta confusión (cf. Tractatus Logico-philosophicus). Supongamos que preguntamos: «¿Cómo se puede imaginar lo que no existe?» La respuesta parece ser: «Si lo hacemos, imaginamos combinaciones no existentes de elementos existentes.» Un centauro no existe, pero existen cabezas y torsos y brazos de hombre y patas de caballo. «Pero ¿no podemos imaginar un objeto completamente diferente de cualquier objeto existente?» Nos inclinaríamos a responder: «No; los elementos, los individuos, tienen que existir. Si no existiesen la rojez, la redondez y la dulzura, no podríamos imaginarlas."
Pero ¿qué quiere decirse con «la rojez existe»? Mi reloj existe si sus piezas no han sido desmontadas, si no ha sido destruido. ¿A qué llamaríamos «destruir la rojez»? Desde luego, podríamos entender por tal la destrucción de todos los objetos rojos; pero ¿se haría por ello imposible imaginar un objeto rojo? Supongamos que alguien respondiese a esto: «Pero sin duda han tenido que existir objetos rojos y usted tiene que haberlos visto si es capaz de imaginarlos.» Pero ¿cómo se sabe que esto es así? Supongamos que yo he dicho: «Al hacer presión sobre el globo ocular se produce una imagen roja.» ¿No podría haber sido éste el camino por el que se tomó contacto por primera vez con el rojo? ¿Y por qué no habría de ser precisamente el imaginar una mancha roja? (La dificultad que puede sentirse aquí habrá de ser discutida en una ocasión posterior[9].)
Ahora podríamos sentirnos inclinados a decir: «Puesto que el hecho que haría verdadero nuestro pensamiento si existiese no siempre existe, no es el hecho lo que nosotros pensamos». Pero esto depende precisamente de cómo quiera yo utilizar la palabra «hecho». ¿Por qué no habría de decir yo: «Creo el hecho de que el colegio está ardiendo»? No es más que una forma desmañada de decir: «Creo que el colegio está ardiendo». Decir: «No es el hecho lo que creemos» es en sí el resultado de una confusión. Pensamos que estamos diciendo algo semejante a: «No es el azucarero lo que tomarnos, sino el azúcar», «no es Mr. Smith quien cuelga en la galería, sino su cuadro».
El siguiente paso que nos sentimos inclinados a dar es el de pensar que puesto que el objeto de nuestro pensamiento no es el hecho, es una sombra del hecho. Hay diferentes nombres para esta sombra, por ejemplo, «proposición», «sentido de la frase».
Pero esto no elimina nuestra dificultad. Pues la pregunta que ahora se plantea es: «¿Cómo puede algo ser la sombra de un hecho que no existe?»
Puedo expresar nuestra dificultad de una forma diferente diciendo: «¿Cómo podemos saber qué es aquello de lo que la sombra es sombra?» La sombra sería una especie de retrato; y, por tanto, puedo volver a formular nuestro problema diciendo: «¿Qué es lo que hace de un retrato un retrato del señor N?» La respuesta más espontánea sería: «La semejanza entre el retrato y el señor N». De hecho, esta respuesta muestra lo que estábamos pensando cuando hablábamos de la sombra de un hecho. Resulta bastante claro, sin embargo, que la semejanza no constituye nuestra idea de un retrato, pues en la esencia 1
de esta idea está el que tendría sentido hablar de un buen o un mal retrato. En otras palabras, es esencial que la sombra sea capaz de representar las cosas tal como no son de hecho.
Una contestación obvia y correcta a la pregunta: «¿Qué es lo que hace de un retrato el retrato de tal y tal?» es que lo que hace esto es la intención. Pero si deseamos saber lo que significa «intentar que esto sea un retrato de tal y tal», veamos lo que sucede de hecho cuando lo intentamos. Recordemos la situación en que hablábamos de lo que sucedía cuando esperamos a alguien de las cuatro a las cuatro y media. Intentar que una imagen sea el retrato de tal y tal (por ejemplo, por parte del pintor) no es ni un estado ni un proceso mental particulares. Pero hay muchísimas combinaciones de acciones y estados mentales que llamaríamos «intentar…». Puede que se le haya dicho que pinte un retrato de N y se haya sentado ante N realizando ciertas acciones que nosotros llamamos «copiar el rostro de N». Podrían ponerse objeciones a esto diciendo que la esencia de copiar es la intención de copiar. Yo respondería que hay muchísimos procesos diferentes que llamamos «copiar algo». Pongamos un ejemplo. Yo dibujo una elipse sobre una hoja de papel y le pido a usted que la copie. ¿Qué es lo que caracteriza el proceso de copiar? Pues resulta claro que no es el hecho de que usted dibuje una elipse semejante. Usted puede haber intentado copiarla y no haberlo logrado, o puede que usted dibujase una elipse con una intención totalmente diferente y resulte que sea semejante a la que tendría que haber copiado. Por tanto, ¿qué hace usted cuando intenta copiar la elipse? Usted la mira, dibuja algo sobre un trozo de papel, mide tal vez lo que ha dibujado y quizá maldice si encuentra que no coincide con el modelo; o quizá usted dice «voy a copiar esta elipse» y dibuja exactamente una elipse semejante a ella. Hay una infinita variedad de acciones y palabras, que tienen entre sí un aire de familia y que llamamos «intentar copiar».
Supongamos que hemos dicho: «el que una imagen sea un retrato de un objeto determinado consiste en haber sido derivada de este objeto de un modo particular». Ahora bien, resulta fácil describir lo que llamaríamos procesos de derivar una imagen de un objeto (procesos de proyección, hablando en términos generales). Pero existe una especial dificultad para admitir que cualquiera de dichos procesos sea lo que llamamos «representación intencional». Pues cualquiera que sea el proceso (actividad) de proyección que describamos, existe un método de reinterpretar esta proyección. Por tanto —se siente la tentación de decir— tal proceso no puede ser nunca la intención misma. Pues siempre podríamos habernos propuesto lo contrario reinterpretando el proceso de proyección. Imaginemos el siguiente caso: nosotros damos a alguien la orden de marchar en una cierta dirección, señalando con la mano o dibujando una flecha que señala en esa dirección. Supongamos que el pintar flechas es el lenguaje en el que generalmente damos tal orden. ¿No podría interpretarse que tal orden significa que el hombre que la recibe ha de marchar en la dirección opuesta a la de la flecha? Es evidente que podría hacerse esto añadiendo a nuestra flecha algunos símbolos que podríamos llamar «una interpretación». Es fácil imaginar un caso en el que, por ejemplo, para engañar a alguien, podríamos acordar que una orden deberá realizarse en el sentido contrario al normal. El símbolo que añade la interpretación a nuestra flecha originaria podría ser, por ejemplo, otra flecha. Siempre que interpretamos un símbolo de un modo o de otro, la interpretación es un nuevo símbolo añadido al antiguo.
Podemos decir ahora que siempre que damos a alguien una orden mostrándole una flecha y no lo hacemos 'mecánicamente' (sin pensar), significamos la flecha de un modo u otro. Y este proceso de significar, cualquiera que pueda ser su clase, puede representarse por medio de otra flecha (señalando en el mismo sentido que la primera o en el contrario). En esta representación que hacemos del 'significar y decir' es esencial que imaginemos que los procesos de decir y significar tienen lugar en dos esferas diferentes.
¿Es correcto, pues, decir que ninguna flecha podría ser el significado, ya que con toda flecha podría significarse el sentido opuesto? Supongamos que representamos el esquema de decir y significar mediante una columna de flechas una debajo de otra.
Pues bien, si este esquema ha de servir de algún modo a nuestro propósito, tiene que mostrarnos cuál de los tres niveles es el nivel del significado. Por ejemplo, puedo hacer un esquema con tres niveles, siendo siempre el último nivel el nivel del significado. Pero cualquiera que sea el modelo o esquema que se adopte tendrá un nivel inferior, y no habrá nada semejante a una interpretación del mismo. Si en este caso se dice que todavía puede interpretarse cada una de las flechas, esto significa únicamente que yo siempre podría elaborar un modelo diferente de decir y significar que tuviese un nivel más que el que estoy utilizando.
Expongámoslo del siguiente modo: Lo que se quiere decir es: «Todo signo es capaz de interpretación; pero el significado tiene que no ser capaz de interpretación. Es la última interpretación.» Yo supongo ahora que usted piensa que el significado es un proceso que acompaña al decir y que puede traducirse a un signo ulterior, al que hasta entonces equivale. Por tanto, usted tiene que decirme ahora qué es lo que constituye para usted la seña distintiva entre un signo y el significado. Si lo hace, por ejemplo, diciendo que el significado es la flecha que usted imagina en cuanto opuesta a cualquiera que usted pueda dibujar o elaborar de cualquier otra manera, está usted diciendo con ello que no va a llamar a ninguna flecha más una interpretación de la que ha imaginado.
Todo esto resultará más claro si consideramos qué es lo que sucede realmente cuando decimos una cosa y queremos decir lo que decimos. Preguntémonos: Si le decimos a alguien «me encantaría verle» y lo pensamos así, ¿se desarrolla paralelamente a estas palabras un proceso consciente, un proceso que pudiese ser traducido a su vez a palabras habladas? Esto sucederá muy raramente.
Pero imaginemos una ocasión en la que sucede. Supongamos que yo tuviese el hábito de acompañar toda frase que yo dijese en voz alta en español con una frase en alemán que yo me dijese interiormente a mí mismo. Si en este caso, por una u otra razón, se llama a la frase silenciosa el significado de la dicha en voz alta, el proceso de significar que acompaña al proceso de decir podría ser traducido por su parte a signos exteriores. O bien, antes de decir en voz alta cualquier frase nos decimos a nosotros mismos su significado (cualquiera que sea) en una especie de aparte. Un ejemplo, por lo menos similar al caso que queremos, consistiría en decir una cosa y estar viendo al mismo tiempo una imagen ante nuestra visión mental, imagen que es el significado y está en concordancia o en discordancia con lo que decimos. Tales casos y otros similares existen, pero no son en modo alguno lo que sucede por regla general cuando decimos algo y lo pensamos, o pensamos cualquier otra cosa. Naturalmente, hay casos reales en los que lo que llamamos significado es un proceso consciente definido que acompaña, precede o sigue a la expresión verbal y es él mismo una expresión verbal de algún tipo o es traducible a una de ellas. Un ejemplo típico de esto lo constituye el 'aparte' en el teatro. Pero lo que nos induce a pensar en el significado de lo que decimos como en un proceso del tipo que hemos descrito en esencia es la analogía entre las formas de expresión:
«decir algo»
«significar algo»,
que parecen referirse a dos procesos paralelos.
Un proceso que acompaña a nuestras palabras y al que podría llamarse el «proceso de significarlas» es la modulación de la voz con la que decimos las palabras, o bien uno de los procesos similares a éste, tal como el juego de la expresión facial. Estos procesos acompañan a las palabras habladas de un modo distinto a como una frase alemana puede acompañar a una frase española o a como el escribir una frase acompaña al pronunciarla; lo hacen más bien en el sentido en que la armonía de una canción acompaña a sus palabras. Esta armonía corresponde al 'sentimiento' con que decimos la frase. Y deseo señalar que este sentimiento es la expresión con que se dice la frase o algo parecido a esta expresión.
Volvamos a nuestra pregunta: «¿Cuál es el objeto de un pensamiento?» (por ejemplo, cuando decimos «creo que el King’s College está ardiendo»).
Tal como la hacemos, la pregunta es ya expresión de varias confusiones. Esto se pone de manifiesto por el simple hecho de que suena casi como una pregunta de física; como si se preguntase: «¿Cuáles son los constituyentes últimos de la materia?» (Es una típica pregunta metafísica, ya que la característica de una pregunta metafísica es que expresamos una falta de claridad respecto a la gramática de las palabras bajo la forma de una pregunta científica.)
Uno de los orígenes de nuestra pregunta es el doble uso de la función proposicional «yo pienso x». Decimos, «yo pienso que sucederá tal y tal cosa» o bien «que sucede tal y tal», y también «yo pienso exactamente la misma cosa que él»; y decimos «le espero» y también «espero que vendrá». Comparemos «yo le espero» y «yo le disparo». No podemos dispararle si no está ahí. Así es como surge la pregunta: «¿Cómo podemos esperar algo que no sucede?», «¿cómo podemos esperar un hecho que no existe?"
El camino para salir de esta dificultad parece ser: lo que esperamos no es el hecho, sino una sombra del hecho; por así decirlo, la cosa más inmediata al hecho. Hemos dicho que esto es únicamente hacer retroceder la cuestión un paso más. Esta idea de la sombra tiene varios orígenes. Uno de ellos es éste: decimos «indudablemente, dos frases de lenguas diferentes pueden tener el mismo sentido»; y concluimos «por tanto, el sentido no es lo mismo que la frase» y hacemos la pregunta: «¿Qué es el sentido?» Y hacemos de 'ello' un ser inconsistente, uno de los muchos que creamos cuando queremos dar un significado a sustantivos a los que no corresponden objetos materiales.
Otra fuente de la idea de que el objeto de nuestro pensamiento es una sombra es la siguiente: imaginamos que la sombra es una representación cuya intención no puede ser puesta en duda, es decir, una imagen que no tenemos que interpretar para comprenderla, ya que la comprendemos sin interpretarla. Ahora bien, hay imágenes respecto de las que tendríamos que decir que las interpretamos, es decir, que las trasladamos a un tipo diferente de imagen para comprenderlas; y hay imágenes de las que tendríamos que decir que las comprendemos inmediatamente, sin ulterior interpretación. Si usted ve un telegrama escrito en clave y conoce la clave, en general usted no dirá que comprende el telegrama en tanto no lo haya traducido al lenguaje ordinario. Por supuesto, usted no ha hecho más que reemplazar un tipo de símbolos por otro; y si usted lee ahora el telegrama en su idioma, no tendrá lugar ningún otro proceso de interpretación. O mejor dicho, en ciertos casos usted puede volver a traducir ahora este telegrama, digamos a una imagen; pero tampoco en este caso ha hecho usted más que reemplazar un conjunto de símbolos por otro.
La sombra, tal como la pensamos, es un cierto tipo de imagen; en realidad, es algo muy parecido a una imagen que se presenta ante nuestra visión mental; y esto vuelve a ser algo semejante a una representación pintada, en el sentido ordinario. Una fuente de la idea de la sombra es, sin duda, el hecho de que en algunos casos el pronunciar, oír o leer una frase provoca imágenes ante nuestra visión mental, imágenes que corresponden más o menos rigurosamente a la frase y que son, por tanto, en un cierto sentido, traducciones de esta frase a un lenguaje pictórico. Pero es absolutamente esencial para la representación que imaginamos ser la sombra, el que sea lo que llamaré una «imagen por similaridad». No quiero decir con esto que sea una imagen similar a lo que se cree que representa, sino que es una imagen que sólo es correcta cuando es similar a lo que representa. Podría utilizarse para este tipo de imagen la palabra «copia». En pocas palabras, las copias son buenas imágenes cuando pueden confundirse fácilmente con lo que representan.
