Si acaso, la visita a su ciudad natal sólo sirvió para que empeorasen las cosas; igual que cuando se oprime una herida, cuando cesa la presión se refuerza el dolor. El jueves siguiente nevó y sopló un viento constante. Zarandeado como estaba, le pareció más que nunca que sus horarios estaban hechos trizas, de modo que al término del día tuvo la impresión de que no había hecho otra cosa que ir y venir entre los edificios, visitando a un inquilino en Mott Street, a otro en la Segunda Avenida, para regresar a Mott Street o a la calle 13 o a la 70, atravesando la ciudad y cruzándose con sus propias huellas, dejando una telaraña de caóticas intenciones.
Basellecci se limitó a mirarlo, aunque los folículos capilares que tenía en la cabeza eran como minúsculas erupciones de dolor, y algo tirando a céreo le recubría la frente y la nariz. Entregó a Norman el dinero del alquiler en silencio, los ojos castaños claros y enturbiados, más allá de toda protesta. Aquella boca que se desvivía por las sutilezas de la pronunciación, y que nunca había sido capaz de tomar la forma precisa para gritar por su dignidad, ahora estaba fruncida, encogida, como si un hilo fino, invisible, fortísimo, la cerrase a cal y canto y acallase el llamamiento que nunca había sido capaz de proferir para convencer a nadie. Miraba sin ira, sin acusar a Norman, sólo que presentándose, de un modo más terrible, con la repugnancia de esas personas deformes que no poseen la discreción necesaria para disimular sus deformidades. Se limitó a permanecer como era a la luz existente, la cámara del retrete una sombra densa e inexplicable por todo trasfondo.
Norman quiso decir algo, pero las palabras que le quedasen para Basellecci estaban agotadas, de modo que sólo expulsó aire seco. Hizo un gesto hacia el retrete, asintió, se fue.
Wung estaba como un reptil, la piel verdosa, los ojos alargados, caídos, frenéticos, como si se percatase de su descenso a un lugar en el que ya no le iba a ser posible respirar.
Beeler se hallaba sentado delante de un televisor nuevo, sus ojos azules y enigmáticos yendo de un programa de entrevistas a Norman y vuelta a empezar, todo a gran velocidad.
—Un regalito por Chanukah, me lo ha hecho mi muñequita —dijo con voz pedregosa—. No sé qué pensar de mi pequeña Sheryl, mire que salir a comprar una cosa tan cara, ¿eh? ¿Se la imagina usted, con sus ricitos de oro? ¿No le parece que es como para bendecirla una y mil veces? Es inmaculada esa chiquilla, se lo digo yo. Su madre era igualita que ella al principio. Es algo que sale así, del corazón. Igualita que la nieve que cae. Yo no soy un hombre religioso, pero un hombre necesita un altar, un lugar bien limpio. Reconocerá usted que éste no es un castillo, pero le aseguro que con ella es un oasis, un sentuarrio. Déjeme decirle, y es una confidencia, aprovechando que ella está en el otro cuarto, que he hecho más de una perrería por ahí fuera. Con mujeres, quiero decir. El fornicio, esas cosas. Lo que pasa, y ojalá me perdone, es que también lo hacía mientras mi mujer estaba viva. Lo admito, no tengo disculpa. Pero déjeme decirle algo más: nunca, nunca me he traído aquí a una mujer, ni siquiera aprovechando que Sheryl no estaba. No metas la polla donde tienes la olla, ya sabe usted. ¿Y qué otra cosa tiene un tipo como yo, eh? ¿A Dios? Bueno, pues quién sabe… He visto a demasiada gente que cree a ciegas. ¿El dinero? Una minucia: abalorios. Un tipo como yo nunca debe nada. A nadie. Yo tenía la cabeza en su sitio, estudié farmacia, trabajé durante años y años en farmacias de otros, por cuenta ajena. ¿No tuve tiempo de ver la miseria, la perversión, la maldad? No llegué a tanto, no me dio la ventolera de vender fenobarbitúricos a los chiflados sin remedio, ni puse una bonita etiqueta con nombre en latín para venderles a los jovencitos descalabrados… mero aceite de ricino. Así que dígame: ¿qué clase de vida sería ésta si no tuviera uno un sitio seguro, y alguien limpio de veras, inocente, dulce de trato? —Miró de reojo a Norman. El flequillo plateado que le colgaba alrededor de la calva le daba un aire de monje provecto, a pesar de lo cual las costuras de las mejillas, y alrededor de los ojos y la boca, eran señal de dureza y de sabiduría: era como si fuera dos personas o, más bien, un hombre mal disfrazado. Pero era imposible saber cuál era el disfraz y cuál era Beeler. Tal vez ni siquiera él mismo tuviera ni forma ni deseo de saberlo—. Mírela —le ordenó Beeler, señalando la anticuada fotografía de estudio en la que Sheryl, con cara eterna de Shirley Temple, sonreía con dulzura fuera del fluir del tiempo—. ¡Es una muñequita! ¿Es una muñequita, sí o sí?
