—¿Por qué has hecho una cosa así? —increpó Sidone a un Katz ceniciento, que estaba sentado con la cabeza vuelta contra al respaldo de un sillón, de modo que los verdugones entre enrojecidos y amoratados se le veían en el cuello—. ¿Tú sabes cómo me sienta a mí una cosa así? ¿Tú estás loco, o qué?
—Ahora eres mi peor enemigo —dijo Katz con ronquera, contemplando la lámpara de la cual colgaba un trozo de soga rota, con la que había querido colgarse—. Estuve dos horas dale que te pego, y cuando por fin lo tenía… Tuviste que aparecer tú y…
—Eres inhumano, eres insufrible. ¿Lo sabías? —gritó Sidone—. Eras mi amigo. Yo confiaba en ti. He vivido contigo tres años, más de lo que he podido aguantar a nadie, mi madre incluida. Yo me decía: «Katz es mi amigo del alma, nos llevamos bien. Sabe qué ridículo es todo, nos reímos juntos de todo». Y ahora va y resulta que tengo que volver de la cama, donde estaba con esa fulana, y venía a contarte lo divertido que ha sido todo, ¿y qué me encuentro? A ti, te encuentro a ti al borde de la asfixia, haciendo gárgaras y bailando al extremo de una soga. ¿A ti te parece que tiene gracia?
—He sido un fracasado durante toda mi vida. Fracasé de pequeño, fracasé cuando era hijo, he fracasado siendo músico. Casi lo había conseguido cuando decidí suicidarme, pero no, ni por ésas. Yo ya no tengo esperanzas. Mi padre debe de estar riéndose de mí a carcajadas en el infierno. —Katz iba vestido con un buen traje azul, y llevaba un pañuelo en el bolsillo de la pechera. De no ser porque hablaba, podría haber sido un cadáver preparado por profesionales.
Norman, recubierto de barniz y poroso de puro agotamiento, se hallaba al sol de la mañana y los miraba alternativamente a los dos.
—A ver, a ver —dijo con una débil sonrisa, sin suponer que ninguno fuese a prestarle la menor atención, aunque su tasa de crecimiento se había acelerado y, a ciertos niveles, ya medía casi un metro ochenta.
—Ya, ya, no me vengas ahora con excusas —le espetó Sidone—. Tú me has traicionado. No hacías más que sonreír, siempre estabas de coña. Y ahora va y sale todo a relucir. Resulta que en todo momento, sin decir nada a nadie, ¡estabas hecho unos zorros!
—Es cosa de mi padre —graznó Katz como un desdichado, mirando al techo, con la cara solidificada por el dolor.
—Venga ya, no me vengas ahora con toda esa mierda freudiana. ¡Tú eras mi amigo, y ahora va y resulta que sólo eres un judío mequetrefe y un intrigante de medio pelo!
—Yo le quería —siguió diciendo Katz—. Y él me quería, te lo aseguro, sólo que no era capaz de decírmelo, ni siquiera fue capaz de decírmelo al final. Yo le ayudaba en la ferretería. Apenas hablábamos. Cuando hablábamos, era desagradable. «¿Para qué leches has marcado las sartenes a noventa y nueve centavos, so bobo?», me gritaba. «¡Si te dije que van a setenta y nueve! Tú, músico de tres al cuarto, estúpido mendigo, papanatas: si dejaras de andar por ahí con tu musiquilla, si dejaras de ir con fulanas, si dejaras de beber como una esponja, a lo mejor serías capaz de enterarte de algo. Stanley, Stanley, eres un retrasado mental, eres un tarugo sin remedio…» Sin embargo, yo lo pillaba mirándome desde la oscuridad de la trastienda, donde estaba agachado bajo una balda, y me miraba como si me fuese a devorar, como si fuera un muerto de hambre. Yo intenté mil veces decir algo que a él… Pero nunca pude, y él tampoco pudo nunca. Murió siendo un fracasado y me maldijo con ese mismo fracaso. A lo mejor ésta ha sido mi última posibilidad de éxito. Durante toda la eternidad nos sentaremos los dos en esa gran fogata de acampada que es el infierno, y él me dirá toda clase de crueldades, y esa será su tortura, y la mía.
