11

Gaylord llamó a las siete de la mañana para decirle que se había declarado un incendio sin consecuencias en el apartamento de los Lublin. Por primera vez en toda su vida adulta, se apresuró a ir a trabajar sin ponerse corbata, sin afeitarse, total, para descubrir a su llegada que tan perturbadora impulsividad (como toda impulsividad, a su juicio) ni siquiera había sido necesaria.

Más o menos medio metro cuadrado en la pared, detrás de la cocina, estaba chamuscado. El cubo de la basura, al lado, se había derretido casi del todo, quedando de un gris incoloro. La niña estaba tras su madre y miraba con ojos grandes, de susto, mordiéndose en silencio la culpa, mientras Sarah Lublin mentía como una desdichada.

—Está claro que la cocina está estropeada. Tiene un defecto de fábrica —dijo—. Quise encender el hornillo, y se levantó una cortina de fuego, que prendió la cortinilla misma y… ardió. Llamé al superintendente cuando le oí trajinar con los cubos de la basura, y entre los dos lo apagamos. —Estudió la expresión de Norman—. Es una amenaza. Hay que repararla.

—Una cortina de fuego, vaya —repitió Norman en tono inexpresivo.

—Corti-naja —murmuró Gaylord con repugnancia a sus espaldas.

Estaban todos en la cocina: Aaron, el tío anciano, el niño, cada uno atento al manchurrón chamuscado de la pared con una expresión distinta, aunque igual de contemplativa. Sólo Gaylord parecía aburrido. Sabía lo que había que hacer, pero no figuraba entre sus cualidades el ponerse de parte de los dueños. Se apoyó en el armario que separaba la cocina del comedorcito, soplando suavemente sobre la uña del pulgar. Norman entornó los ojos al mirar la pared quemada, en busca de la actitud más adecuada. Tenía una responsabilidad, sin importarle quién fuese ahora. ¿A qué otra cosa podía agarrarse? Estaba desgajado por completo del lugar y del momento que cuando menos le habían dado un perfil espúreamente familiar, y si renunciara al cumplimiento del deber quedaría totalmente al pairo en aquella cocina iluminada por el sol, entre los tormentos curiosamente discretos de aquellas gentes ajenas, pálidas, impávidas. Evaluó las alternativas.

—No deseamos causar problemas —dijo Aaron con toda confianza. Era un profesional, era ecuánime con los desconocidos, sólo cedía a las acometidas del miedo y de la ira, a los alaridos, estando entre los suyos—. Si al menos pudiera verificar el estado de la cocina y hacer algún ajuste en lo que a la pintura se refiere, estaré encantado de pintar yo mismo la cocina.

Norman lo miró rápidamente, y movió de seguido los ojos hacia el tío, que bien podría ser el eslabón más frágil de la cadena. Sin embargo, Hirsch, enemigo en cierto modo de su sobrino, estaba condicionado por enemigos externos de mayor envergadura.

—Es un caso de incendio, está claro —dijo Hirsch con blandura—. Y es un peligro. Podría arder todo el edificio.

Sarah tenía los labios prietos, y la luz de la mañana la ponía irremisiblemente del lado de su familia. Habían hecho frente a interrogatorios peores. Tenían todos la piel de una blancura enfermiza, a pesar de lo cual era una piel fuerte, absorbente. ¿Cómo era que nunca se había topado él con nadie que se pareciera ni de lejos a estos inquilinos?

Su mirada recayó en la niña.

—¿Tú juegas con cerillas? —le preguntó de repente, sintiendo un júbilo innegable en su justipreciada crueldad.

La chiquilla miró a la madre con aire de súplica, las lágrimas asomaron a sus ojos. Sarah la sacó de la cocina y Norman la oyó huir corriendo a un dormitorio. Hirsch se encogió de hombros, sonrió y salió tras ella, demasiado viejo ya para preocuparse nada más que por la derrota definitiva. Aaron trató de extender su cuerpo sobre Sarah y el niño, pero Sarah, con repentina determinación, lo hizo a un lado.

—Ve a ver a Ruthie, anda. —Debió de lanzarle una mirada expresiva, porque Aaron salió de manera que su espalda dio inequívocas muestras de derrota.

—Por favor —dijo a Norman y a Gaylord. Éste agitó ambas manos y se fue—. Esto es difícil, dése cuenta, sobre todo con el viejo. Tenemos tensiones. Somos personas nerviosas, dése cuenta.

Norman asintió con firmeza.

—Ha sido cosa de la chiquilla, ¿no es así?

—Ella no lo sabía —susurró Sarah con aspereza—. Sólo quería calentar agua para el té, darme una sorpresa.

—Luego la cocina no estaba estropeada. No era defectuosa. Bien se ve, por la papelera, que es ahí donde comenzó el fuego. Ella dejó caer una cerilla encendida.

—Sí, sí, pero… Por favor…

—No entiendo por qué está usted tan contrariada —dijo—. No voy a hacerles nada. Los daños han sido escasos.

