Se pasó todas las tardes de la semana en la oficina, calculando cuál era su posición en términos de dólares y centavos. Al detalle. Parecía que fuera ésa la única manera de calcular su latitud y longitud personales. Extraviado de súbito en un bosque de vidas, echaba en falta un sistema de tabulación, lo anhelaba igual que un marinero, a la deriva en una noche sin estrellas, podría anhelar una brújula. Sin embargo, el sábado por la noche había logrado improvisar un instrumento a tenor de una semana entera de estimaciones de costes en fontanería y electricidad.
Seguía sentado con una luz defectuosa, limpiándose de los dientes los restos de una mala cena, hurgándoselos con un palillo, contemplando el negro resplandor de la ventana que daba a la noche. «Moonbloom» se había convertido en «Moonbloon», y una pata de la ene resultante ya se descascarillaba. Pronto quedaría ¿en qué? ¿«Moonbloor»? Justo encima, el nombre de su hermano seguía impertérrito: «MOONBLOOM». Percibía la gente al pasar; a veces la ventana, convertida en un espejo por la oscuridad exterior, se volvía fugazmente transparente por efecto de los faros de un coche. Pero la mayor parte del tiempo le devolvía su propia imagen cadavérica bajo la luz del techo, una suerte de grotesco retrato de un ejecutivo amarrado a la mesa. El edificio crujía, y se acordó de que encima de su oficina también vivía gente. ¿Cómo serían? ¿Eran acaso tan horribles, tan peligrosos como sus propios inquilinos? Tembló un instante al pensar en la lista de quejas infinitamente larga que sumarían los millones de habitantes de… Dios del Cielo, pensó: ¿qué entrañaría en su caso la promoción, el ascenso que Irwin le había prometido una vez? ¿Listas más largas, gráficos más complejos, de una complejidad como un tormento? Se le ocurrió que, en realidad, no tenía ningunas ganas de que llegara la «oportunidad» que Irwin le había prometido. ¿O había sido acaso una amenaza? En tal caso, ¿por qué faenaba con tanto denuedo por hacer lo que fuera preciso? Y es que ahora ya no le parecía que tuviera elección, ya no era como el marinero que acaba de zarpar de puerto, sino más bien como el que se halla a la deriva en alta mar, cuyos movimientos ya no dicta la ambición, sino la mera necesidad de supervivencia. Fuera como fuese, había sido expulsado al infierno de las gentes, del común; llegado a ese punto, poco o nada le importaba quién hubiera sido el fautor de la expulsión.
Las tuberías gorgoteaban, el radiador emitía un siseo; del linóleo del suelo, de color pelo, salía un ruido como si se combara por momentos. Revisó los papeles que tenía extendidos sobre la mesa, cubiertos de cifras y de anotaciones y de números de teléfono. En una hoja en limpio había acumulado lo que le parecía que eran verdades como puños.
El coste total de lo que estimaba reparaciones mínimas alcanzaba los cinco mil trescientos ochenta y siete dólares con veintidós centavos. Los alquileres que se le adeudaban, incluyendo lo que Sheryl Beeler le había sisado, sumaban en total trescientos setenta y tres con cincuenta. Irwin contaba con recibir más o menos a primero de año un total de siete semanas de alquiler, más o menos unos tres mil quinientos, de los cuales depositaría unos quinientos a lo sumo para gastos de mantenimiento. Ello implicaba que Norman quedaría en números rojos por valor aproximadamente de…
Se echó a reír, se contuvo, se estremeció al poner coto a la carcajada. Empuñó el bolígrafo y volvió a realizar los cálculos, sabedor de que flotaba a merced de un torrente de demencia, a pesar de lo cual era literalmente incapaz de no seguir remando. ¿Y si incluyera lo que se necesitaba para reparar a los propios inquilinos? Supongamos que hiciera un listado también de esas otras partidas, y tratara de hallar el coste exacto de esos desperfectos, esas taras. Trescientos dólares para los Hauser, para equiparlos con un corazón nuevo; seiscientos cincuenta para Kram, necesitado de un cuerpo nuevo; ochocientos veinte con sesenta para remozar la dignidad de Basellecci; mil para comprarle a Leni Cass una dignidad nuevecita; novecientos para zurcir bien el alma de Ilse; cinco mil para comprarle una nueva a Katz (las almas seguramente saldrían caras)… Comenzó a reírse de nuevo, pero se contuvo, helado al comprobar que la risa se le tornaba alarido. Miró alrededor con un golpe de pánico, listo para venirse abajo. Recordó entonces que tenía una cita con Sheryl Beeler para pasar la velada y, entumecido por el asombro, fue capaz de rehacerse, de no olvidar el sombrero descomunal, de ponerse el abrigo con gestos mecánicos y de acudir a su cita.
