Aferrado con notable debilidad a la idea de que el día anterior había sido solamente resultado de su mermada situación física, de su precariedad, por la noche se tomó dos somníferos. Al día siguiente subió las escaleras de Mott Street con la modorra del Seconal, que ofrecía una similitud sólo superficial con su calma de antaño. En los contados segundos en que estuvo esperando a que Basellecci abriese la puerta, poco le faltó para convencerse de que el día iba a ser como sus planas proyecciones de antaño. El día anterior quedó desdibujado por los barbitúricos, envuelto, embozado, como un sueño ingrato. Preparó su sonrisa de conciliación.
Sin embargo, la cara del profesor de italiano apareció teñida de gris, y Norman tuvo la premonición de que el día iba a ser aún peor.
—Adelante —dijo Basellecci con sequedad—. Estoy sirviendo el café.
Norman tomó asiento de espaldas a la puerta abierta de la cámara del retrete.
—Empiezo a esperar este día con ganas, sobre todo por probar su café —dijo.
—Eso está muy bien —respondió Basellecci con gesto adusto—. Pero puede que pronto no esté yo en condiciones de servírselo. He visitado al médico, dése cuenta. Esto ha dejado de ser un chiste.
—¿La pared? —preguntó Norman con un suspiro.
—La pared.
—Tenía la intención…
—Ya, ya, seguro que tenía la intención, segurísimo. El médico me dice que tengo una obstrucción torcida en el recto. Esto ya no es psicosemántico, esto ya no es producto de mi imaginación.
—El café, como siempre, está delicioso —dijo Norman procurando ganarse al italiano.
—Prácticamente sólo vivo de café de un tiempo a esta parte. Es lo único que me entra.
—¿Tan mal se encuentra? —preguntó Norman atribulado.
—¿Por qué cree usted que exclamo con tanta vi-o-len-cia? ¡Ahí, ahí tiene a mi opresor! —exclamó Basellecci señalando al retrete, con la cara tan tensa que Norman no habría hallado nada inapropiado en sus palabras si hubiera proferido un «J’accuse!». Tenía la carne blanca en la zona pegada a las fosas nasales, la boca fruncida en rayas verticales de árido dolor—. Grandes apelaciones le he hecho a usted, le he tenido por persona de la persuasión humana. Usted, con su sonrisilla de cortesía, no ha hecho más que darme largas cual si fuera yo un botarate de tres al cuarto, sin dos dedos de frente. Usted no ha hecho más que seguirme la corriente con sus «Ya veremos qué se puede hacer, señor Basellecci, yo me ocupo, descuide». ¡Ja! Le acuso, le acuso en toda regla del destino de mis entrañas.
La necesidad de aplacar su histérico impulso de reír hizo que Norman se sintiera casi tan colérico como su inquilino. Apartó la taza de café y se levantó.
—Yo también he estado enfermo, señor Basellecci. Usted no tiene ni idea de la cantidad de cosas que tengo en mente. Hay un millón de cosas por hacer tanto en éste como en los demás edificios de los que me ocupo. No tenía yo ninguna intención de seguirle la corriente. Pero comprenda que a veces tengo que aplazar ciertas cosas para ocuparme de lo más urgente. Usted no ve más que sus propios problemas, como es natural. Los tiene delante de las narices. Pero yo tengo otras dos docenas de inquilinos a mi cargo. Dispongo de fondos muy exiguos, me supone un gran problema tratar de averiguar cómo se podrían reparar ciertas cosas. No soy más que un hombre.
La indignación de Norman pareció servir de antídoto a la ira de Basellecci. Más allá de su dolor, en el fondo, Baselleci era en esencia un hombre razonable. De hecho, la razón era lo que lo había encastillado en su vida insípida y solitaria. Alzó ambas manos con gesto conciliador.