Una proyección plana de un hemisferio de nuestro globo terrestre no es una imagen por similaridad o una copia en este sentido. Podría concebirse que yo retratase el rostro de alguien proyectándolo de alguna forma extraña, aunque completamente conforme con la regla de proyección adoptada, sobre un trozo de papel, de tal modo que nadie llamaría normalmente a la proyección «un buen retrato de tal y tal», ya que no se parecería en nada a él.
Si tenemos en cuenta la posibilidad de una imagen que, aunque sea correcta, no tenga similaridad con su objeto, la interpolación de una sombra entre la frase y la realidad pierde toda finalidad. Pues ahora la frase misma puede servir como una sombra de este tipo. La frase es precisamente una imagen de tal tipo que no tiene la menor similaridad con lo que representa. Si tuviésemos dudas acerca de cómo la frase «King’s College está ardiendo» puede ser una imagen del King’s College ardiendo, no necesitamos más que preguntarnos: «¿Cómo explicaríamos lo que significa la frase?» Tal explicación puede consistir en definiciones ostensivas. Por ejemplo, diríamos: «esto es el King’s College» (señalando al edificio), «esto es un fuego» (señalando a un fuego). Esto muestra el modo en que pueden conectarse palabras y cosas.
La idea de que aquello que deseamos que suceda tiene que estar presente como una sombra en nuestro deseo está profundamente enraizada en nuestras formas de expresión. Pero, de hecho, podríamos decir que se trata solamente del absurdo más cercano a aquel que realmente nos gustaría decir. Si no fuese demasiado absurdo, diríamos que el hecho que deseamos tiene que estar presente en nuestro deseo. Pues ¿cómo podemos desear que suceda precisamente esto si no está presente en nuestro deseo precisamente esto? Es completamente cierto decir: la mera sombra no vale, ya que se detiene un poco antes del objeto y nosotros queremos que el deseo contenga el objeto mismo. Nosotros queremos que el deseo de que Mr. Smith entre en esta habitación desee que precisamente Mr. Smith, y no un sustituto suyo, haga la entrada, y no algo que la sustituya, en mi habitación, y no en algo que la sustituya. Pero esto es exactamente lo que dijimos.
Nuestra confusión podría describirse del siguiente modo: De un modo bastante concorde con nuestra habitual forma de expresión, pensamos en el hecho que deseamos como en una cosa que no está todavía ahí y a la que, por tanto, no podemos señalar. Ahora bien, para comprender la gramática de nuestra expresión «objeto de nuestro deseo» consideremos simplemente la respuesta que damos a la pregunta: «¿Cuál es el objeto de su deseo?» La respuesta a esta pregunta es, naturalmente, «deseo que suceda tal y tal cosa». Ahora bien, ¿cuál sería la respuesta si continuásemos preguntando: «¿Y cuál es el objeto de este deseo?» Únicamente podría consistir en una repetición de nuestra expresión anterior del deseo, o también en una traducción a alguna otra forma de expresión. Por ejemplo, podríamos enunciar lo que deseábamos con otras palabras o ilustrarlo por medio de una imagen, etc., etc. Ahora bien, cuando nos encontramos bajo la impresión de que lo que llamamos el objeto de nuestro deseo es, por así decirlo, un hombre que todavía no ha entrado en nuestra habitación, y, por tanto, no se le puede ver todavía, imaginamos que cualquier explicación de qué es lo que deseamos es solamente lo más aproximado a la explicación que mostraría el hecho real —que, como tememos, no puede mostrarse todavía porque todavía no se ha presentado. Es como si yo dijese a alguien: «Estoy esperando a Mr. Smith», y él me preguntase: «¿Quién es Mr. Smith?», y yo respondiese: «No se lo puedo mostrar ahora, puesto que no está aquí. Todo lo que puedo mostrarle es un retrato suyo.» Parece entonces como si yo no pudiese explicar nunca completamente lo que deseaba hasta que haya sucedido de hecho. Pero, naturalmente, esto es un error. La verdad es que yo no tengo por qué ser capaz de dar una mejor explicación de lo que deseaba después de haberse realizado el deseo que antes, pues yo podría muy bien haber mostrado Mr. Smith a mi amigo, y haberle mostrado lo que significa «entrar», y haberle mostrado lo que es mi habitación, antes de que Mr. Smith entrase en mi habitación.
Nuestra dificultad podría exponerse de este modo: Pensamos sobre cosas —pero ¿cómo entran estas cosas en nuestros pensamientos? Pensamos sobre Mr. Smith, pero Mr. Smith no necesita estar presente. Un retrato suyo no vale, pues ¿cómo vamos, a saber a quién representa? De hecho no valdrá ninguna cosa que le sustituya. ¿Cómo puede, pues, ser él mismo objeto de nuestros pensamientos? (Estoy usando aquí la expresión «objeto de nuestro pensamiento» de un modo diferente a aquel en el que la he usado anteriormente. Ahora entiendo una cosa sobre la que estoy pensando, no 'lo que estoy pensando'.)
Dijimos que la conexión entre nuestro pensar, o nuestro hablar, sobre una persona y la persona misma se realizaba cuando, para explicar el significado de la palabra «Mr. Smith», señalábamos hacia él diciendo «éste es Mr. Smith». Y no hay nada misterioso en esta conexión. Quiero decir que no hay ningún acto mental extraño que haga aparecer a Mr. Smith en nuestras mentes mediante un conjuro cuando no está aquí realmente. Lo que hace difícil ver que la conexión es ésta, es un modo de expresión particular del lenguaje ordinario, que hace que parezca que la conexión entre nuestro pensamiento (o la expresión de nuestro pensamiento) y la cosa sobre la que pensamos tiene que haber subsistido durante el acto de pensar.
«¿No es raro que estando en Europa seamos capaces de mentar a alguien que está en América?» Si alguien hubiese dicho «Napoleón fue coronado en 1804» y nosotros le preguntásemos: «¿Se refería usted a la persona que ganó la batalla de Austerlitz?», él podría decir: «Sí, a él me refería.» Y el uso del imperfecto «refería» podría hacer que pareciera como si la idea de que Napoleón ganó la batalla de Austerlitz tuviese que haber estado presente en la mente del hombre cuando dijo que Napoleón fue coronado en 1804.
Alguien dice: «El señor N vendrá a verme esta tarde»; yo pregunto: «¿Se refiere usted a él?», señalando a alguien que está presente, y él contesta: «Sí.» En esta conversación se estableció una conexión entre la palabra «el señor N» y el señor N. Pero nosotros sentimos la tentación de pensar que mientras mi amigo dijo: «El señor N vendrá a verme» y mentaba lo que decía, su mente tuvo que haber hecho la conexión.
Esto es en parte lo que nos hace pensar que el significar o el pensar son una actividad mental peculiar; donde la palabra «mental» indica que no tenemos que esperar comprender cómo funcionan estas cosas.
Lo que hemos dicho del pensamiento puede aplicarse también a la imaginación. Alguien dice que se imagina que el King’s College está ardiendo. Nosotros le preguntamos: «¿Cómo sabe usted que es el King’s College lo que usted se imagina que está ardiendo? ¿No podría ser un edificio diferente, muy parecido a él? De hecho, ¿es su imaginación tan absolutamente exacta que no pueda haber una docena de edificios cuya representación pudiese ser su imagen?» A pesar de todo él dice: «No hay duda de que yo imagino el King’s College y no un edifico distinto.» Pero el hecho de decir esto ¿acaso no puede ser el establecimiento de la conexión misma que buscamos? Pues decirlo es como escribir las palabras: «Retrato del señor tal y tal» bajo un dibujo. Podría haber sucedido que mientras imaginaba que el King’s College estaba ardiendo, dijese las palabras «el King’s College está ardiendo». Pero es indudable que en un gran número de casos no se dicen mentalmente palabras aclaratorias mientras se tiene la imagen. Y téngase en cuenta que, incluso si se hace, no se está recorriendo el camino entero entre la imagen y el King’s College, sino solamente entre la imagen y las palabras «King’s College». La conexión entre esas palabras y el King’s College se realizó tal vez en otro momento.
La falta que tendemos a cometer en todo nuestro razonamiento sobre estas materias es la de pensar que imágenes y experiencias de todo tipo, que están estrechamente conectadas unas con otras en algún sentido, tienen que estar presentes en nuestra mente de modo simultáneo. Si cantamos una melodía que sabemos de memoria o decimos el alfabeto, las notas o las letras parecen estar enganchadas y cada una parece llevar tras ella a la siguiente, como si fuesen una sarta de perlas que está en una caja y al sacar una perla ya sacase también la que la sigue.
Ahora bien, no hay duda de que si se tiene la imagen visual de una sarta de cuentas que se saca de una caja a través de un agujero hecho en la tapa, nos inclinaríamos a decir: «Todas estas cuentas tienen que haber estado antes juntas en la caja.» Pero resulta fácil ver que esto es hacer hipótesis. Yo hubiese tenido la misma imagen si las cuentas hubiesen ido viniendo a la existencia gradualmente en el agujero de la tapa. Pasamos por alto fácilmente la distinción entre expresar un suceso mental consciente y hacer una hipótesis sobre lo que podríamos llamar el mecanismo de la mente. Tanto más cuanto que tales hipótesis o imágenes del funcionamiento de nuestra mente están incorporadas a muchas de las formas de expresión de nuestro lenguaje ordinario. El imperfecto «refería» en la frase: «Yo me refería al hombre que ganó la batalla de Austerlitz» es parte de una imagen de este tipo, al concebirse la mente como un lugar en el que se retiene y almacena lo que recordamos antes de que lo expresemos. Si yo silbo una melodía que conozco bien y se me interrumpe a la mitad y entonces alguien me pregunta: «¿sabía usted seguir adelante?» yo contestaría: «Sí, sabía.» ¿Qué tipo de proceso es este saber seguir adelante? Podría parecer que toda la continuación de la melodía tuviese que estar presente mientras yo supiese cómo seguir adelante.
Hágase usted a sí mismo una pregunta como: «¿Cuánto tiempo cuesta saber cómo seguir adelante?» ¿O es un proceso instantáneo? ¿No estamos cometiendo una falta semejante a la de confundir la existencia de un disco gramofónico de una melodía con la existencia de la melodía? ¿Y no estamos suponiendo que siempre que una melodía adquiere existencia tiene que haber alguna especie de disco gramofónico suyo desde el que es tocada?
Consideremos el siguiente ejemplo: se dispara un arma en mi presencia y yo digo: «Esta explosión no ha sonado tanto como yo había esperado.» Alguien me pregunta: «¿Cómo es posible? ¿Había en su imaginación una explosión más fuerte que la de un arma de fuego?" Tengo que confesar que no había nada de este tipo. Ahora él dice: «Luego usted no esperaba realmente una explosión más fuerte, sino tal vez su sombra. ¿Y cómo sabía usted que era la sombra de una explosión más fuerte?» Veamos lo que podría haber sucedido realmente en un caso como éste. Quizá mientras esperaba la explosión abrí mi boca, me agarré a algo para afirmarme, y tal vez dije: «Va a ser terrible». Luego, cuando la explosión ya había pasado, dije: «Después de todo, no fue tan fuerte». Ciertas tensiones de mi cuerpo se relajan. Pero ¿cuál es la conexión entre estas tensiones, la apertura de mi boca, etc. y una explosión real más fuerte? Esta conexión se realizó tal vez por haber oído tal explosión y haber tenido las experiencias mencionadas.
Examinemos expresiones como «tener una idea en la cabeza», «analizar mentalmente una idea». Para no dejarnos extraviar por ellas, veamos lo que sucede realmente cuando, digamos, al escribir una carta se están buscando las palabras que expresan correctamente la idea que está «en la cabeza». Decir que estamos intentando expresar la idea que tenemos en la cabeza es usar una metáfora que se presenta de modo muy natural; y que está perfectamente en tanto no nos extravía cuando estamos filosofando. Pues cuando repasamos lo que sucede realmente en tales casos encontramos una gran variedad de procesos más o menos similares entre sí. Podríamos tender a decir que, de cualquier modo, en todos estos casos estamos guiados por algo que está ante nuestra mente. Pero entonces las palabras «guiados» y «cosa ante nuestra mente» se usan en tantos sentidos como las palabras «idea» y «expresión de una idea».
La frase «expresar una idea que tenemos en la cabeza» sugiere que lo que estamos intentando expresar en palabras ya está expresado, sólo que en un lenguaje diferente; que esta expresión está visible ante nuestra vista; y que lo que nosotros hacemos es traducir del lenguaje mental al verbal. En la mayoría de los casos que llamamos «expresar una idea, etc.» sucede algo muy diferente. Imaginemos qué es lo que sucede en casos como éste: estoy dándole vueltas a una palabra. Se sugieren varias palabras y yo las rechazo. Finalmente, se propone una y digo: «¡Esto es lo que yo quería decir!»
(Nos inclinaríamos a decir que la prueba de la imposibilidad de trisecar el ángulo con regla y compás analiza nuestra idea de la trisección de un ángulo. Pero la prueba nos da una nueva idea de trisección, idea que no poseíamos antes de que la prueba la construyese. La prueba nos hizo seguir un camino por el que nosotros estábamos inclinados a ir; pero nos apartó de donde estábamos y no nos mostró claramente el lugar donde habíamos estado todo el tiempo.)
Volvamos ahora al punto en que dijimos que no ganábamos nada suponiendo que entre la expresión de nuestro pensamiento y la realidad a que nuestro pensamiento se refiere tiene que intervenir una sombra. Dijimos que si deseábamos una representación de la realidad, la frase misma es tal representación (aunque no una representación por similaridad).
Con todo esto he estado intentando eliminar la tentación de pensar que 'tiene que haber' lo que se llama un proceso mental de pensar, esperar, desear, creer, etc., independiente del proceso de expresar un pensamiento, una esperanza, un deseo, etc. Y quiero darles la siguiente regla práctica: si la naturaleza del pensamiento, la creencia, el conocimiento y similares les resulta confusa, sustituyan el pensamiento por la expresión del pensamiento, etc. La dificultad que presenta esta sustitución, y a la vez su elemento esencial, es ésta: la expresión de una creencia, un pensamiento, etc. es precisamente una frase —y la frase sólo tiene sentido en cuanto miembro de un sistema de lenguaje, como una expresión dentro de un cálculo. Ahora bien, nosotros sentimos la tentación de imaginar este cálculo, por así decirlo, como un fondo permanente de cada frase que decimos, y a pensar que, aunque la frase tal como se pronuncia o se escribe sobre un trozo de papel se encuentra aislada, en el acto mental de pensar el cálculo está allí— formando un todo compacto. El acto mental parece realizar de un modo milagroso lo que no podría realizarse mediante ningún acto de manipulación de símbolos. Ahora bien, cuando se desvanece la tentación de pensar que en algún sentido el cálculo entero tiene que estar presente simultáneamente, ya no tiene objeto postular la existencia de un tipo peculiar de acto mental que corra paralelo a nuestra expresión. Naturalmente, esto no significa que hayamos puesto de manifiesto que a las expresiones de nuestros pensamientos no les acompañan actos de conciencia peculiares. Lo único que ya no decimos es que tengan que acompañarlos.
