19

Alquilaron una furgoneta y cargaron en ella toda la pintura, el yeso, unos cubos nuevos, fregonas, cepillos.

—Pero si yo ya tenía cubos —gimió Gaylord, deprimido ante tal extravagancia.

—No, no, tienen que ser nuevos —insistió Norman—. Tienen que ser los mejores.

Gaylord frunció el ceño mientras conducía rumbo a la calle 13.

—No entiendo qué mosca te ha picado —dijo—. No entiendo qué quieres hacer con mi vida. Esos edificios se caen a trozos, los inquilinos están todos locos de atar. ¿Qué les importará a ellos la pintura y todo lo demás? Actúas como si te hubieras vuelto loco tú también. ¿A qué vendrá esta ventolera, ponerse a limpiar y pintar todo de repente? Este trabajo era tolerable sólo porque podía tomármelo con calma, hacer las cosas a mi aire. La paga es tan mierdosa que trabajo como ascensorista de noche, tres días por semana, para poder llegar a fin de mes. El que gana cuarenta dólares a la semana no tiene por qué matarse como un obrero de verdad. ¿Qué demonios intentas hacer? ¿No querrás hacer precisamente el mundo de nuevo, verdad?

—Ajá —dijo Norman con una sonrisa—. Eso quiero. Y quiero hacerlo como a mí me gusta.

Gaylord resopló y condujo de mala manera, frenando con brusquedad, girando con tales volantazos que Norman chocaba contra la puerta, o contra él. Los cubos traqueteaban en la trasera, los botes de pintura se caían y rodaban. Eran como un terremoto móvil camino de un sitio donde desencadenar a su llegada el terremoto en cuestión.

Cuando bajaron en la calle 13, Norman hizo una pausa para contemplar la furgoneta mientras Gaylord permanecía malhumorado, apoyado en el guardabarros, los brazos cruzados, los ojos clavados en el edificio contrahecho y a duras penas embutido entre los otros dos.

—Tengo la sensación de que no iría mal pintar algo en los laterales de la furgoneta —dijo Norman con una frivolidad parecida a la de una viuda ya anciana que sale al mundo por primera vez, y que siente cosquillas de su propia libertad.

—La furgoneta no es nuestra —le recordó Gaylord—. Te cobrarán por cualquier desperfecto.

—Algo así como… «Renovaciones Moonbloom», o «Renovadores, S. L.» ¿Tú qué tal letra tienes, Gaylord?

—Maldita sea, Moonbloom. Me tienes preparada una encerrona. Esto va a ser un trabajo inhumano, te lo digo yo. ¿Quién te has creído que eres, eh? ¿Un sultán? En algún sitio hay que trazar la raya. Como me aprietes más de la cuenta, me largo sobre la marcha. Te dejo aquí mismo, con esa furgoneta llena de trastos. Ni siquiera sabes conducir, así que no te pases conmigo.

Norman sonrió con un punto de melancolía, se encogió de hombros y se dirigió a la trasera del vehículo.

—De acuerdo —dijo—, vamos allá.

Un mendigo los miró introducir el material en el portal, los ojos venosos e hinchados de pura curiosidad. Gaylord se movía con terquedad, mientras que Norman lo hacía con todo el entusiasmo del neófito, subiendo los peldaños de dos en dos, cargándose en exceso, jadeando, pero al borde de la risa.

—¿Y qué van a hacer ahí, eh? ¿Echar el edificio abajo? —graznó el mendigo.

—Eso depende del edificio —gritó Norman como si tuviera consigo una cuadrilla entera. Gaylord gruñó con todo su desprecio.

Norman llamó a la puerta de Karloff.

—¿Qué? —rugió Karloff.

—Soy Moonbloom —respondió Norman.

—No me puedo levantar. Tengo las piernas hechas polvo. Adelante.

