20

Lo que empezó con grandes estímulos físicos pronto pasó a ser, tras un día de trabajo variado, denodado, una suerte de alucinante travesía del tiempo. Pasó del cansancio al agotamiento, hasta que al final, al segundo día, alcanzó una ligereza mental que le llevó a creerse inasequible al desaliento, inmune a lo extenuante de la tarea. Ahora bien, también surtió efecto en su manera de acusar el tiempo, en su capacidad de dar a sus sentimientos las debidas proporciones. De un sótano u otro le llegaba el desmañado forcejeo de Bodien con las tuberías, o el ruido de los electricistas al arrancar el cableado. Vivía en la acústica del sonido concreto, que embozaba cualquier música que pudiera emitir su constreñido cerebro. El rascar de la llana, el roce de la brocha, los ruidos de Gaylord al arrancar y cortar en su tarea de sanear suelos y tabiques mediante el antiquísimo método de ensanchar las heridas: las cosas tienen que empeorar antes de que mejoren. En las manos se le cuajaban la pintura y el yeso, tenía la cara a goterones, el pelo envejecido por las costras. Si a Gaylord le cabía alguna duda sobre su locura, quedó descartada por la insistencia de Norman en usar los mismos pantalones, chaleco y corbata, y en defenderse a cada tanto, diciendo en tono de ensoñación:

—No, nada de disfraces: todo esto le está sucediendo a Norman Moonbloom.

Y en este papel fue nombrado heredero de intimidades aún mayores. En calidad de trabajador en las cocinas y los cuartos de baño de sus inquilinos, adoptó una familiaridad que ante los ojos de todos ellos transformó por completo la especie a la que pertenecía. La gente dice a sus criados cosas que bien podrían ocultar a sus familiares más inmediatos. Sigiloso, silencioso, diligente como el perro que entierra su hueso, parecía fundamentalmente digno de toda confianza, tan idóneo para las confidencias como una estampa religiosa. Para algunos, hablar sin tapujos en su presencia era como hablar consigo mismos, sólo que mejor, cómo no, pues no tenían que temer el tono hiriente de sus propias voces. De alguna manera, tenían que despreciarlo con el fin de confiarse a él. Le fueron amontonando las cosas encima, y así trascendieron el asco que les inspirasen sus actos. Uno pasea su desnudez para provocar, pero también cumple un acto de confianza absoluta. Tal vez él fuera el oído de Dios.

Un martes a mediodía se encontraba colocando baldosines en el baño de los Jacoby. El mortero cubría esa parte del suelo, y fue colocando la masa informe al tacto. Entró Betty Jacoby, tomó algo del armarito de las medicinas, se miró en el espejo con una angustia inexpresiva y se sentó en la tapa del retrete, contemplando la zona que rezumaba alrededor de Norman.

—¿Se puede vivir en tensión constante durante medio siglo, señor Moonbloom? —le preguntó como si hablase con el suelo.

Norman hizo un «mmm» mientras palpaba con los dedos las ranuras.

—A cualquiera podrá extrañarle por qué nos guardamos secretos el uno al otro Arnold y yo. Ahora ya estoy segura de que a nadie se le ocurre que en realidad protegemos algo muy distinto, nada que ver con la mayoría de los hombres y las mujeres que han convivido durante tanto tiempo.

Absorbiendo su voz, Norman siguió asintiendo distraído a la vez que encajaba mal que bien el baldosín y comenzaba a preparar el siguiente. Era incuestionable que había empleado demasiado cemento, pero la frugalidad era hostil a sus propósitos. Tal vez fuese poco a poco mejorando. Tarareaba «Bei Mir Bist Du Schoen».

—A muchas personas les sorprendería la realidad, y yo casi espero que así sea, porque ese aspecto en verdad forma parte de ello. El cortejo puede ser algo terrible. Tengo entendido que hay ciertas versiones del Infierno que son meramente un exceso de lo que alguna vez nos pareció tan deseable. También el amor puede llevarse a un extremo insoportable, al menos en determinadas formas. ¿No se le había ocurrido pensar algo así de nosotros? —preguntó, y de ese modo humanizó a Norman lo justo para que su respuesta fuera necesaria.

—Verá: sólo de un tiempo a esta parte me he parado a pensar en ciertas cosas. Ahora empiezo a hacer conjeturas acerca de todo —dijo desde el suelo.