«Pero la expresión de nuestros pensamientos siempre puede mentir, ya que podemos decir una cosa y pensar otra.» Imaginemos las cosas tan diferentes que suceden cuando decimos una cosa y pensamos otra. Hagamos el siguiente experimento: digamos la frase: «En esta habitación hace calor» y pensamos «hace frío». Observemos detenidamente lo que estamos haciendo.
Podríamos imaginar fácilmente seres que realizasen su propio pensamiento por medio de 'apartes' y que mintiesen diciendo una cosa en voz alta, a lo que seguiría un aparte diciendo lo contrario.
«Pero referirse a, pensar, etc. son experiencias privadas. No son actividades como escribir, hablar, etc.» Pero ¿por qué no habrían de ser las experiencias privadas específicas de escribir, las sensaciones musculares, visuales, táctiles, etc. de escribir o hablar?
Hagamos el siguiente experimento: digamos y pensemos una frase, por ejemplo: «Probablemente mañana lloverá.» Volvamos a pensar ahora el mismo pensamiento, mentemos exactamente lo que mentábamos, pero sin decir nada (ni en voz alta ni a uno mismo). Si el pensar que mañana lloverá acompañaba al decir que mañana lloverá, realicemos solamente la primera actividad y omitamos la segunda. Si el pensar y el hablar se encontrasen en la relación de las palabras y la melodía de una canción, podríamos omitir las palabras y seguir pensando, del mismo modo que podemos cantar la melodía sin la letra.
Pero ¿es completamente imposible hablar y omitir el pensamiento? De ningún modo, pero observemos lo que estamos haciendo si hablamos sin pensar. Observemos, en primer lugar, que el proceso que llamaríamos «hablar y pensar lo que se dice» no se distingue del de hablar sin pensar necesariamente por aquello que sucede mientras se habla. Lo que distingue a ambos puede muy bien ser lo que sucede antes o después de que se hable.
Supongamos que yo intento deliberadamente hablar sin pensar; ¿qué haría en realidad? Yo podría leer una frase de un libro, intentando leerla automáticamente, es decir, tratando de evitar que acompañen a la frase las imágenes y sensaciones que se producirían de otro modo. Una forma de hacer esto sería concentrar mi atención sobre cualquier otra cosa mientras estaba pronunciando la frase, por ejemplo, pellizcando fuertemente mi piel mientras estaba hablando. Expresémoslo así: pronunciar una frase sin pensar consiste en abrir el paso a la palabra y en cerrar el paso a ciertos acompañantes de la palabra. Preguntemónos ahora: ¿consiste acaso el pensar la frase sin decirla en hacer girar el conmutador (dejando pasar lo que antes bloqueábamos y viceversa); es decir, el pensar ahora la frase sin pronunciarla consiste simplemente en coger lo que acompañaba a las palabras, omitiendo las palabras mismas? Intente pensar los pensamientos de una frase sin la frase y vea si es esto lo que sucede.
Resumamos: si escrutamos los usos que hacemos de palabras tales como «pensar», «referirse a», «desear», etc., el realizar este proceso nos libera de la tentación de buscar un peculiar acto de pensar independiente del acto de expresar nuestros pensamientos y colocado en algún medio peculiar. Las formas de expresión establecidas ya no nos impiden reconocer que la experiencia de pensar puede ser precisamente la experiencia de decir, o puede consistir en esta experiencia más otras que la acompañan. (Es conveniente examinar también el siguiente caso: supongamos que una multiplicación es parte de una frase; preguntémonos a nosotros mismos qué pasa cuando decimos la multiplicación 7x5 = 35 pensándola y, por otra parte, cuando la decimos sin pensar.) El examen de la gramática de una palabra debilita la posición de ciertas pautas fijas de nuestra expresión que nos habían impedido ver los hechos con ojos libres de prejuicios. Nuestra investigación intentó eliminar el prejuicio que nos fuerza a pensar que los hechos tienen que adaptarse a ciertas representaciones incrustadas en nuestro lenguaje.
«Significado» es una de las palabras de las que puede decirse que desempeñan funciones extrañas en nuestro lenguaje. Son estas palabras las que causan la mayor parte de las dificultades filosóficas. Imaginemos una institución: la mayor parte de sus miembros tienen ciertas funciones regulares, que pueden describirse fácilmente, por ejemplo, en los estatutos de la institución. Hay, por otra parte, algunos miembros a los que se emplea para tareas raras, que, sin embargo, pueden ser extraordinariamente importantes. Lo que más turbación produce en filosofía es que sentimos la tentación de describir el uso de palabras importantes de 'tarea rara' como si fuesen palabras con funciones regulares.
La razón por la que dejé para más adelante el hablar sobre la experiencia personal ha sido que el pensar sobre esta materia origina un sinnúmero de dificultades filosóficas que amenazan con hacer añicos todas nuestras nociones de sentido común sobre lo que comúnmente llamaríamos los objetos de nuestra experiencia. Y si nos surgiesen estos problemas, podría parecemos que todo lo que hemos dicho sobre los signos y sobre los distintos objetos que hemos mencionado en nuestros ejemplos puede quedar trastocado.
En cierto modo, la situación es típica del estudio de la filosofía; y se la ha descrito a veces diciendo que no puede resolverse ningún problema filosófico hasta que todos los problemas filosóficos estén resueltos; lo que quiere decir que en tanto en cuanto no estén todos resueltos, cada nueva dificultad hace cuestionables todos nuestros resultados anteriores. Si tenemos que hablar de filosofía en términos tan generales, no podemos dar más que una respuesta tosca a esta afirmación. La respuesta es que cada nuevo problema que surge puede poner en cuestión la posición que nuestros resultados parciales previos han de ocupar en el cuadro final. Se habla entonces de tener que reinterpretar estos resultados previos; y deberíamos decir: hay que colocarlos en un marco diferente.
Imaginemos que tenemos que colocar los libros de una biblioteca. Cuando comenzamos, los libros están todos revueltos en el suelo. Habría muchas formas de clasificarlos y colocarlos en su sitio. Una de ellas sería coger los libros uno por uno y colocar a cada uno en su lugar en el estante. Podríamos, por otra parte, coger del suelo varios libros y colocarlos en fila sobre un estante, para indicar simplemente que estos libros tienen que estar juntos en este orden. Conforme vayamos ordenando la biblioteca, toda esta fila de libros tendrá que cambiar de lugar. Pero sería erróneo decir que, en consecuencia, el colocarlos juntos sobre un estante no fue un paso hacia el resultado final. De hecho, en este caso resulta bastante evidente que el haber colocado juntos los libros que deben estar juntos fue un resultado definitivo, aunque toda la fila que formaban tuviese que cambiarse de lugar. Pero algunos de los mayores logros en filosofía sólo podrían compararse con el hecho de coger algunos libros que parecían tener que estar juntos y colocarlos sobre estantes diferentes, no siendo definitivo sobre sus posiciones más que el hecho de que ya no están uno al lado del otro. El observador que no conoce la dificultad de la tarea es fácil que piense en tal caso que no se ha conseguido nada en absoluto. En filosofía, la dificultad estriba en no decir más de lo que sabemos. Por ejemplo, ver que cuándo hemos colocado dos libros juntos en su orden adecuado, no por ello los hemos colocado en sus lugares definitivos.
Cuando pensamos sobre la relación de los objetos que nos rodean con nuestras experiencias personales de ellos, sentimos a veces la tentación de decir que estas experiencias personales son el material de que está hecha la realidad. Posteriormente resultará más claro cómo surge esta tentación.
Cuando pensamos de este modo, parecemos perder nuestra firme posesión de los objetos que nos rodean. En lugar de ella, nos quedamos con un montón de experiencias personales aisladas de diferentes individuos. Estas experiencias personales vuelven a parecer vagas y parecen estar en constante flujo. Nuestro lenguaje no parece haber sido hecho para describirlas. Sentimos la tentación de pensar que para aclarar filosóficamente tales materias nuestro lenguaje es demasiado basto y que necesitamos otro más sutil.
Parece que hemos hecho un descubrimiento, que podría describir diciendo que la base sobre la que nos hallábamos, que parecía ser firme y de confianza, ha resultado ser pantanosa e insegura. Es decir, esto sucede cuando filosofamos, pues tan pronto como volvemos a la posición del sentido común, esta incertidumbre general desaparece.
Esta extraña situación puede aclararse algo considerando un ejemplo; de hecho es una especie de parábola que ilustra la dificultad en que nos encontramos y que muestra también el camino para salir de este tipo de dificultad: Los científicos vulgarizadores nos han dicho que el suelo sobre el que estamos no es sólido, como le parece al sentido común, ya que se ha descubierto que la madera consta de partículas que llenan el espacio tan holgadamente que casi se le puede llamar vacío. Esto puede dejarnos perplejos, ya que naturalmente nosotros sabemos que en un cierto sentido el suelo es sólido, o que, si no lo es, puede deberse a que la madera esté carcomida, pero no a que esté compuesta de electrones. Decir, sobre este último fundamento, que el suelo no es sólido es usar mal el lenguaje. Pues incluso si las partículas fuesen tan grandes como granos de arena y estuviesen tan juntas como están en un montón de arena, el suelo no sería sólido si estuviese compuesto de ellas en el mismo sentido en que un montón de arena está compuesto de granos. Nuestra perplejidad se basaba sobre un malentendido; la imagen del espacio tenuemente lleno se había aplicado erróneamente. Pues con esta imagen de la estructura de la materia se quería explicar el verdadero fenómeno de la solidez.
Del mismo modo que en este ejemplo se usaba mal la palabra «solidez» y parecía que habíamos puesto de manifiesto que nada real era sólido, cuando formulamos nuestros problemas sobre la vaguedad general de la experiencia sensorial y sobre el flujo de todos los fenómenos estamos utilizando exactamente del mismo modo equivocado las palabras «flujo» y «vaguedad», de un modo típicamente metafísico, a saber, sin antítesis; mientras que en su uso correcto y ordinario vaguedad se opone a claridad, flujo a estabilidad, inexactitud a exactitud y problema a solución. Podría decirse que la misma palabra «problema» se aplica mal cuando se usa para nuestras dificultades filosóficas. Estas dificultades, en la medida en que se las toma como problemas, son el suplicio de Tántalo y parecen insolubles.
Estoy tentado a decir que sólo mi propia experiencia es real: «Yo sé que yo veo, oigo, tengo dolores, etc., pero no sé que nadie más lo haga. No lo puedo saber, porque yo soy yo y ellos son ellos."
Por otra parte, me da vergüenza decir a nadie que mi experiencia es la única real; y sé que él replicará que él podría decir exactamente lo mismo sobre su experiencia. Y esto no parece conducir más que a una vana disputa verbal. Se me dice también: «Si usted compadece a alguien que tiene dolores, es indudable que usted tiene que creer por lo menos que tiene dolores.» ¿Pero cómo puedo yo siquiera creerlo? ¿Cómo pueden tener sentido para mí estas palabras? ¿Cómo podría haber llegado yo siquiera a la idea de la experiencia de otro si no hay posibilidad de evidencia alguna sobre ella?
Pero ¿no sería extraño hacer esta pregunta? ¿Es que no puedo yo creer que alguien más tenga dolores? ¿No resulta bastante fácil creerlo? ¿Vale como respuesta el decir que las cosas son tal como aparecen al sentido común? Tampoco aquí es necesario decir que nosotros no sentimos estas dificultades en la vida ordinaria. Ni es verdad decir que las sentimos cuando examinamos nuestras experiencias por introspección o cuando hacemos investigaciones científicas sobre ellas. Sino más bien que cuando las observamos de un modo determinado, nuestra expresión puede meternos en un lío. Nos parece que o bien tenemos piezas que no son o tenemos un número de piezas insuficiente para reconstruir nuestro rompecabezas. Pero ahí están todas, sólo que revueltas; y todavía hay otra analogía entre el rompecabezas y nuestro caso: no sirve de nada intentar aplicar la fuerza para hacer encajar las piezas. Todo lo que deberíamos hacer es observarlas cuidadosamente y ordenarlas.
Hay proposiciones de las que podemos decir que describen hechos del mundo material (mundo externo). Hablando sin rodeos, tales proposiciones tratan de objetos físicos: cuerpos, fluidos, etc. No estoy pensando en especial en las leyes de las ciencias naturales, sino en proposiciones tales como «los tulipanes del jardín están en plena lozanía» o «Smith vendrá dentro de un momento». Por otra parte, hay proposiciones que describen experiencias personales, como cuando el sujeto de un experimento psicológico describe sus experiencias sensoriales; por ejemplo, su experiencia visual, con independencia de lo que los cuerpos son realmente ante sus ojos y, nota bene, con independencia también de cualquier proceso que pueda observarse que se realiza en su retina, sus nervios, su cerebro u otras partes de su cuerpo. (Es decir, con independencia de los hechos tanto físicos como fisiológicos.)
Puede parecer a primera vista (aunque el porqué sólo resultará claro más tarde) que nos encontramos aquí con dos tipos de mundos, mundos que están construidos de materiales diferentes: un mundo mental y un mundo físico. De hecho, el mundo mental puede imaginarse como gaseoso, o más bien etéreo. Pero permítanme recordarles aquí el extraño papel que juegan en filosofía lo gaseoso y lo etéreo: cuando nos damos cuenta de que un sustantivo no se usa como lo que generalmente llamaríamos el nombre de un objeto y cuando, por tanto, nos podemos dejar de decirnos a nosotros mismos que es el nombre de un objeto etéreo. Quiero decir que nosotros ya conocemos la idea de 'objetos etéreos' como subterfugio cuando la gramática de ciertas palabras nos pone en un aprieto y cuando todo lo que sabemos es que no se usan como nombres de objetos materiales. Esto es una sugerencia respecto a cómo se está disolviendo el problema de los dos materiales, mente y materia.
