UNO. Para empezar, podemos pensar que nuestras existencias —el piso o el apartamento de nuestras vidas— no son de nuestra propiedad sino que son rentadas: que firmamos un contrato de alquiler el día que nacemos y que el día de nuestra muerte nos mudamos lejos, más allá.
Las diferencias de nuestras estadías —sean éstas confortables como penthouse o cercanas al under de los okupas— no alcanzan para esconder lo inevitable: estamos aquí de paso, tarde o temprano tendremos que devolver la llave de la buhardilla o del palacio y, cuando nos vayamos, otros no demorarán en ocupar los metros cuadrados que alguna vez sentimos propios e intransferibles.
Para continuar, podemos teorizar que esta cualidad inmobiliaria del ciclo vital ya se hace evidente desde el principio de los tiempos: los inquilinos Adán y Eva rompen las reglas del convenio establecido y son expulsados del Paraíso por un arrendador indignado ante semejante afrenta contra su propiedad. Y lo peor de todo: no les devuelve los meses del depósito.
DOS. Y, para seguir, podemos trasladar todo esto al terreno de lo exclusivamente literario y proponer un subgénero: las ficciones inmobiliarias. Aquellas donde el adentro y el afuera son El Tema, donde las paredes suelen funcionar también como paredones de fusilamiento, y donde los espacios se comprimen y comprimen a los que los habitan. Pensar en La metamorfosis de Franz Fafka, en la serie de viñetas que firmó John Cheever bajo el título de «Town House» en las páginas de The New Yorker durante 1945 y 1946, en el relato «Casa tomada» de Julio Cortázar, en Los inquilinos de Bernard Malamud (novela en la que dos escritores se enfrentan al casero de un edificio listo para demoler y se niegan a salir de allí y luchan entre ellos mientras intentan terminar sus respectivos manuscritos), en Rascacielos de James Graham Ballard, en El resplandor de Stephen King, en El hijo de Rosemary de Ira Levin, en Plata quemada de Ricardo Piglia, en los relatos encadenados alrededor del Preemption Building del reciente Besos en Manhattan de David Schickler… Libros muy diferentes entre sí pero que comparten la idea de lo territorial y lo vertical como magma primigenio y como karma final.
Y, seguro, Los inquilinos de Moonbloom de Edward Lewis Wallant es un título paradigmático a la hora de escribir sobre habitaciones, escaleras, baños y vistas a las fachadas o contrafrentes de coloridas vidas grises.
TRES. Y la pregunta inevitable es, claro, quién era y quién sigue siendo Edward Lewis Wallant. La respuesta más sencilla es que Edward Lewis Wallant fue y es un gran escritor que pudo haber sido un escritor inmenso de no haberle fulminado un aneurisma a la edad de 36 años.
Los pocos datos de los que se dispone hablan de una vida intensa. Se sabe que Wallant —hijo de Sol Ellis y Ann Mendel Wallant— nació en 1926 en New Haven y murió en 1962 en Nueva York. Se sabe que su foto oficial —la única que he visto— lo muestra como un hijo arquetípico del Sueño Americano, un tipo apuesto con un look que recuerda al de John Fitzgerald Kennedy de esos años dorados. Se sabe que Wallant luchó en la segunda guerra mundial como artillero de la Marina; y que se quedó unos años en Europa trabajando como «artista comercial». Se sabe que regresó a su país y que publicó con gran éxito de crítica la novela The Human Season (1960 y que le significó ganar una beca Guggenheim). Se sabe que su segunda novela The Pawnbroker (1961, nominada al National Book Award 1962, perdió frente a The Moviegoer de Walker Percy) fue considerada una de las grandes obras norteamericanas a la hora de narrar los efectos residuales y la onda expansiva del Holocausto. Se sabe que su siguiente movida fue renunciar a su puesto como director de arte en la agencia de publicidad McCann Erickson para mudarse a un ruinoso edificio de apartamentos en el downtown de la ciudad, documentar su próxima novela, viajar por Europa junto a su familia, y dedicarse por completo a la ficción. Se sabe también que era un marido y padre feliz, que prefería escribir en la cocina antes que en su estudio, y que fue muy buen amigo de Richard Yates: otro escritor de obra recientemente reaparecida luego de décadas en la sombra y quien siempre le reprochó y le envidió a Wallant su velocidad para escribir. Se sabe que se esperaban muchas cosas de él menos una muerte temprana.
CUATRO. La novela que Edward Lewis Wallant «investigó» en un edificio de apartamentos —terminada y aparecida en forma póstuma en 1963— era Los inquilinos de Moonbloom. Una cuarta novela —a partir de un original muy revisado por Dan Wickendon, de la editorial Harcourt Brace— apareció como Children at the Gate en 1964 en tándem con los ensayos recogidos en The Artist’s Eyesight.
En 1965, The Pawnbroker fue llevada al cine por Sidney Lumet —blanco y negro, música de Quincy Jones, primer film norteamericano en tratar el exterminio de los judíos— y le valió un Oscar a Rod Steiger por su caracterización del prestamista Sol Nazerman: un sobreviviente de los campos de concentración, un «muerto vivo», que ha perdido toda capacidad de emoción, que atormenta a varios de sus clientes negros, que es a su vez atormentado por el gángster Albert Murillo, y que sólo siente algo durante el acto de contar billetes al otro lado del mostrador de su negocio en Harlem.
Y eso es casi todo.