—Nosotros dos, Arnold y yo, no estamos casados —dijo, y el eco de su voz se propagó en la caja de resonancia de porcelana y baldosines. Norman la miró con una pizca de deleite, viendo su rostro envejecido con la maravilla con que uno atisba una genialidad construida artesanalmente, como si fuera un juguete milagroso que hablase con voz de muchacha en la boca de una vieja. El silbato de mediodía resonó como el chorro de una fuente en medio de la ciudad, y cesó en una inmensa rociada de eco y de silencio—. Yo se lo arrebaté a su esposa y a su hijo. Hace ya cincuenta años. Fue algo terrible. Abandoné a mi marido. Todavía seguimos vendiéndonos uno al otro nuestra belleza, aunque hace ya mucho tiempo que me di por satisfecha con Arnold, segura de que había salido ganando con el trato. Y supongo que Arnold ha tenido esas mismas sensaciones conmigo. Sin embargo, ninguno de los dos hemos podido sentir ninguna certeza respecto al otro. Él sigue empeñado en mostrarme su apostura, trata a todas horas de demostrar su fuerza, su virilidad. Sé que es un viejo decrépito, pero eso no ha tenido ninguna importancia en todos estos años. Le he amado tan profundamente que nada más podía importar. Y yo también he procurado que la luz no me diera de lleno, convencida de que aún puedo ofrecerle la ilusión de mi belleza. A los dos tendría que habernos resultado evidente que todo esto era una rematada estupidez. Pero no lo ha sido, y probablemente nunca lo sea. Cada uno habremos de morir en un futuro ya cercano, a pesar de lo cual seguiremos hasta el fin con este juego de apariencias. Él meterá la barriga, fingirá que está trabajando; yo hablaré de una determinada manera, siempre con las persianas bajadas…

—Ay, ay, ay —dijo Norman, trazando un dibujo distraído con la yema del dedo en el cemento húmedo. Notó que se le iba la cabeza, que le acometía una risa compulsiva: todo lo que tenía para contenerla era el respeto por los sentimientos de la vieja. Le asombraban las prolongadas reverberaciones que la pasión puede suscitar. Uno puede reírse de unos amantes octogenarios, pero esa risa debe destilar respeto, y también algo de terror. A la pálida luz del invierno que se colaba por la ventana helada, vio su propio dedo dibujar como si tratara de perfilar la forma de un alma. Ella también lo miraba, como si le hubiera indicado algo muy específico y contase con que él plasmara en un diagrama la casa en la que ella había vivido durante medio siglo. La caja de cápsulas de Gelusil emitía un ruido de sonajero mientras ella la movía con los dedos nudosos; el estruendo de una radio en un apartamento cercano producía una sensación de viviendas habitadas por amas de casa, sus ensoñaciones auditivas interrumpidas sólo ocasionalmente por los anuncios de jabón o de harina.

—Tenía la sensación de que había algo extraño —dijo Norman, con una pose como la de una adolescente embobada—. Y ahora que me lo dice, resulta más real y más fantástico al mismo tiempo. Ya ve usted: durante casi toda mi vida he pensado que el misterio se encontraba sólo en cosas que nada tenían que ver conmigo.

Ella rió quedamente.

—La gente dice tantas cosas sobre el amor y el odio… Es mucho peor, es una carga mucho más pesada, es la ternura y la piedad. La pena no es nada al lado de esas dos cosas.

Cuando Betty Jacoby salió del cuarto de baño, Norman suspiró para salvar el momento siguiente de su metamorfosis perpetua, y volvió a centrarse en su tosca labor de albañilería.

—¿Para qué te empeñas en meterles esa bazofia en la cabeza, esas lecciones de hebreo? —dijo Hirsch a su sobrino, Aaron—. ¿Qué van a sacar en claro los pobres niños? Déjalos en paz, déjalos que sean como todos los demás monstruos norteamericanos. Mascarán chicle, dirán palabras malsonantes, ganarán dinero, se casarán y serán igualitos que cualquier otro. ¿O es que pretendes que sean siempre extranjeros? ¿Quieres que sean un poco yidlach, que todo el mundo se dé cuenta de que no son de aquí? Claro, a no ser que te salgas con la tuya y el chico trague y sea efsher rabino y tenga un buen salario, un director espiritual para los que se ganan el pan de sus familias, aunque no sé yo si…

Norman pintaba el diálogo a brochazo limpio, con extraños símbolos en la pared. Iba ya por la segunda mano, pero la pared chamuscada parecía empeñada en salir a la superficie.

