13

Hacía quizá demasiado calor para llevar abrigo cuando Norman echó a caminar por las calles de su ciudad natal bajo una fina llovizna. Desde luego, en el ambiente de la calma dominical nada había que hiciera pensar en la estación del año, pues igual podría haber sido verano o primavera en su nebuloso recuerdo del lugar. Las contadas figuras que vio se mostraban distantes, las tiendas remotas en su misma familiaridad. Sin embargo, se encontraba extrañamente relajado por el aire monocromo de los edificios antiguos, sedados. Oía sus propios pasos. Las aristas de los tejados, suavizadas por la lluvia; las copas desdibujadas de los olmos sobre un cielo de tonalidad marfileña, ahumada; el brillo apagado de la barandilla de hierro que rodeaba el parque; la pesadez con que alzaban el vuelo y se posaban las bandadas de palomas, gozaban de la quietud, de la calma inviolable de las fotografías de un viejo álbum. Todo era dulce, todo conmovedor, aunque tan delicado que daba a sus frágiles recuerdos una forma demasiado liviana para suscitar dolor ninguno.

Se alegró de haber hecho la excursión, pensó, anticipándose al día en que allí mismo se mostrase tal cual era en realidad. Ello le permitiría mantenerse al margen del caos de los meses recientes, contemplar su empleo como era en realidad, un simple empleo como tantos.

Pasó de largo un coche con el siseo y el chirrido de los neumáticos. Sonrió ante el repentino recuerdo del viejo Essex de un tío suyo, cuyo volante de madera había manipulado en un juego solitario en el que mimaba la velocidad, después de que al coche le hubieran quitado las ruedas y descansara al fondo del jardín trasero de la casa. Rebosante de sentimientos animados, se asomó al café que tan a menudo había visitado y que estaba cerrado por imperativo sabático, y le conmovió ver las baldas vacías de bollería y pasteles, el apagado centelleo de la plancha.

Cruzó la calle y echó a caminar bordeando el perímetro oeste del parque, oteando los edificios de la universidad y el moho y la herrumbre de sus cimientos. Pasó de largo un autobús con las ventanillas iluminadas, y le caldeó la tristeza. Su rostro halló alivio en la afable neblina.

No tardó en llegar a los comienzos de su propio barrio, donde reparó en la quietud acogedora de las casas de estilo victoriano. ¡Qué pequeño era todo! Así se vio delante de su propia casa sin el menor sentimiento de dramatismo, contemplando el maderamen grisáceo, que la lluvia había dejado a corros. Las ventanas de siempre, la puerta. Dios mío: un poco más y habría contado con ver a Norman Moonbloom salir de la casa y llamar por encima del hombro a alguno de los seres queridos que hubiera dentro. Pasó un rato allí de pie, entretenido, cómodamente obsesionado, imprimiéndose la casa y el terreno y el cielo mismo en el corazón, para hallar al fin, con cierta desazón, que en cuanto cerraba los ojos no le quedaba dentro la menor huella que atinara a discernir.

Y al cabo un hombre grueso, con gabardina, salió de la casa. Miró a Norman sin expresión de ninguna clase. Norman le sonrió y siguió su camino.

«Es como pasear por el pasado», se dijo, y disfrutó de su papel del fantasma. Pasó por delante del instituto en donde había estudiado, y lo recordó naturalmente de mucho mayor tamaño. Allí había pasado de aula en aula con otros chicos, lastrado por el peso de los libros, sin que nadie le hiciera caso, circunspecto, serio, sonriente, siempre en los márgenes de los grupos de chicos y chicas que más empujaban, los más bulliciosos, pensando a menudo que era parte de todo lo que acontecía, otras veces sintiendo justo lo contrario.

La calle se ensanchó para albergar una serie de manzanas alargadas, con explanadas interiores, jalonadas por los olmos, como si fuesen grandes barcazas verdes que navegasen hacia el parque, situado al fondo. Pasó entre algunas casas altas y ya antiguas, con ventanas ovaladas en las puertas, o lucernarios en forma de abanicos, o torretas de ladrillo falso. Se acordó de haber tenido allí algún revolcón. ¿Revolcón? No, lo había soñado, o al menos lo había soñado despierto, caminando. De pronto, se detuvo en medio de la neblina perlada, pues algo pesaroso le acababa de alcanzar: él no era el fantasma, no en ese momento: eran más bien el lugar, y su vida pasada, los que tenían todas las trazas de ser una fantasmagoría. Igual daba con qué intensidad deseara el regreso a la paz y a la quietud propias de aquella manera de vivir que había sido la suya durante casi toda su vida, pues se encontraba irrevocablemente desgajado de todo aquello. Miró en derredor, la ciudad encalmada, reluciente bajo la lluvia, y todo su anhelo a punto estuvo de sofocarlo, sobre todo al caer en la cuenta de cuál era la vida horrenda que había llevado en los últimos meses, la vida horrenda que era cuanto le esperaba por delante. Las imágenes terribles de los inquilinos se alzaron ante sus ojos y se adueñaron del paisaje de juguete, aplastando la serenidad de su pasado. Y la ciudad no le pidió a él ayuda a gritos, sino que de algún modo lo lastró con la presencia de esas figuras ajenas, espeluznantes. ¡Qué error había cometido! Si no hubiera vuelto, tal vez habría sido capaz de mantener envuelta en el sueño su vieja casa, tal vez podría haber empleado incluso el recuerdo en momentos de flaqueza. Cómo los odiaba a todos y a cada uno, a los inoportunos, quejicosos inquilinos, con sus repugnantes ilusiones, sus disfraces enfermizos.

Con una sensación de pesar, detuvo mano en alto el primer autobús que vio y atravesó la ciudad en sentido inverso. Desde el autobús, iluminado por dentro, las calles eran más grises, más mustias. Las pocas personas que se veían eran como sombras, los edificios como tumbas. Su propia casa era un manchurrón de pura nada; el centro, donde estaba su restaurante preferido, era una filmina sin iluminar que revelaba una serie de contornos carentes de vida.

Fue un alivio tomar el tren de regreso, donde el ruido de los pasajeros, sus voces, y la propia sensación de movimiento, le devolvieron al menos a su propio cuerpo. Durante un rato contempló el paisaje que se deslizaba con las primeras luces del crepúsculo, sin pensar en nada que tuviera por delante, en nada que hubiera dejado atrás. Avanzaba en el aire sin ira ni dolor ni hambre, una suerte de mota de polvo absorbida hacia un gran núcleo de ruido, de envergadura, inanimado, casi apacible, hasta que apareció el vendedor de golosinas con su perorata, largando sus líricas locuras sobre los asientos, la lana húmeda, la carne.

—Refrescos de naranja, bocadillos de queso, manteca de cacahuete, ambrosía, néctar, pâté de foie-gras, chocolatinas Hershey. En este coche no hay restaurante, señores viajeros. Compren ahora mismo, acepto tarjetas Diner’s y Carte Blanche. Nestlé, bocadillos de jamón hechos con jamones de los lechones más finos de Estonia… —A Sugarman se le encendió la mirada como la llama azul de un fuego de gas—. Caramba, Moonbloom: ¿creía haber escapado? Ni caso, agente: está usted enganchado, es un adicto. Los dolores de la abstinencia son peores que cualquier cosa. Entretanto, ¿qué le parece un refrigerio?

Norman soltó un gemido y se aprestó de cara a lo inevitable, y el silbato del tren se mofó ruidosamente al acelerar en su regreso a la ciudad.