10

La cólera perpetua de Karloff parecía haberse deshilachado, y franqueó la entrada a Norman caminando con sus piernas rígidas, temblequeantes. Con su enorme envergadura, a pesar de agazaparse, su movimiento tenía la temible majestad de un elefante herido. Norman contuvo la respiración hasta que el viejo se hundió con un gruñido quejumbroso en el sillón.

Ehr gehocked offen mine tier, deh fashtunkenah momser —gruñó, mirando con suspicacia a Norman de arriba abajo.

—¿Quién, señor Karloff? ¿Quién ha llamado a su puerta?

—Ah —dijo el vejestorio asintiendo, tratando de alzar la boca caída, o al menos las comisuras, para formar una sonrisa desvaída—. ¿Quién, quién? Ich vays, no preocuparsus. Uber ich nit geshluphen. Ja, de trato fácil no soy. Aguardo, dejo que se acerque si quierre, que piense que estoy ya p’allá, kaputt. Y entonces ¡zas! Lo agarro del gañote, me lo llevo de camino. —Miraba con ojos asilvestrados, astutos, como los de la bestia que aguarda en la espesura el paso del hombre que la ha herido.

—¿Ha venido a molestarle alguno de los demás inquilinos? ¿Han venido a aporrearle la puerta?

Karloff sacudió la mano con gesto desdeñoso.

—Esos… —bufó—. Esos no serr nadie. Esos no.

—Entonces… ¿quién ha sido? —preguntó Norman, escrutando la máscara en descomposición.

—¿Quién, digo yo, quién? —Karloff sin previo aviso sonrió, provocando un estallido instantáneo en la red de líneas que se cruzaban sobre su rostro oscurecido.

Desarmado, Norman hizo una mueca de contrariedad. Karloff pensaba que era la Muerte la que había llamado a su puerta. Atrapado en los remolinos de la senilidad, se aprestaba para agarrar del cuello a quien se le viniera encima. ¿Qué perfil tendría la intrusa para el viejo? Norman contempló la fuerza nudosa, masiva, acopiada en las manos del viejo, las venas endurecidas y renegridas bajo la piel holgada, llena de manchas amarillas, y se estremeció sólo de pensar en el ser humano a quien Karloff pudiera tomar por su único enemigo. Aviados iban Del Rio o Paxton como se les ocurriese molestar. Él, desde luego, prefería que la mesa se interpusiera entre ambos mientras redactaba el recibo y tomaba los billetes humedecidos.

Miró entonces alrededor. La sala parecía fundirse en una solución de suciedad. Familias enteras de cucarachas marchaban en tropa por las paredes. Aquí y allá había grumos de restos de comida ya inidentificables. Con un último arranque de repugnancia, vio una masa enmarañada de minúsculas hormigas en la conformación cúbica de azúcar que estaban devorando.

—Señor Karloff —dijo con voz firme—, no creo que tenga yo arrestos para echarlo de aquí, aunque sí creo que eso sería lo más sensato. Éste lugar es el cúmulo del desorden, el no va más de la porquería, lo más asqueroso que he visto jamás. Es posible que el edificio entero esté ya condenado. Tal vez no sea usted capaz, a sus años, pero…

Karloff rebuznó en son de chanza, con la boca purpúrea abierta de par en par.

—… pero le aseguro que acabo de tomar una decisión y es tajante. Voy a ordenar que se limpie a fondo este apartamento, quizá que lo pinten de paso. Voy a arrancar esas cortinas y las voy a quemar junto con la ropa de cama.

Karloff comenzó a reírse casi en silencio, los ojos entornados, de modo que parecían dos rayas más en el abarrotado mapa de carreteras que tenía por cara. Con la manaza marcaba despacio el compás de su regocijo.

—¡Y lo digo totalmente en serio! —Norman levantó la voz al notar que la cólera se le metía dentro con cada palmada que daba el viejo.

Oy vay —farulló, meciéndose, casi fuera de sí en su risa prácticamente insonora—. Escúchenlo bien, los graysa mench… oy, oy… ah, regular… Eeeeh, iiiij. ¡Tartsen regular para los simios!

En ese momento la risa estalló en todo su grosor, a borbotones, fuera de él. Rodó por la sala y anegó a Norman, quien se alteró debido a una emoción que quiso identificar con la rabia.

—Ya lo verá, Karloff. Ya lo verá —exclamó, plantado junto a la puerta y barriendo la estancia con una mano—. Voy a hacer que limpien tan a fondo esta pocilga que se va a quedar en la pura madera que tiene. Quemaré la basura, desinfectaré suelos y paredes. Me voy a llevar toda la comida que encuentre, me cercioraré de que tenga sólo lo justo para subsistir. Voy a pintar las paredes de blanco, voy a fregar hasta las patas de su sillón, y así será usted lo único realmente guarro que quede aquí dentro. Este sitio va a quedar tan resplandeciente que lo cegará. Empiezo a estar más que harto de todo esto. Estoy hasta la coronilla. —Parecía flotar en la rápida corriente de algo impreciso, y siguió barbotando sin sentido, sin referencia—. En Mott Street pondré fluorescentes en los pasillos, más brillantes que los neones de la calle. Voy a arrancar de cuajo la pared de Basellecci, voy a arreglar hornillos y grifos y ascensores y cableados. Estoy harto, estoy hasta la mismísima coronilla, de toda esta ridícula…

Y de golpe y porrazo se encontró mirando la cara de desconcierto del viejo, y se quedó pasmado ante el eco de su propia demencia. Probó a menear la cabeza, ensayó una especie de sonrisa. La cabeza le resonaba cual foco de demencia.

