—Mañana por la mañana pienso presentarme allí —le dijo Irwin al oído, una voz minúscula y sin embargo poderosa, que amenazaba con grandes cambios—. Entonces resolveremos todo este fiasco, Norman, que ha sido morrocotudo. No tengo nada más que decir.
Sin embargo, a Norman le ocupaba una excitación mucho más inminente, gracias a lo cual pudo prescindir de toda aprensión.
—Sí, Irwin, de acuerdo, lo que tú digas —respondió con impaciencia—. Ya hablaremos mañana si acaso. —Y demoró el momento de colgar, lo suficiente para que Irwin colgase y así tuviera el tono de llamada. Y llamó a Gaylord.
—Hola, ¿Gaylord?
—No, señor. Soy Harner.
—Que se ponga tu padre.
—Ah… ¿no está aquí? O sea, que no está aquí.
—¡Que se ponga, tanto si está como si no está! —rugió Norman.
Se hizo la pausa de costumbre, estudiada, y Gaylord llegó jadeando ostentosamente al teléfono.
—Sí, ¿quién llama?
—Moonbloom.
—Ah, vaya… Justo ahora mismo estaba…
—Da lo mismo. Escúchame bien. Esta noche…
—No, señor. No, no, y no. Nada de nada. Llevamos meses así, ya estoy hasta las narices. No, negativo, nyet, nein…
—Gaylord, escúchame…
—No tengo nada que escuchar. Tú quieres que trabaje esta noche y yo esta noche no pienso trabajar. Es lo que hay.
—Sólo esta vez, Gaylord. Te aseguro que será la última.
—Moonbloom, eres un tipo avispado, ¿te lo han dicho alguna vez? Llevas meses diciéndome lo mismo. ¿Y qué gano yo con todo esto? Nada. Salvo un cansancio que se me está metiendo en los huesos. He tenido dolores crónicos en la espalda desde ni se sabe, pero es que ahora estoy deslomado. Me quedo dormido cuando trabajo de ascensorista, llevo a la gente a la planta que no les toca. He estado tan cansado que ni como, ni disfruto de mi matrimonio, ni llevo a Harner, aquí lo tengo, a hacer ninguna excursión educativa. Y antes lo hacía. Adelante, pregúntaselo a la criatura, a ver qué te dice. Dile al señor Moonbloom cuándo fue la última vez que te llevé al Planetario, anda.
Se oyó un carraspeo y la vocecilla de Harner: —Hace mucho.
—Llevo meses y meses pintando y enyesando y arreglando esto y aquello y lo de más allá, como si fuera un esclavo. Hoy me he sentado y me he hecho una pregunta: ¿qué es lo que me posee, qué me obliga a seguir con todo esto como si no tuviera dos dedos de frente? Creo que me han debido de hipnotizar o algo así. Vosotros, los tipos tranquilos, los mansos, los que parece que no podéis ni matar una mosca, sois difíciles de reconocer. Uno se pone en guardia cuando ve a un tipo que habla por los codos y te la mete doblada, pero no se pone en guardia con alguien como tú. Ninguno de los agentes anteriores, con sus gritos, con sus aires de mandamás, me sacaron nunca nada. Y vienes tú, Moonbloom, frío como el hielo, y zas. Pero sanseacabó. Aquí trazo la raya, infranqueable, recta como una flecha. Me puedes despedir si quieres, lo que te apetezca. Ésta no será la última vez: la última vez fue la última vez. —Su jadeo era, ahora sí, legítimo, y transmitía un enfurecimiento que no podría haber simulado—. Es mi última palabra.
—Gaylord…
—¡Que no, joder! —Fue como un corcho que taponase el desagüe.
—Bodien dijo que me echaría una mano si venías tú. Todo depende de ti.
—He dicho que no.
