—Bueno, he venido a por ello —dijo Norman.
—¿Qué? —preguntó Basellecci, que se sujetó a la puerta para no perder el equilibrio. Su cara era apenas poco más que una calavera a la que sólo daban un aire de familiaridad las gafas y la línea en la que le nacía el cabello. Tenía la piel fláccida, le colgaba de la mandíbula en un pliegue. Lo peor de todo era que sus ojos parecían aceptar el hecho de que no se le debiera nada—. ¿A por qué? —la interrogación bastó para que suspirase con hastío.
—La pared —dijo Norman, y entró.
Basellecci arrugó toda la cara en una mueca, y en los ojos se le notó que trataba de recordar cuándo había sido la vez en que eso le supuso una molestia.
—Ah, ya —dijo—. Sí, ha venido el fontanero. Dijo… que había venido… a no sé qué.
Bodien se puso en pie y saludó a Norman con una taza de café en alto.
—Aquí estamos —dijo, sonriendo como un jamelgo—. Listo para empezar.
—¿Cómo es que no has dejado huellas en la nieve? —le preguntó Norman sin quitar la mirada del italiano enfermo.
—Ni el fuego ni el agua ni… Llevo aquí más de una hora. Las habrá cubierto la nevada.
—¿Has traído herramientas, yeso y lo demás?
Bodien hizo un gesto grandilocuente para señalar la caja de metal y el saco de yeso que descansaban en una pequeña artesa.
—Ah —dijo Norman—. Bien, ya sólo falta que llegue Gaylord.
—¿El tipo de color? —preguntó Bodien.
—Debería de llegar en cualquier momento.
—Claro. Tómate una taza de café mientras esperas. Este menda hace un café sensacional.
—¿Puedo? —preguntó Norman a Basellecci al sentarse frente a Bodien.
Basellecci lo miró aturdido y asintió. Le sirvió el café con mano temblorosa y se sentó entre ambos, mirando al uno y al otro con unos ojos demasiado grandes para la cara que tenía.
Norman dio un sorbo y, sonriendo, asintió en dirección a Bodien.
—Mmm —dijo.
Bodien se encogió de hombros con modestia.
Basellecci parecía nadar contra la corriente de su propio dolor. Se mordía los labios, torcía el gesto, cerraba un ojo, se volvía a mirar el negro revuelto en la ventana, los miraba a ellos, miraba la boca oscura de la cámara donde estaba el retrete. La parte de él que se hallaba anestesiada ante su destino se había librado de toda traba y lo acosaba con denuedo. Estaba en presencia de la locura, pero se preguntaba si era de temer o si era preferible darle la bienvenida.
—¿A qué ha venido? —preguntó a Norman.
—A arreglar la pared —respondió Norman, y dio un sorbo de café fragante.
—¿Para qué demonios? —preguntó Basellecci.
—Porque le está fastidiando a usted desde hace mucho.
—No, ahora ya no importa. He caído en la cuenta de que era una tontería.
—¿Por qué lo dice?
—Si me mira bien, sabrá el porqué. Tengo un cáncer. Todo el asunto del retrete, de la pared hinchada, no era más que un sueño.
—¿Cómo que un sueño? —preguntó Norman con una sonrisa inmisericorde.
—Pues un sueño. ¿Quién sabe con qué sueñan los hombres? Yo he sido modesto en mis sueños. Tal vez haya soñado con la dignidad…
—Con la dignidad —repitió Norman con aire meditabundo, los ojos encendidos como dos ascuas recién avivadas. Miró en derredor como si quiera familiarizarse con un lugar en el que tal vez podría tener un éxito resonante—. Ojalá supiera yo con qué sueño. ¿Y tú, Bodien? ¿Tú con qué sueñas?
—Con chicas despampanantes —respondió Bodien con timidez.
Basellecci los miró a los dos como si fueran mero producto de sus sueños.
—¿Y con una noche como ésta, en plena tormenta de nieve, viene a reparar esa pared? ¿Usted está loco, o qué? ¿No será una broma? Soy un hombre que se está muriendo, no se tomen la molestia. Disfruten del café y déjenme morir… Déjenme en paz.
—Esa pared es importante —dijo Norman con solemnidad.
Basellecci se quedó boquiabierto. La noche se aceleraba alrededor de ellos en un silencio espeso, vertical. Basellecci estaba abrumado ante esa resurrección de una parte de sí mismo que ya había dado por muerta y enterrada.