Nos parece a veces como si los fenómenos de la experiencia personal fuesen en cierto sentido fenómenos de las capas superiores de la atmósfera en cuanto opuestos a los fenómenos materiales que suceden sobre el suelo. Hay opiniones de acuerdo con las cuales estos fenómenos de los estratos superiores surgen cuando los fenómenos materiales alcanzan cierto grado de complejidad. Por ejemplo, que los fenómenos mentales, la experiencia sensorial, la volición, etc. emergen cuando la evolución ha producido un tipo de cuerpo animal de una cierta complejidad. Parece haber en esto alguna verdad evidente, pues es indudable que la ameba no habla ni escribe ni discute, mientras que nosotros lo hacemos. Por otra parte, surge aquí el problema que podría expresarse mediante la pregunta: «¿Es posible que piense una máquina?» (ya se pueda describir y predecir la acción de esta máquina por las leyes de la física o bien, posiblemente, sólo por leyes de un tipo diferente, que se apliquen a la conducta de los organismos). Y la dificultad que se expresa en esta pregunta no es realmente que no conozcamos todavía una máquina que pueda realizar la tarea. La pregunta no es análoga a la que podría haber hecho alguien hace cien años: «¿Puede una máquina licuar un gas?» La dificultad está más bien en que la frase: «Una máquina piensa (percibe, desea)» parece en cierto modo carente de sentido. Es como si hubiésemos preguntado: «¿Tiene color el número 3?» («¿Qué color podría ser, ya que resulta evidente que no tiene ninguno de los colores que conocemos?») Pues en un aspecto de la cuestión, la experiencia personal lejos de ser el producto de procesos físicos, químicos y fisiológicos, parece ser la base misma de todo lo que decimos con algún sentido sobre tales procesos. Considerándolo de este modo, nos inclinamos a utilizar nuestra idea de un material de construcción de otro modo equivocado y a decir que el mundo entero, mental y físico, está hecho de un único material.
Cuando consideramos todo lo que conocemos y podemos decir sobre el mundo como basado en la experiencia personal, lo que conocemos parece perder buena parte de su valor, seguridad y solidez.
Nos inclinamos entonces a decir que todo es «subjetivo»; y «subjetivo» se usa de un modo despectivo, como cuando decimos que una opinión es meramente subjetiva, una cuestión de gusto. Ahora bien, el que este aspecto parezca atentar contra la autoridad de la experiencia y el conocimiento indica el hecho de que en este caso nuestro lenguaje nos está induciendo a establecer alguna analogía errónea. Esto nos recordará el caso en que el científico vulgarizador parecía habernos mostrado que el suelo sobre el que estamos no es realmente sólido por estar compuesto de electrones.
Nos enfrentamos con una dificultad causada por nuestro modo de expresión.
Otra dificultad muy semejante se expresa en la frase: «Yo sólo puedo saber que yo tengo experiencias personales, pero no que nadie más las tenga.» ¿Diremos, pues, que es una hipótesis innecesaria que cualquier otra persona tenga experiencias personales? ¿Pero se trata acaso de una hipótesis? Pues ¿cómo puedo yo hacer siquiera la hipótesis si transciende toda experiencia posible? ¿Cómo podría estar respaldada tal hipótesis por un significado? (¿No es como el papel moneda que no está respaldado por el oro?) No sirve de ayuda que alguien nos diga que, aunque no sabemos si la otra persona tiene dolores, es indudable que lo creemos cuando, por ejemplo, le compadecemos. Sin duda, no le compadeceríamos si no creyésemos que tiene dolores, pero ¿es ésta una creencia filosófica, metafísica? ¿Me compadecerá más un realista que un idealista o un solipsista? De hecho el solipsista pregunta: «¿Cómo podemos creer que otro tiene dolores?, ¿qué significa creer esto?, ¿cómo puede tener sentido la expresión de tal suposición?»
Viene ahora la respuesta del filósofo del sentido común —que, nota bene, no es el hombre del sentido común, quien está tan lejos del realismo como del idealismo—, cuya respuesta es que indudablemente no hay dificultad alguna en la idea de suponer, pensar, imaginar que alguna otra persona tiene lo que yo tengo. Pero la dificultad que surge siempre con el realista es que no resuelve las dificultades que ven sus adversarios, sino que se las salta, aunque tampoco éstos lleguen a resolverlas. Para nosotros, la respuesta del realista pone precisamente a la vista la dificultad, pues quien arguye de este modo pasa por alto la diferencia entre los diferentes usos de las palabras «tener» e «imaginar». «A tiene una muela de oro», significa que la muela está en la boca de A. Esto puede servir de explicación al hecho de que yo no pueda verla. Ahora bien, el caso de su dolor de muelas, del que digo que no soy capaz de sentirlo por producirse en su boca, no es análogo al caso de la muela de oro. La analogía aparente entre estos casos, y de nuevo la falta de analogía, es lo que causa nuestra confusión. Y es esta característica perturbadora de nuestra gramática la que no percibe el realista. Puede concebirse que yo sienta dolor en una muela en la boca de otro hombre; y la persona que dice que no puede sentir el dolor de muelas de otro no está negando esto. Sólo veremos claramente la dificultad gramatical en que nos encontramos si nos familiarizamos con la idea de sentir dolor en el cuerpo de otra persona. Pues de otro modo, si nos enredamos con este problema, será muy fácil que confundamos nuestra proposición metafísica: «No puedo sentir su dolor» con la proposición empírica: «No podemos tener (por regla general no tenemos) dolores en las muelas de otra persona». En esta proposición las palabras «no podemos» se usan del mismo modo que en la proposición: «Un clavo de hierro no puede rayar el cristal.» (Podríamos escribir esto de la siguiente forma: «la experiencia enseña que un clavo de hierro no raya el cristal», acabando así con el «no puede».) A fin de ver que es concebible que una persona tuviese dolor en el cuerpo de otra persona, hay que examinar a qué tipo de hechos llamamos criterios de que un dolor esté en un cierto lugar. Es fácil imaginar el siguiente caso: cuando veo mil manos no siempre tengo conciencia de su conexión con el resto de mi cuerpo. Es decir, muchas veces veo moverse mi mano, pero no veo el brazo que la conecta a mi tronco. Y tampoco es necesario que yo compruebe en este momento la existencia del brazo de cualquier otro modo. Por tanto, por lo que yo conozco, la mano puede estar conectada al cuerpo de una persona que se encuentre a mi lado (o bien, naturalmente, no encontrarse conectada a cuerpo humano alguno). Supongamos que yo siento un dolor que, exclusivamente sobre los datos del dolor, por ejemplo, con los ojos cerrados, yo diría que es un dolor en mi mano izquierda. Alguien me pide que toque el lugar doloroso con mi mano derecha. Lo hago y al abrir los ojos veo que estoy tocando la mano de mi vecino (entendiendo por tal la mano conectada al tronco de mi vecino).
Preguntemónos: ¿Cómo sabemos a dónde hemos de señalar cuando se nos pide que señalemos el lugar dolorido? ¿Puede compararse este tipo de indicación con la indicación de una mancha negra sobre una hoja de papel cuando alguien dice: «Señale en esta hoja la mancha negra»? Supongamos que alguien dijese: «Usted señala a este lugar porque, antes de señalar, sabe que los dolores son allí»; pregúntemenos: «¿Qué significa saber que los dolores son allí?» La palabra «allí» se refiere a un lugar; ¿pero en qué espacio, es decir, un 'lugar' en qué sentido? ¿Conocemos el lugar del dolor en el espacio euclídeo, de tal modo que cuando conocemos dónde nos duele sabemos a qué distancia es de dos de las paredes de esta habitación y del suelo? Cuando me duele la yema del dedo y me toco una muela con ella, ¿mi dolor es ahora un dolor de muela y un dolor de dedo? Sin duda, en cierto sentido puede decirse que el dolor está localizado sobre la muela. La razón por la que resulta erróneo en este caso decir que tengo dolor de muelas ¿es acaso que, para ser de la muela, el dolor tendría que estar alejado un dieciseisavo de pulgada de la yema de mi dedo? Recordemos que la palabra «donde» puede referirse a lugares en muchos sentidos diferentes. (Con esta palabra se juegan muchos juegos gramaticales diferentes, que se parecen más o menos entre sí. Pensemos en los diferentes usos del numeral «1».) Yo puedo saber dónde está una cosa y señalar entonces hacia ella en virtud de este conocimiento. Lo que conozco me dice a dónde tengo que señalar. Al hacerlo concebimos este conocimiento como la condición para señalar deliberadamente al objeto. De este modo alguien puede decir: «Puedo señalar al lugar a que usted se refiere porque lo veo», «puedo dirigirle hacia ese sitio porque sé dónde está; dé la vuelta primero hacia la derecha, etc." Ahora nos sentimos inclinados a decir: «Yo tengo que saber dónde está una cosa antes de que pueda señalar hacia ella.» Quizá nos sentiremos más a disgusto al decir: «Tengo que saber dónde está una cosa antes de que pueda fijarme en ella.» Naturalmente, algunas veces es correcto decir esto. Pero sentimos la tentación de pensar que hay un estado o acontecimiento psíquico particular, el conocimiento del lugar, que tiene que preceder a cualquier acto deliberado de señalar, moverse hacia, etc. Pensemos en el caso análogo: «Sólo puede obedecerse una orden después de haberla comprendido.»
Si yo señalo al lugar dolorido de mi brazo, ¿en qué sentido puede decirse que yo sabía donde estaba el dolor antes de que señalase hacia el lugar? Antes de señalar yo podría haber dicho: «El dolor está en mi brazo izquierdo.» Supongamos que mi brazo estuviese cubierto con una red de líneas numeradas de tal modo que yo pudiese referirme a cualquier lugar de su superficie. ¿Era necesario que yo hubiese sido capaz de describir el lugar doloroso por medio de estas coordenadas antes de que pudiese señalarlo? Lo que quiero decir es que el acto de señalar determina un lugar de dolor. Este acto de señalar, dicho sea de paso, no ha de confundirse con el de encontrar el lugar dolorido a base de pruebas. De hecho, ambos pueden conducir a resultados diferentes.
Pueden pensarse una innumerable variedad de casos en los que diríamos que alguien tiene dolores en el cuerpo de otra persona; o bien, digamos, en un mueble o en cualquier lugar vacío. Desde luego, no tenemos que olvidar que un dolor en un sitio concreto de nuestro cuerpo, por ejemplo, en una muela de arriba, tiene un acompañamiento táctil y cinestésico particular. Moviendo nuestra mano hacia arriba un corto trecho tocamos nuestro ojo; y las palabras «corto trecho» se refieren aquí a una distancia táctil o a una distancia cinestésica o a ambas. (Es fácil imaginar distancias táctiles y cinestésicas correlacionadas de modos diferentes a los usuales. La distancia que hay desde nuestra boca hasta nuestro ojo puede parecer muy grande 'a los músculos de nuestro brazo' cuando movemos nuestro dedo desde la boca hasta el ojo. Pensemos en lo grande que nos imaginamos que es el agujero que tenemos en la muela cuando el dentista nos aplica el torno e introduce algún instrumento para explorarla.)
Cuando dije que si movíamos nuestra mano un poco hacia arriba tocábamos nuestro ojo, me estaba refiriendo solamente a la evidencia táctil. Es decir, el criterio para saber que mi dedo estaba tocando mi ojo iba a ser solamente que yo tuviese la sensación particular que me habría hecho decir que yo estaba tocando mi ojo, incluso aunque no tuviese evidencia visual de ello e incluso si, mirándome en un espejo, veía que mi dedo no tocaba mi ojo, sino, por ejemplo, mi frente. Del mismo modo que la 'pequeña distancia' a que me he referido era una distancia táctil o cinestésica, así también los lugares de los que dije «están separados por una pequeña distancia» eran lugares táctiles. Decir que mi dedo se mueve en el espacio táctil y cinestésico desde mi muela hasta mi ojo significa entonces que yo tengo aquellas experiencias táctiles y cinestésicas que tenemos normalmente cuando decimos «mi dedo se mueve desde mi muela hasta mi ojo». Pero lo que consideramos como fundamento de esta última proposición no es en modo alguno, como sabemos todos, un fundamento exclusivamente táctil y cinestésico. En realidad, si yo tuviese las referidas sensaciones táctiles y cinestésicas, todavía podría negar la proposión «mi dedo se mueve, etcétera» a causa de lo que viese. Esta proposición es una proposición sobre objetos físicos. (Y no se piense ahora que la expresión «objetos físicos» se pretende que distinga un tipo de objeto de otro.) La gramática de las proposiciones que llamamos proposiciones sobre objetos físicos admite una variedad de fundamentos para cada una de tales proposiciones. La gramática de la proposición «mi dedo se mueve, etcétera…» está caracterizada por el hecho de que yo considero como fundamentos suyos las proposiciones «le veo moverse», «siento que se mueve», «él ve que se mueve», «él me dice que se mueve», etc. Ahora bien, si yo digo «veo que se mueve mi mano», esto parece dar por supuesto a primera vista que yo estoy de acuerdo con la proposición «mi mano se mueve». Pero si yo considero la proposición «veo que mi mano se mueve» como uno de los fundamentos de la proposición «mi mano se mueve», la verdad de esta última no está implícita desde luego en la verdad de la primera. Por esta razón podría sugerirse la expresión «parece como si mi mano se estuviese moviendo» en lugar de «veo moverse mi mano». Pero esta expresión, aunque indica que puede parecer que mi mano se está moviendo sin moverse realmente, podría sugerir todavía que, después de todo, tiene que haber una mano para que pueda parecer que se mueve; cuando nosotros podríamos imaginar fácilmente casos en los que la proposición que describe el fundamento visual es verdadera y al mismo tiempo otras razones nos hacen decir que yo no tengo mano. Nuestra forma ordinaria de expresión no deja ver esto. En el lenguaje ordinario nos encontramos con la dificultad de tener que describir, por ejemplo, una sensación táctil mediante términos que designan objetos físicos, tales como las palabras «ojo», «dedo», etc., cuando lo que queremos decir no implica la existencia de un ojo o un dedo, etc. Tenemos que utilizar una descripción indirecta de nuestras sensaciones. Naturalmente, esto no significa que el lenguaje ordinario sea insuficiente para nuestros propósitos especiales, sino que es un poco engorroso y a veces nos despista. La razón de esta peculiaridad de nuestro lenguaje es, desde luego, la coincidencia regular de ciertas experiencias sensoriales. Así, cuando siento que mi brazo se mueve, la mayor parte de las veces le puedo ver también moverse. Y si le toco con la mano, también la mano siente el movimiento, etc. (La persona a la que se le ha amputado un pie describirá un dolor particular como dolor del pie.) En tales casos sentimos una fuerte necesidad de expresiones como: «una sensación marcha desde mi mejilla táctil a mi ojo táctil». He dicho todo esto porque, si se tiene conciencia del marco táctil y cinestésico de un dolor, puede resultar difícil imaginar que se pueda tener dolor de muelas en cualquier otro sitio que en las propias muelas de uno. Pero si imaginamos tal caso, esto significa simplemente que imaginamos que entre las experiencias visuales, táctiles, cinestésicas, etc. se da una correlación diferente de la correlación ordinaria. Así, podemos imaginarnos a una persona que tenga la sensación de dolor de muelas más las experiencias táctiles y cinestésicas que van unidas normalmente con el hecho de ver moverse su mano desde sus muelas a su nariz, sus ojos, etc., pero correlacionadas con la experiencia visual de que su mano se mueve hacia estos lugares en la cara de otra persona. O bien podemos imaginar una persona que tenga la sensación cinestésica de mover su mano y la sensación táctil, en sus dedos y en su cara, de que sus dedos se mueven sobre su cara, mientras que sus sensaciones cinestésicas y visuales habrían de describirse como las de moverse sus dedos sobre su rodilla. Si tuviésemos una sensación de dolor de muelas más ciertas sensaciones táctiles y cinestésicas que suelen ser características del hecho de tocar la muela dolorida y las partes cercanas de nuestra cara y si estas sensaciones fuesen acompañadas por el hecho de ver que mi mano toca el borde de mi mesa y se mueve sobre él, tendríamos dudas sobre si llamar o no a esta experiencia una experiencia de dolor de muelas en la mesa. Por otra parte, si las sensaciones táctiles y cinestésicas descritas estuviesen relacionadas con la experiencia visual de ver «mi mano tocar una muela y otras partes de la cara de otra persona», no hay duda que yo llamaría a esta experiencia «dolor de muelas en la muela de otra persona».