Y Norman, que acababa de entrar del exterior, respiró con timidez, demasiado preparado para el horror, demasiado destrozado por la extravagante ironía implícita en el descabezado sueño de Beeler, tanto que ni siquiera pudo afirmar su propio nombre.
Y entonces apareció Sheryl con la bata del dragón, la cara y el cuerpo casi conformadas a la imagen de Beeler también para el propio Norman. Besó la calva reluciente de su padre al pasar, y puso cara —una cara ancha, de áspera belleza, ávida— de divertimento, aunque también de bravura indomable. Con la boca generosa y roja sobre la cabeza del viejo farmacéutico, podría haberle succionado algo de dentro, o bien haberle inyectado algún veneno alucinógeno. A Beeler se le armó en la cara una sonrisa tan honda que se notaba, sin ningún género de dudas, que la cabeza se le había pinchado como un globo, fuera para que algo saliera, fuera para que entrase algo.
—Papá, cariño —dijo con su voz de fumadora, pasándole la mano por el hombro a la vez que se encaminaba hacia Norman. Beeler cobró un nuevo brillo ante esa luz nublada.
—Vea, lo tengo ya todo listo para usted —dijo con coquetería, colocando el dinero en la mano de Norman. En las cejas, depiladas, brillaba el maquillaje, y el aspecto lubricado de su boca, y la piel de poros grandes, añadieron un calor completamente ajeno a la aflicción de Norman—. Así le ahorro el esfuerzo. Parece usted cansado, ya lo creo. —Lo acompañó a la puerta, se la abrió y encajó la hoja entre la recia hinchazón de sus pechos, de modo que el dragón pareció sufrir un ataque de apoplejía—. He estado pensando en su oferta, ¿sabe? ¿Qué le parece el sábado de la semana que viene? Tengo una fiesta de cumpleaños, una de las chicas de la oficina. ¿Qué le parece si… qué te parece, Norman, si vienes a eso de las diez y media y traes algo de bebida, eh? Podríamos bailar música de la radio y así. Mmm.
—Una cita —dijo Norman con voz normal, haciendo con la cara algo que ojalá, se dijo, pareciera una sonrisa—. Nos vemos, pues.
—Eso espero —dijo ella sin dejar de mirarlo a la vez que cerraba la puerta, de modo que él no pudiera bajar los ojos hacia el dinero que tenía en la mano—. Ah, por cierto: no te olvides de nuestro retrete.
Con resignación, contó el dinero y no le extrañó que esta vez faltaran diez dólares. Una gota más en el cubo en que recogía su propia sangre. ¿Por cuántos asesinatos se le puede ahorcar a uno, eh? Le pareció que se hallaba en el momento más bajo de su caída, y que solamente se revolcaba a ese mismo nivel. O bien ascendía del abismo, o bien la misericordia de un peñasco terminaría por sepultarlo allí abajo. No le pareció que una u otra salida tuvieran la menor importancia.