Norman abrió la puerta y sufrió un pasajero descorazonamiento al ver la habitación y su pieza central, el propio Karloff. La hedionda profundidad de las paredes, la sensación de las esquinas redondeadas, donde la suciedad parecía destruir toda geometría, le salieron al paso a la vez que la presencia del vejestorio, apareciéndosele todo como si fuese de un tamaño sencillamente desmedido. Su propia presunción lo excitó de un modo a duras penas llevadero.

—Hemos venido a poner orden aquí dentro.

El hombre montaña lo miró fijamente, las antiquísimas cuestas y barrancos iluminadas por el amarillo enfermizo de una bombilla enana.

—Si no fuera por estas piernas —retumbó su voz—, le asegurro…

—Hay que hacerlo, y no se hable más —dijo Norman, indicando a Gaylord que entrase.

Karloff los vio entrar con los cubos y los botes de pintura. Permaneció sentado mientras arrancaban las cortinas malolientes y retiraban la ropa de cama, que apestaba. Su mirada pasó de la ira a la curiosidad y cuajó en un mero entretenimiento desvalido. El ruido que hacía Gaylord al llenar los cubos en el pasillo parecía triturarle la cabeza; entornó los ojos hasta no ser más que de la anchura del otro millar de arrugas que le surcaban la cara cuando Norman se puso a barrer. Se levantó una polvareda asfixiante, y se estremeció levemente cuando tuvo un acceso de tos lento y profundo. Poco a poco se le curvó la boca por las comisuras, lo suficiente para que la línea de los labios quedara casi recta del todo. Ésa era su sonrisa. Tras una primera mirada de curiosidad, Norman y Gaylord reanudaron la faena, y durante toda la tarde y parte de la noche que pasaron allí lo estuvieron escuchando tal como hubieran escuchado las palabras de un antiquísimo fondo sonoro, coral, cuyo sentido sólo dejaba en ellos algún destello de comprensión aislada.

—Me escapé de casa. Mi tata gehsucht decía: «Es un animal, es un campesino». ¿Qué más me diera a mí, si era fuerte como un toro? No tenía yo gana de pasarme la vida sentado, rezando, con la nariz metida en un libro. Tenía un cuerpo lleno de sangre. Rebosante. Cuando los goyim comenzaron a insultarme, no iba yo a mirar a Dios ni a rezar sin más ni más. Les aplasté la jeta uno por uno. He vivido mucho. Me gustaban los caballos, me gustaba la bebida. Me largué de mi casa y me marché a Rusia, y ese país no tiene ni principio ni fin. Allí teníamos cielos inacabables, frutos dulcísimos… Y qué gentes, gentes como ya no hay más, hombretones más grandes que yo, hombres capaces de beberse el vodka por garrafas enteras, capaces de cantar en plena nevada sin ponerse un chaleco siquiera. Y en la ciudad había gentes de toda clase y condición, no como ahora, que son todos iguales que los muñecos. No, no. Allí se veían caras como salidas del infierno, caras de ángeles, caras aparecidas en la jungla. ¡Qué terrible todo!

La habitación quedó invadida por el olor penetrante del detergente, y el hedor de la suciedad abundosa, oscura, se fue tornando más débil. Gaylord trabajaba despacio, sin perder comba, como si estuviera hechizado. Norman, que sólo se había quitado la chaqueta, trabajaba con el chaleco y la corbata puestos, y más parecía un instructor en plena demostración que un trabajador de verdad, con la cara resplandeciente, en tensión, atento al ronco devanarse de la voz, que oía como si oyera el fluir de un río de lava, fundida lo justo para no estancarse, pero embotada, chirriante, debido a los trozos de corteza enfriada que llevara dentro.

—Cómo erran los niños de entonces, blancos y flacos, todo aigen, ojos. Tantas palizas se llevaban, tanto los querían. Las ciudades estaban repletas de colores, de sangre, de gritos. Cuánta vida, cuánto llanto. Erran como animales y seres humanos a la vez. Se podía matar a un hombre a puntapiés y luego llorar con desconsuelo por su alma. Se podían cometer crímenes impíos con los niños, pero se les quería de una manera terrible… terrible…

El día fue corriendo como el agua, y al resto de los inquilinos —Paxton, Sugarman, Louie— se les oía al subir las escaleras tras echar una breve y vacilante mirada desde la puerta a la habitación de Karloff.