—¿Usted se hace a la idea de cuánto tiempo ha pasado desde que yo no sueño con nada? —exclamó, y los dedos emaciados se le montaron unos sobre los otros—. ¿O es que no entiende nada? Estoy a casi sesenta años del sitio donde empecé. El mundo ha menguado hasta no ser más que del tamaño del hueco que ocupa mi cuerpo. Desde aquí bien se ve que nada importó nunca, nada. Las humillaciones, la soledad, todo es menos que nada. La pared, la pared… ¡basta ya de darle relevancia! Me da igual. No soy más que carne que se pudre. Nunca fui nada más. Yo…
—Me parece que he oído a Gaylord, que ya llega —dijo Norman.
Basellecci cerró los ojos como si posara para que alguien le hiciera una máscara mortuoria.
Oyeron pasos que subían a duras penas las escaleras, oyeron los pisotones ante la puerta.
—¿Gaylord? —llamó Norman.
—¡Y quién si no! —respondió Gaylord malhumorado, y entró. Tenía la cabeza negra recubierta de copos de nieve, que titilaban a la luz como astillas de cristal. Y trajo consigo el olor dulzón del frío.
—Bien —dijo Bodien—, ¿de qué se trata?
—Esa pared —dijo Norman, acercándose a la cámara para encender la luz. Bodien y Gaylord gruñeron al unísono—. Hay que repararla.
Bodien se acercó a tocarla. Puso mala cara.
—Esto es un desastre.
—¿Qué te parece que pueda ser? —preguntó Norman.
—¿Que qué me parece? —repitió Bodien—. Que ahí dentro hay algo en muy mal estado.
—Miii-eeer-da —murmuró Gaylord con repugnancia.
—¿Serán las tuberías, o algo así? —preguntó Norman.
—Y me pregunta que si son las tuberías…
—O algo así —propuso Gaylord en son de chanza.
Bodien le lanzó una mirada de reprobación antes de adoptar una expresión profesional mirando a la pared.
—Pues podría ser un problema, sí, en alguna tubería —dijo.
—En tal caso, qué suerte tenemos. Hay un fontanero entre nosotros —dijo Gaylord con sarcasmo—. Por si acaso resulta que sí.
—¿Tengo yo que aguantar sus insultos? —preguntó Bodien a Norman.
—No, Gaylord, por favor. Estamos juntos en esto.
—Aquella vez lo dijiste con la boca llena —dijo Gaylord, mostrándose de acuerdo y mirándose los pantalones empapados.
—Bien —dijo Norman—… ¿Por dónde empezar?
—Esto es ridículo —graznó Basellecci desde detrás de los tres.
—A lo mejor tiene algo que ver con esa caja de madera que hay encima de la taza —aventuró Gaylord.
—De entrada, podría bajar a cerrar la llave general —sugirió Bodien.
—A lo mejor, pero sólo a lo mejor, tiene algo que ver con la calefacción —dijo Gaylord con aire contemplativo, animándose ante el desafío.
—O con el cableado —dijo Norman—. ¿Esto va a ciento diez?
Gaylord se le quedó mirando y Norman se encogió de hombros.
—Podría venir del tejado —dijo Bodien mirando hacia arriba.
Norman hizo lo propio, sopesando la posibilidad. Uno por uno se fueron sentando y adoptaron sendas expresiones de gran seriedad, Basellecci comenzaba a parecer levemente interesado. Bajo su envoltorio de desesperación se había colado una cierta sensación de suspense.
—O del suelo —apuntó Gaylord, y bajó la mirada.
—¿Y si…?
Miraron expectantes a Norman, pero éste negó con un gesto.
—No, eso no puede ser.
Basellecci se bajó de su dolor como si bajara de un autobús en marcha, y comenzó a estudiar las caras de los demás con gran intensidad. La nieve se amontonaba en el alféizar, la corriente de aire les rondaba a la altura de los tobillos. Gaylord y Norman y Bodien miraban pasmados la pared, haciendo muecas, entornando los ojos, absortos. Basellecci tuvo una vaga premonición de calor, imaginó que allí se estaba haciendo algo de verdad. Se levantó no sin notable esfuerzo.
—Voy a preparar una cafetera. ¿Imagino bien que un poco de Strega no estará de más?
—Eso, señor Basellecci; buena idea —dijo Norman con toda seriedad, sin apartar la vista del silencioso congreso que allí se dirimía.
Bodien se rascó pensativo la piel sarnosa; Gaylord se acarició los labios con los dedos como si fueran cuerdas de guitarra; Norman se palpó la cicatriz de la frente.