—Tú no te metas en esto, tío —dijo Aaron con la voz constreñida—. No interfieras. Ellos tienen que conocer su herencia judía. Lo demás no importa.

—Aaron, Aaron, no te pongas así —dijo Sarah desde otra habitación—. Lo dice con las mejores intenciones.

Oy vays mir, ¿o es que no habéis aprendido nada de los profesores que hemos tenido aquí? —siguió largando el viejo—. ¿De veras quieres que sepan que son judíos? Perfecto: llévalos a un salón de tatuaje. Que nos tomen a ti o a mí por modelo. Que les copien los números, igualitos que los nuestros. Así sabrán quiénes son.

—Van a oír todo esto los niños —gritó Aaron montando en cólera—. ¿Quieres hacer el favor de guardarte para ti tus descabelladas ideas? ¿Qué me dices de su conexión natural con… con Dios? —Se notaba que Aaron iba a extraviarse a la vez que torcía el gesto, sabedor de que había caído en una mera trampa verbal.

—Ah, claro. Acabáramos. Dios —dijo Hirsch con su voz moderada, y desagradable—. Dios, nuestro buen amigo. Cómo no. Eso es importantísimo, mantenerse en buenas relaciones con Él. ¿Cómo he podido olvidarlo? Está claro, somos su Pueblo Elegido, pero, digo yo, ¿elegido para qué? —bufó, su voz por lo común apacible alzada de pronto lo justo para incordiar a quien la oyera.

—Los niños —dijo Sarah en voz baja, pero frenética, casi a gritos—. Tío, por favor…

—Está loco —gimió Aaron.

—Elegidos somos, pero elegidos para la tortura, para el asesinato, para la humillación, para la demencia. Elegidos para…

—Basta, basta, basta —chistó Sarah—. Que este hombre está aquí. —De todos ellos, era la única que mantenía una relación estrecha con la vida cotidiana.

—Dios —exclamó Hirsch, y su voz pareció adquirir un deleite patente al hacerles daño a los demás—. ¿Tú sabes qué es Dios? Dios es el más grande, el más viejo, el mayor shvantz que hay en el universo.

Norman, encajado entre la fregadera y la cocina, estudió las manchas blancas que se le habían incrustado en la mano y tuvo la certeza de hallarse en un espléndido lugar, un lugar tan inmenso que le oprimía el corazón. Por extraño que fuera, se sintió bienaventurado.

—Estás loco —dijo Aaron—. Habría que ponerte una camisa de fuerza y encerrarte en una jaula.

—Ah —dijo Hirsch—. Sí, sí, tienes toda la razón… —Lo dijo como si acabara de abrírsele la herida por la que había suspirado toda la vida.

—No, no. Tío, no quise decir… Por favor, ten compasión —añadió Aaron con voz estremecida.

Y en el silencio que se hizo después, Norman supo que el viejo se iba a quedar con ellos para siempre. Para los Lublin, el Infierno era infinito. Pero la presencia constante del Infierno, su resplandor incandescente, chillón, era una suerte de luz negra que daba a sus vidas un fuerte relieve, y así las hacía tangibles, seguras las de unos para los otros. Al contrario que Norman, nunca habían dudado de su propia existencia. Conocían sus pasiones, conocían cada uno sus umbrales de dolor. Y, de un modo extraño, la persistente compañía del Infierno, su voz salvaje, aduladora, también les hacía entrega de todo lo contrario, de lo que estaba en el polo opuesto del Infierno. Lo cierto es que tenían capacidad de amar.

Tapando por fin las huellas del incendio, Norman captó la luz que se reflejaba en sus vidas y él mismo cambió ligeramente de color. En su fachada se tornó más pálido.