—Y en los bosques, en la estepa, en los montes… qué noches, qué noches grandiosas, qué mujeres, capaces de hacerte arder como una tea de la cabeza a los pies. Chillábamos, nos desgañitábamos, luchábamos. Oh, oh. Qué vidas no habré vivido yo. Y qué caballos. Oy, ich gehut ah faird, con la piel negra como el carbón, grande cual elefante. Cabalgaba sin ensillarlo. Y viví en una ciudad de cosacos, en el spetzel Yid. Cómo me querían allí…

Restregaron y fregaron hasta dejarlo en una isleta, y allí parecía la imagen de la desolación, el último resto de vida en un océano desierto. Y cuanto más acusaba Norman la pena implícita en todo ello, más sonreía. Era como si su expresión facial fuera la imagen en espejo de una extraña especie de pesar que le corroyera por dentro. Gaylord fue sacando los montones de desperdicios. El olor punzante de la pintura, inmisericordemente limpio, azotaba el interior como un viento astringente que diera de lleno en la figura del viejo inquilino.

—Fui con ellos a la guerra, con los cosacos. Atravesamos Siberia, luchamos con los klayna, los japoneses. Y nos mataron, nos mataron a muchos, vaya si nos mataron, hombres y caballos. Me llevé un disparro en todo el cuello, estuve varios meses sin poder hablar. Después fui sastre y fui panadero y fui cocinero en una barcaza fluvial, fui chulo de una koorva, fui cochero. Pasé seis meses en la cárcel por haber matado a un hombre. Ich gehven un mendigo. Mi familia había muerto, mi hermano nunca quiso saber nada de mí. Me vine aquí, a América, a trabajar, a luchar, dos veces me han tenido aquí en la cárcel. Me casé, tuve hijos, comí, hice el amor con mi mujer, hice el amor con la mujer de otro. Como, bebo, trabajo, duermo. Envejezco. El mundo se va muriendo cada vez más. Como, duermo, bebo. Los hijos se mueren, los nietos son viejos. Como, duermo, bebo. Estoy solo. Como. Bebo. Me debilito, ya no puedo caminar. Como. Me siento. Yo…

Era ya muy tarde a juzgar por los relojes, y Karloff se hallaba sentado en una extraña habitación blanca, con una gran bombilla, rutilante, que daba a todo un brillo antinatural. Con ojos interrogantes miraba al negro, sentado en la cama blanca como la nieve, fumando cansado, mirando al suelo. Luego volvió al blanco flaco, de ojos ardientes, que le devolvió la mirada con una sonrisa de alegría atormentada.

Norman indicó con un gesto la bolsa de papel llena de comestibles que había colocado al alcance de Karloff, e hizo lo propio con el orinal situado dentro del círculo oscuro del suelo que rodeaba su sillón.

—Ahora nos vamos —anunció—. De momento, está usted surtido. Voy a llamar a su nieto. Alguien vendrá a cuidar de usted. Pronto, descuide.

Karloff comenzó a asentir, la cabeza como un planeta requemado, los ojos retrotraídos hasta un pasado infinito.

—Psé —dijo despacio, asintiendo—. Sí, sí, psé.

Norman y Gaylord recogieron los materiales con cansancio y los dejaron en la furgoneta. Y cuando arrancaron, con gran estrépito de cubos, Norman soltó un suspiro audible, de éxtasis.

—Qué terrible… el viejo lo dijo. Qué terrible.

Y atravesaron bamboleándose la ciudad como viajeros embarcados en una extraña, donosa odisea, mientras en el modesto campanario de una iglesia repicaba una melodía dominical.