A las dos y media de la tarde entró en su apartamento a comer y a descansar un poco, preparándose para el trabajo de la noche. Se obligó a comer copos de avena y un filete, aunque no tenía ningún apetito; por poco se atraganta al beberse medio litro de leche, y entonces se tumbó en la cama a contemplar un tormentoso trecho de cielo por la ventana. La tumultuosa, sutil violencia del gris sobre gris que prevalecía en el cielo le hizo sentir que se desplazaba a la vez que los restos de un naufragio que zarandeara a su antojo la marea. Retembló varias veces la ventana. El perfil de los edificios se suavizó de repente; grandes copos de nieve húmeda besaban el cristal antes de morir. Los contornos del tejado, del ventilador y la chimenea se fueron difuminando a medida que arreciaba la nevada; por el contrario, todo lo que había en el interior se fue haciendo más nítido, más vívido. Se fijó sin querer en la olvidada fotografía de sus abuelos; su conjunto de cepillos parecía una colección de museo; su propia fotografía en pantalón corto le impresionó, le infundió una honda compasión. Se apenó de una manera indolora por una vida periclitada, desaparecida, y se preguntó qué era lo que había ocupado su lugar.
—Con lo adelantada que va ya la estación… —dijo en voz alta, a modo de afable admonición al denso mundo de la nieve exterior. Y durmió.
Cuando despertó había anochecido, y no tenía ni idea de dónde estaba: ni en el tiempo, ni en el espacio. Primero se apoderó de él la ya vieja anticipación del dolor. Pero no vino con capacidad de orientarle, pues el dolor había llegado tiempo atrás. Recurrió a los más antiguos recuerdos tal como un hombre busca a tientas una escalerilla de mano, pero descubrió que los travesaños de la escalera estaban hechos de telarañas, o de algo tan reblandecido por la edad que no soportaría su peso. Y cuando a punto estaba de caer de nuevo en el sueño, o en un vacío aún más irrevocable, rememoró de pronto momentos de su historia más reciente y encontró la escalera y resultó resistente, real, capaz de soportar su peso cuando se encaramara.
Minna y Eva entraron en una línea de visión que estaba trazada cruzando la cabeza de Lester. Arnold y Betty Jacoby parecían dos piedras lustrosas, engastadas en el apartamento en penumbra, con su extraño, aprensivo, viejo amor en estado casi punzante. La cara de Katz, con sus pequeños arcos eléctricos por toda sonrisa agónica. Kram, helado en la limpieza de su cuerpo contrahecho. Los ojos de Louie daban vueltas. Bobby, dorado y adormilado, como una perla en medio de la mugre que suponía la presencia de sus padres. Karloff, horroroso, iridiscente, inmenso en su fútil combate con la muerte. Los Sprague, que se afanaban como dos descerebrados, pero con seguridad, por sujetarse a la vida. La monstruosa ficción de Beeler, que daba a su rostro el aspecto de las efigies en las monedas antiguas. El enloquecido, atormentado chino, que seguía incordiando a sus difuntos padres para sonsacarles información y averiguar quién era. Ilse, Barrabás en versión femenina. J.T., el guerrero caído. Wade, un poeta fuera de su tiempo. Del Rio, en guerra contra un asco de alma. Sugarman, el juglar melancólico. Leni, en busca del amor bajo las piedras de la humillación. Marvin Schoenbrun, empeñado en armarse de elegancia. Paxton, con la lujuria de una mujer y el deseo de un hombre. Basellecci…
—Dios mío —exclamó, incorporándose y buscando a tientas la luz—. ¿Qué hora…? —Entró corriendo en la otra habitación y miró el reloj. Eran las seis y media; Gaylord y Bodien debían reunirse con él en Mott Street a las siete. Se vistió deprisa y corriendo y salió sin cerrar con llave, abrochándose los botones por el camino. Se dio un golpe en el muslo con la barandilla, se golpeó los dedos en una esquina. Esas magulladuras sólo le hicieron sonreír. ¿No las tenía peores en la frente, y en la boca, y en los dentros?
Sin embargo, cuando salió a la calle se quedó petrificado. Los grandes bultos de los coches y los autobuses abandonados eran como las toscas chabolas de una civilización perdida. Los edificios antiguos parecían más negros que nunca, enmarcados por la nieve. Había cesado el viento y nevaba en silencio, sin cesar, y con tal densidad que parecía como si la tierra ascendiera en busca de la nieve.
—¡Ja! —exclamó. El sonido salió ahogado—. Jajajá. —Le asombró que se oyera tan amortiguado—. Ararara… —Se le volvió a aplastar contra la cara, que le picaba de frío—. Ranana —gritó—. ¡Abracadabra! —Igual que un loco muy ladino, oteó la calle que se iba disolviendo—. ¡Norman Moonbloom! —Todo siguió igual. Acertó a percibir un bullicioso susurro en derredor, un siseo en el aire frío, en la oscuridad. Notó el frío en los pies y bajó la mirada para encontrarse con que la nieve le llegaba hasta cerca de las rodillas. Echó a caminar con dificultad hacia el metro, inclinado hacia delante, para defenderse de algo que no era palpable.
Tras la brillante soledad del viaje en metro, Mott Street resultó una maraña de oscuridad y de frío hinchados: bregó en un tortuoso torrente, en un paisaje desierto. Le costaba trabajo respirar, le dolían las orejas, la nieve no le dejaba ver apenas. Todos los portales parecían idénticos. Recorrió varias entradas que parecían la que estaba buscando, quitando la nieve de los números y leyéndolos como si estuvieran en braille. Tuvo la extraña y fugaz sensación de que era la única persona que quedaba en la ciudad, o de hallarse en otra ciudad, o… Suspiró aliviado cuando la increíble brillantez de los fluorescentes recién instalados se le derramó por encima entre el enjambre de copos que caían sin descanso.
Subió las escaleras y no vio que hubiera otras huellas, de modo que dio en preguntarse si Gaylord y Bodien se habrían tomado la molestia o habrían tenido siquiera la ocasión de salir a encarar la tormenta. ¿Qué haría?, se preguntó, mirándose las manos vacías. ¿Podría a fuerza de plegarias obligar a la pared de Basellecci a una transfiguración?
Tras un último repaso de la calle, oscura y nevada, entró y subió la escalera bien iluminada. El apartamento de Jerry Wung estaba en silencio. Por la puerta de Kram se oía el siseo de su aerógrafo. La televisión de Beeler sonaba complacida. Por fin llegó al cuarto piso y llamó a la puerta de Basellecci.
Despacio se acercaron sus pasos. Se abrió la puerta. Basellecci lo miró.