—¿Y el tejado? —dijo Gaylord.
—Eso ya lo ha dicho Bodien.
El olor del café sazonó sus pensamientos, y el silencio se hizo más hondo, más fecundo. Basellecci gruñía al moverse a pesar de su dolor asesino. Maulló un gato por el patio interior. El edificio vibraba como una gran bestia que hibernase.
—¿Alguien ha dicho algo del cableado? —preguntó Bodien con un punto de excitación.
—Eso lo ha dicho Moonbloom —respondió Gaylord molesto.
—Ah —dijo Bodien.
Basellecci suspiró con una decepción por todos compartida.
Tomaron el café rociado con Strega, y luego Strega con café, y al fin sólo Strega. Cuando se quedaron sin Strega, tomaron otra cafetera rociada con anís, luego anís con café, al final anís a pelo. La contemplación en que cada uno se había sumido se tornó más fértil, más sutil, más compleja. Todos ellos sobrellevaban la responsabilidad con una expresividad cada vez mayor. Bodien había clavado los codos en la mesa y los dedos en las sienes, y en los ojos le ardían las posibilidades. Gaylord se reclinó sobre un antebrazo, y estudiaba el techo con la sabia mirada de un astrónomo. Norman permanecía sentado con las manos en la mesa, reposado, listo para levitar, escrutando a fondo el espeluznante, angosto retablo del retrete.
—¿Y el magnetismo? —inquirió Gaylord.
—¿Termitas? —propuso Bodien.
—¿La presión del aire? —susurró Norman.
—¿Un manantial en el subsuelo? —dijo Gaylord, muy pendiente del techo.
—¿Y si algo estuviera creciendo ahí dentro? —dijo Bodien.
Basellecci encontró una botella medio vacía de Chianti, y ninguno reparó en el sabor avinagrado cuando lo bebieron despacio en las mismas tazas del café. El silencio entraba desde fuera y era un silencio distinto. Había dejado de nevar. Basellecci, bastante borracho debido a su debilitada condición, husmeaba por la cocina en busca de otras botellas, con una rara animación en su cara esquelética.
—¿Radioaticvidad? —musitó Bodien.
—Ondasonoras —farfulló Gaylord— de sonidos.
—Organisimismos —chistó Norman— de órganos.
—Humani… —a Basellecci le interrumpió un hipido y miró a los demás como si pidiera disculpas.
—Muér… —dijo Bodien como si le pesaran las palabras—. O un topo, o un sapo, o muér…
—O bacs —añadió Gaylord.
De súbito, Norman se puso en pie con la cara desencajada por la decisión. Gaylord por poco se cae de la silla. Bodien se cayó de la suya. A Basellecci se le escapó un grito de alarma.
—¡Hay que hacerlo! —exclamó Norman.
—¿El qué, el qué? —preguntó Gaylord a medias de pie, con los ojos saltones.
Bodien se puso en pie muy despacio, parpadeando, sin entender.
Norman se acercó a la caja de herramientas, la abrió y examinó su contenido.
—Ah —dijo, y empuñó un pico de mango corto—. No tiene sentido esperar más. La vida es breve. No hay más que la Trinidad de… sólo el amor, los sueños… —señaló con un gesto simpático a Basellecci, al cual se le había teñido la cara de sangre como si fuera un cadáver maquillado—. Y… —entró en la minúscula cámara, alzó el pico, descargó un golpe con toda su alma en el repugnante bulto de la pared—… ¡coraje! —gritó. Comenzó a descerrajar golpes enfurecidos en la hinchazón. Voló el yeso como si fuese una tormenta de nieve en miniatura. Bodien sujetó la caja de herramientas con una mano, una llave con la otra. Gaylord se plantó con los brazos en jarras, como un pistolero listo para desenfundar.
Se produjo un estruendo sordo, un ruido de atoramiento, un borboteo. La pared estalló en un vómito de líquido marrón y espeso. Norman se caló hasta los huesos. Los ojos, la boca se le quedaron cubiertos de una viscosidad asquerosa, maloliente, la ropa empapada. El chorro siguió manando por espacio de ocho segundos. Luego, un eructo. Se cortó, siguió un goteo. Ninguno movió un dedo, ninguno respiraba. Los otros tres miraban a Norman espeluznados. Se había convertido en una figurilla apestosa, enfangada, que relucía bajo la cruda luz del retrete. El mundo entero aguardaba su exclamación.
