15

No obstante, al día siguiente sólo acertó a moverse de costado dentro de su madriguera. Entró en el portal de la calle 70 y captó en el espejo, al pasar, a un musulmán grisáceo, con un enorme sombrero pálido. Al subir en el ascensor, trató de elegir el color de la pintura que debería emplearse para borrar la oxidada pornografía. De un modo al principio sólo semiconsciente notó que se acercaban ruidos. Voces. En concreto, una voz. Chillaba a grito pelado. Pero le llegaron además otras voces, y el chillido se fue segmentando en frases cortas, secas, espaciadas con tal precisión que dejaron de ser convincentes. Norman se estremeció cuando el ascensor llegó a la última planta, y poco le faltó para pulsar el botón de descenso. ¿Fue sólo la curiosidad lo que le llevó a abrir la puerta y a adentrarse en medio de la escandalera?

—¿Qué ha pasado? —preguntó a Eva Baily, que estaba con Betty Jacoby y con Sidone ante la puerta de los Hauser. El chillido llegaba del interior, desgañitado, imparable e inhumano. Eva lloraba y meneaba la cabeza. Había dentro otras voces, y entre los chillidos Norman creyó reconocer la voz de Sarah Lublin e incluso la voz monótona y amodorrada de Jane Sprague. Le llegó un olor de hospital—. ¿Qué sucede? ¿Alguien ha tenido un accidente? ¿Algún herido? —preguntó. Sidone señaló hacia el interior y meneó la cabeza con aire de total perplejidad sin sus gafas de sol, el cabello largo y aceitoso, caótico, recién salido de la cama. Salió un hombre con chaqueta blanca y se dirigió al ascensor.

—Voy abajo a buscarla —dijo a alguien que seguía dentro.

Los chillidos causaban verdugones en las entrañas de Norman. Comenzó a enojarse ante su ignorancia, así que tomó a Sidone del brazo, notando sucintamente su propia sorpresa ante la delgadez de la extremidad.

—Por Dios —suplicó.

—El niño —dijo Sidone—. Es el niño.

Sujetando todavía el brazo de Sidone, Norman miró hacia la puerta entreabierta, de repente al tanto del rápido incremento de su vieja sensación de estar estirándose al máximo. Todo lo que acertó a ver fue la entrada, y una lámina del cuarto de estar. El movimiento lo reconoció: pertenecía a la pantalla de la lámpara que remedaba un río. Alguien cruzó el rectángulo tan deprisa que no lo reconoció. Otra figura, de chaqueta y pantalón blancos, apareció dándole la espalda a Norman, tapándole la lámpara.

—¿Le has dado algo al padre? —preguntó uno.

—A los dos —respondió otra voz desconocida.

—Bobby, ¡Boooo-byyyy! —gimió a voz en cuello alguien a quien no reconoció.

Los chillidos seguían sin interrupción, los intervalos medidos con precisión absoluta.

—El niño… se ha ahogado… Algo ha debido de tragar —dijo Betty Jacoby, que estaba a su lado.

—Ah, ah, ah —masculló Norman, y soltó el brazo de Sidone. Permaneció con ellos en el pasillo, componiendo un cuarteto no tanto de tristeza, de pesar, sino, extrañamente, conmemorativo. El momento estaba cargado de significación; merecía tal formalidad. Llegó un estrépito de algo que se hubiera hecho añicos, un murmullo confuso, y la voz de Jane Sprague.

—No, ha sido culpa mía. Yo lo recogeré. Lo siento.

Se abrió la puerta del ascensor y apareció el hombre de la chaqueta blanca con una camilla plegable. Entró, se volvió un momento a mirarlos con aire inquisitivo y, cuando hicieron ademán de entrar tras él, les dio con la puerta en las narices. Cerrada la puerta, los alaridos sonaban más huecos, más resonantes, el resto de las voces embozadas, misteriosas.

—¿Y cómo ha sido? —preguntó Norman, mirándolos de uno en uno.

Eva se encogió de hombros.

—No lo sabe nadie —dijo Betty.

—¿Ha muerto?

Eva lo miró con una expresión de repugnancia.

En el pasillo, en todo el edificio, el silencio comprimía el barullo del interior de la vivienda, y le daba una importancia sonora extraordinaria. Norman sudaba a mares, y sondeaba con la mirada las heridas que hubiera sufrido el edificio. Una parte de él era sabedora de que la gigantesca ciudad seguía latiendo y circulando en su intrincada vida, ajena del todo a una célula sofocada, a pesar de lo cual a él la muerte se le acababa de aparecer por primera vez. Las muertes habidas en su familia eran, vistas desde tan lejos, meras ensoñaciones reventadas. Había pasado la mayor parte de su vida en un valle umbrío, a resguardo, y había salido por un torrente encajonado entre farallones, en el que todo lo que cayera causaba una gran destrucción. Los chillidos eran de metrónomo, ellos cuatro simples pilastras en el pasillo. Descubrió varias grietas importantes en el estuco de la pared, una bombilla que faltaba, una cavidad donde hubo un baldosín. Betty Jacoby resopló y se apoyó contra la pared.

—Qué estamos haciendo… —murmuró Sidone—. O sea, no tiene sentido… —y guardó silencio.

Se abrió de nuevo el ascensor, y dos hombres aparecieron con una máquina con ruedas que llevaron hasta la puerta. Se abrió. Uno de los hombres de blanco les cortó el paso.

