Norman ayudó a un electricista manco a colocar unos fluorescentes enormes, para lo cual trabajó a la luz de la linterna del hombre, siguiendo sus instrucciones con dedos temblorosos. Le parecía que se hallaba ya muy cerca del final, y comenzó a preocuparse por el reconocimiento de su triunfo.
«¿Será éste?», se preguntó cuando se accionó el interruptor y el electricista se situó a su lado, bañados los dos por la luz diurna, artificial, que iluminaba el portal de Mott Street. Durante unos minutos permaneció con la boca abierta, listo para sonreír, o llorar, o gritar. Emanaba un tenue zumbido de los largos tubos resplandecientes; el electricista se tragó el humo del cigarrillo y lo expulsó emitiendo un soplido prolongado. Kram ya no corría peligro de caerse, pero al margen de eso no sucedió nada más.
Cobró los alquileres y emprendió una cuidadosa búsqueda de presagios en las caras de los inquilinos.
—La encuentro abatida —dijo a Eva Baily, por tratar de sondearla.
—Lester se ha marchado para casarse con esa arpía —dijo con amargura—. Después de todo lo que hemos hecho por él… —Su cara de india parecía inconsolable, lista para posar ante un escultor que la modelase en arcilla. Pero cuando le hizo entrega del dinero, un albor de sonrisa suavizó sus labios.
—¿Sí? —dijo él con curiosidad.
—Lo encuentro más delgado que nunca. —Le puso una mano sobre el brazo. Él notó un olorcillo a vainilla, a pimienta, a caldo de verduras.
—Es que he tenido mucho trabajo. ¿Ha visto cómo han quedado el portal y los pasillos?
—Están radiantes.
—Es lo mejor que podía hacer.
—En fin, pero tiene que alimentarse.
—¿Cómo dice?
—Lester se marchó ayer, y tengo una pierna bien grande.
—Pues lo siento.
—Minna y yo estamos destrozadas. Nunca podríamos comérnosla entre las dos. —Forzó una sonrisa tremenda, y la dura desesperación de sus ojos quedó envuelta en la bruma.
—¿De cordero?
—De cordero.
—Ah… ¿Podríamos dejarlo para otro momento? Es que a lo largo de toda la semana estaré hasta las orejas.
Ella se mordió el labio como si estuviera a punto de llorar.
—Cuando me quede más libre, le aseguro que vendré a cenar un día. No he disfrutado de una buena comida casera…
—Ah, magnífico —dijo, y de pronto recobró la misma pinta que había tenido siempre. Le tocó la solapa—. Abríguese bien cuando salga.
—Puede ser cualquier día, señor Epstein —dijo Jim Sprague.
—Moonbloom —le corrigió Norman—. ¿Qué es lo que puede ser cualquier día? —preguntó, ladeando la cabeza, pendiente de la respuesta.
—El bebé —dijo Jim—. ¿Verdad, Janey?
—¿Cómo dices, Jim? —preguntó ella, que tricotaba un calcetín de una longitud inverosímil.
—El bebé —dijo él.
—¿Qué pasa con el bebé, tonto?
—Ah, no sé. ¿Usted qué piensa, Epstein?
—Moonbloom —dijo Norman con una sonrisa apagada.
—Ah, vaya, lo siento. No entiendo por qué me empeño en llamarle… ¿Cómo dice que le llamo? —su rostro despejado, limpio, manifestaba una perplejidad desproporcionada.
—Epstein —le recordó Norman.
—¿Epstein? Pero si usted es Moonbloom.
—Pues no sé qué quiere le diga —suspiró Norman, buscando por la habitación el único presagio del que ellos jamás serían conscientes.
—No, no. Estaba pensando… —dijo ella—. Cuesta trabajo creerlo. Yo de niña era un desorden absoluto. Siempre iba sucia. Hasta las mujeres más simpáticas del orfanato torcían el gesto cuando me miraban. Es como si hubiera sido ayer. Era imposible que no tuviera las manos pringosas de caramelo, y la cara, y recuerdo haberme sentido húmeda del todo. Siempre iba con lamparones, siempre desaliñada. Y las manos no dejaban de sudarme. Tenía sarro en los dientes, según el dentista de la escuela, y yo le decía que me los cepillaba a diario, pero no parecía suficiente. Una chiquilla… tan pegajosa, tan sucia… Siempre una chiquilla. Y ahora así me veo, fíjate. ¿Qué va a suceder? ¿Volverá a nacer esa misma chiquilla? ¿Qué me tocará ser a mí?