He dicho que la persona que sostenía que era imposible sentir el dolor de otra persona no intentaba negar con ello que una persona pudiese sentir dolor en el cuerpo de otra persona. En realidad, habría dicho: «Yo puedo tener dolor de muelas en las muelas de otro hombre, pero no su dolor de muelas».
Así pues, las proposiciones «A tiene una muela de oro» y «A tiene dolor de muelas» no se usan de modo análogo. Difieren en su gramática, mientras que a primera vista pudiera parecer que no difieren.
En cuanto al uso de la palabra «imaginar», alguien podría decir: «Indudablemente, hay un acto perfectamente definido de imaginar que otra persona tiene dolores». Naturalmente, nosotros no lo negamos, ni ningún otro enunciado sobre hechos. Pero veamos: si nos formamos una imagen del dolor de otra persona, ¿la aplicamos del mismo modo que aplicamos, por ejemplo, la imagen de un ojo negro, cuando imaginamos que la otra persona lo tiene así? Volvamos a reemplazar imaginar, en el sentido ordinario, por la realización de una imagen pintada. (Este podría muy bien ser el modo que ciertos seres tuviesen de imaginar.) Hagamos entonces que una persona imagine de este modo que A tiene un ojo negro. Una aplicación muy importante de esta imagen será compararla con el ojo real para ver si la imagen es correcta. Cuando nosotros imaginamos de un modo vivido que alguien sufre dolores, suele entrar en nuestra imagen lo que podríamos llamar una sombra de un dolor sentido en el lugar que corresponde a aquel en el que decimos que él siente el dolor. Pero el sentido en el que una imagen es una imagen está determinado por el modo de compararla con la realidad. Podríamos llamar a esto el método de proyección. Ahora bien, pensemos en la comparación de una imagen del dolor de muelas de A con su dolor de muelas. ¿Cómo se los compararía? Si se dice que se los compara 'indirectamente' a través de su conducta corporal, yo respondo que esto significa que no se los compara como se compara la imagen de su conducta con su conducta.
Igualmente, cuando se dice: «Le concedo que no puede saberse cuándo tiene dolores A; sólo puede conjeturarse», no se ve la dificultad que encierran los diferentes usos de las palabras «conjeturar» y «conocer». ¿A qué tipo de imposibilidad se estaba uno refiriendo cuando dijo que no se podía conocer? ¿No se estaba pensando en un caso análogo al de no poder conocer si la otra persona tenía una muela de oro en su boca porque tenía la boca cerrada? En este caso podía imaginarse conocer lo que, sin embargo, no se conocía; tenía sentido decir que se veía la muela aunque no se veía; o mejor, tiene sentido decir que no se ve su muela y, por tanto, también tiene sentido decir que se ve. Por otra parte, cuando se me concedió que una persona no puede saber si otra persona tiene dolores, no se quería decir que resulta que en la realidad la gente no lo sabe, sino que no tenía sentido decir que lo sabían (y, por tanto, tampoco tiene sentido decir que no lo saben). Por tanto, si se usa en este caso el término «conjeturar» o «creer», no se usa como opuesto a «saber». Es decir, no se afirmaba que conocer fuese una meta que no se podía alcanzar y que hubiese que contentarse con conjeturar: más bien lo que sucede es que en este juego no hay meta. Igual que cuando alguien dice: «No se puede contar la serie entera de los números cardinales» no expresa un hecho sobre la fragilidad humana, sino sobre una convención que hemos hecho. Nuestro enunciado no puede compararse, aunque siempre se le compare erróneamente, con otro como «es imposible para un ser humano cruzar a nado el Atlántico»; pero es análogo a un enunciado como «no hay meta en una carrera de resistencia». Y ésta es una de las cosas que siente oscuramente la persona que no se da por satisfecha con la explicación de que aunque no se puede saber… se puede conjeturar…
Si nos enfadamos con alguien porque sale a la calle en un día frío estando acatarrado, a veces decimos: «A mí no me va a molestar tu resfriado». Y esto puede significar: «Yo no sufro cuando tú estás acatarrado». Esta es una proposición que la experiencia enseña. Pues, por así decirlo, podríamos imaginar una conexión inalámbrica entre los dos cuerpos que hiciese que una persona tuviese dolor de cabeza cuando la otra hubiese expuesto la suya al aire frío. Se podría argüir en este caso que los dolores son míos porque los siento en mi cabeza; pero supongamos que otra persona y yo tuviésemos en común una parte de nuestros cuerpos, digamos una mano. Imaginemos los nervios y tendones de mi brazo y los del brazo de A conectados a esta mano por una operación. Imaginemos ahora que una avispa pica el brazo. Los dos gritamos, hacemos un gesto de dolor y damos la misma descripción del dolor, etc. ¿Diremos ahora que tenemos el mismo dolor o dolores diferentes? Si en tal caso alguien dice: «Sentimos dolor en el mismo sitio, en el mismo cuerpo, nuestras descripciones coinciden, pero aun con todo mi dolor no puede ser suyo», yo supongo que se inclinará a decir como justificación: «porque mi dolor es mi dolor y su dolor es su dolor». Y entonces se está haciendo un enunciado gramatical sobre la utilización de la expresión «el mismo dolor». Se dice que no se quiere aplicar la expresión «tiene mi dolor» o «ambos tenemos el mismo dolor», y en su lugar se utilizará quizá una expresión como «su dolor es exactamente igual al mío». (No sería un argumento decir que ambos no pueden tener el mismo dolor porque se podría anestesiar o matar a uno de ellos mientras el otro seguía sintiendo el dolor.) Naturalmente, si excluimos de nuestro lenguaje la expresión «yo tengo su dolor de muelas», al hacerlo excluimos también «yo tengo (o siento) mi dolor de muelas». Otra forma de nuestro enunciado metafísico es ésta: «Los datos sensoriales de un hombre son privativos suyos.» Y esta forma de expresarlo es incluso más desorientadora porque se parece todavía más a una proposición empírica; el filósofo que dice esto pude muy bien pensar que está expresando una especie de verdad científica.
Nosotros utilizamos la expresión «dos libros tienen el mismo color», pero podríamos decir perfectamente: «No pueden tener el mismo color, porque, después de todo, este libro tiene su propio color y el otro libro tiene también su propio color». También esto sería enunciar una regla gramatical —una regla que, dicho sea de paso, no está de acuerdo con nuestro uso ordinario. La razón por la que se puede pensar siquiera en estos dos diferentes usos es la siguiente: nosotros comparamos ti caso de los datos sensoriales con el de los cuerpos físicos, caso en el que distinguimos entre «ésta es la misma silla que vi hace una hora» y «ésta no es la misma silla, sino una exactamente igual a la otra». Aquí tiene sentido decir: «A y B no pueden haber visto la misma silla, pues A estaba en Londres y B en Cambridge; vieron dos sillas exactamente iguales», y esta proposición es una proposición empírica. (Aquí sería útil que se considerasen los diferentes criterios de lo que llamamos la «identidad de estos objetos». ¿Cómo aplicamos los enunciados: «Este es el mismo día…», «ésta es la misma palabra…», «ésta es la misma ocasión…», etc.?)
Lo que hemos hecho en estas discusiones es lo que hacemos siempre que nos encontramos la palabra «poder» en una proposición metafísica. Mostramos que esta proposición esconde una regla gramatical. Es decir, destruimos la semejanza externa entre una proposición metafísica y una proposición empírica, y tratamos de encontrar la forma de expresión que satisface cierto anhelo del metafísico no satisfecho por nuestro lenguaje natural y que, en la medida en que no es satisfecho, produce la confusión filosófica. Sucede lo mismo cuando yo digo en sentido metafísico: «Yo tenga que conocer siempre cuándo siento dolor»; esto hace simplemente redudante la palabra «conocer» y en lugar de decir: «Sé que me duele», puedo decir simplemente: «Me duele». Desde luego, el asunto es diferente si atribuimos un sentido a la expresión «dolor inconsciente» fijando criterios experimentales para el caso en que una persona tenga dolor y no lo sepa, y si entonces decimos (correcta o equivocadamente) que de hecho nadie ha tenido nunca dolores de los que no se diese cuenta.
Cuando decimos: «Yo no puedo sentir su dolor», se presenta por sí misma ante nosotros la idea de una barrera insuperable. Pensemos por lo pronto en un caso similar: «Los colores verde y azul no pueden estar simultáneamente en el mismo sitio.» El modelo de imposibilidad física que se nos viene ahora a las mientes puede que no sea el de una barrera; nos parece más bien que los dos colores se obstaculizan uno a otro. ¿Cuál es el origen de esta idea? Decimos que tres personas no pueden sentarse una al lado de otra en este banco; no tienen sitio. Ahora bien, el caso de los colores no es análogo a éste; pero se parece algo a decir: «3 x 18 pulgadas no caben en 3 pies». Esta es una regla gramatical y enuncia una imposibilidad lógica. La proposición: «Tres personas no pueden sentarse una al lado de otra en un banco de una yarda de longitud» enuncia una imposibilidad física; y este ejemplo muestra claramente por qué se confunden las dos imposibilidades. (Compárense la proposición: «El es seis pulgadas más alto que yo» con la proposición «seis pies son seis pulgadas más largos que cinco pies seis pulgadas». Estas proposiciones son de clases completamente diferentes, pero tienen exactamente la misma apariencia.) La razón por la que se nos ocurre en estos casos la idea de la imposibilidad física es, por una parte, la de que decidimos en contra de la utilización de una determinada forma de expresión y, por otra, la de que nos sentimos profundamente inclinados a utilizarla, ya que (a) suena perfectamente en español o en alemán, etc., y (b) hay formas de expresión muy similares que se usan en otros sectores de nuestro lenguaje. Hemos decidido en contra de la utilización de la expresión: «Están en el mismo lugar»; por otra parte, esta expresión se nos presenta como muy recomendable por su analogía con otras expresiones, de modo que, en un cierto sentido, tenemos que eliminar esta forma de expresión por la fuerza. Y es por esto por lo que nos parece a nosotros mismos que estamos rechazando una proposición universalmente falsa. Nos hacemos una imagen como la de los dos colores que se obstaculizan uno a otro o la de una barrera que no permite a una persona acercarse a la experiencia de otra más que hasta la situación de observar su conducta; pero al considerarlo más en detalle encontramos que no podemos aplicar la imagen que hemos hecho.
Nuestra indecisión entre la imposibilidad lógica y la física nos hace hacer enunciados como el siguiente: «Si lo que yo siento es siempre únicamente mi dolor, ¿qué significado puede tener la suposición de que alguien más tiene dolor?» Lo que hay que hacer en tales casos es contemplar siempre cómo se usan de hecho en nuestro lenguaje las palabras en cuestión. En todos estos casos nosotros estamos considerando un uso distinto del que nuestro lenguaje ordinario hace de las palabras. Un uso que, por otra parte, precisamente entonces nos parece altamente recomendable por alguna razón. Cuando algo relacionado con la gramática de nuestras palabras parece extraño, es porque nos sentimos inclinados alternativamente a utilizar una palabra de varios modos diferentes. Y es especialmente difícil descubrir que una afirmación que hace el metafísico expresa disconformidad con nuestra gramática cuando las palabras de esta afirmación pueden usarse también para expresar un hecho de experiencia. Así, cuando él dice «sólo mi dolor es dolor real», esta frase puede significar que las otras personas sólo están simulando. Y cuando dice «este árbol no existe cuan do nadie lo ve», esto puede significar: «este árbol se desvanece cuando le volvemos la espalda». La persona que dice «sólo mi dolor es real» no intenta decir que ha descubierto mediante los criterios comunes —es decir, los criterios que dan a nuestras palabras sus significados comunes— que las otras personas que decían que tenían dolores estaban mintiendo. Sino que contra lo que se rebela es contra el uso de esta expresión en conexión con estos criterios. Es decir, pone objeciones al hecho de que se use esta palabra del modo particular en que se usa comúnmente. Por otra parte, no se da cuenta de que está oponiéndose a una convención. Ve un modo de dividir el país distinto del que se usa en el mapa ordinario. Se siente inclinado, por así decirlo, a utilizar el nombre «Devonshire» no para el distrito con su delimitación convencional, sino para una región delimitada de modo diferente. Podría expresarlo diciendo: «¿No es absurdo hacer de esto un distrito, trazar los límites aquí?» Pero lo que dice es: «El Devonshire real es éste.» Nosotros podríamos responder: «Lo que usted quiere es solamente una nueva notación y los hechos geográficos no se cambian mediante una nueva notación.» Es verdad, sin embargo, que nosotros podemos ser atraídos o repelidos irresistiblemente por una notación. (Olvidamos fácilmente cuánto puede significar para nosotros una notación, una forma de expresión, y que cambiarla no es siempre tan fácil como suele serlo en matemáticas o en ciencias. Un cambio de vestidos o de nombres puede significar muy poco y puede significar muchísimo.)
Intentaré elucidar el problema discutido por realistas, idealistas y solipsistas mostrándoles un problema estrechamente relacionado con él. Es éste: «¿Podemos tener pensamientos inconscientes, sentimientos inconscientes, etc.?» La idea de que existan pensamientos inconscientes ha producido repugnancia a mucha gente. Otros, en cambio, han dicho que los primeros se equivocaban al suponer que sólo puede haber pensamientos conscientes y que el psicoanálisis había descubierto los inconscientes. Los que ponían objeciones al pensamiento inconsciente no veían que no estaban atacando a las reacciones psicológicas recién descubiertas, sino al modo como se describían. Por otra parte, los psicoanalistas se vieron llevados por su propio modo de expresión a pensar erróneamente que habían descubierto, en un cierto sentido, pensamientos conscientes que eran insconcientes. El primero podría haber expresado su objeción diciendo: «Nosotros no queremos utilizar la expresión 'pensamientos inconscientes'; deseamos reservar la palabra 'pensamiento' para lo que ustedes llaman 'pensamientos conscientes'". Enuncian mal su causa cuando dicen: «Solamente puede haber pensamientos conscientes y no puede haberlos inconscientes». Pues si no quieren hablar de «pensamiento inconsciente», tampoco deberían utilizar la expresión «pensamiento consciente».