—Maldita sea, Katz. ¿Tú sabes cómo me estás poniendo los nervios? ¿Es que no te queda ni un poquito así de consideración? No me vengas con excusas, las cosas como son. Has intentado jugarme una muy mala pasada.
—Sidone, ¿tú sabes qué es la compasión? —dijo Katz, que acababa de contener, por los pelos, un sollozo desgarrador.
—Yo tengo compasión a espuertas, tengo incluso piedad —gritó Sidone indignado—. Eres tú, eres tú el que no sabe qué es la piedad. Tú eres el intolerante.
—¿Yo? —dijo Katz sencillamente pasmado. Se sentó y comenzó a frotarse las magulladuras del cuello—. ¿Yo?
—Díselo, díselo tú —dijo Sidone volviéndose hacia Norman sin previo aviso.
—¿Cómo puede decir que yo soy el intolerante? —preguntó Katz, con ambas manos apuntándose al cuello malherido, a la cara—. Yo ya no entiendo nada.
—No le hagas caso —dijo Sidone con enojo, viendo a Norman mirar a uno, a otro, tratando de elegir—. Yo también pasé una infancia terrible. Todo el mundo ha vivido una infancia terrible. Mi padre nos abandonó, mi hermana era débil mental, todos mis profesores me odiaban, soy un hemofílico latente. ¿Y acaso me da la ventolera de ir por ahí imponiéndoselo a los demás? No, yo no. Yo me dedico a beber whisky. Yo me lo monto que no veas con las tordas con tal de darles placer, y bien a gusto; me fumo un porrito de vez en cuando, más que nada para ser sociable. Toco la batería con diligencia, a cambio de mi salario. Cuento chistes. ¿Por qué será que él no puede vivir como es debido?
—Pero es que mi padre… —suplicó Katz.
Norman contemporizó con ambos. Miró la baqueta rematada por un condón, miró la media de mujer colgada de la lámpara de la que también colgaba la soga rota, miró los quemazos del mobiliario. Notaba el calorcillo del sol; tuvo ganas de desmoronarse a la vez que se sintió muy fuerte. El edificio borboteaba y murmuraba y se disponía a encarar el día. Resonó en el pasillo la voz de Jim Sprague: «¿Qué quieres decir, Janey?». Resonó la respuesta de su esposa, que dijo con ternura: «¿Cuándo?». Los dos músicos lo miraban demacrados y ojerosos.
—Todo esto es muy extraño —dijo Norman, que a ojos de ambos parecía más diminuto que nunca—. Lo que cuenta, señores, es que agradecería mucho que me colocarais los muebles en el centro de las habitaciones.
Sidone puso cara de incredulidad, de desconcierto, y se adelantó hacia él. Katz pareció tornarse un punto más animado debido a la curiosidad.
—Es que… Voy a pintar las paredes. Estoy pintando las paredes de todos los inquilinos.
—Ah, caramba —dijo Sidone extendiendo ambas manos con las palmas hacia arriba, una sonrisa torcida, aunque asombrada, en la boca que le cubría el bigote—. Naturalmente. ¿Podría haber algo más razonable?
Katz volvió a recostar la cabeza en el sillón y se puso a llorar en silencio, al tiempo que sus rasgos se relajaban como si se dispusiera a dormir.
Y Norman los dejó así, caminando sobre los grandes zancos de madera que le daban una estatura descomunal, y según salió a la mañana fría y luminosa notó un cansancio y un frío indescriptibles en los dedos. Pero le colmaba la excitación: a su juicio, no cabía ya la menor duda de que la cumbre estaba muy cerca. Moonbloom, con su sombrero impresionante, sucio, y su abrigo negro y grueso, su traje azul con la antiquísima insignia de la Cruz Roja en el ojal, y con manchas de barniz y de pintura por todas partes, inició su travesía de la ciudad aspirando el aire con afán.