Leni Cass le pagó con un cheque. Él no se tomó la molestia de recordarle que a él los cheques no le valían de nada, que tenían el mismo valor que sus recibos. La vergüenza a ella la llevó a hablar con otro Norman, un Norman mejor, por encima del hombro de éste. Sus inmensos, adorables ojos, dejaban ver una materia amarillenta en el rabillo interior, como si durante demasiado tiempo se hubiera visto a sí misma en toda suerte de posturas humillantes, y ahora se hallara infectada por la fealdad de su verdadero papel. Norman le prometió algo que a ella le dejó desconcertada; él mismo no tenía ni idea de qué podía ser.
Karloff lo empujó con una fuerza extraordinaria cuando Norman le anunció que a la semana siguiente aparecería con agua y jabón, con pintura y brocha, y que tenía pensada casi una purificación por medio del fuego. Los ojos del vejestorio resplandecían con una compleja mezcla de amarillos y azules; alejándose de Norman tras el conato de agresión, se desplazó con sus extremidades anquilosadas, como piedras, y se sentó con un movimiento que dio a entender que tal vez ya nunca más iba a levantarse.
—Vas kenst du jun tsu mir? —preguntó retóricamente, con una voz parecida al estrépito de los guijarros al caer. Sonrió con desdén vicioso y alzó bien separadas las dos manazas—. Hace un centenar de años me derramaron por encima un caldero de agua hirviendo. Por todos los porros de la piel. La vieja va y dice: «No se va a levantar, erh shtaben». Me recubrieron todo el cuerpo de barro. Quedé cubierto del todo, por todo aigen, la boca… mi klayna petzel parecía una colilla de cigarro puro en un seniserro. Más de un año pasé dentro de la costra de barro. Como muerto, todo cubierto, todo enterro, las moscas que me chocaban contra la cara, los ruidos de la gente a lo lejos, los otros niños, los caballos, las vacas, los pájaros, los barcos, todo el gahntsa velt, y yo tumbado como si ya estuviera bien calzado en la tumba. Pero en todo momento, ah, en todo instante, respiraba, notaba gustos, olorres, oía, sabía. —Hizo del silencio algo audible. Toda la extensión de su conciencia era como una larga, muy larga cuerda de acero, y cada vez que la tañía emitía una nota profunda, la más resonante que Norman hubiera oído en la vida. No entraba ni una mácula de luz diurna en la habitación; su suciedad era la de una longevidad inmensa, algo arrancado del interior de la tierra húmeda, las ranuras llenas por completo de un moho cúprico, los ojos espejos de cosas que ya no estaban allí, si es que estuvieron—. Así que va a limpiar. ¿Y qué piensa hacer? —dijo con gran piedad, una piedad inhumana.
Y la idea de que Karloff se aproximara a la muerte de repente colmó a Norman de pavor y de respeto. Imaginó algo inmenso que se aplastara contra el suelo y que redujera a escombros cuanto a la vista estaba. ¡Un centenar de años de saber acumulado! Sí, pero ¿qué saber? ¡Qué vida de hormiga era la de Norman Moonbloom! Aquella presencia atávica lo comprimía. Albergó la esperanza de verse destilado en aquella sala apestosa, con la antigua monstruosidad escrutándolo, desafiándolo a que enredase con la vida, con la muerte.
—Sea como sea, lo haré —dijo Norman con todo su aplomo.
Karloff permaneció sentado, a sabiendas.
—Ah, es usted —gimió Ilse con una sonrisa de flagelante—. El alquiler, el alquiler, el alquiler. A este paso jamás terminaré de pagarle, ¿verdad que no?
—Usted no me paga a mí —dijo Norman con una voz pregrabada—. Yo no soy más que el cobrador. A mí no me debe nada.