—¿Vuelves a tener dolores? —preguntó Jim, rascándose la camisa con el recibo, tratando de dar con el bolsillo.
—¿Por qué no preguntas al señor Epstein si le apetece algo?
—Vuelves a tener dolores. Te lo estoy notando —le acusó Jim—. ¿Quieres que te los cronometre?
—Ay de mí —dijo ella, contemplando atónita el larguísimo calcetín—. Ojalá no hubiera perdido el patrón. Ahora no sabré cuándo parar.
—No sé qué prefiero, si niño o niña —dijo Jim, ciego de ternura.
—Tonto —dijo ella, dejando el calcetín sobre su regazo abultado.
Norman salió sin decir nada. Si allí había una respuesta, no sería él quien la encontrase.
Marvin Schoenbrun tenía la cara más despejada y más serena de lo que Norman había visto nunca. Le franqueó la entrada y, tras entregarle el dinero del alquiler, hizo un gesto para señalar la caja sencilla, severa, que descansaba en el alféizar de la ventana.
—Gracias, Moonbloom. El aparato de aire acondicionado ha supuesto un cambio sencillamente maravilloso.
—¿Ya lo ha encendido? —preguntó Norman.
—No, todavía no, pero ya me siento mejor. Casi todas las sinusitis son de origen psicosomático, no sé si lo sabía. El mero hecho de que esa angustia haya desaparecido me ha sentado de maravilla. Ya no se me obturan los conductos.
—Bueno —dijo Norman un tanto aterrado—. Mientras así sea feliz…
—Ah, feliz, feliz, lo que se dice feliz… —dijo Marvin agitando una de sus hermosas manos—. No piensa uno en ser feliz. Uno tan sólo celebra las pequeñas cosas. Por ejemplo, la amabilidad. —Miró a Norman con intención. Su cara, sin el gesto malhumorado de costumbre, resultaba viscosa, casi nauseabunda—. Siempre hay algo para alguien.
—Oh —dijo Norman.
—No entiendes nada, petimetre, no entiendes lo que sucede conmigo, con Don Quijote, Verlaine y Taras Bulba y… —Wade Johnson de pronto guiñó un ojo—. Vaya, Norman, pedazo de botarate. Si has crecido, si ahora resulta que tienes una cara hecha y derecha. —Se mecía embriagado en el sofá, mientras el pequeño Wade dejaba caer cubos de hielo en su vaso con una sonrisa beatífica.
—Tenía entendido que pensabas largarte dejándome una pasta a deber —dijo Norman con una sonrisa—. Y va y resulta que me pagas como un ser humano civilizado, qué cosas.
—Eso es porque el pequeño Wade y yo queremos largarnos de esta jaula de grillos sin que nos persiga ninguna maldición. El pequeño Wade y yo nos largamos al oeste mañana por la mañana, ¿y sabes qué pensamos hacer?
Norman negó con un gesto.
—El pequeño Wade y yo nos vamos a levantar a las cinco en punto, nos vamos a vestir y vamos a salir a la calle, y allí nos vamos a reír a la cara de todos los hijos de puta que tienen que ir al trabajo o a la escuela. ¿A que sí, pequeño Wade?
El pequeño Wade sonrió angelicalmente y asintió.
—¿Y sabes por qué? Porque el pequeño Wade y yo hemos llegado a la conclusión de que somos seres humanos, de que tenemos que ser libres.
—Oh —dijo Norman.
—¿Por qué estaré sonriendo? —dijo Leni Cass—. Pues resulta que, a lo mejor, es porque tengo novio nuevo.
—Parece que albergas grandes esperanzas.
—Ahora mismo me siento bien como estoy. Te pago lo que te debo, tengo a alguien que me quiere una vez más.
—¿Cómo sabes que tu novio te quiere, o sea, teniendo en cuenta que ha pasado tan poco tiempo?
—Lo de menos es que me quiera o que no me quiera, al menos mientras yo crea que me quiere —dijo ella, compadeciéndose de su ignorancia y mirándolo con sus ojos enormes, adorables.