¿Pero no es justo decir que, en cualquier caso, la persona que habla tanto de pensamientos conscientes como inconscientes, al hacerlo usa la palabra «pensamientos» de dos modos diferentes? ¿Utilizamos un martillo de dos modos diferentes cuando golpeamos con él un clavo y cuando introducimos un taco en un agujero? ¿Y lo utilizamos de dos modos diferentes o del mismo modo cuando introducimos este taco en este agujero y cuando introducimos otro taco en otro agujero? ¿O solamente deberíamos llamarlos usos diferentes cuando en un caso introducimos algo en algo y, en otro, por ejemplo, rompemos algo? ¿O todo esto es utilizar el martillo de un solo modo y únicamente ha de hablarse de un modo diferente cuando utilizamos el martillo como pisapapeles? ¿En qué casos vamos a decir que una palabra se usa de dos modos diferentes y en cuáles que se usa de un solo modo? Decir que una palabra se usa de dos (o más) modos diferentes no nos da todavía en sí mismo idea alguna sobre su uso. Solamente especifica un modo de observar este uso, proporcionando un esquema de su descripción con dos (o más) subdivisiones. Está muy bien decir: «Yo hago dos cosas con este martillo: clavo un clavo en esta tabla y uno en esta otra». Pero también podría haber dicho: «Sólo estoy haciendo una cosa con este martillo; estoy clavando un clavo en esta tabla y uno en esta otra». Puede haber dos tipos de discusiones sobre si una palabra se usa de un modo o de dos: a) Dos personas pueden discutir si la palabra inglesa «cleave» se utiliza solamente en el caso de partir en trozos algo o también para el caso de unir unas cosas a otras. Esta es una discusión sobre los hechos de cierto uso real. b) Pueden discutir si la palabra «altus», que significa tanto «profundo» como «alto», se usa por ello de dos modos diferentes. Esta cuestión es análoga a la cuestión de si la palabra «pensamiento» se usa de dos modos o de uno cuando hablamos de pensamiento consciente e inconsciente. La persona que dice «sin duda, son dos usos diferentes» ha decidido ya utilizar un esquema de dos modos, y lo que dijo expresaba esta decisión.
Ahora bien, cuando el solipsista dice que únicamente sus propias experiencias son reales, es inútil contestarle: «¿Por qué nos dice esto, si usted no cree que nosotros lo oigamos realmente?» O, en todo caso, si le damos esta respuesta, no tenemos que creer que hemos contestado a su dificultad. No hay respuesta de sentido común para un problema filosófico. Solamente se puede defender el sentido común contra, los ataques de los filósofos resolviendo sus enredos, es decir, curándolos de la tentación de atacar el sentido común; pero no reafirmando los puntos de vista del sentido común. Un filósofo no es un hombre que haya perdido el sentido, una persona que no vea lo que todo el mundo ve; por otra parte, su desacuerdo con el sentido común no es tampoco el del científico, que discrepa de las opiniones ordinarias del hombre de la calle. Es decir, su desacuerdo no está fundado en un conocimiento de hecho más sutil. Por tanto, tenemos que investigar el origen de su enredo. Y encontramos que no sólo se produce confusión y disgusto mental cuando no se satisface nuestra curiosidad sobre determinados hechos o cuando no podemos encontrar una ley de la naturaleza que se adapte a toda nuestra experiencia, sino también cuando nos desagrada una notación —quizá a causa de que evoca diversas asociaciones. Nuestro lenguaje ordinario, que de todas las posibles notaciones es la que impregna toda nuestra vida, mantiene nuestra mente rígidamente en una posición, por así decirlo, y en esta posición la mente se siente a veces entumecida, deseando adoptar otras posiciones. De este modo, nosotros a veces deseamos una notación que acentúe con más fuerza una diferencia, la haga más evidente de lo que la hace el lenguaje ordinario, o bien una que utilice en un caso particular formas similares de expresión de un modo más uniforme que nuestro lenguaje ordinario. Nuestro entumecimiento mental desaparece cuando se nos muestran las notaciones que satisfacen estas necesidades. Estas necesidades pueden ser de lo más variadas.
Ahora bien, la persona a la que llamamos solipsista y que dice que únicamente sus propias experiencias son reales no por ello discrepa de nosotros sobre ninguna cuestión práctica de hecho; no dice que nosotros estamos simulando cuando nos quejamos de dolores; nos compadece tanto como cualquier otra persona y, al mismo tiempo, quiere restringir el uso del epíteto «real» a lo que nosotros llamaríamos sus experiencias; y tal vez no quiera llamar siquiera «experiencias» a nuestras experiencias (sin discrepar aquí tampoco con nosotros sobre ninguna cuestión de hecho). Pues él diría que era inconcebible que experiencias distintas de las suyas propias fuesen reales. Por tanto, él debe usar una notación en la que una expresión como «A tiene un dolor de muelas real» (en la que A no es él) carezca de sentido, una notación cuyas reglas excluyan esta expresión del mismo modo que las reglas del ajedrez excluyen que un peón haga un movimiento de caballo. La sugestión del solipsista lleva a utilizar una expresión como «hay dolor de muelas real» en lugar de «Smith (el solipsista) tiene dolor de muelas». ¿Y por qué no habríamos de admitirle esta notación? No necesito decir que, para evitar confusiones, él haría mejor si no usase en este caso la palabra «real» como opuesta a «simulado»; lo que quiere decir exactamente que tendremos que realizar la distinción «real»/«simulado» de algún otro modo. El solipsista que dice: «Sólo yo siento dolor real», «sólo yo veo (u oigo) realmente» no está manifestando una opinión; y ésta es la razón de que esté tan seguro de lo que dice. Tiene la tentación irresistible de utilizar una cierta forma de expresión; pero todavía tenemos que encontrar por qué la tiene.
La expresión «sólo yo veo realmente» está estrechamente conectada con la idea expresada en la afirmación «nosotros nunca sabemos lo que la otra persona ve realmente cuando mira a una cosa» o con ésta: «nosotros no podemos saber nunca si él llama 'azul' a la misma cosa que nosotros llamamos 'azul'". Realmente podríamos argüir: «Yo no puedo saber nunca lo que él ve, ni siquiera si ve, pues todo lo que yo tengo son signos de varios tipos que él me da; por tanto, es una hipótesis completamente innecesaria decir que él ve; lo que es ver, yo sólo lo sé porque yo mismo veo; yo sólo he aprendido que la palabra 'ver' significa lo que yo hago». Naturalmente, esto no es del todo verdad, pues indudablemente yo he aprendido un uso diferente y mucho más complicado de la palabra «ver» que el que aquí profeso. Aclaremos mediante un ejemplo de una esfera un poco diferente la tendencia que me guió cuando lo hice: consideremos este argumento: «¿Cómo podemos desear que este papel sea rojo si no es rojo? ¿No significa esto que yo deseo lo que ni siquiera existe? Por tanto, mi deseo sólo puede contener algo similar a que el papel sea rojo. ¿No deberíamos, pues, utilizar una palabra diferente de 'rojo' cuando hablamos de desear que algo sea rojo? La representación del deseo nos muestra, sin duda, algo menos definido, algo más vago que la realidad de que el papel es rojo. Por tanto, en lugar de 'yo deseo que este papel sea rojo', yo debería decir algo parecido a 'yo deseo un rojo pálido para este papel'". Pero si él hubiese dicho, hablando corrientemente, «yo deseo un rojo pálido para este papel», para satisfacer su deseo nosotros lo habríamos pintado de un rojo pálido —y esto no era lo que él quería. Por otra parte, no hay nada que objetar a la adopción de la forma de expresión que él sugiere en tanto en cuanto sepamos que él utiliza la expresión, «yo deseo un x pálido para este papel» para indicar siempre lo que nosotros expresamos ordinariamente con «yo deseo que este papel tenga el color x». Lo que él dijo hacía realmente recomendable su notación, en el sentido en que puede recomendarse una notación. Pero no nos dijo una nueva verdad, ni nos mostró que lo que nosotros decíamos antes fuese falso. (Todo esto conecta nuestro problema presente con el problema de la negación. Solamente les haré una indicación diciendo que sería posible una notación en la que, para decirlo en pocas palabras, una cualidad tuviese siempre dos nombres, uno para el caso de que se diga que algo la tiene y el otro para el caso de que se diga que algo no la tiene. La negación de «este papel es rojo» podría ser entonces, por ejemplo, «este papel no es rojo». De hecho, tal notación satisfaría algunos de los deseos que nos son negados por nuestro lenguaje ordinario y que algunas veces producen un espasmo de confusión filosófica sobre la idea de la negación.)
La dificultad que expresamos diciendo: «Yo no puedo saber lo que él ve cuando dice (de verdad) que ve una mancha azul» surge de la idea de que «saber lo que él ve» significa: «ver lo que él también ve»; sin embargo, no en el mismo sentido en que lo hacemos cuando ambos tenemos el mismo objeto ante nuestros ojos, sino en el sentido en el que el objeto visto sería un objeto, por así decirlo, en su cabeza, o en él. La idea es la de que el mismo objeto puede estar ante sus ojos y ante los míos, pero que yo no puedo introducir mi cabeza en la suya (o mi mente en la suya, lo que viene a ser lo mismo) de tal modo que el objeto real e inmediato de su visión se convierta también en el objeto real e inmediato de mi visión. Con «yo no sé lo que él ve» nosotros queremos decir realmente «yo no sé lo que él mira», donde 'lo que él mira' está oculto y él no puede mostrármelo; está ante su visión mental. Por tanto, para librarnos de este enredo, examinemos la diferencia gramatical existente entre los enunciados «yo no sé lo que él ve» y «yo no sé lo que él mira», tal como se usan de hecho en nuestro lenguaje.
La expresión más satisfactoria de nuestro solipsismo parece ser a veces ésta: «Cuando algo es visto (realmente visto), soy yo siempre quien lo ve».
Lo que nos extrañará de esta expresión son las palabras «yo siempre». ¿Siempre quién? Pues, por raro que parezca, yo no quiero decir: «siempre L. W.». Esto nos lleva a considerar los criterios de la identidad de una persona. ¿En qué circunstancias decimos: «Esta es la misma persona a la que vi hace una hora»? Nuestro uso real de la expresión «la misma persona» y del nombre de una persona se basa sobre el hecho de que muchas características que utilizamos como criterios de identidad coinciden en la gran mayoría de los casos. Por regla general, a mí se me reconoce por la apariencia de mi cuerpo. La apariencia de mi cuerpo sólo cambia gradualmente y relativamente poco, y de un modo semejante, mi voz, mis hábitos característicos, etc. cambian sólo lentamente y dentro de un margen reducido. Si tendemos a utilizar los nombres personales del modo que lo hacemos, es sólo como consecuencia de estos hechos. El mejor modo de ver esto es imaginar casos irreales que nos muestren qué diferentes 'geometrías' nos inclinaríamos a usar si los hechos fuesen diferentes. Imaginemos, por ejemplo, que todos los cuerpos humanos que existiesen tuviesen la misma apariencia, pero que, por otra parte, diferentes grupos de características pareciesen, por así decirlo, cambiar su habitación entre estos cuerpos. Un grupo de características de este tipo podría ser, por ejemplo, el carácter apacible unido a una voz muy aguda y movimientos lentos, o un temperamento colérico, una voz profunda y movimientos violentos, y otros semejantes. Bajo tales circunstancias, aunque sería posible dar nombres a los cuerpos, quizá estaríamos tan poco inclinados a hacerlo como lo estamos a dar nombres a las sillas de nuestro comedor. Por otra parte, podría ser útil dar nombre a los conjuntos de características, y el uso de estos nombres correspondería ahora grosso modo a los nombres personales de nuestro lenguaje actual.
O imaginemos que fuese usual que los seres humanos tuviesen dos caracteres, del siguiente modo: Periódicamente, la forma, dimensiones y características de la conducta de las personas sufren un cambio completo. Es lo corriente que una persona tenga estos dos estados y pase repentinamente de uno a otro. Es muy probable que en tal sociedad nos inclinásemos a bautizar a cada hombre con dos nombres y tal vez a hablar del par de personas que había en su cuerpo. Ahora bien, el doctor Jekyll y Mr. Hyde, ¿serían dos personas o serían la misma persona que simplemente cambiaba? Podemos decir lo que queramos. No estamos forzados a hablar de una doble personalidad.
Hay varios usos de la palabra «personalidad» que nos podernos sentir inclinados a adoptar, todos ellos más o menos parecidos. Lo mismo puede decirse de cuando definimos la identidad de una persona por medio de sus recuerdos. Imaginemos una persona cuyos recuerdos en los días pares de su vida comprendan los acontecimientos de todos estos días, omitiendo por completo lo que sucedió en los días impares. Por otra parte, en un día impar recuerda lo que sucedió en anteriores días impares, pero su memoria omite entonces los días pares sin sensación de discontinuidad. Si lo deseamos, podemos suponer también que tiene apariencias y características alternativas los días pares y los impares. ¿Estamos obligados a decir que aquí hay dos personas habitando el mismo cuerpo? Es decir, ¿es correcto decir que las hay y está mal decir que no las hay, o viceversa? Nada de esto. Pues el uso ordinario de la palabra «persona» es lo que podría llamarse un uso compuesto, satisfactorio en circunstancias ordinarias. Si yo supongo, como lo hago, que estas circunstancias han cambiado, la aplicación del término «persona» o «personalidad» ha cambiado con ello; y si yo deseo conservar este término y darle un uso análogo a su uso anterior, tengo libertad para escoger entre varios usos, es decir, entre varios tipos diferentes de analogía. Podría decirse en tal caso que el término «personalidad» no tiene un único heredero legítimo. (Este tipo de consideración es de importancia en la filosofía de las matemáticas. Considérese el uso de las palabras «prueba», «fórmula» y otras. Considérese la cuestión: «¿Por qué ha de llamarse 'filosofía' lo que hacemos aquí? ¿Por qué habría que considerarse como el único heredero legítimo de las diferentes actividades que tuvieron este nombre en otros tiempos?»)
