En su apartamento, disfrutó del placer sensual de redactar una nueva lista pormenorizada, anotando palabra por palabra aquellas cosas que sabía que iba a tener que utilizar, cosas que él mismo iba a tocar, e iba a oler. Iba a ser su propia experiencia la que pusiera en juego, estimó con grandeza, y conoció el deleite de su propia generosidad por primerísima vez.
«Pintura —escribió—, 200 litros: blanca. 40 litros: varios colores. Brochas: dos de cada tamaño. Aguarrás: 40 litros. Aceite de linaza: 45 litros. Yeso: 100 kilos…»
¿No le resultaba ya posible percibir el olor penetrante de la pintura nueva, o el color húmedo, como el cereal, del yeso? El sonido de la ciudad era un grandioso murmullo de caverna, una caverna en la que bulliese el aletear de los motores, los lejanos toques de claxon, los gritos. El dolor se fue acomodando en su cuerpo como si estuviera en su propia casa. Se preguntó cómo se vendería el cable eléctrico, si por metros o al peso.
La nevera emitía una vibración constante, cristalina. Fuera, las calles daban largas boqueadas asmáticas, siempre en constante inspiración, sin exhalar. Anotó: «Paletas o llanas o como se llamen. Masa para baldosas. Tuberías (preguntar a Bodien). Otras herramientas (a ver qué dice Gaylord)».
El viento hizo retemblar las ventanas. Desde la radio de otro apartamento le llegó un villancico. En esos instantes pisaba con dificultad el terreno de lo irreal. Cuando perdiera el equilibrio, no sabía de qué lado iba a caer. Apenas reparó en el ruido de alguien que subía por las escaleras, aunque sí derribó la silla al levantarse en el instante en que alguien golpeó la puerta con la mano.
—¿Quién? —bramó. Tragó saliva—. ¿Quién es?
—Moonbloom, Moonbloom —gimió una voz—, tiene usted que…
Norman se acerco a la puerta y procuró hallar el equilibrio en su delicada sensación de alborozo. Tuvo miedo sin embargo, y se preguntó por quienes tienen el talento de reírse ante una amenaza de muerte.
—¿Quién es? —preguntó, y abrió la puerta sólo una rendija, con la cadena puesta. La peste a alcohol le hizo torcer el gesto. Con dificultad descubrió un rostro que le resultaba algo familiar—. ¿Del Rio?
—Por favor, Moonbloom, venga a ayudarme —dijo Del Rio con una ronquera tal que parecía que lo hubieran acuchillado.
Norman lo dejó pasar. Del Rio entró pestañeando para protegerse de la luz, distorsionando la boca. Norman se quedó boquiabierto al ver el desaguisado: sus rasgos eran los de siempre, su cuerpo el de un atleta griego, pero tenía la manga de la chaqueta desgarrada por la costura del hombro, y la propia chaqueta estaba hecha un asco. Lo peor de todo eran sus ojos acolchados, de boxeador: asomaban por debajo de los pliegues hinchados con una expresión que Norman recordó haber visto en la mirada de un sonámbulo al que alguien había despertado con brusquedad. Del Rio estaba despierto, y le resultaba insufrible que nada ni nadie diera autenticidad a su sueño.
—¿Qué le ha pasado? ¿Qué está haciendo aquí? —Norman se sentó y se levantó enseguida al no estar seguro del lugar que debía ocupar Del Rio.
—Mire, mire —dijo Del Rio, tendiéndole una mano a Norman. Sin tener intención de que así fuera, su rostro expresó una amenaza—. Usted sabe cómo soy, ¿verdad? ¿Qué era lo que yo quería? ¿Tan terrible era? Yo deseaba cosas… yo, sobre todo quiero ser limpio, limpio. Usted sabe cómo vivía, cómo me conducía.
Norman se sentó ya con más decisión, pero sin perder de vista, boquiabierto, dos rasguños paralelos que Del Rio tenía en el cuello. El cabello negro lo tenía revuelto, como la crin de un caballo, y podría incluso llevar suciedad enmarañada. Se sentó en su sala, anteriormente en paz, y se preguntó una vez más por los obsequios que se le ofrendaban cada vez con mayor frecuencia.
