A la semana siguiente, tras otra encolerizada llamada de Irwin, Norman sacó dos mil dólares de su cartilla de ahorro y envió a su jefe un cheque cruzado por la cantidad convenida. Provisionalmente se quedó libre para continuar su cruzada. Volvió al trabajo con una energía que parecía crecer en proporción a lo mucho que se baqueteara el cuerpo. La fatiga crónica le grabó finas arrugas bajo los ojos, y ni siquiera con aguarrás podía quitarse el espolvoreado de pintura blanca que tenía por todo el pelo oscuro. Dormía con excitación, despertaba sin resuello. ¿Cuánto puede aguantar un cuerpo?, se preguntó con curiosidad. El alborozo lo envolvía en sus tentáculos urticantes, pero se negó a tomar nada que le aliviara el dolor. En el futuro, pero ya no muy lejos, percibía una ruptura, tal vez un hundimiento, y ninguna de las dos alternativas le preocupaba. Era suficiente con que lograse algo, daba igual qué nombre se le quisiera dar.
En febrero había hecho tres cuartas partes de lo que se propuso hacer en los edificios cuando empezó. Había empleado todo un lago lleno de pintura, una montañita de cemento, y cable más que de sobra para ir de Nueva York a su ciudad natal y volver.
Paxton apareció por su oficina una tarde gélida, dramático, alegre, con gafas de sol, el abrigo sobre los hombros como si fuera un capote. Llevaba una maleta y su máquina de escribir portátil, y dejó ambos bultos de cualquier manera al sentarse, exhausto, en la única silla que tenía Norman.
—Dios —suspiró—, pensé que nunca lo conseguiría. He cargado a este burro negro hasta no poder más. Ahora puedo respirar tranquilo.
—¿Te marchas? —preguntó Norman, admirando el aire exótico del negro, con el abrigo sobre los hombros y las gafas de sol bien caladas.
Paxton abrió y cerró su soberbia sonrisa, y Norman tuvo que devolverle el destello con intereses. Qué don esa sonrisa, pensó. ¿Cómo va a tener ningún problema?
—Por fin —respondió Paxton—. Ha llegado el maná. He terminado el último borrador del monstruo. Yussel es libre, cariño, libre como el que más. De aquí voy a visitar a mi agente, y luego a despedirme de mi mamaíta, y acto seguido… cien por cien American Airlines, rumbo a la Ciudad de la Luz. Como un pájaro de culo gordo, volaré, volaré…
Norman tomó las llaves que Paxton había dejado sobre la mesa.
—Eso es magnífico —dijo—. Te echaré de menos, Paxton.
La sonrisa de Paxton adquirió un deje sardónico y sin embargo tierno mientras estudiaba la cara de Norman. Ensanchó los ojos ligeramente, los entornó; especuló ante lo que tenía delante.
—Oye, tú estás cambiando. ¿Se puede saber qué te pasa?
—¿Tú crees que estoy cambiando? —sopesó Norman—. ¿No será que ahora empiezo a ser? —Se acercó a la ventana y contempló la ene descascarillada, ya casi una erre—. No sé qué puede ser, pero estoy contento. Prácticamente estoy feliz.
—Te pareces a Huckleberry Finn, sólo que en versión senil. Noto una agonía. ¿Qué clase de felicidad es esa?
—Tal vez —dijo Norman en voz baja—, tal vez sea una agonía esto de empezar a ser, llegar a ser, mejor dicho. —Intentó descascarillar él la letra, pero se detuvo al caer en la cuenta de que las letras estaban pintadas por fuera.
—Me parece que yo también te echaré de menos —dijo Paxton con picardía—. Eres una criatura interesantísima, Moonbloom. Si tuviera yo tiempo…
—Bueno —Norman se encogió de hombros con modestia—. Así que huyes de todo. ¿Tan fácil resulta? ¿Puedes dejarlo todo atrás como si tal cosa?
—Oh, no, ni se te ocurra —dijo Paxton, apuntando a Norman con el dedo—. A mí ésa no me la pegas. Me mudo, no tengo tiempo para monsergas. No, no. No tengo un pelo de tonto, no soy lo que tú te piensas. Sé muy bien qué es lo que me llevo, por eso no te preocupes. Me llevo al actor, pero al menos dejo atrás lo insufrible. Puedes examinarme todo lo que te venga en gana. Tres psiquiatras ya lo han hecho. Lo que sucede es que sé muy bien qué es lo que me ha ocurrido, y además sé el por qué: lo sé con toda claridad. Yo era un negrito limpio y puro allá en Dixieland, y me arrancaron de dentro lo único que podían arrancarme. Una castración invisible. Ahora lo sé, aunque claro está que no puedo volver a calzarme una minga invisible, ¿verdad que no? Por eso mismo me enredo con los chicos, para mantener la próstata activa, mientras que en mi obra, tú, en mi obra me pego unos polvos que se caga la perra, como si fuera el toro más potente que hay a este lado del laberinto. Y cuando vuele por encima del Atlántico, voy a volar de veras. ¡Voy a volar más alto que nadie, te lo aseguro!