—Sí, claro, disculpe, me he dejado llevar. Uno se olvida de que a su alrededor existen otras personas, asuntos que atender. Uno vive solo y es susceptible a las obsesiones. Reconozco que las cosas a veces me parecen desproporcionadas, desmesuradas. Hay un cierto egoísmo en esto de pensar sólo en lo que a uno le sucede. Me tumbo en la cama en la otra habitación y sólo puedo pensar en esa pared. Me reconcome la rabia. Me pongo a pensar en el sacerdote, en Italia, que de niño no me dejaba en paz, que me despreciaba en público y me vilipendiaba porque yo ponía en duda su palabra. Pienso en los rufianes que tanto me incordiaron sólo porque yo deseaba estudiar y ser todo un caballero. Pienso en las chicas montaraces que ponían en duda mi virilidad porque yo no dejaba en paz a los politicastros que me obligaron a suplicar por un pasaporte, y todo por no tener yo ni amigos ni dinero. Me acuerdo de los funcionarios ignorantes que se despepitaban de mi inglés, y se mofaban de mí porque no conociera yo a ninguno de los jugadores de bisebol. Y me las veo y me las deseo ante lo dificilísimo que resulta vivir con dignidad, construir algo realmente elegante, bello. Y empiezo y termino por ahí, todo… con esa dichosa pared. Para mí, es el portal de entrada a la fealdad, y me persigue incluso hasta los límites más lejanos de la ciudad, donde quiera que vaya, sin importar cuánto me aleje. —Extendió los brazos por completo, como si fuera a deslizarse sobre la corriente creada por sus palabras, y en su rostro asomó un fragilísimo resto de humor, de conmiseración por sí mismo—. Ya ve usted, es lo que hay…
—Sí, ya lo veo —dijo Norman con cierta vehemencia. Por vez primera se le ocurrió que tarde o temprano iba a tener que hacer algo con la pared—. No, no, no me apetece café —dijo ante la callada oferta de Basellecci. Y cuando el profesor de italiano se encogió de hombros con una expresión de mártir que estuviera casi a gusto con su sino, Norman aún insistió con un punto de crueldad—. Y no porque esté enojado, sino porque aún ando manga por hombro después de haber estado enfermo. El café me produce ardor de estómago.
Basellecci asintió como si tal cosa.
—Así que… —hizo un gesto señalando al retrete sin volverse a mirarlo, con los ojos entornados—. Tal vez de veras pueda usted…
—Sí —masculló Norman entre dientes—. Sí, sí, sí, ¡sí!
—Ah, bueno —replicó Basellecci, su sonrisa más dolorida de lo que Norman pudo soportar.
—O sea, tío, es que esta fulana me está volviendo loco loco —dijo Jerry Wung sin perder ripio de la cara de Norman—. Lo que le gusta es que un neglo y un chino se la líen a la vez, yo debajo, él aliba. Y eso no es todo, no, no. Ayel noche me llama y va y nos liamos ¡pol teléfono! Ya le digo: se me pone a blablablá, y natulal…
—¿Y a mí por qué me cuenta todo esto? ¿Qué quiere, que le aplauda, o qué? —dijo Norman con frialdad absoluta.
—Pues no. Decía sólo pol hablal del sexo, ya ve. —Wung sonreía, pero parecía que se estuviera quedando sin oxígeno, pues respiraba con la boca totalmente abierta—. ¿Es que le solplende, es eso?
—No. A mí todo eso me da igual —dijo Norman, fiel al gesto de extenderle el recibo.
—¿No le palece enfelmizo? —Wung habría hallado alivio seguramente incluso en la condenación—. O sea, es que, uau, si familia sentelase de cómo vivo yo, ni pensal quielo. Son unos chinos paldillos que ya le digo, no se meten en ná. Nunca se lían a voces con los niños. Aquello ela como si nadie pudiela hacel nada malo. Como si tuvielan encantamiento invisible, zas, puesto encima todo. Si hasta estilalon la pata sin luido hacel. A mí, tío, me mató su manela de molilse. Ganas me dielon de clavales alfileles hasta que se desgañitalan, que soltasen tacos a mansalva, que se levolvielan de veldad. Los odiaba, así de simple, qué manela de tilalse a la baltola y milalme con ojos de calnelo degollao. ¿Lalo le palece que le diga? Ya, ya sé. Yo me milo al espejo y se me encoge la baliga, sí, un nudo se me hace. No sé cómo elan mi viejo y mi vieja, no