—¡HE NACIDO! —profirió con un punto de éxtasis inconcebible—. ¿Lo ve, Basellecci? He nacido de usted. Vea, vea, huélame, véame bien. Usted se va a sanar. ¡Todo irá bien!
—Pero… ¿me moriré? —chilló Basellecci con tremenda excitación.
—Sí, sí, claro que morirá —gritó Norman riéndose.
—¿Con terribles dolores?
—Con terribles dolores.
—¿Solo?
—Solo.
Basellecci se echó a reír y a llorar al mismo tiempo.
—Estoy pedo —gimió—. Estoy tan pedo que soy feliz.
—La pared quedará como nueva, limpia como una patena, digna de usted —dijo Norman limpiándose de mierda la cara, y riéndose sin poder parar.
Basellecci se puso en pie con una dignidad impresionante.
—Así pues, sueños… Sí, sí, he tenido sueños…
Entretanto, Bodien había apartado a Norman y sondeaba, con la cara torcida, dentro de la pared podrida, en busca de alguna explicación. Entró Gaylord y ya no cupo un alma en el retrete, y comenzó a hacer lo propio. Bodien fue sacando feísimos trozos de tubería, trozos de madera blandos como trapos, que iban saliendo del cráter. Poco a poco desmenuzaron la pared entera.
—Café —dijo Basellecci—, voy a preparar más café.
Bodien corrió a la planta baja. Se oyó el estrépito con que cayó en algún momento cuan largo era, se oyeron risas, siguió su camino. Pronto estuvo de vuelta con un buen trozo de tubería y una sierra de arco. Hubo un frenesí de trabajo, en el que Norman se involucró sin saber en ningún momento qué estaba haciendo. Pasó el tiempo sin que ninguno lo notara. Basellecci preparó incontables cafeteras. En alguna parte encontró una botella de vermut, que se tomaron primero con el café, luego a palo seco. La mierda se le secó a Norman encima; fue como un ser vivo cuya frágil cáscara crujiera a cada paso. Hablaban sin cesar, aunque luego ninguno atinara a recordar qué dijeron. Se generó calor, se generó júbilo; cambiaron entre unos y otros infinidad de cuentos y recuerdos, en un grado de intimidad tal como ningún hombre normal alcanza casi nunca. A Norman le resonaba en la cabeza el tremendo estruendo de la experiencia. Se le llenó el corazón hasta ponérsele a reventar. Reventó y siguió como si tal cosa. A lo lejos oía a Basellecci enunciar palabras en italiano con el fervor de un gran amante. El clangor y el golpeteo eran tales que podrían despertar a la ciudad entera, y en varias ocasiones se oyeron alaridos coléricos desde las plantas inferiores.
Tal vez, se dijo Norman, si todos llegásemos a nuestro último día de vida al mismo tiempo, exactamente al mismo, la cosa sería parecida a esta. Miró de reojo a las caras paganas que se les habían puesto a Bodien y a Gaylord, y miró los ojos y la boca y el sufrimiento de Basellecci, en el cual percibió el consuelo, y reparó en el bravo entusiasmo de los hombres que nunca habían soñado con nada muy preciso, y se le ocurrió, anegado por el pestazo que emanaba de su persona, que para él sólo había una única esperanza, al igual que para todas las personas que habían perdido, a través de la inteligencia, toda esperanza de inmortalidad.
—¡Debemos amarnos y deleitarnos los unos a los otros y a nosotros mismos! —exclamó.
—Tú… borrachín del… —Bodien no encontró un símil adecuado y se limitó a reír de puro contento mientras aserraba la tubería.
—Este Norman es un majareta como no hay dos. Está más loco que los locos del manicomio —rugió Gaylord, haciendo de sargento para Bodien al sujetar la tubería con ambas manos por detrás del fontanero, de modo que daba la impresión de estar abrazándolo—. A este Norman Moonbloom se le ha metido en la cabeza la idea de que algo puede hacer por el mundo. Se ha convencido de que es un superhombre gigante. Tan loco está que a mí me vuelve loco, me lleva a pensar que estoy construyendo las pirámides del país de los viejos faraones, o quién sabe si las despiporrantes Naciones Unidas. Nos has engatusado, Norman, nos tienes enganchados, nos has puesto a abrevar de la misma mezcla que tú te metes. Eh, Basellecci, Bodien: ¿sí o sí estamos ciegos de la misma castaña que se ha bebido él sin parar? Serás rata podrida, Moonbloom… Este hombre se está muriendo. Bodien es un fontanero que no tiene ni pajolera idea, que no volverá a trabajar de fontanero cuando tú te hayas ido. Y yo, yo… yo sólo soy un pobre negro que no tiene nada que esperar de nadie, salvo el ponerse a barrer la mierda ajena. Y soy demasiado viejo y estoy demasiado débil hasta para eso. Así que a ver si me aclaro: ¿cómo carajo va y resulta que estoy más contento que unas castañuelas? Me has emborrachado, Moonbloom. Me has emborrachado tanto que dudo mucho que nunca más vuelva a estar sobrio.