—¿Hará que lo pinten?

—¿Yo? Lo siento, pero de eso tendrán que ocuparse ustedes.

—Andamos cortos de dinero.

—Bueno, pues déjenlo estar hasta que les sobre lo justo.

—No puedo —exclamó a la desesperada.

—¿Por qué no?

—Eso no se lo puedo explicar.

—Mire, no entiendo ni papa de todo esto. Lo único que sé es que se me amontonan las facturas. Les he prometido a todos hacer muchas cosas. Las haré. Voy a repararle la fregadera. No sé cómo, pero le aseguro que lo haré. Ahora, usted cuenta con que también le pinte la cocina. Y algunas cosas son sencillamente imposibles. Todo tiene un límite. Si supiera usted cómo van las finanzas de este edificio, se caería de espaldas, se lo aseguro. Esto es una pesadilla. En algún lugar he de trazar la línea. Dígame, ¿qué tiene de terrible que deje la pared así, al menos por un tiempo?

La mirada de Sarah lo colmó de vergüenza, le hizo sentir que lo medía de arriba abajo, y tuvo la perversa preocupación de que lo encontrase defectuoso. Desde las otras habitaciones le llegaban los ruidos quedos, ratoniles, de la familia que trataba de pasar inadvertida. Los viejos restos de masilla, en la ventana, rebrillaban y daban a la estancia el aire de una cueva.

—Es que no soporto el menor rastro de fuego —dijo ella muy despacio, colocando cada palabra ante él como si fueran una sucesión de dardos. Tenía los ojos como espejos. En cada uno de ellos vio Norman a un diminuto Norman Moonbloom. Le llegó el olor a quemado, pero fue como si emanara de ella. Algo le hizo alzar la mano, llevársela a la corbata, aunque se le encogieron los dedos al percatarse de su ausencia. Ella parecía a punto de desvariar. Él tuvo miedo.

—De acuerdo —dijo con ronquera—. Esto ya pasa de lo razonable. En fin, ya puestos, ¿qué más da?

—Gracias —dijo ella con la expresión de una fulana de la calle.

—Ya, ya, ya —le espetó él.

Ella sonrió.

—Nuestro Lester —dijo Minna— se ha metido en un buen lío, pero al menos sabe adonde recurrir. Nosotras nos cuidaremos de todo. Y cuando todo se haya arreglado, quiero que venga usted a cenar con nosotras. Parece usted un joven de trato agradable, y con los pies bien plantados en tierra. Creo que sería usted una buena influencia para Lester.

—Me apuesto lo que sea —dijo Eva desde el otro lado, no sin coquetería— a que un soltero joven como usted sabrá apreciar una buena cena casera.

—Todo saldrá bien —dijo Minna como si de nuevo pusiera la pelota en juego.

—Está claro que nos necesita, cómo no. —Eva, como su hermana, era incapaz de reconocer el deje de pura manía que adquiría su conversación. Habían encontrado a un médico dispuesto a practicar el aborto y Lester estaba entristecido, pero a salvo, en su habitación. Los años más verdes de la infancia del sobrino nunca tendrían fin para ellas dos. Recordaban cómo lo habían visto con sus trajes de marinero, y se habían prometido que esa misma noche disfrutarían repasando los álbumes de fotografías. La edad y la pérdida pasaban a ser algo remoto, irreal. Que se derramase sangre ajena era sólo tan triste como cualquier derramamiento de sangre en la otra punta del mundo. Una chistaba compadecida, pero vivía solamente gracias al amor personal.

—Tiene usted que decirnos cuál es su menú preferido, señor Moonbloom, y ya fijaremos una fecha —gritó Minna a punto de echarse a reír.

—Yo haré pasteles —amenazó Eva, poniendo en blanco sus ojos envueltos en párpados correosos.

Norman miraba a una y a la otra alternativamente, como un espectador en un partido de tenis, aunque con la dolorosa sensación de ser precisamente la pelota.

—O sea, que a un chico le sale a cuenta tener familia —dijo Minna.

—Seres queridos —corrigió Eva.

—Personas de las que fiarse —exclamó Minna, dando efecto a su volea.

Norman retrocedió.

—No quiero que se entere —murmuró Betty Jacoby desde la penumbra, tendida en el sofá, enferma e irremisiblemente avejentada.

—Que no lo sepa la mujercita —le dijo a él Arnold, sorprendido mientras pasaba el rato en el portal del edificio—. No es más que un breve periodo de inactividad. Siempre podré encontrar trabajo, no se trata de eso. No quiero que a ella le dé por pensar que no soy capaz de salir a buscar trabajo. Espero que usted me entienda. —Le guiñó el ojo con picardía, su cara redonda y animada casi rayana en la obscenidad, y rarísima para Norman, quien sólo acertó a asentir en la viscosidad en la que lo estaban sumergiendo.