Llamó con los nudillos, muy quedo, y por poco se cae de bruces, de tan de repente como se abrió la puerta. Sheryl se hallaba ante él en todo su carnoso esplendor, luminosa como un cartel, con un vestido rojo y carmín resplandeciente, una espada de plata y brillantes, apuntando hacia abajo y adormecida en el canalillo de su espeluznante escote.
—Vaya, hola, cariño. Ahora mismo acababa de llegar. Anda, pasa, ponte cómodo. Como si estuvieras en tu casa. —Olía poderosamente a una flor de un dulzor antinatural, y Norman, en parte aturdido, en parte incrédulo, entró pestañeando desde el pasillo a oscuras—. Déjame un momento, que me ponga algo para estar más cómoda —dijo.
Norman no dio crédito a lo que acababa de oír. Era imposible que hubiera dicho lo que oyó. Se derrumbó en el sofá y se quedó mirando la depresión formada en el sillón vacío de Beeler. Oyó correr el agua en el cuarto de baño, oyó la tenue catarata del retrete estropeado y, desde otra habitación, oyó un sonoro roncar, estentóreo y enfático. Se preguntó si, en fecha tan avanzada, iba tal vez a perder su virginidad; la idea no le excitó en absoluto, pues no le parecía que fuera ni por asomo real su manifiesta presencia en aquel apartamento.
Sheryl volvió con el kimono del dragón y pasó de largo, entre siseos, hasta el televisor. Hipnotizado, miró más allá de su espalda ancha y sedosa, y vio el pequeño cuadrado de la pantalla, que estalló en una escena en la que un sonriente director de orquesta saludaba agitando la mano. El sonido fue como el derramarse de la nata caliente sobre una sartén de metal.
—Música para bailar —dijo Sheryl, y le tendió ambos brazos a modo de invitación.
Más allá de la posibilidad del miedo, Norman se dirigió hacia ella, la tomó por la cálida flexibilidad del torso y comenzó con toda circunspección a marcar los pasos. Durante unos minutos pudo concentrarse en la nada familiar actividad de estar bailando. Miraba más allá de su propio brazo la alfombra persa de imitación, guiándose por medio del dibujo que formaba un ajedrezado invisible en el suelo. Un, dos, deslizarse; luego de lado, un, dos, deslizarse otra vez. La música rezumaba por encima de él según navegaba por los escaques. Bailar… Un paso tan adecuado a él… Su manera de bailarse la vida misma. Beeler roncaba, la cisterna goteaba a lo lejos. Un, dos, deslizarse; un, dos, deslizarse. Pasaron por delante de la lámpara y Sheryl con destreza la apagó sin perder el compás, siguiendo sus rígidos pasos de baile. Un, dos, deslizarse. A duras penas veía Norman el suelo, iluminado ya sólo por el parpadeo del televisor. Un, dos, deslizarse; un, dos, deslizarse. Notaba un cálido temblor contra su cuerpo; Sheryl reía en silencio. Un, dos, deslizarse, iba marcando el compás, la raíz del pelo entero envuelta en sudor, de modo que la cabeza entera parecía un arrozal. Un, dos, deslizarse. Sus grandes pechos abrían dos grandes, toscas concavidades en él. Un, dos, deslizarse; un, dos, deslizarse. Vientre, muslos, el saliente de sus nalgas exactamente bajo su mano, como la cornisa de un acantilado. Un, dos, deslizarse. Iba abriendo agujeros cuadrados en el suelo, y contaba con precipitarse de un momento a otro por cualquiera de ellos. Un, dos, deslizarse; un, dos… Algo salía de él, sin sujeción, en busca del calor. Bailaba inclinado hacia delante, alejando el cuerpo por el medio, apoyando la cabeza junto a la base del cuello de ella. Se inclinó cada vez más, y la risita de ella se fue tornando más virulenta, al tiempo que eran más sonoros los ronquidos de Beeler, los violines almibarados de la orquesta en un ñoño crescendo. De pronto, su espalda alcanzó una incomodidad extrema; sin reflexión previa se enderezó, clavándose como un remache en la entrepierna que envolvía el kimono de Sheryl.