—Verá usted: como sé muy bien cómo viven quienes viven en la mierda… —Del Rio comenzó a caminar de un lado a otro gesticulando con ambas manos y sacudiendo la cabeza con violencia, con torpeza, como si la espléndida movilidad de sus músculos le hubiera abandonado de golpe—. Nosotros vivíamos seis en una sola habitación. Una habitación asquerosa. Una guarrada. Mi abuela hedía, como se lo digo, debido a su enfermedad. Veíamos a mi madre y a mi padre cuando jodían, y cuando mi hermano tenía nueve años y mi hermana diez, mi hermano le hizo lo mismo a mi hermana. No una vez. Muchas veces. Y olían. Olían a rayos podridos los dos, a uno y otro lado de donde estaba yo. Una noche de verano, como si fuera la sombra de mi padre, allí estaba Ramón dale que te pego encima de mi hermana, mientras mi viejo hacía lo propio encima de mi madre. Y la vieja y yo éramos los únicos sin nada que hacer, y a veces nos mirábamos el uno al otro, a oscuras, y yo veía cómo brillaban sus ojos. Como si se estuviera riendo. Y las voces y las radios por todas partes, en las demás habitaciones, y el olor a basura, y el olor de todos ellos. Cuando cumplí trece años empecé a ir al gimnasio, empecé a poner más cuidado en mi higiene corporal que ninguna otra persona que jamás haya vivido nunca. Cuando podía, me quedaba a dormir en el gimnasio. Me duchaba dos veces al día. Me hacía feliz vivir cuidando de mi aseo personal. No me importaba salir sin abrigo en invierno, así se me fortaleció el cuerpo y la mente. Cuando tenía que dormir allí, en aquella habitación asquerosa, entraba en trance, me ponía rígido, me obligaba a dormir sin enterarme de nada. Pasó un tiempo y Ramón se fue a otra parte. No lo he vuelto a ver. En cambio, mi hermana seguía allí, y yo me tumbaba tieso como una tabla a la hora de dormir, sin mirarla, sin oírla. Me decía cosas en voz baja… Yo entraba en trance y era como si no estuviera allí. Así me he curtido la mente. Ya sabe usted que estudio para ser actor. Me he entrenado, me he reservado para mí… —y sin previo aviso rompió a llorar, tapándose los ojos con los puños—. Ya lo vio usted… esos cabronazos, con sus cucarachas y su mierda por todas partes. Usted sabe cómo he limpiado yo todo, cómo…
—¿Se puede saber qué ha pasado? —preguntó Norman, que sentía un extraño regocijo causado por su cuerpo dolorido. La risa nadaba bajo la superficie de una gran extensión de piedad, desdibujada, pero visible pese a todo, como un pez enorme que se viera a través de una costra de hielo. Se le estaba extendiendo una invitación a quién sabe qué pavoroso privilegio, o eso le parecía, y tuvo la cordura de no responder con una muestra de desesperación.
—Verá. Salí con una chica. Bebimos… No sé qué pudo pasar. Fuimos a mi habitación. Me excité, me puse como loco. Le arranqué la ropa. No sé qué pudo ser. Ella también estaba caliente, no vea usted cómo… Yo estaba confundido. Ella me hablaba en susurros, me incitaba… Y yo soy virgen. No sé, no sé… Comencé a golpearla. La dejé allí tirada. Quizás haya muerto. Estoy, estoy hecho un…
Norman se echó a reír, pero con la mirada cargada de tristeza. Una risa incontrolable. Del Rio lo miró asombrado, incrédulo, aunque acto seguido creyó a pie juntillas lo que estaba viendo y comprendió que a partir de ese momento ya no había nada inmutable, no había un arriba y un abajo. Se sentó cabizbajo, aceptó la risa de Norman, totalmente incapaz de sentir indignación o dolor. No era ése el caso de Norman, quien notaba un dolor agudísimo debido a la risa. De pie ante el boxeador sentado, se dio cuenta de que buena parte de su risa, si no la mayor, provenía de una sensación de puro entretenimiento, de la gracia que le hacía el hecho de que tanto él como Del Rio hubieran sido desflorados en la misma noche: se le antojaba motivo de un humor fabuloso. Cierto que aquello que los había preparado para una iniciación ridículamente aplazada, tardía donde las hubiera, era completamente distinto en un caso y en el otro: para uno, una vida entera de valentía desesperada y épica; para el otro, un prolongado letargo. Ahora bien, la trágica calidad de la experiencia que había tenido Del Rio sólo parecía prestar profundidad, dotar de resonancia a la risa de Norman. El llanto y la risa expresaban a la vez lo irresistible, y el dolor y la alegría eran intercambiables entre uno y otro. ¿Cómo era que él había optado por la risa?, se preguntó a la vez que la propia risa lo zarandeaba, frotándose un ojo con un nudillo mientras, con la otra mano, hacía una ofrenda al desdichado que tenía delante, que era incapaz de verla. Sólo pudo suponer que se debía a cierto instinto de supervivencia, o tal vez a una tendencia hereditaria que lo llevaba a orar en forma de baile, de alegría.