Preguntémonos ahora a qué tipo de identidad de la personalidad nos estamos refiriendo cuando decimos «cuando algo es visto, soy siempre yo quien ve». ¿Qué es lo que quiero que tengan en común todos estos casos de visión? A modo de respuesta, tengo que confesarme a mí mismo que no es mi apariencia corporal. Cuando yo veo, no siempre veo parte de mi cuerpo. Y no es esencial que, si veo mi cuerpo entre las cosas que veo, tenga que tener siempre la misma apariencia. De hecho no me preocupo de cómo cambia. Y me pasa lo mismo con todas las propiedades de mi cuerpo, las características de mi conducta e incluso mis recuerdos. Cuando pienso un poco más sobre ello, veo que lo que yo deseaba decir era: «Siempre que se ve una cosa cualquiera, se ve algo». Es decir, aquello de lo que dije que continuaba a lo largo de todas las experiencias de ver no era ninguna entidad particular «yo», sino la experiencia misma de ver. Esto puede resultar más claro si imaginamos que la persona que hace nuestro enunciado solipsista señala hacia sus ojos mientras dice «yo». (Tal vez porque desea ser exacto y quiere decir expresamente qué ojos pertenecen a la boca que dice «yo» y a las manos que señalan a su propio cuerpo.) ¿Pero a qué está señalando? ¿A estos ojos particulares con la identidad de objetos físicos? (Para comprender esta frase, hay que recordar que la gramática de las palabras de las que decimos que representan objetos físicos está caracterizada por la forma en que utilizamos la expresión «el mismo tal-y-tal» o «el idéntico tal-y-tal», en donde «tal-y-tal» designa el objeto físico.) Decíamos antes que él no deseaba señalar a objeto físico particular alguno. La idea de que había hecho un enunciado significativo surgía de una confusión que corresponde a la confusión entre lo que llamaremos «el ojo geométrico» y «el ojo físico». Voy a indicar el uso de estos términos: si una persona trata de obedecer la orden «señale a su ojo», puede hacer varias cosas diferentes y hay varios criterios diferentes, que él aceptará, de si ha señalado a su ojo. Si estos criterios coinciden, como suelen hacerlo, puedo usarlos alternativamente y en combinaciones diferentes para mostrarme que he tocado mi ojo. Si no coinciden, tendré que distinguir entre diferentes sentidos de la frase «yo toco mi ojo» o «yo muevo mi dedo hacia mi ojo». Si, por ejemplo, tengo los ojos cerrados, puedo tener todavía en mi brazo la experiencia cinestésica característica que yo llamaría la experiencia cinestésica de levantar mi mano hacia mi ojo. Reconoceré que he logrado hacerlo por la sensación táctil peculiar de tocar mi ojo. Pero si mis ojos estuviesen tras una placa de vidrio sujeta de tal modo que me impidiese ejercer presión sobre mi ojo con mi dedo, habría todavía un criterio de sensación muscular que me haría decir que mi dedo estaba ahora frente a mi ojo. En cuanto a los criterios visuales, hay dos que puedo adoptar. Hay la experiencia ordinaria de ver levantarse mi mano y venir hacia mi ojo, y naturalmente esta experiencia es diferente de ver juntarse dos cosas, por ejemplo, dos yemas de dedos. Por otra parte, yo puedo utilizar como criterio de que mi dedo se mueve hacia mi ojo lo que veo cuando miro a un espejo y veo que mi dedo se acerca a mi ojo. Si este lugar de mi cuerpo que, decimos, «ve» ha de determinarse moviendo mi dedo hacia mi ojo, de acuerdo con el segundo criterio, puede concebirse entonces que yo pueda ver con lo que, de acuerdo con otros criterios, es la punta de mi nariz o lugares de mi frente; o bien yo podría señalar de este modo a un lugar que se encontrase fuera de mi cuerpo. Si yo deseo que una persona señale hacia su ojo (o sus ojos) únicamente de acuerdo con el segundo criterio, expresaré mi deseo diciendo: «Señale a su ojo (u ojos) geométrico». La gramática de las palabras «ojo geométrico» se halla con la gramática de las palabras «ojo físico» en la misma relación que la gramática de la expresión «el dato sensorial visual de un árbol» con la gramática de la expresión «el árbol físico». En uno y otro caso, el decir «el uno es un tipo de objeto diferente del otro» lo confunde todo; pues quienes dicen que un dato sensorial es un tipo de objeto diferente de un objeto físico interpretan erróneamente la gramática de la palabra «tipo», lo mismo que quienes dicen que un número es un tipo de objeto diferente de un numeral. Piensan que están haciendo un enunciado tal como «un tren, una estación de ferrocarril y un vagón de ferrocarril son tipos diferentes de objetos», cuando su enunciado es análogo a «un tren, un accidente ferroviario y una ley de ferrocarriles son tipos diferentes de objetos».
Lo que me impulsó a decir «soy siempre yo quien ve cuando se ve algo» podría haberlo expresado también diciendo: «siempre que se ve algo, es esto lo que se ve», acompañando la palabra «esto» con un gesto que abarque mi campo visual (pero sin referirme mediante «esto» a los objetos particulares que resulta que veo en este momento). Podría decirse: «Estoy señalando al campo visual como tal y no a nada que esté dentro de él». Y esto solamente sirve para poner de manifiesto la falta de sentido de la primera expresión.
Descartemos, pues, el «siempre» de nuestra expresión. Entonces puedo expresar todavía mi solipsismo diciendo: «Sólo lo que yo veo (o: veo ahora) es visto realmente». Y aquí me siento tentado a decir: «Aunque por la palabra 'yo' yo no entiendo L. W., podrá aceptarse que los demás entiendan que 'yo' significa L. W., si de hecho yo soy ahora L. W.» Podría expresar también mi pretensión diciendo: «Yo soy el receptáculo de la vida»; pero adviértase que es esencial que cualquiera a quien yo le diga esto sea incapaz de comprenderme. Es esencial que el otro no sea capaz de comprender 'lo que yo quiero decir realmente', aunque en la práctica él podría hacer lo que yo deseo concediéndome una posición excepcional en su notación. Pero yo deseo que sea lógicamente imposible que me comprenda; es decir, el afirmar que él me comprende debería ser no falso, sino carente de sentido. Mi expresión es así una de las muchas que se usan por los filósofos en varias ocasiones y que se supone que comunican algo a la persona que las dice, aunque sean esencialmente incapaces de comunicar nada a nadie más. Ahora bien, si comunicar un significado indica que una expresión va acompañada por o produce ciertas experiencias, nuestra expresión puede tener todo tipo de significados y yo no deseo decir nada sobre ellos. Pero, de hecho, nos vemos llevados a pensar equivocadamente que nuestra expresión tiene un significado en el sentido en que lo tiene una expresión no metafísica; pues comparamos erróneamente nuestro caso con otro en el que la otra persona no puede comprender lo que decimos porque le falta una determinada información. (Esta observación sólo puede volverse clara si comprendemos la conexión entre gramática y sentido y sinsentido.) Para nosotros el significado de una expresión está caracterizado por el uso que hacemos de ella. El significado no es un acompañamiento mental de la expresión. Por esta razón, la frase: «Yo pienso que con ella significo algo», o «estoy seguro de significar algo con ella», que tan frecuentemente oímos en las discusiones filosóficas para justificar el uso de una expresión, no es para nosotros justificación alguna. Nosotros preguntamos: «¿Qué quiere usted decir?», es decir, «¿Cómo usa usted esta expresión?» Si alguien me enseñase la palabra «banco» y dijese que él pone algunas veces o siempre una raya sobre ella, así: «banco», y que esto tiene algún significado para él, yo diría: «Yo no sé qué tipo de idea asocia usted con esta raya, pero a mí no me interesa a menos que usted me muestre que hay un uso de la raya en el tipo de cálculo en el que usted desea utilizar la palabra 'banco'". Yo quiero jugar al ajedrez y una persona pone al rey blanco una corona de papel, dejando inalterado el uso de la pieza, pero diciéndome que la corona tiene un significado para él en el juego, significado que no puede expresar mediante reglas. Yo digo: «en la medida en que no altera el uso de la pieza, no tiene lo que yo llamo un significado».
Se oye a veces que una expresión como «esto está aquí» tiene una especie de significado primitivo para mí, cuando mientras la digo señalo a una parte de mi campo visual, aunque no puede comunicar información a nadie más.
Cuando yo digo: «Solamente esto es visto», olvido que una frase puede resultarnos siempre completamente natural sin tener uso alguno en nuestro cálculo de lenguaje. Piénsese en la ley de identidad, «a=a», y en cómo nos esforzamos a veces por captar su sentido, por visualizarlo, mirando un objeto y repitiéndonos a nosotros mismos una frase como «este árbol es la misma cosa que este árbol». Los gestos e imágenes mediante los cuales doy aparentemente sentido a esta frase son muy similares a los que uso en el caso de «solamente esto es realmente visto». (Para lograr claridad sobre los problemas filosóficos es útil tomar conciencia de los detalles aparentemente carentes de importancia, de la situación concreta en la que nos inclinamos a hacer determinada afirmación metafísica. Así podemos sentir la tentación de decir: «Solamente esto es realmente visto» cuando miramos fijamente a las cosas que nos rodean y que no cambian, mientras que podemos no sentir en modo alguno la tentación de decirlo cuando al caminar miramos a nuestro alrededor.)
Como hemos dicho, no hay nada que objetar contra la adopción de un simbolismo en el que cierta persona posea siempre o de modo temporal una situación excepcional. Y, por tanto, es concebible que si yo digo la frase: «Sólo yo veo realmente» mis semejantes adapten a continuación su notación de tal modo que coincidan conmigo en decir «tal-y-tal es visto realmente» en lugar de «L. W. ve tal-y-tal», etc., etc. Lo que, sin embargo, es un error es pensar que yo puedo justificar esta elección de notación. Cuando dije sinceramente que sólo yo veía, me sentía también inclinado a decir que por «yo» yo no quería decir realmente L. W., aunque yo podría decir por ayudar a mis semejantes: «Quien ve ahora realmente es L. W.», si bien no es esto lo que yo pienso realmente. Casi podría decir que por «yo» yo entiendo algo que habita L. W. precisamente ahora, algo que los otros no pueden ver. (Me refería a mi mente, pero no podía señalarla más que por la vía de mi cuerpo.) No hay nada malo en sugerir que los otros deban darme un lugar excepcional en su notación; pero carece de sentido la justificación que yo quiero darle: que este cuerpo es actualmente la sede de lo que realmente vive. Pues hay que admitir que esto no es manifestar nada que sea cuestión de experiencia en sentido ordinario. (Y no se piense que es una proposición empírica que solamente yo puedo conocer porque solamente yo estoy en la posición de tener la experiencia concreta.) Ahora bien, la idea de que el yo real vive en mi cuerpo está conectada con la gramática peculiar de la palabra «yo» y con los malentendidos a que esta gramática puede dar lugar. Hay dos supuestos diferentes en el uso de la palabra «yo» (o «mi»), que yo llamaría «el uso como objeto» y «el uso como sujeto». Son ejemplos del primer tipo de uso los siguientes: «Mi brazo está roto», «yo he crecido seis pulgadas», «yo tengo un chichón en la frente», «el viento sopla sobre mi cabeza». Ejemplos del segundo tipo son: «Yo veo tal-ytal», «yo oigo tal-y-tal», «yo miento levantar mi brazo», «yo pienso que lloverá», «Yo tengo dolor de muelas». Puede indicarse la diferencia entre estas dos categorías diciendo: los supuestos de la primera categoría implican el reconocimiento de una persona concreta, y en estos casos existe la posibilidad de un error, o como debería expersarlo mejor: se ha tenido en cuenta la posibilidad de un error. En una máquina tragaperras se ha tenido en cuenta la posibilidad de fallar tantos. Por el contrario, no es uno de los azares del juego que las bolas no salgan si yo he metido una moneda en la ranura. Es posible que, por ejemplo, en un accidente, yo sienta dolor en mi brazo, vea un brazo roto a mi lado y piense que es el mío, cuando en realidad es el de mi vecino. Y mirando en un espejo yo podría confundir un chichón de su frente con uno en la mía. Por el contrario, no hay problema de reconocimiento de una persona cuando yo digo que tengo dolor de muelas. Carecería de sentido preguntar: «¿Está usted seguro de que es usted quien tiene dolores?» Ahora bien, si en este caso no es posible error alguno es porque el movimiento que podríamos inclinarnos a pensar que es un error, una 'mala jugada', no es siquiera un movimiento del juego. (En ajedrez distinguimos entre jugadas buenas y malas y llamamos un error al hecho de exponer la reina a un alfil. Pero no es error alguno convertir un peón en rey.) Y este modo de expresar nuestra idea sugiere ahora por sí mismo: que tan imposible es que al hacer el enunciado «yo tengo dolor de muelas» yo haya confundido a otra persona conmigo mismo, como lo es que me queje de dolor por equivocación, habiendo confundido conmigo a alguna otra persona. Decir «yo tengo dolor» no es un enunciado sobre una persona determinada en mayor medida que lo es el quejarse. «Pero sin duda la palabra 'yo' puesta en la boca de una persona se refiere a la persona que la dice; señala hacia él mismo; y con mucha frecuencia la persona que lo dice señala de hecho hacia sí misma con su dedo». Pero era completamente superfluo señalarse a sí mismo. Igual podría haberse limitado a levantar su mano. Sería equivocado decir que cuando alguien señala con su mano hacia el sol está señalando tanto al sol como a sí mismo, ya que es él quien señala; por otra parte, señalando puede llamar la atención tanto sobre el sol como sobre sí mismo.
La palabra «yo» no significa lo mismo que «L. W.», incluso si yo soy L. W., ni significa lo mismo que la expresión «la persona que está hablando ahora». Pero esto no quiere decir: que «L. W.» y «yo» signifiquen cosas diferentes. Todo lo que quiere decir es que estas palabras son instrumentos diferentes de nuestro lenguaje.
Piensen en las palabras como instrumentos caracterizados por su uso y piensen entonces en el uso de un martillo, el uso de un escoplo, el uso de una escuadra, de un bote de cola y de la cola. (Es más, todo lo que aquí decimos no puede ser comprendido más que si se comprende que con las frases de nuestro lenguaje se juega una gran variedad de juegos: dar y obedecer órdenes; hacer preguntas y contestarlas; describir un acontecimiento; contar una historia imaginaria; contar un chiste; describir una experiencia inmediata; hacer conjeturas sobre acontecimientos del mundo físico; hacer hipótesis y teorías científicas; saludar a alguien, etc., etc.) La boca que dice «yo» o la mano que se levanta para indicar que soy yo quien quiere hablar, o que soy yo quien tiene dolor de muelas, no por ello señala a cosa alguna. Por otra parte, si yo deseo indicar el lugar de mi dolor, señalo. Y recuérdese aquí de nuevo la diferencia entre señalar al lugar dolorido sin ser guiados por el ojo y, por otra parte, el señalar una cicatriz de mi cuerpo después de buscarla. («Aquí fue donde me vacunaron».) La persona que grita de dolor o que dice que tiene dolor no elige la boca que lo dice.
Todo esto viene a decir que la persona de la que decimos «él tiene dolor» es, por las reglas del juego, la persona que grita, gesticula con su cara, etc. El lugar del dolor —como hemos dicho— puede estar en el cuerpo de otra persona. Si al decir «yo» yo señalo a mi propio cuerpo, modelo el uso de la palabra «yo» sobre el del demostrativo «esta persona» o «él». (Este modo de hacer similares las dos expresiones es análogo en cierto modo al que se adopta a veces en matemáticas, por ejemplo, en la prueba de que la suma de los tres ángulos de un triángulo es 180°.
Decimos «α = α’, β = β’, γ = γ’». Las dos primeras igualdades son de un tipo completamente diferente al de la tercera.) En «yo tengo dolor», «yo» no es un pronombre demostrativo.