—Oh-hhh —jadeó muerto de miedo.
—Ah-ahhh —respondió ella encantada de la vida.
—No quería…
Sheryl, deliciosa a la luz entre blanca y azulada del televisor, le habló con la boca pegada al mentón.
—Vamos a sentarnos al sofá, cielito. —Lo tomó de la mano y allí lo condujo, sonriendo al ver la rigidez dolorida con que caminaba.
Tomaron asiento y ella se recostó alejándose de él, estudiando su rostro con gesto de diversión. El dragón parecía guiñar el ojo a la luz oscilante, y Norman se dirigió a él al pedir disculpas.
—Espero que no vayas a pensar… Es decir, es que no sé qué me ha pasado, o sea, sí lo sé, pero no sé… por qué. No, en fin, no es eso, claro que sé por qué, pero en realidad no estaba pensando en… Es que… hace años que no bailaba, y, bueno, la sangre se me ha agolpado y… O sea, es que a veces pasa, cuando un hombre se halla tan cerca de una… de una chica, hay una respuesta nerviosa que propulsa la sangre…
—Vaya, cariño. Lo único que pasa es que te has empalmado, nada más.
Norman sonrió con debilidad. Oía el crepitar del fuego que lo estaba consumiendo. Desde el estómago hasta las rodillas, un proceso de cocción hacía rebullir sus órganos dándoles vueltas, remejiéndolos sin cesar, y el vapor resultante le enrojecía el rostro.
—Sheryl —dijo con debilidad.
Sheryl se le acercó de tal modo que se le hizo borrosa la cara. Él notó los labios de ella abrocharse acalorados en los suyos. Con un gemido, trató de montar sobre ella, pero con ambas manos sólo aferró puñados de aire.
—Suave, cielito; suave —dijo ella con una risa blanda—. Eso, eso, ahh, sí, eso, cariño, sí…
La gratitud de él no conoció límite cuando el pecho caliente y desnudo de ella cayó en sus manos.
—Te amo, te amo —gimió. Se sintió vapuleado como una brizna de hierba que llevara el viento con la sensación de su piel contra su piel—. Sheryl, Sheryl, Sheryl —exclamó entre dientes—. Te amo…
—El cuarto de baño —susurró ella debajo de él, sosteniéndolo en vilo como si fuera un niño. Él asintió con vehemencia—. ¿Y un recorte en el alquiler? —Él afirmaba con tal vehemencia que era como si quisiera desgajarse la cabeza del cuerpo, y las exigencias de ella nada hacían para que menguasen sus sentimientos. Distendido, roto, accedió a darle carta blanca. Durante un dilatado instante observó muchas cosas y pasó por muchas más. La cara de Sheryl era una expresión de profundo afecto, de bienaventuranza; él atravesó un instante de mortificación al fijarse en la cara del director de orquesta, que les sonreía con dulzura; se preocupó por su padre, cuyos ronquidos empezaban a ser caricatura del roncar mismo; por fin, se sintió en lo alto de una cumbre que nunca antes había hollado, y contempló con pasmo el vasto valle del mundo abierto a sus pies, mareado por la altura, asombrado por la inmensidad de la panorámica. Sheryl aún lo llevó más arriba, sus brazos extendidos cuan largos eran, su rostro lleno de un deleite salvaje y de una travesura deleitosa. Y entonces lo dejó caer o lo precipitó en su caída, estilo hara-kiri, inmolándose ella con un sonoro suspiro. Se oyó el salpicotazo chapoteante del impacto, Norman puso los ojos en blanco sin querer, se abrazó a un placer inimaginable durante breves instantes, encabritándose con la melodía de la sección de cuerda, que tocaba «Bei Mir Bist Du Schoen», y explotó de una manera aterradora.