Cuando cesó la risa, las heridas que la risa le había causado comenzaron a sangrar. Con debilidad, tomó asiento junto a Del Rio y puso una mano sobre su musculoso antebrazo.
—No pretendía reírme de usted, Del Rio. En realidad, no puedo explicarle de qué me reía. Le resultaría una estupidez como una catedral. Desde luego, todo esto es terrible. Su vida ha sido horrorosa. No se puede ni imaginar cuánto lo siento. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Quiere que vayamos a su habitación, a ver cómo se encuentra la chica? Vamos, estoy seguro de que no ha podido matarla. Seguro que no, es imposible.
—Usted no lo sabe. Me siento… me siento como si estuviera en el infierno. No hay más que podredumbre por todos lados. ¿O no lo he intentado yo con todas mis fuerzas? ¿Qué otra cosa podía hacer yo? ¿Se supone que un tipo ha de llevar una vida así? ¿Qué clase de mierda es todo esto? Dígame, ¿quiere? ¿Es que todo es a fin de cuentas un enorme montón de mierda, donde todo el mundo está podrido y huele que tira para atrás? Yo también, yo también… —se miró ambas manos, enormes, con verdadero aborrecimiento. El descenso era demasiado pronunciado para un hombre que había despreciado a los demás de la manera en que él lo hizo durante tanto tiempo. ¿En qué había parado ahora que carecía de su superioridad, tan detallada, tan cuidadosamente forjada? Ensangrentado, cubierto de suciedad, incubado en la fealdad, había imaginado que la fuerza podría librarle de su sino. Presa de la angustia, suspiró aliviado—. ¿Y ahora, qué? Dígame, ¿quiere? ¿Qué se supone que he de hacer ahora?
—No sé… No sé qué clase… qué clase de «mierda» es ésta, Del Rio. Eso se lo puedo asegurar —contestó Norman, escrutando la piel pálida y olivácea del otro—. Para mí, todo esto es nuevo. Nunca he estado implicado en cosas como ésta. Yo no podría describirle cómo he vivido. Mire cómo soy, ¿se da cuenta? Hoy me he visto en un espejo, y pensé que era otro. Tengo la impresión de haber menguado. Me duele todo el cuerpo, estoy cansado, me siento enfermo. Y en cambio tengo casi a cada paso la sensación de que ahora sí podría hacer grandes cosas. ¿El qué? Pues no lo sé, si quiere que le diga la verdad. Es ridículo, es una majadería sentirse como me siento yo, es un desatino las ganas que tengo… de hacer algo. Y más desatinadas aún son las ganas que tengo de reírme, al mismo tiempo que me siento triste, trastornado, fuera de mí. A veces me digo que voy de cabeza, cuesta abajo, sin frenos, hacia una crisis sin remedio, pero en estas últimas semanas sobre todo he tenido la sensación de que es ahora cuando la vida comienza a abrírseme. Tengo muy presente la esperanza, aun cuando me doy cuenta de que todo podría terminar en un desastre de proporciones morrocotudas. ¿Por qué me habré reído?, estará pensando usted. Pues es sencillo. Es una nimiedad, Una coincidencia. No tiene sentido que le demos más vueltas. —Dejó que pasara un minuto, por si acaso su retahíla tuviera alguna remota posibilidad de llegar de veras a Del Rio. Sólo entonces le dio unas vigorosas palmadas en el antebrazo—. Venga, vamos a ver cómo están las cosas. Tengo la firme sensación de que algo podré hacer por usted. Vayamos a su habitación. Vamos a ver cómo está el patio.
Del Rio, quien jamás había pedido ayuda a nadie, ahora veía con desagrado semejante posibilidad.
—¿Y qué puede hacer usted? —dijo con desdén a la vez que cambiaban de postura, todavía peligroso para sí y para los demás—. Lamento haber venido a verle. Está usted como una cabra, ¿lo sabía? Y eso tenía que decírselo, así de claro. Ahora que lo he dicho, a lo mejor se lo comunico a todo el mundo. —Se puso en pie y cerró los puños pegándoselos a los costados, respirando con pesadez por la boca, los ojos vítreos ante la total oscuridad que se le revelaba.