—Es que… Yo… Yo… O sea, algo de orden habrá que poner, ¿no? Voy a… voy a limpiar a fondo. Tengo que… —Karloff se encogió de hombros sin poder evitarlo, y Norman miró al suelo—. Lo digo totalmente en serio. —Giró sobre sus talones y salió de la apestosa habitación, Karloff temporalmente inmovilizado a sus espaldas.

—¿Sabe una cosa? —dijo Sugarman a Norman con la expresión de un predicador que desvelara el fuego del infierno—. Ayer noche me falló mi virilidad. No fui capaz de dominar la vara de mi viril oficio, y fui en cambio el huésped de una lombriz inerte, inofensiva, que se me quedó aplastada en el vientre como si fuera la cruda imagen de un sarcófago de momia. Fui víctima del arisco desdén, de la risa cruel de una mujer. Menos da una piedra, digo yo. Pero la carencia de algo valioso, cuya trascendencia aún no había tenido ocasión de precisar, eso, le aseguro, ha sido un golpe mortal. Los logaritmos de la vida quedan escritos en numerales desmesuradamente pequeños. ¿Qué posibilidad de respuesta tiene uno, me pregunto, cuando el puntero se reblandece hasta quedar con la consistencia del caucho fundido? ¿Puedo yo encontrar el camino sin la aguja de mi brújula? He visitado las orillas de la melancolía a menudo, a lo largo de mi vida errabunda, a tal punto que vienen a ser el puerto donde amarro. Pero siempre había tenido mi vara, mi báculo que me consolara. Era algo que me convertía en un ser decididamente positivo. Podía entrar a fondo en las cosas, podía ahondar en las misteriosas fuentes del poder. En tiempos de funesta escasez me quedaba la esperanza, sí, tal vez subliminalmente pensaba incluso, soñaba más bien, con perpetuar a Sugarman, con extender su grito desgañitado por toda la osamenta ferroviaria de esta América. Podría quedarme enterrado cual raíz en letargo, pero mi fruto brotaría entre los durmientes de las vías, entre las escaleras inclinadas de los nudos ferroviarios. Siempre había tenido esa vaga carta ganadora en la vida. Pero ayer noche me la jugué y quedó claro que era una carta en blanco, un pedazo de papel sin imprimir. Ella se echó a reír, la muy fulana que tan mal olía a desinfectante; se rió a carcajadas y se pedió como una histérica. Así que esto es lo que hoy le ofrezco, Moonbloom. Le pago con la misma calderilla de otras veces, pero no hay calor en el pago. Igual le daría arrancar centavos de los ojos de un muerto.

En medio del desorden creciente de sus nervios, instantes antes alborotados, Norman contempló la cara taciturna y sin embargo terca del vendedor de caramelos, y tuvo un trío de impulsos como corrientes: la irritación fue tibia y apareció como el chorro más grueso de los tres, pero también percibió el frío hilillo de la compasión y, justo en la boca del estómago, el manantial caliente de una risa irresistible. Resopló, chistó, al final rebuznó.

—Dios… Sugarman… qué cuerno quemado… —Se sujetó a la mesa con ambas manos y le sorprendió la sensación de alivio físico. Con ojos acuosos contempló el rostro contristado y compungido de su inquilino. Le mortificó el exceso de su propia voz. La habitación resonaba y se le hacía extraña, porque nunca se había reído de ese modo. Y su fascinación por el fenómeno lo perpetuaba. Sugarman quedó sentado como un peñasco sumido en una afrenta. Si al menos sonriera, si hiciera un despliegue positivo de ira… Pero se limitó a permanecer sentado como si se parodiase a sí mismo, lastimero, apiadado de sí, desdichado, y a pesar de todo exuberante.

Por fin, Norman se dejó caer en una silla y se secó los ojos con un pañuelo, sacudiendo la cabeza para librarse de la histeria.

—No me irá a decir que además le entretengo —dijo Sugarman con voz fría y delicada—. Tiene usted el mismo humor de quienes fabrican pantallas para lámparas con piel de seres humanos. Le hablo de una pérdida infinita, de una tragedia irrevocable, del fin de algo. Del fin, ¡del fin! ¿Acaso hay palabra más temible que ésa? Y viene usted, alubia reseca de contable malparido, crustáceo con pinzas de bolígrafo, y se me ríe en la cara. Es usted mucho peor que yo.