Nunca llegó a saber en qué momento extrajo Sheryl su cuerpo del suyo, pero permaneció sólo unos instantes murmurando contra los cojines polvorientos «Te amo, te amo, te amo». Sin fuerza, con la piel cargada de sensibilidad, llegó a percibir el cálido parpadeo del televisor en las nalgas. El cuarto de baño emitía toda clase de sonidos y movimientos acuáticos. Oyó pasos en el techo. Algo muy profundo acababa de cambiar en él, y se propuso reconocerlo a toda costa. Como un insecto polvoriento, la imagen de un hombrecillo tocado con un gran sombrero pasó caminando por su cerebro, y sintió compasión de tan irrisoria figura. No sentía paz, en cambio, sino, antes bien, una gran ambición sin forma, que en el fondo le entristecía. Permaneció un rato tal como estaba, preguntándose qué podría hacer de veras con tan imposible situación. Algo empezó a ocurrírsele, y lo acunó, dándole con paciencia tiempo a que madurase.
¡Pero habían cesado los ronquidos! Se incorporó de un salto y se subió los pantalones, calzándose los zapatos sin calcetines y enfundándose en la camisa. Cuando estaba vestido del todo, se metió los calzoncillos en un bolsillo y los calcetines en el otro.
—¿Todo bien? —preguntó Sheryl al volver del cuarto de baño.
—No sabría por dónde…
—Anda, dame un beso y vete a casa, ¿sí? —dijo con somnolencias—. Estoy hecha trizas.
La besó con ternura y no se sintió en modo alguno desilusionado cuando, en la puerta, ella lo despidió así:
—No te vayas a olvidar de lo que me has prometido.
—Nunca me olvidaré —dijo Norman, con un extraño deje en el hablar.
Y salió, rumbo a su oficina, con el frío del viento en los tobillos desprotegidos, sintiéndose intrépido gracias a la engañosa insinuación que le subía por la pernera de los pantalones, hasta la entrepierna libre de todo envoltorio. Y aquello que le había ocurrido mientras yacía exhausto en el sofá de Sheryl, ahora, en la clara oscuridad de la calle, se formó ante él de un modo inequívoco. Decidió que iba a encargarse él personalmente de todo el trabajo pendiente, y fue como si la cara le despidiera chispazos, como si acabara de tener la idea de entablar una guerra santa. Ahora bien, de un modo mucho más crucial, decidió que lo haría todo con el valor de la risa, pues llegó a la repentina conclusión de que la alegría recordaba al luto y era, si acaso, igual de poderosa, igual de profunda.
No estuvo alterado, no se sorprendió siquiera, de reconocer la presencia del dolor en su ser a medida que los inquilinos fueron ocupándole el ánimo, pisándole de manera brutal los puntos más tiernos del corazón. Pensó en el niño muerto, en la dignidad pisoteada de Basellecci, en el infierno implacable de los Lublin, en las erupciones de Del Rio, en la desesperación con que Karloff desafiaba cada instante, y pensó en todos los demás, cada cual en su agonía, y allí donde había tenido la ocasión de llorar de pena, optó de manera irrevocable por todo lo contrario. Rió estentóreamente, en un tono en el que Norman Moonbloom jamás habría osado reír. Y por vez primera en toda su vida se puso a cantar sin rastro de vergüenza.
Un policía se limitó a estudiarlo con hastío al verlo cantar al paso, desafinando:
—«Bei Mir Bist Du Schoen», lo volveré a explicar…