Y una tarde en la que el aire de la calle estaba tan claro que los edificios y las personas parecían incrustados en el más prístino de los cristales, hizo cuanto pudo por reparar la ventana alabeada del dormitorio de J.T. Leopold. Tras haberse metido peligrosamente a fondo en la madera, planeaba cada ataque del cepillo con deleite suicida, y notaba que se le hacía la boca agua al ver las gruesas, olorosas virutas de la madera. J.T., envuelto en varias mantas por culpa de la ventana abierta, lo miraba con una expresión de profundo disgusto ante el chapucero trabajo de Norman.

—A mí me parece rarísimo —dijo Milly Leopold desde la puerta, donde se había plantado, abrigada como si fuera a salir— que sea precisamente usted, el agente, quien se encargue de esa clase de trabajos.

—Es que hay agentes y agentes —dijo Norman con alegría, su rostro de huesos finos recubierto por una capa de polvo beis.

—¿Y qué quiere que le diga? —dijo ella. Respiró hondo—. Bueno, tengo que salir. No tardaré nada. ¿No le importa que me aproveche de que está usted aquí? Así puede estar pendiente de J.T.

—No es molestia, señora —dijo Norman—. No le faltará de nada mientras yo esté aquí.

J.T. refunfuñó por lo bajo, ya fuera por la ineptitud de Norman en la carpintería, que sin duda ofendía a un maestro artesano, ya fuera por la idea de que alguien tuviera que cuidarlo como si fuera un niño chico. Fuera la razón que fuese, el refunfuño a Milly le sonó igual. Se lo tomó como si le hubiera levantado la mano y salió presurosa a la calle.

Durante un rato, después de que se fuera, pareció que el aire fuese más ligero. El viejo pintor se distendió al no tenerla al alcance del oído, ni ante sus propios ojos. Vio a Norman arañar la madera y lo vio con una especie de expresión adormilada, como si estuviera en medio de una nube de serrín, una nube anaranjada que diera vueltas en torno a la cabeza pequeña y oscura del agente inmobiliario, y se viera a sí mismo, vigoroso, feliz, enfundado en un mono blanco, con la gorra de su oficio.

Tal vez incluso atinara a escuchar la voz que había tenido, una voz tonante, rebelde, lujuriosa.

—Tal como va, terminará por arruinar esa ventana del todo —dijo con su voz profunda, de sapo—. Tendría que acortar mucho la hoja del cepillo.

Norman se volvió hacia él con un punto de sorpresa.

—En todo esto soy un aprendiz —dijo, y ajustó la hoja antes de mostrársela a J.T. para que diera su visto bueno—. ¿Qué tal?

—Más —carraspeó J.T.—. Que sólo sobresalga una uña.

—No hay nada que me desanime —dijo Norman—. Pero a veces, lo reconozco, tengo la sensación de estar tratando de talar una secuoya con un cuchillo para extender la mantequilla.

—De todos modos, ¿por qué lo hace? —preguntó J.T.

—Señor Leopold, ésa es una pregunta excelente —respondió Norman, y sopló en la hoja del cepillo. Comenzó a pasarla otra vez, un tanto decepcionado por las virutas más delgadas que salían ahora—. Lo único que le puedo decir es que tengo la sensación de estar aproximándome a una explosión. Trato de vivir a la altura de ese sentimiento.

J.T. resopló con incredulidad.

—¿Qué manera de hablar es ésa?

—Ya veo que si se dice con todas las letras no tiene mucho sentido, ¿verdad? En fin, digamos que deseo arreglar los edificios, que eso me ha parecido algo importante ahora mismo. No dispongo de dinero para acometer remodelaciones. Mi jefe sólo quiere que las cosas sigan como están. Para él, la propiedad inmobiliaria tiene un valor particular tal como se encuentra ahora. Ni siquiera es consciente de que en estos edificios viven personas. Ustedes sólo son inquilinos. Si estuviera yo en su lugar, quizás sentiría lo mismo que él. Yo era feliz, tanto como casi todos. Pero de pronto llegó un día, después de empezar en este empleo, en el que algo comenzó a sucederme, algo terrible. Me encuentro en un instante en el que soy esclavo de mis impulsos. Me parece imperativo hacer todo lo que estoy haciendo. —Calló un momento para estudiar los minúsculos mundos de madera que flotaban en el aire—. Tal vez sea que intento dar un nombre a lo que está ocurriendo.

J.T. lo miraba atónito desde las mantas que lo cubrían.