—Oh —dijo Norman.
—Mi hermana no ha querido que vaya a visitarla esta semana, dijo que tenía visita; dijo que yo sería un estorbo —dijo Louie con voz apagada, seca, mirando sin ver—. Dijo que le daría vergüenza aguantar mi cháchara si estaba con una visita. Es estupenda. Me ha dicho que los niños aprenden palabrotas cuando están conmigo. Y yo no he dicho una palabra malsonante delante de los niños. Nunca. Jamás. Es de ver qué listos se creen algunos. A todos les gusta burlarse de los demás, claro. ¿Quién se habrá creído que es, la reina de Inglaterra? A veces le doy miedo, por el par de ocasiones en que he estado ingresado en un sanatorio por culpa de los nervios. Y digo yo: ¿qué tendrá que temer, eh? Yo nunca le he hecho nada a nadie. Yo no me meto con nadie, eso seguro.
La imagen del televisor parecía pálida. Norman se preguntó si un televisor nuevo le serviría de ayuda al gnomo.
—Una cosa que quería preguntar —dijo Norman—: ¿has llegado a ver la película de la que me hablaste?
—No, no, nunca —dijo Louie con la cara iluminada—. Pero me parece que iré este fin de semana. Ahora que lo pienso, me alegro de que me lo recuerdes. A lo mejor Manucci quiere ir a verla otra vez. Sí, ya lo creo; sería estupendo. Luego, el fin de semana que viene iré a casa de mi hermana. Dice que no estará.
—Llevas un asco de vida, Louie —dijo Norman.
—Qué va. Todo va como la seda. Esta semana iré al cine y la semana que viene iré a ver a mi hermana. —Se había animado visiblemente. Se dirigió a la cocinilla, a enredar con los cacharros.
—Nunca has tenido una mujer, nunca tendrás hijos, nunca tendrás dinero, nunca gozarás del respeto de los demás —entonó Norman asombrado.
—¿Tú sabes qué casa tiene mi hermana? —dijo Louie de espaldas a Norman, mientras revolvía algo, con las orejas rozándole los hombros estrechos, encorvados.
—No —respondió Norman aturdido—. No, ni idea.
—De estilo colonial —dijo Louie con orgullo.
—Oh —respondió Norman.
Después de encargar a Bodien que arreglase el retrete de los Beeler, y una vez reparado, Norman se quedó en la vivienda. Cuando el viejo se puso a roncar en la habitación contigua, Sheryl se lo llevó de gira, una excursión más aventurera por territorio del amor. Norman fue una masa temblorosa y descerebrada cuando bajó la vista y vio endurecerse la sonrisa de Sheryl. Ella miraba a un lado y a otro sin perder la sonrisa. Norman fue quien primero reparó en que los ronquidos habían cesado. Poco a poco logró enfocar la mirada hacia la puerta del dormitorio. Vio los pies enfundados en las babuchas, los pantalones abolsados, la panza incipiente. Le sobrevino una sensación de frío polar y quiso despertar de la pesadilla. Sheryl tenía ambas piernas en torno a su espalda, él tenía las nalgas al aire, el dormitorio olía intensamente. Como si fuera la víctima de un pelotón de fusilamiento, logró concentrar la mirada en la cara plateada de Beeler.
—Muñequita —dijo Beeler—, ¿has visto mis pastillas, las de las arterias?
—En el armarito de las medicinas, papá —dijo Sheryl, estrujando a Norman con su poderosa tijera.
—Gracias, Muñequita —dijo Beeler con ternura, mirando directamente a los ojos de Norman—. No te acuestes muy tarde.
—Buenas noches, papi —dijo Sheryl.
—Igualita que la nieve que cae —dijo Beeler directamente a Norman, con sus extraños ojos azules velados por la reverencia.
—Oh-oohhh —dijo Norman.
—Me he convertido —dijo Ilse con malicia—. ¿Qué me dice a eso?
—¿De qué… a qué? —preguntó Norman sin atenerse a nada.
—Me he vuelto judía.
—¿Y por qué lo ha hecho?
—Porque no soportaba que los judíos, todos, me mirasen como me miraban. Porque tenía pesadillas.
—¿Y por qué tenía pesadillas? —le preguntó razonablemente.