—No, qué va, no es eso… Yo sólo digo lo que dice Sugarman. Existe una Trinidad: Amor, Coraje y Desilusión… Quiero decir Ilusión… Vaya, creo que quiero decir ilusión. Creo que quiero decir[2]… —siguió perorando a la vez que sacaba cajas de escombros y mugre por las escaleras, hasta el sótano; no dejó de rajar al cruzarse con las caras de enojo de los inquilinos que asomaban la jeta por la puerta—. Pues claro que estoy borracho como una cuba, no te jode, y a saber si no será esto un deletéreo trem… delerium tren… Pero con todo y con eso y a pesar de los pesares he nacido y estoy vivo y me importa y me preocupo y amo… —Se cayó de bruces una vez, pero estaba tan sucio para entonces que cualquier roce sólo podía limpiarlo al menos un poco.
Vio faenar a Bodien y a Gaylord, y admiró la concentración de sus caras, la prestancia de sus cuerpos. Llegó un punto en el que el cansancio fue tal que no dijo nada. Una serenidad enorme pareció envolverlos a todos cuando Gaylord acariciaba la superficie del yeso con la llana, y se hizo tal silencio que el sedoso raspar del metal contra el yeso fue como una nota musical grandísima, sin tono definido. Pasado un rato, Norman y Bodien y Basellecci se sentaron y vieron cómo se deslizaba la llana en la mano negra de Gaylord, y así parecieron mecerse en algún lugar situado al borde de la adormición.
Basellecci preparó más café moviéndose en la cocina como si fuera un sueño sesgado y, con los ojos acompasados al rítmico movimiento sobre la pared, sorbieron el brebaje, y existieron.
Fue algo tan real y al mismo tiempo tan irreal como el café caliente en la lengua, se dijo Norman. O tan real y tan irreal como la facultad de la visión, que capta la inmensa profundidad del paisaje, con todos sus movimientos y colores y planos, y al mismo tiempo deja una impronta convincente sobre un oscuro remolino de tejido. Tuvo que desintegrarse el sentimiento bajo lo que su mente embriagada sabía entonces, y en su lugar apareció una desmesurada capacidad de consumir. Se sintió carnívoro, como si pudiera devorarlos a todos en un santiamén, incluido él mismo. ¡Diminuto, polvoriento hombrecillo, desde luego! ¡Si era inmenso, si estaba unido con todos los demás! Sus ojos, su cerebro, sus oídos… se tragaban a bocanadas el universo.
—Caray —eructó.
De pronto, un rosáceo resplandor bañó la capa de yeso, y habían terminado, y había amanecido. Basellecci se levantó con una beatífica expresión en la cara devastada, y los otros tres admiraron con él la derechura de la pared reluciente.
—Hecho —dijo Basellecci con una sonrisa serena—. ¿Qué más podría haber pedido yo?
Y los otros tres lo miraron y se miraron, sonrieron, recogieron los trastos. Uno a uno salieron del apartamento, mientras Basellecci se sentaba a contemplar la pared transfigurada y una cafetera hervía en el hornillo.
Fuera todo era maravilla. Lucía el sol sobre la nieve y daba a todo una brillantez excesiva de ver. Se despidieron. Norman echó a caminar por su cuenta, escabroso, exhausto. El aire estaba caldeado, y de los tejados y los canalones ya se oía el goteo. Olía a tierra.
En su oficina, se sentó feliz a esperar a Irwin. Mientras aguardaba, se fijó en que la última letra de su apellido había desaparecido del todo. De algún modo, eso liberaba la palabra, la abría, de manera que las oes podían burbujear sin cortapisa ni fin, llevándose la canción de su apellido hacia una nota infinita, de dolor agudo y de alborozo. Le emocionó esa infinitud aplicada a él, y, riéndose casi, siguió su curso.
Moonblooooooo-oooo…