—Y una mierda que necesita dar un nombre a lo que le sucede. Fíjese en mí: sé muy bien lo que me está ocurriendo. Todo lo que sé es que yo no soy lo que era y ella tampoco es la que era. Como las cosas que se pudren con el calor, ninguno de los dos tiene ya un olor agradable para el otro. Lo que pasa es que ella se siente culpable por eso, y yo en cambio me subo por las paredes, maldita sea. Me mira cada vez que toso, le da miedo que se le note que se alegra, le da miedo que se le note el alivio que va a sentir en el momento en que yo estire la pata. Y yo no puedo evitar darle miedo, porque sólo de ver su cara me quemo por dentro. Antes me gustaba su cara, y da la impresión de que ella se la haya cambiado por puro rencor. Siempre he sido más fuerte que ella. Antes era capaz de levantarla en vilo con una sola mano y clavarla contra la cama, ella asustada y excitada, a sabiendas de que J.T., el toro de los T.I.M., iba a darle su merecido.

Norman siguió cepillando la madera.

—¿Los T.I.M.? —preguntó masticando el aire lleno de serrín.

—Trabajadores de la Industria del Mundo —barbotó J.T. con orgullo—. Yo pertenecía a un gran grupo. Nuestros héroes no vestían camisa y corbata.

De pronto le llegó un sonido asombroso: como si un hombre cantara estando dentro de un fangal. ¡Era J.T. quien se había puesto a cantar!

—Anoche soñé que vi a Joe Hill… igual de vivo que tú y que yo…

No obstante, las toneladas de fango que lo anegaban eran demasiado para un cantante solitario. Se puso a toser de una manera terrible, y ocultó la cara entre las mantas con que se envolvía. El presente era un cúmulo de bocinazos y chirridos que subía desde la calle; se deslizaba la tarde luminosa. Norman siguió trabajando con severa atención a lo que tenía entre manos. Sus sentimientos florecían como los hilillos de sangre en el agua. Apagado, embozado por la manta en la que se escondía, J.T. se puso a largar como un poseso.

—Asqueroso, podrido, apestoso, pútrido, repugnante…

Y así siguió como si nunca fuera a terminar.

Gaylord descubrió la muerte de Karloff seis días después de haber limpiado su vivienda, y Norman, tras dar notificación al nieto entristecido, se acercó con ganas de ver qué podía haberle hecho la muerte.

El cadáver seguía sentado, erguido, con la cabeza inclinada sobre el pecho por todo indicio de que Karloff ya no estaba a atento a las llamadas que sonaran en su puerta. Desde la última visita de Norman, el vejestorio había tenido tiempo de crear un pequeño asentamiento de suciedad en la zona de la mesa que le quedaba a su alcance. Había un fuerte olor a orines, el orinal estaba caído de costado. Norman estudió la carne de color apagado, la totalidad de la figura erecta en su terquedad, y trató de imaginar qué pequeña silueta, ahora ya huida, había sido la que portase a tan formidable individuo por el mundo. ¿Dónde estaban ya los caballos negros y relucientes, las mujeres salvajes, los frutos enormes y dulcísimos, los hombres y los niños terribles que Karloff se había bebido por los ojos y por los oídos? No quedaba sino un corpachón descomponiéndose, desprovisto de color, irreconocible, en una pequeña habitación de la ciudad. ¿Por qué motivo percibía una extraña relación entre sus esfuerzos en la ventana de los Leopold y ese montón de carne muerta? Los dedos nudosos estaban extendidos, rígidos, como si hubiera tratado de alcanzar una corteza de pan duro a la que a la postre no llegó. Las paredes y el techo, blancos y relucientes, configuraban un gran marco tridimensional para lo que a fin de cuentas ya no era nada. Y Norman miró alrededor con esmero, como si no le sorprendiera esa última hilacha del espíritu desvanecido, como si pudiera determinar a partir de todo ello qué era lo que anidaba en su propio ser.

Esa tarde puso masilla en las cristaleras de las puertas del edificio de la calle 13 con la misma ineptitud de siempre. Logró que los cristales encajasen con solidez, aunque empleó tal cantidad de masilla que algunos más parecían ojos de buey. No obstante, cuando dio por terminado el trabajo, a primera hora de la noche, era algo más alto que al comenzar el día.