—Sí, claro, supongo que sí —dijo Norman maravillado—. Es asombroso de qué formas tan graciosas podemos llegar a volar. Yo no he perdido aún la esperanza.
Paxton aún lo estudió más a fondo, observando cómo la fría luz del sol, al entrar sesgada por el cristal, difuminaba el perfil de su devastada silueta.
—Tío, yo estoy convencido de que lo vas a conseguir. Eso es seguro. —Entonces, porque era en el fondo una de esas personas sensibles a las sutiles reverencias que se deben a ciertos momentos de resonancia especial, guardó silencio. Lo hizo con propiedad. Otras personas más simples dejan pasar veinte minutos después de comer. Paxton no iba a comer y a salir pitando. Y Norman, mirando a la calle que barría el viento, los papeles volanderos, los transeúntes encorvados, apreció la honda cortesía que se puede producir entre las personas, una cortesía de la que muchos aristócratas de boquilla, que preferirían morirse antes que eructar delante de alguien, no tenían ni la menor noticia. Los Jacoby la conocían, Kram la conocía, Basellecci la conocía. No equivalía forzosamente a comprender lo que hubiera dicho el otro. Era más bien una gran conciencia de que había hablado.
Paxton encendió un fósforo, y el ruido resonó con fuerza en la pequeña oficina. Permaneció sentado entre bocanadas de humo, y Norman pensó en el negro, se imaginó su cara de feo malicioso, lo vio apresurarse por calles desconocidas, lo imaginó en toda clase de posturas lujuriosas, en una posición de reposo, tendido en un cuarto oscuro, a miles de kilómetros de su infancia. Sonrió con tristeza, creyó percibir un resplandor que le era privativo, y con la cara casi pegada al cristal, a las frías letras, entregó a Paxton un poco de su afecto.
Por fin, Paxton suspiró.
—Bien, cariño, tempus fugitandum est, a lo que se ve. Los aviones tienen un horario inamovible.
—Que disfrutes de la vida —le dijo Norman, y le estrechó la mano sonriendo.
—Tú también, Moonbloom, tú también —repuso Paxton.
Se marchó, y Norman contempló su figura, de corta estatura, enclenque, alejarse por la calle, el abrigo sobre los hombros, henchido a sus espaldas, con aire de famoso gracias a sus gafas oscuras.
Y en ese instante Norman descubrió que las pérdidas también le suponían un incremento.
Esa tarde fue víctima de un típico error de cálculo moonbloomiano, algo que le sorprendió que no hubiera ocurrido antes. Una semana antes se habían marchado los Hauser; los recuerdos, o tal vez la falta de recuerdos, habían sido demasiado para ellos, y decidieron llevarse su vacuidad a otra parte. Norman contempló las habitaciones vacías, las siluetas de la limpieza, allí donde estuvieron el fuego falso de la chimenea, los cuadros y los espejos, y tomó la resolución de que había que pintar la vivienda entera y acuchillar los suelos. Con el misticismo al que ahora era propenso, consideró que las penas de las gentes habían de incrustarse en las paredes y en los suelos que las rodearon, y que los nuevos inquilinos debieran gozar de un nuevo lienzo en el cual pintar sus vidas. Había pintado las paredes del color que más le gustaba, blanco (no por la pureza, sino por la profundidad inherente); había acuchillado los suelos con una máquina de alquiler (y terminó con una superficie con más dunas que el Sahara), y se hallaba en pleno proceso de barnizado. El olor le agradaba, le gustaba también el proceso de arrancar brillo de la madera mate. Sus movimientos propagaban el eco por las estancias vacías, y su silbido ocasional sonaba como una corneta; encima, oía los pasos de Sidone y de Katz. Trazaba grandes pinceladas como un virtuoso, deteniéndose de vez en cuando a comprobar el estado de la obra. Tenía las manos pegajosas por las gotas de barniz. Las pinceladas a la fuerza fueron tornándose más cortas, más agudas, más curvadas. De pronto, se preguntó por qué sucedía siempre así, y alzó la mirada.
—Caramba… —dijo. Se había aislado en un rincón de la estancia, rodeado de superficies recién barnizadas. Miró las ondas relucientes en el suelo, miró de nuevo su islote sin brillo, y leyó las instrucciones en la lata. Hacían falta entre doce y catorce horas para que se secase lo suficiente y se pudiera caminar—. Vaya —dijo con un punto de melancolía. Tomó la brocha y dio una forma más definida a su recinto. Por último, se sentó de espaldas a la pared y se dispuso a esperar.