sé qué se les pasaba pola cabeza. Yo salía las calles de aquí y no hablaba su lengua. Ellos me impoltaban nada, así de nada. Mis helmanos y helmanas entendían, pelo es que a mí me daba canguelo. Chinos bien se adaptan, ¿no? Yo era como patito feo, así de simple. Como si tuviela cala que no me tocaba, como si viviela donde no debía. Ya no veo a helmanos y helmanas. Es mutuo. Eh, me plegunto aún si la vieja y el viejo hubiesen mantenido la calma si supielan lo que hago yo estos días, o de noches, buenas. Es que no es ni humano que se muliesen como se mulielon, tan campantes, tan segulos. A mí palece que no elan de veldad, es que de veldad no elan. Sueño con ellos. Pesadilla. Agalo yo bien agaladas las tetas de una fulana que ya le digo y me desboco del todo, como si en el fondo quisiela despeltal a esos dos chinos viejos. Año pasado fui a analista, cuando tenía tajo más seguido, le conté lo de los sueños, mi vida sexual de chalado loco de atal. Fue malgastar dólales, y muchos. Me tocó un siquiliqui de medio pelo. Tanto le gustaba lo que contaba yo que ni notas tomaba. Un milón de chichinabo. —A Wung se le rajó la boca con una sonrisa violenta y siguió despotricando por la sala—. Y no es que no me la pase bien, qué va. Ni lo piense. A vel: de otla manela no quelía yo que fuela. Ahola que tengo yo fulana nueva, y lasegulo que novedades las tiene todas…
Norman se puso en pie y se dirigió a la puerta. En ese instante le invadió una nueva emoción. Temeroso de mirarla a fondo, se la guardó en el bolsillo y alcanzó el pomo.
—Eh, Moonbloom —llamó Wung en tono incitante—. Es usted buen tipo. Si tú quiele, una noche se laleglo yo como si tal cosa, ¿sí? Un bailongo, ¿qué tal? Si viniela, miel soble hojuelas. ¿Qué palece? ¿Sí? —Parecía en suspenso por encima de su propio cuerpo, afantasmado, la cara convertida en pura insinuación.
—No, no puedo… Ya hablaremos otro… —Antes de que la náusea le venciera, cerró de un portazo. Se quedó alelado en el pasillo, a oscuras, preguntándose por qué un simple «no» le había resultado imposible de pronunciar sin añadidos.
—Todavía tengo que echar un cubo de agua al retrete para que desagüe bien —dijo Sheryl Beer—. Es molesto. Y repugnante, ¿no?
Norman asintió al notar que una piedra redonda le caía a plomo en la región inferior del cuerpo, con un efecto perturbadoramente lascivo.
—Es que tengo un millón de cosas pendientes —dijo, mirando al viejo Beeler, que caminaba despacio al salir de la habitación, la coronilla canosa cual si fuera el reflejo de un chiste malintencionado.
—¿Usted está casado? —preguntó Sheryl, dejándose caer en el sofá con tanta fuerza que le rebotaron los pechos generosos. Encendió un cigarrillo y expulsó una nubecilla en abanico hacia él.
—No, no —respondió, procurando que sonase astuto. Le salió como un gemido—. Soltero empedernido.
—Me juego cualquier cosa a que tiene chicas a porrillo haciendo cola para pasar un rato con usted. —Se pasó la mano por la sedosa manga del kimono, gesto que a Norman le levantó el vello de todo el cuerpo, entre otras cosas.
Era de una obviedad rayana en la ridiculez. ¿A quién pretendía encalabrinar con sus encantos? Y, sobre todo, ¿para qué? Él se veía a sí mismo con demasiada claridad para aceptar siquiera una mera adulación. Sin embargo, su deseo era nuevo y era directo, casi tosco, por lo que le sumía en una notable torpeza mental. Rió patéticamente.
—No, qué va, se equivoca… —dijo.
—El dinero —dijo Sheryl, y se levantó de un salto. Se dirigió a una mesa y extrajo unos billetes de debajo de un tapete. Cuando le entregó a Norman el monto del alquiler, le apretó la mano.
—¿Y si salimos un día? —ladró él al sentir la presión.
Sheryl rió por lo bajo y tropezó coqueta contra él.
—Caramba, qué deprisa vamos. Ustedes, los calladitos, siempre son así de rápidos…
Con su peso, lo apretó contra la puerta y soltó una risita breve, carrasposa.
—No, yo sólo…
—Ya hablaremos, ¿vale? —dijo ella, obligándolo a salir sin abrir del todo la puerta—. A lo mejor, a la próxima.