Mirándolo, a Norman le entró el miedo. En ese instante no era tanto un daño físico lo que temía, cuanto más bien las cosas repugnantes que daban energía a Del Rio. Los tendones del cuello le sobresalían, había entornado los ojos, comenzó a mecerse ligeramente. Norman se fascinó con los puños que apenas se movían, que parecían dos cachiporras forradas de cuero curtido. Trató de prepararse para la sensación del hueso tronzado, de los cartílagos reventados. Del Rio se agazapó y soltó un bufido. Norman echaba de menos sus difusos planes. Del Rio dio un paso adelante y Norman cerró los ojos.
Los instantes se le hicieron interminables. En el interior de su cabeza, Norman comenzó a renunciar una a una a sus vagas esperanzas. Oyó un crujido en el suelo delante de él, oyó la tremenda y sin embargo apacible voz de la ciudad, tuvo la sensación de un peso gigantesco, como si uno viviera con la expectativa de que la tierra cediera bajo la ciudad. Abrió los ojos y vio a Del Rio llorar de nuevo, sus manos inofensivas. Norman volvió a sonreír.
—No tiene usted remedio —dijo tan en son de chanza como con ternura—. Venga, vámonos. Va a tener que dejarlo usted en mis manos.
Del Rio, en silencio, se mostró de acuerdo, y juntos salieron a evaluar su delito.
Norman volvió a su casa cuando ya era muy tarde. Se reía por lo bajo, colmado por un humor extraño y melancólico, pero risueño, idéntico al que lo había visitado a primera hora de la noche. Eran las tres de la madrugada. Enredó en secreto con las llaves, abrió el cerrojo, entró de puntillas en el apartamento, como un borrachín que tratara de disimular su alborozo para que no se enterase su esposa dormida. Durante unos minutos estuvo frente a la luz siniestra de la ventana, meneando la cabeza con una sonrisa extraña. Recordó la visión de la muchacha encolerizada, con los dos ojos morados, y el policía que estaba nervioso en la habitación de Del Rio, en tensión, preparado para la violencia, alterado ante la enmudecida sumisión del boxeador. Recordó su manera de despedirse de Del Rio antes de que la policía se lo llevara detenido en el coche: «Ha sido como el pus que rezuma una herida, Del Rio. Más vale que salga y no que se encone. Le guardaré una habitación, le sorprenderá lo limpio que va a encontrar todo cuando vuelva». Obviamente, tuvo que gritar a voz en cuello para hacerse oír por encima de los alaridos de la muchacha enfurecida, de modo que no estuvo muy seguro de que Del Rio se enterase de lo dicho. Los policías habían considerado la posibilidad de llevarse a Norman detenido cuando dijo lo que dijo y vieron además cómo lo decía. Pero se marcharon, y la casa quedó tan en calma que incluso se oía la máquina de escribir de Paxton en el piso de arriba, y también aunque de manera más tenue, dos plantas más arriba, el pequeño televisor de Louie, del que emanaba una música tontuela, desgranada gracias a la distancia de modo que adquiriese una cualidad obsesiva. Y recordó haber pensado: «Mírame, mira en la que te has metido. Jamás soñé que esto pudiera existir».
Sin encender las luces, entró en el dormitorio y, a la mortecina luz de la ventana, estudió el pequeño cráneo de un hombre que flotaba en el agua negra del cristal. Todo esto tendría que haberle ocurrido a un tipo más grande que yo, se dijo, a un personaje de dimensiones monumentales. A mí me va a matar. Sonrió entonces e hizo una franja cremosa en la imagen negruzca y verdosa de la cabeza. Y la risa retembló en su interior causándole un aumento del dolor, que a su vez hizo hervir la risa con un borboteo más fuerte, y así sucesivamente.
Ese niño, pensó, riendo en silencio ante el espejo, qué cosa tan terrible. Y los Lublin y Basellecci y… Su risa no se debía a que nada tuviera ninguna gracia: se debía, y sólo ligeramente, a que todo tenía gracia. Allí de pie, con un hastío fantástico, era más bien una expresión de profunda modestia, de pasmo, de timidez.
—Dios —dijo ante la luz cenicienta—: ¿y todo esto es para mí?