Sonidos que hasta entonces no habían encontrado vías de acceso a su conciencia comenzaron a dejar impresiones, mellas, muescas. Oyó el agua en las tuberías, el vapor en los radiadores, el tráfico a lo lejos, el ruido casi imperceptible que emitían las paredes de un edificio viejo. Oyó cerrarse puertas en los pasillos, oyó voces que surcaban el aire nunca del todo en silencio, oyó la electricidad que circulaba por los cables, oyó el viento que con gran cuidado daba forma a la compleja arquitectura de la ciudad; oyó los más extraños golpes y regurgitaciones. Cambió de postura en su minúsculo habitáculo y se preguntó cómo iba a medir el correr de las horas.
Cambió de postura otras cuantas veces antes de darse cuenta de que tenía hambre. En el bolsillo llevaba una chocolatina. Se la zampó y masticó las almendras recubiertas de chocolate a pequeños mordiscos. Hambriento aún, pensó en la gran riqueza de Sugarman. Musitó una imitación del vendedor de golosinas.
—Naranjadas, bocadillos de queso, chocolatinas Hershey… y también chocolatines, los tengo hembras, los tengo machos; pâté de foie-gras…
Notó que le entraba una cierta somnolencia, procuró echar una cabezada. Al menos, serviría para que pasara el tiempo. Con los ojos cerrados, las luces le causaban la impresión de la luz solar. Perdió todo contacto con el tiempo; podría haber estado mano sobre mano, dejando que pasara una tarde de su adolescencia. Más allá de la periferia de su capacidad auditiva, la voz de su abuela le hizo una afable admonición; una tía le ofreció algo; su abuelo se rió con picardía. Podría haber estado en la quietud de su dormitorio con un libro sobre las rodillas, envuelto por aquella serenidad que lo cubría en cuerpo y alma.
Pero una risa distante, sarcástica, le hizo abrir los ojos. Vio en dónde se encontraba y reconoció la risa remota: la de Hirsch, y los gritos resultantes naturalmente de Aaron Lublin. Las habitaciones le apedreaban con trozos de sentimiento hueco. Se imaginó la pantalla que remedaba el fluir de un río, la bombilla roja, la cara abultada y lívida de Sherman, la figura vulgar y chillona de Carol, la dorada irrealidad del niño. Echando de menos su risa, trató de recordar algún chiste, pero vio que todos se habían fundido hasta formar una masa indiferenciada y tremenda. Se preguntó qué hora sería.
En realidad, razonó, esto es una rematada estupidez. Puedo llegar de puntillas hasta la puerta. Mañana vengo y, si hace falta, retoco el barnizado. ¿Qué era lo que le impedía hacerlo? Tal vez había dado en suponer que cualquier desperfecto en la reluciente capa de barniz fuese como un agujero en la costra terrestre, a través del cual pudiera manar a espuertas la lava ardiente. Fuera la razón la que fuese, comprendió que prefería quedarse en donde estaba al menos hasta que pasaran doce horas. Miró por la ventana y vio la negrura de la noche. ¿Cuántas horas faltaban aún para el alba?
Notó calambres en el cuerpo, notó una creciente inquietud. Tuvo necesidad de orinar, notó un cierto dolor de riñones. El hambre le mareaba, se le aparecían imágenes de comida. En el piso de arriba arreció el ruido de pasos, de objetos que caían, grititos de mujeres, risas. Parecía que viviera en las paredes. Además, tenía frío, y esto era lo que en realidad le impedía conciliar el sueño. «Ay, Dios», suspiró, y se recolocó de modo que al menos pudiera cerrar los ojos y descansar algo. La luz parecía proyectar una negrura que recordaba la oscuridad. Se adormiló, despertó, se adormiló de nuevo, y así en innumerables ocasiones. De vez en cuando olvidaba dónde estaba, de vez en cuando lo recordaba. Oyó el rugir y el deslizarse de un camión de la basura, el traqueteo de los cubos. Arriba reinó el silencio durante un rato.
Lo despertó un grito agudo, un grito angustiado, de terror. Se oyó el estrépito de algo que caía a plomo. Miró la habitación en que estaba y acusó la terrible soledad de las paredes blancas. Fuera, la luz era de un gris cálido. Ante sus ojos, la iluminación eléctrica palideció hasta no ser sino llama de fósforo.
Tiempo después oyó gritos, una voz de hombre; le pareció que podía ser Sidone, pues parecía surgir exactamente encima de donde estaba. Miró el suelo y concluyó que el brillo endurecido de la madera indicaba que el barniz estaba seco. Lo tocó con los dedos, pero los tenía tan cubiertos de barniz que no percibió nada, de modo que probó con los labios. Estaba seco. Salió de la isla a la gélida brillantez y barnizó el rincón en que había quedado encallado. Tomó la lata y la brocha y salió del apartamento, para subir a averiguar qué había ocurrido.