En el pasillo, Norman se quedó mirando sin ver, entretenido y horrorizado a partes iguales.
—Dios santo —susurró—. Soy como un niño.
Y aturdido aún por su espasmo de estupidez, se puso a enderezar los billetes y los guardó en la cartera. Algo racional se abrió paso en él, y contó los billetes pequeños. Faltaban cinco dólares. Ya se dirigía de nuevo hacia la puerta, con los nudillos prestos para llamar, cuando otro conocimiento brotó en forma de sonrisa enfermiza. Bajó la mano y la utilizó para guardar el dinero en la cartera, poniendo cara de padre que lleva años resignado.
Kram se alejó cojeando.
—Resbalé en la escalera —dijo, escudando con el cuerpo contrahecho el cajón del que sacó el dinero—. Es un delito lo de ese portal, que ni tiene luz ni nada. Podría haberme partido el cuello… —En sus ojos fríos, tranquilos, asomó una chispa de trastorno, y el recuerdo de ese momento repelente se convirtió en ira ante la insignificancia del portal—. No descarto ponerle un pleito, ¿eh? ¿Le gustaría que un juez oyera una detallada descripción de este edificio?
—Lamento que se haya lastimado —dijo Norman, afligido por la insólita visión de una mancha de pintura en la mesa del salón, por lo general impoluta. Era como una herida infectada en esa estancia.
—No lo lamente —dijo Kram con frialdad—. Y ponga unas bombillas en el portal y en la escalera. Si no, lo denuncio. Y punto pelota.
De pronto, Norman se rió por lo bajo a la vez que agitaba la mano para pedir disculpas.
—Espere, espere; en realidad, no me estoy riendo de usted.
Kram, por lo común inmune a la risa, no era tampoco el de siempre.
—¿Le parece que tiene alguna gracia? ¿Me está desafiando a que le arme una buena? —bufó.
—No, ni mucho menos —dijo Norman, que comprendió que la cosa no tenía maldita la gracia—. Es que me acababa de acordar que hace pocas semanas le pregunté si tenía alguna queja, y usted me dijo que no, y yo le señalé que parecía el único inquilino que no tenía motivo de queja.
—¿Y eso le parece divertido? Vaya sentido del humor más raro el que usted gasta —replicó Kram, ya solamente irritado.
—Uno de mis inquilinos me dijo que, en esencia, carezco de sentido del humor. —Norman miró por la ventana pensando en Sugarman—. Ahora bien, cuando lo pienso, me parece que nadie carece de sentido del humor. Lo único que pasa es que los chistes de algunos son muy privados.
Kram lo miró con suspicacia, desconfiando de un adversario que actuaba como un soñador.
—Hay que andar con ojo y no ofender a nadie con los chistes privados. No es que a mí me molesten los chistes, entiéndame. O sea: si no tuviera yo algún sentido del humor, ya me dirá usted cómo aguantaría lo que aguanto. Supongo que me entiende.
Norman se volvió hacia él. Por un instante, todo lo que se daba entre las personas, todo lo que servía para que cualquier intercambio fuera soportable, se alejó de él en un visto y no visto. Vio la honda magulladura amoratada en el espíritu del hombre; con llamativa agudeza visual entrevió incluso al jorobado en todos los tamaños por los que había pasado, desde el embrión dañado hasta ese instante. Y en esa fugaz claridad, todo lo que no fuera sinceridad pura y dura pareció imposible.
—Ya. Lo dice por el cuerpo que tiene —dijo con voz desdibujada.
Kram abrió la boca ligeramente, pero los ojos se le arrugaron de luz. Y dentro de los confines de ese angosto trecho de desnudez, Norman vio los colmillos gemelos de la repugnancia y la ofrenda. Asomaban al sol de la mañana, uno recto y frágil, con una especie de inocencia total que apantallaba su rostro, como si el sombrero demasiado grande hubiera abandonado su sombra tras quitárselo, y el otro recién bañado por la misma luz, anhelante de lo que había aprendido a despreciar en su pugna por sobrevivir, expuesto y reducido a la escala de un esqueleto distorsionado, y más temeroso que nunca. Y todo ello costó menos de un minuto, de modo que ambos comprendieron que el tiempo es inconmensurable, y que si se mide es sólo en las fantasías. El edificio apestaba alrededor de ambos, parecía asentarse ligeramente, como si estuviera plantado en un lecho de lodo inimaginable. Tal vez se desató un alarido entre los dos. Después, no habían de recordarlo ni por asomo.