—Porque yo trabajé en un campo de concentración, porque les hice cosas abominables. —Parecía una bruja, con los ojos inyectados en sangre, la boca pálida como el jabón.
—¿Y así se siente mejor?
—Los odio, es que los odio —masculló.
—¿A quiénes?
—A los judíos —dijo, y se echó a llorar—. A los malditos judíos de Dios.
—Oh —dijo Norman.
—Moonbloom, esta noche, cuando iba en el tren —dijo Sugarman tendido en la cama, con la cara como la de un santo entrado en carnes—, creo que he terminado de entenderlo. Hay una Santísima Trinidad de la supervivencia, que consta de Coraje, Sueños y Amor.
—Vaya, estás hecho todo un poeta —dijo Norman, sin admitirlo y sin negarlo, sonriendo tan sólo ante la familiaridad con que hablaba el vendedor de golosinas, con una voz que ahora parecía que lo hubiera acompañado durante toda su vida.
—No es que quiera ponerme lírico —dijo Sugarman, que levantó la cara colorada, curtida, de la almohada, para mirar al agente con gesto de reprobación.
—No, claro que no. Tú tienes pruebas de lo que dices. —Norman sonrió, pero lo dijo sin asomo de insolencia. Estaba ya demasiado desgastado para caer en esas actitudes mezquinas.
Sugarman siguió un poco más apoyado en los codos, mirando a Norman con ojos de asombro.
—¿Qué es lo que te ha pasado? Tienes una pinta espantosa. Tienes la pinta que debo de tener yo cuando me mira mi espíritu. Yo tengo un espíritu esbelto, magro, asceta, y es mi aspecto exterior el que despista a quien me mire. Debería tener yo la pinta que tú tienes —dijo con indignación.
—Me estabas diciendo…
—No, no es que tenga exactamente pruebas —siguió diciendo Sugarman, de nuevo tumbado y mirando al techo—. Pero ejemplos, lo que se dice ejemplos, tengo a porrillo. No te olvides de que estoy sensibilizado por el peculiar entorno en el que trabajo. Yo veo a las personas en tránsito. Las veo dormir, las veo no hacer nada. Las veo, por así decir, en los ratos en que viven como si no vivieran, por eso lo sé. Esta misma noche he visto a dos hasidíes que hacían el amor con sus libros respectivos y que iban envueltos en sus ridículas vestimentas, cada uno con su comida en un envase, como si llevaran los dos un traje espacial. Y he visto a una jovencita negra, una bailarina de cabaré, que iba a Bridgeport a cantar en un club para crápulas, de lo más sórdido, y que se había engalanado para la ocasión con una sonrisa que era todo lo que le quedaba de cuando su hermano le llevó unos bocadillos para el viaje; teniendo en cuenta que el hermano era un poco payaso, le hizo muecas desde el andén. Dicho de otro modo: el hermano le dio comida y le dio risa para que ella pudiera sobrellevar una noche dura y larga. Y eso le bastó para aguantar los embates de dos tontuelos blancos, borrachos los dos, y probablemente para salir con bien del resto de la noche, sin que importe qué se haya visto obligada a hacer. Y luego vi a un hombre al que se le había extraído la mandíbula inferior, que llevaba muletas y que para colmo de males era negro. El hombre continuó todo el trayecto hasta Boston tolerando la respiración, y supongo que sigue tolerándola, y que seguirá tolerándola hasta que alguna fuerza menos tolerante que él decida ponerle fin. Luego he pensado en Karloff, la vieja bestia, y he pensado en Del Rio, y en Paxton, y en Louie, y las pruebas de las que dispongo son tales que mi teorema queda demostrado: Coraje, Amor, Ilusión (o sueños, si lo prefieres). Quien tenga las tres, o dos, o al menos una de las tres cosas, gana todo lo que se pueda ganar. Quienes carezcan de las tres son los que fracasan. Así que ahora que lo sé no hago más que preguntarme por la situación en que me encuentro, y…
Sus palabras reverberaron a través de Norman y más allá de él, por toda la ciudad, y más allá, por la totalidad de la tierra, y aún más allá. Norman escudó su alma de la inmensidad, y al hacerlo vio con el corazón en un puño que sólo le restaba una tarea por hacer: aún tenía que proceder a la reparación de la pared de Basellecci.
—Oh —dijo.