Compárense los dos casos: 1. «¿Cómo sabe usted que él tiene dolores?» «Porque le oigo quejarse». 2. «¿Cómo sabe usted que usted tiene dolores?» «Porque los siento». Pero «yo los siento» significa lo mismo que «yo los tengo». Por tanto, esto no ha constituido ninguna explicación. Sin embargo, el hecho de que yo me incline a acentuar en mi respuesta la palabra «siento» y no la palabra «yo» indica que con «yo» yo no deseo distinguir a una persona (de entre diferentes personas).
La diferencia entre las proposiciones «yo tengo dolor» y «él tiene dolor» no es la de «L. W. tiene dolor» y «Smith tiene dolor». Corresponde más bien a la diferencia entre quejarse y decir que alguien se queja. «Pero indudablemente la palabra «yo» en «yo tengo dolor» sirve para distinguirme de otras personas, ya que es mediante el signo 'yo' como yo distingo el decir que yo tengo dolor del decir que uno de los otros lo tiene.» Imaginen un lenguaje en el que en vez de decir «no he encontrado a nadie en la habitación» se dijese «he encontrado al señor Nadie en la habitación». Imaginen los problemas filosóficos que surgirían de tal convención. Algunos filósofos educados en este lenguaje sentirían probablemente que no les gustaba la similaridad de las expresiones «el señor Nadie» y «el señor Smith». Cuando nosotros sentimos que deseamos eliminar el «yo» de «yo tengo dolor», podría decirse que tendemos a hacer similares la expresión verbal del dolor y la expresión mediante el lamento. Nos sentimos inclinados a olvidar que lo que da su significado a una palabra es únicamente el uso peculiar de la palabra. Pensemos en nuestro viejo ejemplo del uso de las palabras: se envía a alguien a la frutería con una tira de papel en la que están escritas las palabras «cinco manzanas». El uso de la palabra en la práctica es su significado. Imaginen que fuese lo corriente que los objetos que nos rodean tuviesen etiquetas con palabras escritas, por medio de las cuales nuestro lenguaje se refiriese a los objetos. Algunas de estas palabras serían nombres propios de los objetos, otras nombres genéricos (como mesa, silla, etc.), otras, por su parte, nombres de colores, nombres de formas, etc. Es decir, una etiqueta solamente tendría un significado para nosotros en la medida en que hiciésemos un uso determinado de ella. Ahora bien, podríamos imaginar fácilmente que resultásemos influenciados por el mero hecho de ver una etiqueta sobre una cosa, y que olvidásemos que lo que hace importantes a estas etiquetas es su uso. De esta forma, nosotros creemos a veces que hemos puesto nombre a algo cuando hacemos el gesto de señalar y pronunciamos palabras como «esto es…» (la fórmula de la definición ostensiva). Decimos que llamamos a algo «dolor de muelas» y pensamos que la palabra ha recibido una función definida en las operaciones que realizamos con el lenguaje cuando, bajo determinadas circunstancias, hemos señalado a nuestra mejilla y hemos dicho: «Esto es dolor de muelas». (Nuestra idea es que cuando señalamos y el otro «solamente conoce aquello a lo que estamos señalando», conoce el uso de la palabra. Y estamos pensando aquí en el caso especial de que 'aquello a lo que señalamos' sea, por ejemplo, una persona y «saber que yo señalo hacia» signifique ver a cuál de las personas presentes señalo.)
Vemos, pues, que, en los casos en los que se usa «yo» como sujeto, no lo usamos porque reconozcamos a una persona particular por sus características corporales; y esto crea la ilusión de que nosotros utilizamos esta palabra para referirnos a algo incorpóreo que, sin embargo, tiene su sede en nuestro cuerpo. De hecho éste parece ser el ego real, aquél del que se dijo «Cogito, ergo sum». «¿No hay entonces mente, sino solamente un cuerpo?» Respuesta: la palabra «mente» tiene significado, es decir, tiene un uso en nuestro lenguaje; pero el decir esto no dice todavía qué tipo de uso hacemos de ella.
De hecho puede decirse que lo que nos interesaba en estas investigaciones era la gramática de las palabras que describen lo que se llaman «actividades mentales»: ver, oír, sentir, etc. Y esto viene a ser lo mismo que decir que nos interesa la gramática de las 'expresiones que describen datos sensoriales'.
Los filósofos dicen como una opinión o convicción filosófica que hay datos sensoriales. Pero decir que yo creo que hay datos sensoriales viene a decir que yo creo que puede parecer que un objeto está ante nuestros ojos incluso cuando no lo esté. Ahora bien, cuando se usa la palabra «dato sensorial» debería verse clara la peculiaridad de su gramática. Pues la idea que se tuvo al introducir esta expresión fue la de modelar expresiones que se refiriesen a 'apariencia' según expresiones que se refieren a 'realidad'. Se dijo, por ejemplo, que si dos cosas parecen ser iguales, tiene que haber dos algos que sean iguales. Lo que, naturalmente, significa únicamente que nosotros hemos decidido usar una expresión tal como «las apariencias de estas dos cosas son iguales» de un modo sinónimo con «estas dos cosas parecen ser iguales». Por raro que parezca, la introducción de esta nueva fraseología ha llevado a la gente a pensar que había descubierto nuevas entidades, nuevos elementos de la estructura del mundo, como si decir: «Yo creo que hay datos sensoriales» fuese semejante a decir: «Yo creo que la materia consta de electrones». Cuando hablamos de la igualdad de apariencias o datos sensoriales, introducimos un nuevo uso de la palabra «igual». Es posible que las longitudes A y B nos parezcan ser iguales, que B y C parezcan ser iguales, pero que A y C no parezcan ser iguales. Y en la nueva notación tendremos que decir que aunque la apariencia (dato sensorial) de A es igual a la de B y la apariencia de B igual a la de C, la apariencia de A no es igual a la apariencia de C; lo que está muy bien si a uno no le molesta usar «igual» intransitivamente.
Ahora bien, el peligro en que nos encontramos cuando adoptamos la notación del dato sensorial es el de olvidar la diferencia entre la gramática de un enunciado sobre datos sensoriales y la gramática de un enunciado, externamente similar, sobre objetos físicos. (A partir de este punto se podría continuar hablando de los malentendidos que tienen su expresión en frases como: «Nosotros no podemos ver nunca un círculo exacto», «todos nuestros datos sensoriales son vagos». Además, esto lleva a la comparación de la gramática de «posición», «movimiento» y «dimensión» en el espacio euclídeo y en el visual. Por ejemplo, hay posición absoluta, movimiento y dimensión absolutas en el espacio visual.)
Ahora bien, nosotros podemos hacer uso de una expresión como «señalar a la apariencia de un cuerpo» o «señalar a un dato sensorial». Hablando toscamente, este modo de señalar viene a ser lo mismo que, por ejemplo, apuntar mirando por encima del cañón de un arma. Podemos señalar así y decir: «Esta es la dirección en la que veo mi imagen en el espejo». Se puede usar también una expresión como «la apariencia, o dato sensorial, de mi dedo señala al dato sensorial del árbol» y otras similares. Tenemos que distinguir, sin embargo, estos casos de señalamiento de aquellos en los que señalamos en la dirección en que parece venir un sonido o señalo mi frente con los ojos cerrados, etcétera.
Ahora bien, cuando yo digo al modo solipsista «esto es lo que es visto realmente», señalo ante mí y es esencial que yo señale visualmente. Si yo señalase hacia los lados o detrás de mí —hacia cosas que no veo, por así decirlo—, en este caso el señalar carecería de sentido para mí; no sería señalar en el sentido en el que yo deseo señalar. Pero esto significa que cuando yo señalo ante mí diciendo «esto es lo que es visto realmente», aunque hago el gesto de señalar, yo no señalo a una cosa como opuesta a otra. Es como cuando viajando en un coche y teniendo prisa hago fuerza instintivamente contra cualquier cosa que tenga frente a mí, como si yo pudiese empujar el coche desde dentro.
Cuando tiene sentido decir: «Yo veo esto», o «esto es visto», señalando a lo que veo, también tiene sentido decir: «Yo veo esto», o «esto es visto», señalando a algo que no veo. Cuando hacía mi enunciado solipsista yo señalaba, pero privé al señalar de su sentido conectando inseparablemente aquello que señala y aquello a lo que señala. Construí un reloj con todas sus ruedas, etc. y al final fijé la esfera a la aguja y la hice dar vueltas con ella. El «solamente esto es visto realmente» del solipsista nos recuerda de este modo a una tautología.
Naturalmente, una de las razones por la que nos sentimos tentados a hacer nuestro pseudo-enunciado es su similaridad con el enunciado «Yo solamente veo esto», o «ésta es la región que veo», en el que yo señalo a ciertos objetos de mi alrededor como opuestos a otros o en una cierta dirección en el espacio físico (no en el espacio visual) como opuesta a otras direcciones en el espacio físico. Y si yo digo, señalando en este sentido, «esto es lo que es visto realmente», alguien puede responderme: «Esto es lo que usted, L. W., ve; pero no hay nada que objetar a la adopción de una notación en la que lo que solemos llamar 'cosas que ve L. W.' se llame 'cosas vistas realmente'". Sin embargo, si yo creo que señalando a aquello que en mi gramática no tiene vecino puedo comunicarme algo a mí mismo (si no a los otros), cometo un error semejante al de pensar que la frase «yo estoy aquí» tiene sentido para mí (y, de paso, es siempre verdadera) bajo condiciones diferentes de las muy especiales condiciones en las que tiene sentido. Por ejemplo, cuando otra persona reconoce mi voz y la dirección en que hablo. Un nuevo caso importante en el que pueden aprender que una palabra tiene significado por el uso concreto que hacemos de ella. Somos como quienes creyesen que piezas de madera que tuviesen más o menos la forma de piezas de ajedrez o de damas y que estuviesen colocadas sobre un tablero de ajedrez constituyen un juego, aunque no se haya dicho nada sobre cómo han de usarse.
Decir «se me aproxima» tiene sentido incluso si, hablando físicamente, nada se aproxima a mi cuerpo; y del mismo modo tiene sentido decir «está aquí» o «me ha alcanzado» cuando nada ha alcanzado mi cuerpo. Y, por otra parte, «yo estoy aquí» tiene sentido si se reconoce mi voz y se la oye venir de un lugar concreto del espacio común. En la frase «está aquí», el 'aquí' era un aquí en el espacio visual. Hablando toscamente, es el ojo geométrico. Para tener sentido, la frase «yo estoy aquí» tiene que atraer la atención hacia un lugar del espacio común. (Y hay varios modos de los que podría usarse esta frase.) El filósofo que piensa que tiene sentido decirse a sí mismo «yo estoy aquí» toma la expresión verbal de la frase en la que «aquí» es un lugar del espacio común y piensa en el «aquí» como el aquí del espacio visual. Por tanto, en realidad dice algo parecido a «aquí es aquí».
Sin embargo, yo podría intentar expresar mi solipsismo de un modo diferente: imagino que yo y otras personas hacemos dibujos o escribimos descripciones de lo que cada uno de nosotros ve. Estas descripciones son puestas ante mí. Yo señalo a la que yo he hecho y digo: «Solamente esto es (o era) visto realmente». O sea, estoy tentado a decir: «Solamente esta descripción tiene realidad (realidad visual) tras ella». Yo podría llamar a las otras «descripciones en blanco». También podría expresarme diciendo: «Solamente esta descripción fue tomada de la realidad; solamente ésta fue comparada con la realidad». Ahora bien, cuando decimos que este dibujo o descripción es una proyección, digamos de este grupo de objetos —los árboles que miro— o que ha sido derivada de estos objetos, esto tiene un significado claro. Pero tenemos que examinar la gramática de una expresión como «esta descripción está derivada de mi dato sensorial». Aquello sobre lo que estamos hablando está conectado con la tentación peculiar a decir: «Yo no sé nunca a lo que el otro se refiere realmente con 'marrón' o lo que ve realmente cuando dice (sinceramente) que ve un objeto marrón». Podríamos proponer a quien dice esto que utilice dos palabras diferentes en lugar de la palabra única «marrón»; una palabra para su impresión particular, la otra palabra con el significado que puedan comprender igualmente otras personas además de él. Si piensa sobre esta propuesta, verá que hay algo que está mal en su concepción del significado, de la función, de la palabra «marrón» y de otras. Busca una justificación de su descripción cuando no hay ninguna. (Exactamente lo mismo que en el caso en que una persona cree que la cadena de razones tiene que ser ilimitada. Piensen en la justificación de la realización de operaciones matemáticas mediante una fórmula general; y en la cuestión: ¿Nos obliga esta fórmula a hacer uso de ella en este caso concreto como lo hacemos?) Decir «yo derivo una descripción de la realidad visual» no puede significar nada análogo a: «Yo derivo una descripción de lo que yo veo aquí». Por ejemplo, yo puedo ver un muestrario en el que un cuadrado coloreado esté relacionado con la palabra «marrón» y también una mancha del mismo color en cualquier parte; y puedo decir: «Este muestrario me indica que tengo que usar la palabra 'marrón' para la descripción de esta mancha». Así es como yo puedo derivar la palabra que se necesita en mi descripción. Pero carecería de sentido decir que yo derivo la palabra «marrón» de la impresión de color concreta que recibo.
Preguntemos ahora: «¿Puede tener dolor un cuerpo humano?» Se inclina uno a decir: «¿Cómo puede tener dolor el cuerpo? El cuerpo en sí mismo es algo muerto; un cuerpo no es consciente.» Y nuevamente parece aquí como si examinásemos la naturaleza del dolor y viésemos que está en su naturaleza que un objeto material no pueda tenerlo. Y es como si viésemos que lo que tenga dolor tiene que ser una entidad de una naturaleza diferente de la de un objeto material; que, de hecho, tiene que ser de naturaleza mental. Pero decir que el ego es mental es como decir que el número 3 es de naturaleza mental o inmaterial cuando nos damos cuenta de que el numeral «3» no se usa como signo de un objeto físico.
Por otra parte, podemos adoptar perfectamente la expresión «este cuerpo siente dolor» y, tal como suele hacerse, le diremos entonces que vaya al doctor, que se acueste e incluso que recuerde que cuando la última vez tuvo dolores se pasaron en un día. «Pero esta forma de expresión, ¿no sería por lo menos una forma indirecta?» ¿Usamos una expresión indirecta cuando decimos: «Escriba '3' en lugar de 'x' en esta fórmula» en vez de «sustituya x por 3»? (¿O bien, por el contrario, es la primera de estas dos expresiones la única directa, como piensan algunos filósofos?) Una expresión no es más directa que la otra. El significado de la expresión depende por completo de cómo seguimos usándola. No nos imaginemos el significado como una conexión oculta que hace la mente entre una palabra y una cosa, ni que esta conexión contiene todo el uso de la palabra como podría decirse que la semilla contiene al árbol.
El meollo de nuestra proposición de que aquello que tiene dolores o ve o piensa es de naturaleza mental es únicamente que la palabra «yo» en «yo tengo dolores» no denota un cuerpo particular, ya que no podemos sustituir «yo» por una descripción de un cuerpo.