A la mañana siguiente se vio obligado a coger por los cuernos un buen trozo de realidad. Se le despejó la cabeza nada más oír la voz de Irwin por teléfono. Palmo a palmo, reptó hasta encontrar una repisa de su vida anterior.
—Debo reconocer que te tomaste muy al pie de la letra lo que dije, Norman. No he tenido noticias tuyas en todo un mes. Y eso sería sensacional, de no ser porque tampoco he recibido nada tuyo por correo.
—Ya, Irwin, lo sé —dijo, sorprendido de que su voz sonara igual que siempre—. Se me han liado un poco las cosas. Con todas las reparaciones… Además, estuve una semana enfermo, ¿no?
—Oye, ¿no estarás dejando que se te vayan las cosas de las manos, verdad? —Todo aquello era, no pasaba de ser más que un agujero en el quinto de los trajes de Irwin, por orden de preferencia, claro que éste tampoco había llegado a donde estaba sin prestar una considerable atención a los detalles—. No me estarás ocultando nada, ¿eh? Sabes que confío plenamente en ti, Norman.
—Claro, Irwin. —Se preguntó si seguiría siendo reconocible, con el labio partido, la tirita de gran tamaño en medio de la frente. En su vida anterior, nunca había hecho gala de una sola señal de violencia: como si fuera un símbolo de su absoluta falta de fe en ella. Su cómoda relación con las charlas pasajeras e insustanciales había desaparecido; en su lugar, iba creciendo una incomodidad cada vez mayor con las palabras, de la clase que fueran. Él, que jamás estuvo seguro de que existiera de veras el pecado, empezaba a preguntarse muy en serio si no estaría metido de hoz y coz en él. Los espejos de su antigua casa, ¿aún le devolverían su imagen reflejada?
—Norman, ¿estás ahí?
—No estoy seguro.
—¿Norman?
—Ah, sí, disculpa. Estaba pensando en otra cosa.
—Pues céntrate. Piensa en lo que te digo. ¿Va todo como debe ir? ¿Qué pasa con la pasta?
—Como te iba diciendo, Irwin, me encuentro en pleno proceso de enderezar la situación. Voy a dar buen uso a mis estudios, no te preocupes. Je, je. Tengo entre manos una contabilidad un tanto compleja; cuando la haya resuelto, veré en qué punto estamos. Por esta parte, Irwin, te aseguro que no tienes motivo de preocupación. Sólo es cuestión de hacer inventario, Irwin. Esto lo aclaro yo en un pispás. Ya sabes cómo se pueden llegar a liar las cosas, Irwin. Ahora estoy de nuevo al mando, una vez pasada mi reciente enfermedad. Lo tendré todo listo y a punto, como un pastel de manzana, a primero de mes. O puede que antes, Irwin. Tú sabes, Irwin, que yo…
—¡Déjate de Irwin por aquí, Irwin por allá!
Norman miró asqueado el teléfono tras alejarlo de sí. De pronto tuvo ganas de llorar de pena por el montoncillo en que tenía deshecha el alma.
—Bueno, vale. ¿Cómo quieres que te llame?
—Mira, esto es ridículo. Voy a esperar hasta primero de mes. Sigo confiando en ti. Pero si a primero de mes, que es primero de año, no me das alguna satisfacción… En fin, no me quedará más remedio que reexaminar a fondo tu estatus, Norman. A fin de cuentas, esto es un negocio ranana, ranana. Nosotros no ranana, ránana ranana…
Por un instante, Norman tuvo el consuelo de ser dos meses más joven, de que todo aquello no se hubiera convertido en un horror. Observó los cuerpos descabezados que pasaban por la acera; se fijó en que la eme final de Moonbloom, en el letrero de la ventana, se iba descascarillando, de modo que pronto quedaría reducida a la condición de ene. Obviamente, el ángulo de incidencia del sol indicaba una hora distinta, pues los días iban acercándose a la marea baja del invierno. Allí estaba su bolígrafo, su conocido talonario de los recibos. Pero entonces atravesó un ratón por el suelo, una señorita ratoncita, e instantáneamente se sintió aplastado por la desmesurada telaraña que había ido creciendo a su alrededor.
—¡Irwin, cuenta conmigo! —gritó con vehemencia al aparato.
Irwin se quedó estupefacto y guardó silencio.
—¡Yo me ocupo de todo este maldito lío! Tampoco es para tanto, digo yo. No vas a tener nada de nada de lo cual puedas quejarte, te lo garantizo. Si me cuesta la vida, me da igual: voy a dejar las cosas tan en orden que te vas a quedar patidifuso. Ahora, permíteme que cuelgue. He de ponerme manos a la obra.
—De acuerdo, Norman… Entendido. Claro —Irwin respiraba con delicadeza debido al pasmo. Se hizo un lago silencio en el teléfono, y Norman comprendió que Irwin estaba esperando a que fuera él quien colgase.
Despacio, con el temblor del poder en la mano, colgó. Sacó entonces unas cuantas hojas, pulsó el botón del bolígrafo para que saliera la punta y comenzó a buscar la marca de agua del folio para saber dónde empezar. Abrasado, cambiante, Norman miró en las profundidades en busca de un comienzo, y lo vio durante un instante, captó su sonido esquivo, una suerte de risotada espantosa, y sin embargo hilarante.
Comenzó a escribir:
Calle 70:
Reparar ascensor
Cableado total (el aire acondicionado de Schoenbrun)
Limpiar paredes (¿pintar?)
Pintar ascensor (tapar dibujos obscenos)
Reparar baldosines sueltos en el portal
Cambiar bombillas en portal y pasillos
Arreglar fregadera en la cocina de los Lublin
Repintar la parte chamuscada
Fontanería (agua con sabor a herrumbre)
Mott Street:
La pared de Basellecci ***
Arreglar el retrete de los Beeler
Instalar fluorescentes en pasillo (Kram)
Segunda Avenida:
¿Se me va todo de las manos?
Además, el cableado
Cocina estropeada (Leopold)
Ventana alabeada (Leopold)
Baldosines en el baño (Leopold)
Yeso desconchado (Leopold)
Calle 13:
Goteras
Aseos
Balaustrada de la escalera
Caldera
Luces
Ventanas
Cucarachas
Suelos
Limpiar (Karloff)
Pintar (Karloff)
En ese momento, todo lo que le quedó por hacer fue salir de ronda, verificar si no se le había olvidado nada, determinar de manera implacable las prioridades y, luego, con tiempo, precisar todos los costes. Los costes absolutamente de todo.
El papel garabateado con su letra, pequeña y bonita, le infundió tranquilidad. Todo estaba alineado, igual que las tropas en formación. Visualizó sus propios numerales, trazados con delicadeza, encabezando cada columna cual si fueran oficiales que mantuvieran la disciplina en las filas, deseoso de que llegara el momento en que pudiera sumarlos y, con determinación, anotar las cantidades resultantes. La luz solar, acuosa e invernal, nada podía contra la valentía de su lista. Sonrió y se recompensó con un domingo de libranza.
A la semana siguiente se pondría manos a la obra. En su cuerpo aparecieron los músculos. Su ciudad natal sin duda lo reconocería. Tomaría un tren tempranero, con rumbo norte, y volvería el domingo por la noche sin duda reparado y a punto. Ferdinand de Lesseps no le llevaba la menor ventaja; aunque fuera relativamente tarde, comprendió que era capaz de construir una docena de canales de Suez.
El dolor que tenía en la frente permanecía astutamente adormecido.