—No me puedo permitir que me lastimen. No podría soportar una lesión —dijo Kram con un punto de ronquera—. No tengo a nadie que… Siempre he estado solo. Si no pudiera salir a por esas fotografías, si algo me pasara en las manos… —se estiró tratando de erguirse, y la cara se le distendió en una agonía inexpresiva—. No es la muerte lo que me preocupa —dijo.
Y Norman, fuera ya del fugaz resplandor, se sintió demasiado repelido por lo que había dicho y por lo que había recibido a modo de respuesta.
—Algo haré con lo del portal. Me ocuparé de poner bombillas —dijo con voz amenazante—. En el portal lucirá la luz como si fuera de día. O más incluso. Va a tener problemas con la luz cegadora que le ponga.
—No es preciso que…
—No, no diga nada —añadió Norman, contemplando atolondrado su propio frenesí—. Yo me ocupo, descuide.
Dejó a Kram masticando el aire, perdido en su apartamento de limpieza inmaculada, los desnudos para alguna revista de caballeros a la espera de un último retoque, reflejado en ellos el claror de la ventana que se abría a un patio interior.
Wade Johnson y su hijo se lanzaban un balón de fútbol americano de un lado a otro del cuarto de estar. Norman se agachó cuando el pase defectuoso del pequeño Wade le pasó a la altura de la cabeza, e hizo una mueca de timidez cuando Wade padre lo cazó al vuelo.
—Qué pasa, Norman —dijo Wade sin mirarlo—. No, no, Wadey. Tienes que sujetarlo más fuerte, y no tan por el extremo. Bien, veamos: ahora, un pase con salto añadido. —Le pasó el balón por bajo al chiquillo, que lo sujetó con gran seriedad, esquivó a un defensa imaginario y saltó antes de lanzarlo. La pelota alcanzó a Norman en toda la boca.
—Lamento haberme puesto en medio —dijo con amargura, tragando el sabor a sal que le produjo el labio partido y notando que la sangre le corría en un hilillo por el mentón.
El chico lo miró embobado y musitó una tímida disculpa antes de restregar una suela contra la alfombra. Wade se rió.
—¡Dios del cielo, si va a resultar que sangras y todo! Norman, me siento más próximo a ti.
—Anda, págame el alquiler y déjate de zarandajas —dijo Norman llevándose un pañuelo al labio y sintiendo una extraña pena por sí mismo—. No tengo ganas de ver partidos de fútbol. No tengo ganas de oír poesía. El dinero, y me piro.
—Pobre Moonbloom. Tú no vas a ninguna parte. Nos vamos el pequeño Wade y yo. Lo que yo te diga. Ah, Norman: hace ya tres días que no he ido a dar clase, llamé para decir que estoy enfermo. De aquí a nada me darán el bote, y el chico y yo nos largamos al oeste. Lo más probable es que nos vayamos dejándote a deber unas cuantas semanas de alquiler, más que nada por salvar las apariencias. Como lo oyes: nos vamos para Wisconsin, donde visitaremos la tumba de su madre. Wade siempre ha tenido curiosidad por saber qué clase de panorama ve su madre desde allí. Luego, a Colorado.
—Escucha, idiota. O me pagas el alquiler o te echo de aquí en un pispás. No me haces ninguna gracia. Lo más probable es que tampoco se la hagas a tu hijo. Eres un falso, un mentiroso. Lo único que puedes hacer de manera convincente es lo propio de quien eres: un indeseable. —Fue sin embargo sólo una bala de fogueo, disparada por el sobresalto del dolor físico, y casi nada más decirlo torció la cara en un gesto de asco. Su asco se dividió a partes iguales entre sus improperios y las bobadas de Wade.
—Eh, Norman —dijo Wade asombrado—. ¿Qué te está pasando? Te juro que acabo de ver en ti un mínimo destello de pasión. ¿Será acaso que el hombre de las profundidades abisales empieza a surgir ahora y por fin sale a la luz? Se acabó la clandestinidad, se acabó el mando a distancia. Míralo, tú míralo bien, Wadey, chico: se agita, se despereza, la sangre le empieza a molestar. Mira que ojos tan inteligentes, que casi parece un ser humano. ¡Ay, si pudiera hablar…! ¡Imagínate las cosas que podría contarnos!