Qué terquedad, qué crueldad en el sonido. De repente, a Norman le invadió la irónica desesperación de un náufrago que tiene la clara sensación de que su barquichuela se va a pique en el momento en que ha avistado tierra. Todos los extraños y largos meses transcurridos adquirieron la calidad de una juerga desastrosamente frívola; había tomado todas sus magras reservas de energía, de seguridad, y las había apostado a un alucinante caballo negro. Ahora, no sólo podía perder, sino que además se veía ante la posibilidad de no ver siquiera al extraordinario animal. La frustración y el pesar le ensancharon el corazón, se lo hicieron latir como un halcón enjaulado. Tuvo un conato de rabia teñida de tristeza infinita, y tuvo un deseo insoportable de reírse de sí mismo, de reírse hasta morir. Sudaba y estaba helado cuando volvió a hablar con voz grave, intensa.
—No digas una sola palabra hasta que haya terminado —dijo casi con severidad, con los ojos clavados en las letras de la ventana. (La ene había dejado de ser una erre, empezaba a ser una i desdibujada.)—. Mañana por la mañana, Irwin Moonbloom, mi hermano y jefe, tiene previsto venir aquí. Si viene a verme, es que sólo quiere una cosa. He delinquido con los alquileres, he introducido mejoras en las casas, de modo que la valoración de las mismas es superior a lo que dan. Oficialmente me despedirá, de eso no me cabe duda. Mañana te habrás librado de mí de una vez por todas.
Algo había en su voz que mantuvo callado a Gaylord. Sólo su tenuísima respiración indicaba que seguía al otro lado del hilo.
—Durante toda mi vida he sido una persona muy sensata, muy eficaz. Nunca he hecho nada irracional. Nunca me he involucrado de forma indebida, ni siquiera con las personas más sensatas a las que he conocido. La verdad es que nunca hubiera hecho todo lo que he hecho. Es posible, a qué negarlo, que me haya vuelto majareta, que haya perdido los estribos. Pero tal como me encuentro ahora, toda mi vida anterior me parece una verdadera locura. Fíjate hasta qué extremo he podido llegar. Todo es cosa de los inquilinos, Gaylord, de todos ellos. Por vez primera en toda mi vida, los demás han penetrado en mí. Ni siquiera sé qué quiero decir con esto, de modo que no me lo preguntes. Algunos son repugnantes, otros son patéticos. La mayoría ni siquiera me cae bien, por no decir que no los soporto. Pero han penetrado en mí, han entrado en mí, y no sé cómo hacerlos salir. Es algo que no tiene nada que ver con la razón. No hay una sola razón terrenal por la cual haya decidido pintar las viviendas de todos, arreglar las cocinas, los fregaderos. Ahora bien: una vez me puse manos a la obra, ya no hubo forma de parar. Es sencillo: cuando vas en caída libre no cambias de dirección. Ahora sólo me queda una tarea por hacer. Quizás por ser la última parece la más importante. He de arreglar la pared de Basellecci, así de sencillo. No creo que a él le sirva de nada; no sé qué me da que tiene un cáncer. Tampoco creo que a ninguno de los demás les haya hecho yo ningún bien. Pero ahora tengo que terminar como sea, y ver después de qué me ha servido a mí. Eso es todo. Intento hacerlo todo por mi cuenta, pero sería dificilísimo, sería seguramente imposible. Te enviaré dinero más adelante, te lo aseguro, donde quiera que esté, aunque entiendo que no tienes motivos para creerme. Por favor, Gaylord…
Se hizo un dilatado silencio. Se extendió tanto que se fue adelgazando, hasta que se quebró.
—Eres la releche, ¿sabes? Eres increíble —dijo Gaylord con su peor humor.
—¿Gaylord? —gimoteó.
—Ésta será absoluta, impermeable, definitivamente la última, ultimísima vez. Te lo juro por el espíritu de mi madre que está en el Cielo.
—Oh, Gaylord, Gaylord…
—Da igual, da igual —resopló—. Nos vemos después de cenar ¡y sanseacabó!
—Gayyylord —suspiró con gratitud, con asombro.