Los libros de Wallant no han sido descatalogados, pero no se encuentran en cualquier librería de Estados Unidos. Un premio prestigioso —el Edward Lewis Wallant Prize, que alguna vez se llamó el Harry and Ethel Daroff Memorial Fiction y que Wallant supo ganar con The Human Season— lleva ahora su nombre y galardona exclusivamente a ficciones judías, y una monografía firmada por David D. Galloway se ocupa de su obra.
Lo que no quiere decir que no se perciban signos alentadores de un revival Wallant: un capítulo de Holocaust Literature: An Encyclopedia of Writers and Their Work (2002) de S. Lillian Kremer define a The Pawnbroker como «texto fundamental» y David R. Mesher en su Dictionary of Literary Biography considera a Wallant como «una de las figuras más importantes entre los escritores judeoamericanos de la posguerra». Y acaso lo más importante de todo desde un punto de vista cool y funcional: el joven narrador y entrepreneur cultural Dave Eggers se ha encargado de prologar y bendecir la reciente reedición —en la canonizante y exquisita editorial New York Review Books— de Los inquilinos de Moonbloom.
CINCO. Allí, en su prefacio, Eggers señala que todas las novelas neoyorkinas de Wallant —excepción hecha de Children at the Gate, que transcurre en Nueva Inglaterra— tienen en su centro un «hombre desalentado» en busca de algún signo que le permita redimirse o reinventarse. Y está en lo cierto. El «héroe» de Los inquilinos de Moonbloom es Norman Moonbloom: gris y vencido y sonambulante agente de bienes raíces y recolector de rentas esclavizado por su feroz hermano Irwin Moonbloom, dueño de I. Moonbloom Servicios Inmobiliarios. A lo que cabría agregar que —como en muchas de las ficciones judeoamericanas y como también en las otras novelas de Wallant— buena parte de la trama y del drama pasan por la idea del trabajo y de la profesión. Así, un fontanero en The Human Season, un prestamista en The Pawnbroker, los médicos de hospital en Children at the Gate.
Hombres trabajando, vidas en movimiento.
SEIS. Los inquilinos de Moonbloom está organizada en set-pieces comprendiendo a los inquilinos visitados por Moonbloom. Un grupo de hombres y mujeres que acaba componiendo una suerte de censo freak o de bestiario humano repartido a lo largo y alto de varios edificios —en Mott St., 70th St. y 13th St.— deteriorándose durante lo que, histórica y urbanísticamente, resultó ser el fin de la Edad de Oro de Manhattan y el principio de una larga decadencia con barrios enteros hundiéndose en el más apático de los caos, en un Apocalipsis en cámara lenta, un vía crucis de los bienes raíces.
De ahí que las sucesivas inspecciones de Moonbloom —funcionando como antena parabólica que registra las parábolas de sus arrendatarios— tengan un cierto aire mítico, como de estampas casi bíblicas, de peregrinaciones y bienaventuranzas y, finalmente, de milagros y reparaciones predicadas casi con ese mismo ritmo de puertas que se abren y se cierran tan característico de sitcoms televisivas y edilicias Made in USA como Friends o Seinfeld.
Y claro: a nadie puede escapársele el muy revelador y cristiano detalle de que Moonbloom tiene treinta y tres años de edad y que es virgen y que —como bien apunta Eggers— «siente tanto repulsión como amor infinito por su rebaño». Igual de atendible es el hecho que, cerca del final, Moonbloom experimente una epifanía en la que siente que ya no es más quien era, que es alguien nuevo y diferente. Pero también está claro que estas últimas páginas —entendidas por un crítico como «entre las más edificantes y ennoblecedoras jamás escritas por un gran talento»— no alcanzan a revelarnos si lo que ha nacido es un mesías o un mártir.
SIETE. Y el contrato de la vida no deja de consumirse y las cañerías hacen ruido y las paredes se agrietan y la muerte es la gran desalojadora. Y mientras tanto y hasta entonces —rezando porque no fallen las calderas ni se vengan abajo los techos—, aquí y ahora, antes de subir las escaleras, para terminar, podemos pensar en Edward Lewis Wallant como en un narrador inequívocamente instalado en la tradición judía pero, también, como en una de esas bizarras y agradecibles aberraciones liminares: un escritor bisagra —un realista raro— haciendo lo suyo entre dos épocas, justo en ese pasillo que separa a la sala del comedor.
Pensar en Wallant como en el eslabón perdido entre los pícaros callejeros de Isaac Bashevis Singer, Henry Roth, el ya citado Bernard Malamud y las bestias domésticas pero no domesticadas de Saul Bellow, Joseph Heller, Bruce Jay Friedman y Philip Roth aullando a la vuelta de la esquina.
Pensar en Wallant como en el hermano East Coast de Nathanael West: ese otro pastor de seres desesperados y tiernos y monstruosos en Miss Lonelyhearts y en El día de la langosta.
Pensar en Los inquilinos de Moonbloom como en una pequeña e inmensa novela, como en un libro alegremente triste o tristemente alegre.
Pensar en su sufrido protagonista como en un antepasado directo y muy cercano del representante de actores Danny Rose creado por Woody Allen.
Pensar en que ahora sólo queda leerlo y después sentarse a esperar a que, por favor, lo descubra y lo filme Wes Anderson con los mismos colores y el mismo amor por los detalles que ya demostró en Rushmore, The Royal Tenenbaums y The Life Aquatic with Steve Zissou.
Y pensar que, entonces, Norman Moonbloom sólo podrá tener el rostro triste y la voz vencida y la mirada sabia de Bill Murray.
RODRIGO FRESÁN