—No sé qué es lo que quiere de mí —dijo Norman—. Es usted el que se me abre como una palmera. No le he preguntado yo por sus intimidades. Yo sólo soy el agente que viene a cobrar el alquiler. Todo este recinto es una verdadera casa de locos. ¿Le endilgaba usted esos mismos discursos al agente que tenía el empleo antes que yo? ¿Qué es lo que les hace pensar, por qué se engañan todos ustedes, cómo les da por convencerse de que a mí me interesa? —Estaba muy quieto en su asiento, sintiendo de pronto que tenía algo bien sujeto, los ojos atentos a la cara rubicunda que tenía delante, pendiente de los vasos capilares reventados que daban al rostro de Sugarman un aire espúreo de vivir al aire libre.

—Todos nosotros, ya —repitió Sugarman, y tropezó con la inesperada respuesta de Norman—. Porque… pues porque usted tiene una mirada especial, porque tiene unos ojos hambrientos. ¿Usted nunca se mira en el espejo? Hay algo masoquista e incitante en el centro de esos ojos de mapache que tiene. Como el pastelito de Alicia en el país de las maravillas, ése que dice «Cómeme». Yo ya sé que conmigo me pongo a largar por los codos cuando me subo a un tren en marcha, sordo a mi propia voz, ciego a las risas ajenas. Solamente aquí, en la soledad, mi voz alcanza el temple del sonido, y aguardo a que alguien me escuche. Y va y viene usted con su terno oscuro y la insignia en el ojal y el sombrero de Al Capone, y es usted como un extraño micrófono al que puedo verter sin pegas todas las palabras que llevo dentro comprimidas. ¿Con qué fin? Sabe Dios. Tal vez sea que todos deseamos quedar inscritos en algo. A lo mejor tiene que ver con la perpetuación de nuestra pequeña, ridícula conciencia. Si todos estuviéramos equivocados, será que la culpa es de la jeta que usted tiene. Es usted un fraude. Una engañifa. Cambie de jeta, Moonbloom, o escuche y haga algo por nosotros.

—¿Qué es lo que quieren que haga por ustedes? —preguntó Norman perplejo—. Bien, entiendo, lo haré. Ya he prometido encargarme de algunas cosas. ¿Cuál es su queja, Sugarman? ¿Qué quiere? ¿Que le enmoquete el piso de punta a punta, que le monte una ducha de cabina, aire acondicionado? ¿Se le ha estropeado algo? Dígame qué es, no sea tímido. Aquí todos han perdido la timidez. Dígame qué desea. ¿Un frigorífico? ¿Que le pintemos el piso?

—No, no, Moonbloom, que la cosa no es tan fácil. No sólo de beneficios marginales vive el hombre. Lo que yo quiero de usted… —se quedó meditabundo mirando al suelo.

Y Norman, con un temor creciente sólo de pensar en alguna petición inimaginable, recogió a puñados el dinero de la mesa y se lo echó al bolsillo antes de salir corriendo.

—Espere, espere. ¿Por qué huye? —le gritó Sugarman.

Norman agitó el brazo presa del pánico. Su respuesta la partió en dos el portazo con que cerró.

—Por eso mismo huyo… —blam—… porque no sé de qué.

Nada le dijo a Paxton, quien por fortuna estaba demasiado ajetreado trabajando, y se limitó a indicarle dónde estaba el dinero, sobre un platillo, en la mesa. Norman contó el montante del alquiler, dejó el recibo y fue arriba a ver a Louie.

—Se suponía que iba a ver esa pilícula —dijo Louie—, pero me he pillado un virus. He tenido fiebre. No mucha. No hago más que beber zumos. No he faltado al trabajo, claro. Fui incluso con 38. Me han ascendido, poca cosa. Ahora me encargo de contestar el teléfono y sólo hago unos pocos repartos. Me ocupo de que las cosas vayan como deben, más o menos. Ha sido gracias a Ralph. Ralph es buen tío. El listillo es Sal. Si no fuera por Ralph, no sé yo…

—No tengo ni idea de qué me hablas —dijo Norman con tersura. Su crueldad, sin embargo, se había vuelto contra sí mismo, pues consigo se llevó la cara abotargada y dolorida del hombre, sentado en el aire oscilante de la habitación, el minúsculo televisor en su callada emisión, sin que le hiciera caso, y algo blando que se cocinaba por sí solo. Las ventanas temblequeaban con el frío de la noche. Louie permanecía en pie, como si fuera víctima de un pastel de merengue a punto de darle en toda la cara, boquiabierto, herido, sin haberse enterado del chiste, que no entendería jamás.

—Sólo estaba diciendo… —El resto de su queja se perdió al cerrarse la puerta y aumentar la distancia, aunque el fragmento inicial se alargó con la finura del sonido melifluo del viento que se cuela por las más finas rendijas y ranuras. Fue como una finísima capa de laca, y sirvió para clavar la cara empequeñecida y simiesca de Louie en el cerebro de Norman, que salió corriendo a la oscuridad de diciembre, al viento frío, a las piedras y las estrellas.

—He dejado de ser Norman Moonbloom —dijo en voz alta, gozando del anonimato que le otorgaba la noche en la ciudad. Y al ver la brillantez floreada de las ventanas, las lejanas luces de neón, se vio de súbito frente a frente con una posibilidad más pavorosa, que le hizo morder el viento y la negrura y mascullar—. O tal vez nunca lo he sido.