—No, olvidaos, ya no sirve de nada. —Los dos hombres empujaron el aparato rodante al ascensor y bajaron. Cuando el ascensor volvió a subir, un hombre de cabello cano, con la piel como una alfombra desgastada, pasó deprisa por delante de ellos y entró. Hubo un crescendo de gritos que rápidamente se acalló. Subió un policía por las escaleras y entró en el apartamento.

Betty Jacoby meneó la cabeza.

—He de ir a tumbarme un rato. Llámenme si… —y se fue por el pasillo, sujetándose a la pared.

—Bueno —dijo Sidone—, es que Katz está dentro —añadió, como si así se explicara su permanencia.

Por fin resonó un largo, agudo alarido que rompió algo en Norman, sonidos de una pugna; luego, cesaron los chillidos. Se abrió la puerta.

—No, no, no, no, no, no —dijo alguien. Dos hombres de blanco sacaron la camilla rodante. El bulto envuelto por una manta era demasiado pequeño para tomárselo en serio. Norman tomó la delantera a los camilleros y les abrió la puerta del ascensor. Subió tras ellos y pulsó la B. El motor rechinó y bajaron despacio. Permaneció de pie, cohibido en su intento por tapar los dibujos guarros. Uno de los hombres ajustó mejor una esquina de la manta. El chirrido del ascensor era un sonido apacible, pero el bulto del niño oculto se le introdujo a Norman en el estómago, o en el corazón, o en el alma. Cuando se detuvo con un golpe, arrancó sin pensar el rótulo que indicaba que no había pasado la inspección y abrió la puerta a los camilleros. Salieron del ascensor, atravesaron el portal. Norman los miró desde dentro del ascensor hasta perderlos de vista. Cuando oyó arrancar a la ambulancia, cerró la puerta y subió.

Salieron el policía y otro hombre; por la puerta abierta vio la mesa pequeña y se fijó en que la lámpara de la pantalla que imitaba el río había desaparecido. Era eso lo que se había hecho añicos, pensó.

El funeral fue extrañamente decepcionante. Norman contaba con una manifestación de dolor insoportable, y se encontró solamente con la ausencia de vida. El niño, en un féretro blanco y abierto, le produjo el desagradable sentimiento de flotar en una pesadilla. Los padres estaban secos. Carol llevaba el cabello recogido en un moño convencional, que dejaba ver las raíces oscuras. Tenía la cara abotargada, entre gris y blanca; el único parecido que guardaba con lo que había sido estaba en la nariz y en la boca. La mujer, pintada antes como una puerta, había sido mera decoración en un sarcófago de momia; ahora, el sarcófago estaba abierto y revelaba los lívidos restos del interior. Toda una vida divorciada de cualquier sentimiento verdadero había terminado por agotarla. Estuvo un buen rato ante el féretro con el pañuelo sobre la boca, como si ya sólo con la boca pudiera llorar. Sherman estaba a su lado, mucho más atildado y contenido. Juntos, eran seres mudos y repugnantes, nada que ver con los dolientes de un funeral: más bien, seres entumecidos a la fuerza en un dolor animal, encorsetados en una vestimenta flamígera. Tenían los ojos gelatinosos, y lo que quedaba en sus rostros solamente expresaba el intenso desconcierto de las personas a las que se acaba de dar la noticia de que les han robado todas sus pertenencias, a pesar de lo cual carecen de certeza acerca de lo que poseían.

Norman contempló la hilera de los dolientes, todos los cuales eran inquilinos. Comprendió que no sabían mucho mejor que él qué era lo que sentían, y lo puso en contraste con la ocasión del funeral de su abuela, cuando se sintió excluido de los sentimientos que compartían los demás. Un ministro recitó pasajes bíblicos; un viejo lloraba sin hacer ruido. Katz, dos filas más allá, miraba exclusivamente el féretro ya cerrado, como si tratase de abrirlo a fuerza de voluntad. Se lamía la aplastada boca de trompetista. Una lágrima le rodó por la mejilla hinchada como si fuera el rastro pegajoso de un caracol. Parecía murmurar algo: movía los labios. Con los dedos se trazaba arcos simultáneos en ambos muslos. Tras él se encontraban Sarah y Aaron Lublin, inexpresivos. Estaban más acostumbrados a la escena. (Hirsch les dio libertad de acudir al quedarse él con los niños.) A su lado, Norman percibió el olor a agua de colonia que usaba Marvin Schoenbrun y vio sus dedos limpios y perfectos, en reposo sobre la franela del pantalón. Alrededor de ellos, las paredes beis de la capilla ascendían hasta el techo blanco. Unos apliques en forma de pergamino sostenían bombillas en forma de vela, y todo el recinto tenía un aire no sectario que daba a la ceremonia una sensación de acto oficial, como algo que se realizase por y para funcionarios. Al final de la fila vio a Betty Jacoby, vestida de negro y con un tupido velo sobre la cara; Arnold quedaba enmarcado por el vestido de ella, derrengado en el asiento, contemplando el techo con ademán de petulancia. Un «Amén» sirvió para que todos los presentes cambiaran de postura. El ministro invitó a quien quisiera a acompañar a la comitiva al cementerio. Un grupo de desconocidos, familia de los padres del difunto, formó un coágulo y salió por una puerta lateral a la vez que sonaba un gruñir animal: Sherman o Carol, Norman no estuvo del todo seguro.

Apenas capaz de ver nada, salió deprisa, decidido en cuerpo y alma a llegar cuanto antes a la oficina.