—Eres más listo que la pera, Wade. Qué pena que te dé miedo demostrarlo en cualquier sitio que no sea aquí, ante el público cautivo de tu hijo.
—Ah, muy bien, cabroncete. Nunca te había visto sacar los puños, eso está mejor. Algo me dice que todo ha sido culpa mía. Soy un Pigmalión de tomo y lomo. ¿O seré tal vez un Frankenstein? Veo que estás a punto de perder el control.
—Oh, por Dios —dijo Norman con hastío, todavía plantado en tierra—. Haz el favor de darme el dinero.
—No, no. No te eches atrás. Oblígame a dártelo —dijo Wade, situándose ante Norman con su corpachón de levantador de pesas—. A ver si consolidas la pequeña ventaja que has cobrado hoy.
—Te juro que si fuera un poco más grande, sólo un poco, me encantaría… —sonrió iracundo, impaciente.
Y de pronto, como un niño chico, Wade se hartó de él. Dejó caer el dinero sobre el asiento de una silla, al lado de Norman, y tomó el balón.
—¡Arriba esa cabeza, Wadey! —gritó.
Norman rellenó el recibo, se embolsó el dinero, se dirigió a la puerta. Por espacio de un minuto o dos miró al hombre y al niño y vio el balón que pasaba veloz del uno al otro. Las sombras a franjas de las persianas aprisionaban a las dos figuras en dos jaulas distintas, y tendían largos barrotes sobre los lomos de los libros que se apiñaban en las estanterías. De un lado a otro iba la pelota, haciendo girar algo no del todo invisible entre los dos, mientras el hombre daba ánimos y el chiquillo resoplaba por el esfuerzo. Entonces, con el mismo ritmo con que antes daba ánimos, Wade comenzó a murmurar otra cosa, y Norman cerró la puerta atónito, oyendo aún la cantinela por el pasillo.
«Señorita Ratoncita
sonrosada en un rayo azul
Dame souris trotte:
(Señorita Ratoncita)
Debout, parreseux!
(¡Arriba, zascandiles!
(Verlaine)»
Norman gimió al ver que Wade lo eludía como un hechicero. Se le ocurrió por vez primera que tal vez no fuese apto para el empleo que tenía. Si un tipo de menos de metro setenta y sesenta kilos de peso a lo sumo pudiera avanzar pesadamente, con paso cansino, él avanzó con paso cansino, pesadamente, al subir las escaleras rumbo a la puerta de Leni Cass.
—Adelante, Moonbloom —dijo con excesiva alegría—. Estaba preparándome un bourbon, y odio tener que beber un bourbon sola, pudiendo hacerlo acompañada.
—No, gracias, no quiero nada —dijo en un tono más cortante de lo que hubiera querido, y la siguió al interior.
Pareció ofenderle. Soltó una risa quebradiza, que le emblanqueció levemente las facciones.
—Bueno, pues me lo tomaré sola —dijo. Dio un buen trago de un vaso con rombos arlequinados y en silencio, con ojos grandes, asustadizos, lo vio extender el recibo.
—Ah, Norman, esto del alquiler…
Él levantó la mirada tan de pronto que a ella poco le faltó para dar un respingo.
—Resulta que esta semana se me han embarullado un tanto las cosas, y ahora me encuentro… ¿cómo se dice? En un aprieto financiero.
Él se quedó mirándola, incapaz de decirle a la cara lo que realmente pugnaba por salir de sus labios. Y la miró con toda la frialdad que pudo, porque en el fondo le había dejado sin resuello la velocidad con que se iba consumando tan sutil conspiración.
Ella, por descontado, no podía saberlo, de modo que le desconcertó ver una expresión que nunca hubiera esperado en él.
—¿No se te ocurre nada que comentar?
—¿Me estás diciendo que no me puedes pagar el alquiler?
—Es que he tenido complicaciones para que me cuadren las cuentas, y el cheque de mi ex maridín…
—¿Qué quieres que le haga? —dijo en tono inexpresivo.
—Norman, tú no sueles comportarte así. Esto me produce una gran vergüenza, pero mucha más vergüenza tendría que darte a ti el ponerte así de raro. Nunca te había pedido…
—Pues ojalá lo hubieras hecho, mira tú.
