Estaba en su oficina a las ocho en punto, plenamente despierto tras unas tres horas de sueño, desdeñoso de los que madrugan tras dormir ocho horas o más bajo los efectos de las drogas. Si sus extremidades se le antojaban ajenas, y frágiles, era un precio asequible que pagar a cambio de la maravillosa, resonante claridad de su cerebro.
Un niño, colgado de la barandilla de hierro, en la acera, lo miraba con boquiabierta curiosidad. Norman lo saludó agitando la mano sin interrumpir sus enfurecidas tareas de limpieza. Se deshizo de papeles a brazadas. Voló el polvo en todas direcciones; para el niño, Norman era como un motor poco corriente que se calentase en medio de una humareda. En poco más de media hora, la oficina tuvo el aspecto despejado y nítido del puente de un buque de guerra. Norman lo contempló con una sonrisa desquiciada, y el archivador pareció encorvarse contra la pared, intimidado ante su brío. Soltó un ladrido corto, una risotada, y se sentó junto al teléfono.
Primero llamó a los técnicos del ascensor y exigió, impostando la voz de Irwin, que lo reparasen de inmediato.
—Podemos enviarle un técnico el siete de enero —dijo con sequedad su interlocutor—. Hasta entonces no nos queda ni un día libre.
—He dicho que lo quiero reparado esta semana —replicó Norman-Irwin con la tranquilidad cortante de quien da órdenes a diario.
—Eh, compañero: usted es muy poca cosa. Usted no da órdenes así como así —dijo el hombre, ligeramente inquieto ante la voz resonante que había impostado Norman—. Al que viene primero se le atiende primero.
—¿Poca cosa? —dijo Norman con incredulidad, y notó que se estaba creyendo el papel. A Del Rio le habría asombrado su capacidad para proyectar sensaciones—. Me parece que no me ha oído usted bien. He dicho que llamo de Inmobiliaria Moonbloom.
—¿Moonbloom? —preguntó el hombre con verdadera ignorancia.
—¿Usted ha oído hablar de Uris, Zeckendorff, Levitt?
—Sí, los conozco.
—Muy bien. Súmelos y tendrá más o menos el equivalente de Moonbloom. Tiene usted suerte de que me haya tomado el tiempo necesario para hacerle entrar en razón. ¿Sabe usted cuánto vale mi tiempo? ¿Le parece sensato unos doscientos dólares la hora? A mí no me gusta cargar las tintas, ni hacer valer mis influencias, pero nosotros ranana ránana ranana. No quisiera yo tener que ranana ranana…
Cuando colgó, en plena perorata del hombre, que con todo su fervor le aseguraba que tendría a los reparadores a mediados de la semana, Norman se quedó sin resuello de tanto reír. Sólo paró cuando notó un dolor agudo en el pecho. Respiró hondo, se recompuso y marcó el número de Irwin.
—Sólo quería explicarte por qué el cheque que te envío es algo menor de lo que tú probablemente esperabas, Irwin.
Irwin barbotó unas cuantas palabras ininteligibles. Esperó pacientemente el momento de seguir.
—Cuatro inquilinos se han marchado porque los apartamentos en los que vivían eran sencillamente inhabitables. Estoy trabajando en las reparaciones necesarias. —La voz de Norman había cobrado el sonido entre paciente y hastiado de un padre.
—Norman, esto empieza a ponerse lisa y llanamente imposible —dijo Irwin, y la indignación hizo que elevase su tono de voz, de modo que cada sílaba sonó como si fuera una nota emitida por un xilofón—. No sé qué diantre te está pasando. Siempre has sido un hombre sensato, con los pies en la tierra. Antes, te miraba a menudo y decía: «Tengo un hermano del que uno se puede fiar por entero». ¿Te estás volviendo majareta? ¿Estás a punto de descarrilar, o qué?
—¿Se puede saber qué he dicho para que te alteres tanto? —preguntó Norman, gozando de la impostura como si fuera un licor al que no estuviera acostumbrado.
—He oído toda suerte de excusas por parte de los malditos agentes que he tenido. He oído de todo, pero la tuya se lleva la palma.