—Katz ha salido a una audición —dijo Sidone, sus ojos saltones de pez tras las gafas de sol—. El líder de la banda le ha dicho que, si lo logra, incluso le dejará ocuparse de los arreglos. Es todo un papelón, pero Katz ha puesto demasiadas ilusiones. Ese cabronazo de los cojones ya me pide disculpas por el exitazo que va a tener. Yo no me acelero tanto, por eso nunca me la pego. Lo malo del caso es que él no quiere ir de tirado por la vida. Cuando te quedas tirado, no sales ni a tiros. Pobre cabronazo. A lo mejor, Moonbloom, podrías echarme una mano cuando haya que recoger los pedazos que queden de él.

Con la boca pastosa y un cierto temblor, entró en el apartamento de los Hauser, en donde lo pilló por sorpresa la cólera de Carol, los chillidos, y acto seguido le alcanzó de lleno un cenicero que ella había lanzado contra su marido.

—Aj —barbotó de asco y de miedo. Sherman y el niño se quedaron helados, pasmados, en el momento en que Norman alzó la mano para llevársela a una nueva herida. Le sangraba la frente, se le emborronó la vista. Se sentó, completamente desconcertado.

La pantalla de la lámpara giraba despacio, animando el río; el fuego de pega consumía todo más allá de cualquier posible comprensión. Las ondas se ensanchaban a partir de un ahogamiento que todavía no había tenido lugar. El niño se echó a llorar, y Carol se lo llevó corriendo fuera de la habitación.

—Permítame ponerle una tirita —dijo Sherman con voz apagada—. La muy perra, me estaba apuntando a mí. —Salió de la estancia dando fuertes pisotones; a su regreso, el niño se coló en la otra habitación y se puso a lanzar piezas de construcción, de madera, como un poseso. El impacto de cada pieza detonaba en un nervio en la mejilla de Sherman.

—Lo lamento, créame —dijo Sherman en voz baja—. Pero no se apure, no es nada, sólo un rasguño.

—No pasa nada —canturreó Norman. Tenía la sensación de estar a bordo de un cohete, con las llamas del propulsor ya al máximo debajo del asiento. Despacio, alzó la mirada al techo, anticipándose al impacto de un desconchón sobre la cabeza. Los dedos largos y blancos de Sherman operaban encima de sus ojos; notó la presión de la tirita sobre la frente. El cohete estaba ya listo para el despegue—. Dése prisa —dijo, quieto como una piedra.

—En fin, ha sido un accidente —dijo Sherman, dándole en toda la cara con el aliento perfumado a mentol—. Toda esta maldita historia ha sido un mero accidente, lo ha sido de principio a fin. —Su mejilla seguía transmitiendo el ritmo de los enfurecidos lanzamientos de su hijo en el dormitorio contiguo, de modo que cada golpetazo parecía un clavo más en la destrucción que tenía lugar, a ojos vista, en sus huesos faciales—. Salí con ella durante dos años, y ella no dejó de seducirme y engatusarme, pero sin llegar a mayores, hasta que ya pensé que estaba listo para dejarla. Luego, una sola vez, armó un espectáculo impresionante aprovechando que su madre estaba fuera, y por fin me dio lo más que yo podía esperar. Por todos los demonios, es probable que lo hubiera calculado de acuerdo con la temperatura corporal. Una sola vez, y se quedó preñada. Nos casamos, tuvimos a Bobby. Todo un accidente, de punta a cabo. Se lo digo yo. De todos modos, Bobby es una maravilla, es un milagro. ¿Cómo iba yo a desear que nunca hubiera ocurrido lo que ocurrió? ¿Se puede llegar a desear no haber nacido?

Norman, sin dolor apenas de cabeza, cayó en la cuenta de que el mayor de los sobresaltos era el que se había llevado Sherman, y esa realidad le causó un dolor nuevo. Oía a Carol Hauser llorar enfurruñada en la otra habitación, y se dio cuenta de que a medida que Sherman tomaba conciencia del llanto, una expresión curiosa, de lujuria, iba adueñándose de sus rasgos devastados. Se alejó de Norman, arrugó el envoltorio de la tirita, volvió la mirada hacia la fuente de la llantina.

—Será perra… —Sherman respiraba apasionadamente—. ¿Ve usted cómo es? ¿No le parece una calentorra del demonio, la muy fulana? Es la repanocha… —Le ardía la voz, tomada por su grotesca versión del amor, y cuando se puso en pie pareció un actor en el papel de Romeo, pero que se hubiera extraviado por completo, metido a fondo en el personaje.

Norman salió cuando Sherman entraba en la habitación de su mujer y cerraba la puerta. El niño dejó de hacer ruido. Todo quedó en calma, todo, con la salvedad del acalorado, terrible susurrar desde detrás de la puerta cerrada, y la pantalla rotatoria de la lámpara, y el fuego que no daba calor.

Ceniciento, aplastado, Norman se fue directamente a casa, preguntándose si estaba o no al final de su temible descenso. En la cama, con la almohada sobre la cabeza, que le palpitaba audiblemente, extrajo una hilacha de consuelo de la certeza de que probablemente nunca sobreviviría a nada más serio que aquello.