—¿Y qué quieres que le haga? ¿Qué vas a…?
—De acuerdo —dijo Norman, y se puso en pie—. No puedo hacer nada. —Ella lo siguió hasta la puerta y trató de darle las gracias, pero a él no le quedaba paciencia con la cual atender a sus buenos modales—. No me des las gracias, no me hace ninguna.
—Ah —dijo ella con un hilillo de voz, incapaz de permitirse ni la cólera ni un poco de dignidad. Él la oyó cerrar la puerta sin hacer ruido, con un exceso de humildad, rebajándose, y eso le enojó todavía más.
—¿Qué hay del hornillo? —preguntó Milly Leopold, con su cara de Mamá Ganso ligeramente agriada por el resentimiento—. Llevamos así ya ni se sabe cuánto tiempo. Empieza a dar la impresión de que a usted le parece que no tiene que ocuparse de eso, de modo que no se ocupa. Supongo que no le puedo obligar. Sabe usted de sobra que J.T. y yo no podemos mudarnos a otra parte, ni nada por el estilo. Me limito a poner los hechos ante su conciencia, si es que tiene. —Se volvió a la silla en la que J.T. estaba asoleándose ante un fino rayo de sol, de ambarina luz. J.T. tosió profundamente, un sonido que no salió de él, sino que resonó tonante en su interior, como en las tripas de un volcán que amenazara una erupción.
—He estado enfermo —ladró Norman—. Me estoy ocupando de las cosas, procuro ponerme al día. Dije que me ocuparía de ello. Tiene usted que esperar a que le toque la vez.
—Ah, pues esperaremos —dijo ella con sarcasmo.
—No sé qué se ha pensado usted, qué se cree que me traigo entre manos —dijo Norman—. Esto es ridículo. Todos los edificios a mi cargo se están cayendo a pedazos. Y yo no soy más que el agente de la inmobiliaria, dése cuenta. Mire, da la impresión de que todos ustedes cuentan con que me ponga a gatas ahora mismo y me ponga a reparar las cañerías y a dar martillazos. ¿Y qué hacía por ustedes el último agente antes de mí, eh? No me irá a decir que todo se empezó a ir al cuerno cuando yo acepté el empleo, oiga. Me juego lo que quiera a que el agente anterior no movía un dedo. Me juego lo que quiera a que no lo acosaban de esta forma. ¿Qué tendré yo que todos me creen capaz de remodelar, arreglar, reparar y solucionarlo todo de arriba abajo?
Durante unos instantes pareció intimidada por esta retahíla inusual, e incluso atónita. Pero acto seguido un elemento de astucia asomó en su cara; había descubierto en él una prometedora debilidad, de modo que bajó la mirada y habló como si fuera el desamparo en persona mirándose las punteras de los zapatos.
—No, no, es cierto. Los otros agentes nunca hicieron nada por nosotros. Nadie ha hecho nunca nada por nosotros. Las personas como nosotros… Bueno, es que no tenemos recursos. Tiene usted toda la razón, bastante suerte tenemos de vivir en sitio seco y a resguardo de la lluvia, y J.T. es un hombre afortunado por tener una silla y una cama…
Norman la miró y no suprimió un estremecimiento de ira. Desde la silla comenzó de nuevo a retumbar el Vesubio. La luz de la tarde daba en la pantalla de cristal vidriado de la lámpara y proyectaba pálidos losanges en rojo y azul sobre el mantelillo que cubría la mesa. Alrededor todo era polvo, moho y sensación de intimidad revenida, antigua, tanto que casi imaginó el olor de la ropa interior de los ancianos, y los visualizó a los dos desnudos bajo la luz amarilla de una bombilla desguarnecida, los cuerpos arruinados y lentos en buscar, como las lombrices, un furtivo alivio, el pecho del pintor triturado por el esfuerzo, la boca de ella en un callado, horrorizado «ay, Dios».
—No hace falta que se ponga así —dijo él con debilidad—. He dicho que yo…
—Y luego, la ventana alabeada del dormitorio —dijo ella, apretando más a medida que él aflojaba—. Y los baldosines que faltan en el baño, y el yeso que se descascarilla encima de la nevera.
—Sí, claro —dijo él, anotándolo en la guarda del talonario de los recibos—. Ventana alabeada, baldosines, yeso.