—Perdona, Irwin, pero…
—Por todos los demonios, dime que los malditos edificios se están encogiendo, a ver si me lo creo.
Por alguna extraña razón, el silencio era como el sonido de una voz que se hubiera encasquillado en la letra «Y».
—¿Norman?
—YYYYYYYYYYY…
—¿Estás ahí?
—Sí, Irwin.
—Bien, ¿y qué me vas a decir?
—Pues solamente pienso decirte que algunas cosas no tienen explicación.
—Eso no es una respuesta.
—Tal vez, Irwin… Piénsalo bien: tal vez los edificios puedan de hecho encogerse.
—Mira, no tengo ni idea de qué va todo esto. Lo único que sé es que si no estuviera ahora mismo hasta el cuello con la gente del fisco, iría en persona a arreglar todo este entuerto de la manera que fuera.
—Por favor, Irwin, no te apures. Todo va a ir sobre ruedas.
—No quiero que me digas nada. Escúchame tú: más te vale que el próximo cheque esté aquí en dos semanas. Y más te vale que ese cheque me demuestre que esos edificios han recuperado el tamaño que siempre han tenido.
—Puedes estar tranquilo, Irwin.
—No hables más, no me digas nada más. No soporto oír tu voz. Haz lo que tengas que hacer, y hazlo pronto.
—Así se hará —prometió con una sonrisa diabólica, que a Irwin lo hubiera vuelto loco del todo.
—Tú… —Irwin colgó, dejando a Norman con el teléfono en la mano como si fuera una mancuerna que le costara gran esfuerzo levantar. Por fin, lo dejó en su sitio y lo acarició distraído durante unos minutos. Se restregó los ojos luego y marcó el número de la casa de Gaylord.
—Hola —contestó un niño.
—¿Knight?
—No, señor —respondió el niño.
—¿Estoy llamando a Henderson, seis, cero, cinco, ocho, siete?
—Sí, señor.
—¿Y no es casa de los Knight?
Se hizo una larga pausa. Por fin oyó la respiración al otro lado.
—Aquí es por la mañana.
—Hijo, ¿cómo te llamas?
—Harner.
—Harner ¿qué más?
—Harner, señor.
—¿Y cómo te apellidas, Harner?
—Knight.
Norman suspiró con delicadeza.
—¿Y está tu padre en casa?
Se oyó un susurro.
—¿Quién le llama, por favor?
—Moonbloom —dijo Norman con impaciencia.
Otro susurro.
—No está.
—Dile que se ponga al teléfono o lo despido ahora mismo.
Más susurros.
—Ay, ay, ay —dijo Harner como si tal cosa—. Ahora mismo acaba de entrar por la puerta.
—¿Sí? —dijo Gaylord, respirando a pleno pulmón en el receptor. A oídos de Norman sonó como un serrucho.
—A ver, Gaylord. Quiero que estés atento. Queda cancelado todo permiso. —dijo, sintiendo la fuerza de la yihad. Era tan bajito como Bonaparte, pero sabía que la importancia no dependía de él. Tal vez fuera más bien el mariscal Ney, movido por la ciega obediencia al espíritu de sus impulsos. Ésta que iniciaba era la gran campaña; lo que sucediera después sería problema de Irwin. Que Irwin pusiera de patitas en la calle a todos los inquilinos si eso le venía en gana. La victoria quedaba a la vuelta de la esquina. Lo que pudiera pasar después era tan irrelevante para el aquí y el ahora como la vida en el más allá lo era para la vida misma. Y él estaba vivo, ardía, era pura respuesta, era pasión en estado puro—. Quiero verte esta misma tarde en el apartamento de Karloff. Vamos a hacer una limpieza a fondo, vamos a quemar toda la mierda.
—¿Cómo?
—Y mañana pintamos el apartamento de los Lublin.
—A ver, a ver: ¿qué es todo esto?
—Vamos a trabajar, Gaylord —dijo casi como si lo aguijonease—. Vamos a arreglarlo todo. Absolutamente todo.
—Oh, Dios mío —gimió Gaylord—. Oh, Dios Todopoderoso…