—Ah, ja. Ja, ja. Ja… —comenzó a reírse por lo bajo, y su risa era de las que destrozaban los nervios a cualquiera, porque su cara sólo denotaba un odio cerval. Su piel recordaba el interior de un pellejo, vuelto del revés sólo a costa de grandes dolores—. Dice… dice usted, qué desfachatez, que yo no le debo nada, claro que no. Ustedes… es inaudito, hay que ver cómo dicen una cosa con la boca grande y en realidad quieren decir otra bien distinta. —Norman dio un paso atrás de modo involuntario, y vio que ella no dejaba de sonreír, a la vez que sus manos aleteaban a lo largo de todo su cuerpo, como si en el fondo quisiera mostrarse—. ¿Qué es lo que va a sacar de mí? Si ya he aguantado hasta lo más terrible que se puede aguantar, y además en cantidades inaguantables. He aguantado no sabe usted ni qué ni cuánto, con los ojos y los oídos… Ah, eso sí: todo lo que puede sacar de mí es el alquiler. Nada más.
—Algún día, se lo digo yo, hablará alto y claro y me dirá con todas las letras qué es lo que intenta decirme. Sigo sin entender lo que me echa en cara cada vez que vengo a cobrarle el alquiler. —Se lo dijo a la cara, una cara roja e hinchada, y se lo dijo con toda sinceridad, pues lo creía honradamente. Y sin embargo tuvo la sensación de que si apartase un poco la mirada, sólo un poco, todo lo que ella pretendía decir resultaría clarísimo.
Y ésta fue la sensación que tuvo a lo largo de todo el día, entrando y saliendo de los edificios a todo correr, extraviándose por el camino, visitando cada edificio varias veces, siempre tan helado al entrar de la calle que los cristales de nieve fina brillaban en la enorme copa, en el ala inmensa de su sombrero. Cada uno de ellos tenía existencia propia al filo de abismos insondables, lugares desde los que se dominaban panoramas grandiosos, monstruosos. Era como si un mínimo ajuste de la visión pudiera entregárselo todo tal cual era, y como si temiera por encima de todo el sesgo, imposible de adivinar, que tal cosa acarrearía de inmediato. A duras penas era consciente de su intento por verificar la lista de las cosas que era preciso hacer; procuraba sobre todo mirar más allá de las caras, en busca de los defectos que se le hubieran pasado por alto.
La expresión de su cara levantaba en los inquilinos la sospecha del subterfugio. Parecía de súbito extraño, pues rehuía sus miradas, y su cara empequeñecida se tensaba bajo el sombrero absurdo, bajo los diminutos brillantes de nieve. La tensión se tornaba mutua. Ellos hablaban menos que de costumbre. Algunos dieron en sospechar que portaba en su seno una suerte de esperanza, pero también estos se mostraron aprensivos acerca del modo en que pudiera entregársela.
Marvin Schoenbrun creyó que el agente de la inmobiliaria se estaba volviendo loco, y sintió repulsión, porque un loco era peor que un hombre todavía cuerdo. Los Lublin iban acomodándose en otra cámara infernal, y por el momento imaginaron que la mera abstracción de Norman terminaría por condenarlos a la total irrelevancia. Sugarman lo miraba con compasión. Inconscientemente, comenzó a componer una oda. Minna y Eva Baily no renovaron la invitación para que cenara con ellas. Del Rio no se fijó en nada, porque él mismo iba enloqueciendo a ojos vista.
—Esta noche tengo una cita —dijo con voz de acero—. He estado muy nervioso. Dice el entrenador que más me vale soltar algo de presión. Mucho tiempo ha pasado desde que algo me importaban las chicas, pero tengo que soltar presión, descomprimirme, relajarme… —Se lo dijo de pie, soltando las palabras ante la palma de la mano, los tendones tensos en el cuello. La habitación estaba tan limpia que parecía helada, pero Del Rio ardía por dentro y por fuera.
Así que Norman, al límite de sus fuerzas y al cabo de la soga, aunque con la soga al cuello, salió a la negrura de los millones de toques fríos, húmedos, y probó el sabor de la nieve y se sintió desmayar bajo la caída profusa e invisible de los copos.