—Lo digo porque todo eso a J.T. le pone del hígado, y cuando se pone del hígado tose que parece que le estén zurrando la badana, y sé que usted no querrá llevar ese peso sobre su conciencia. —Se acercó más a él mientras hablaba. Él retrocedió sin dejar de anotar, de pronto temeroso de mirarla—. Estoy segura de que usted no es como los demás agentes, salta a la vista. Se le ve en la cara.
Al principio, Ilse Moeller no notó nada nuevo en la cara de Norman. Evolucionaba por la sala con un vestido verde, de punto, a la espera de que le extendiera el recibo, tocando objetos personales con sus manos particularmente recias, sonriendo de un modo nada atractivo.
—Aquí lo tenemos, de nuevo a la carga —dijo con voz ácida—. Otra vez con su misión a cuestas, tan decidido como siempre, tan emprendedor. Todo por la causa.
¿Por qué habría venido precisamente a esta ciudad?, se preguntó Ilse Moeller por enésima vez. Estaban a su alrededor por millones, con sus caras de zorros taimados, adormilados, aburridos, escondiendo sus acusaciones tras ojos que tenían milenios de antigüedad en el arte del secreto. Tenía que haber otras ciudades en las que los judíos no pasaran de ser sino exigua minoría, en donde se pudieran pasar semanas, meses incluso, sin ver a ninguno de ellos. Un espasmo interior la recorrió de los pies a la cabeza en presencia de Norman; lo reconoció como muestra de repugnancia que era, lo entendió perfectamente.
—Un Rothschild en miniatura, ¿eh, Moonbloom? ¿Qué dijo usted que había sido antes? ¿Contable? Debe de ser cosa del talento natural, eso de sumar y restar. Seguro que le hace sentirse más fuerte.
—¿Se puede saber de qué me está hablando? —preguntó con toda frialdad—. ¿Acaso trata de resultar humorística? —La miró con ojos apagados, tendiéndole el recibo sin moverse, exigiendo que lo tomara.
—No parece que esté de buenas pulgas, Moonbloom. ¿Será que no le agrada el roce conmigo? —lo dijo casi esperanzada, mirando con morboso interés su cara empequeñecida, sin el menor asomo de sonrisa.
—No capto la gracia —dijo con aspereza—. Tal vez haría bien en mostrarse más sarcástica con otros.
Ah, pensó ella, y notó con satisfacción las finas hilachas de sangre en las paredes internas de su cuerpo: es humano, siente algo opresivo en mí. Su sonrisa era como la de una víctima de la parálisis de Bell, la boca enroscada por un lateral de la cara de un modo tan extremo que parecía que la carne fuera a rajársele.
—Ahora se le nota —dijo ella con alegría—. Antes lo ha negado, pero se le nota a las claras. A fin de cuentas, le desagrado.
Había algo nocivo en su cara. Era una persona de una higiene excepcional. Se veía que se frotaba la cara hasta despellejársela casi, porque tenía en la piel una cierta abrasión. Siempre vestía impecable, y Norman nunca había percibido el menor olor en su vivienda. Su apartamento tenía de hecho cierto aire de vaciedad. Ahora, por la razón que fuera, percibió un olor terrible, que no acertó a identificar en un plano puramente olfativo, pero que llegó derecho a su cerebro y lo colmó de asco.
—Disculpe, pero no le entiendo —dijo con todo cuidado—. Parece usted ansiosa de resultarme repugnante.
—Oh, no, eso es extraño… Yo, claro, yo… Sólo es una broma. —Pareció enervarse con esa simple deducción, y se cubrió los pechos cruzándose de brazos, meneando la cabeza a modo de reproche, sin convicción—. Parece tener usted un concepto muy bajo del…
—Humor —propuso Norman—. Sí, parece haber consenso en este sentido. —La miró fijamente durante unos segundos y dio una sacudida con la cabeza, de lado, con impaciencia—. Parece que no nos entendamos, o que hablemos lenguas distintas.
Para eso, ella no tuvo respuesta. Permaneció cubriéndose el torso y mirándolo con ojos centelleantes, fascinada por algo situado por debajo de la línea en que le nacía el cabello.
Norman asintió y se fue, escaldado en cierto modo por la visión vespertina del verde de su vestido.