Norman estaba sentado en la silla tapizada de Eva Baily, incapaz de acostumbrarse de una vez por todas a la extraña claridad que tenía en la cabeza. La nariz, los oídos, los ojos: todo le lanzaba sensaciones a una velocidad alarmante.
—Sí, es que he estado enfermo —dijo, acariciando la funda de hule del talonario de los recibos.
—Siempre pasa una cosa u otra —dijo ella, ansiosa por llegar a sus propias preocupaciones—. Yo es que no tengo ni tiempo de ponerme enferma, o no tan enferma, vaya. Me preocupo hasta enfermar con ese muchacho, pero no puedo irme a la cama a convalecer como si tal cosa. —Sonrió con flojera, apreciando su propia parquedad, pero no hizo una pausa suficiente para que Norman la interrumpiese—. ¡La de cosas en que puede liarse un muchacho! Y no quiero decir que sea malo, entiéndame. Más bien apasionado, fogoso, eso sí. Con alguien más plácido, más monótono, es menos probable que sobrevengan las complicaciones. Pero una persona como mi Lester… Entiéndame, es que lo considero como si fuera un hijo. Ha vivido con nosotras desde que tenía cuatro años y su madre, nuestra hermana Clara, murió de la polio. El padre había fallecido en un accidente de circulación el año anterior. Fue como si todo sucediera a la vez. Primero fue mi marido. A lo mejor se ha preguntado usted por qué me apellido Baily, igual que mi hermana Minna. Verá usted, es que mi marido era un primo lejano. De todos modos, teniendo en cuenta que todas aquellas desgracias sucedieron a la vez, fue casi como si hubiera parido yo a Lester. Ahora, claro, se ha liado… con una chica. Él se cree muy hombre, pero en cuanto surgen las complicaciones recurre a nosotras. En fin, así es como ha de ser. Tiempo tenemos de sobra para que se haga independiente. Hay cierta fealdad en algunas cosas, hay quien sale perjudicado. No crea que no lo siento por la chica, aunque, verá usted, siendo esa clase de chica…
Norman asintió como si esquivara la andanada de palabras. A pesar de todo, muchas le dieron de lleno. Veía la sombra alargada y poco profunda junto a cada una de las arrugas de la mujer, el aspecto plano, desabrido, de sus ojos castaños, opacos y turbados no por lo que veían, sino por lo que deseaban ver. Y la intimidad que se le imponía era un abrasivo al que había dejado de ser inmune.
—¿En qué clase de lío se ha metido, si puede saberse? —preguntó, sabedor de la respuesta, pero necesitado de recibir algo más de ella.
—Ah, oh, en realidad no es… es decir… un joven… —se rió con nerviosismo, dándose cuenta del extremo hasta el que iba a llegar en su indiscreción—. Lo único que digo es que un joven no debería… Es decir, suerte ha tenido de que… de tener… de que nosotras…
—¿Ha dejado embarazada a una chica? —se sorprendió al oírse decirlo, al darse cuenta de cómo entraban y salían las cosas de él, cual silbidos.
—Ay, ay, ay, qué cosas, pues claro… En realidad es un problema personal… Y aquí me tiene, embalada. Usted seguramente tendrá cosas que hacer. Está usted esperando a que le pague el alquiler, claro. —Sus arrugas de india se hincharon de pronto, entrecruzándose unas con las otras, jugando innumerables partidas al tres en raya.
—Sí, el alquiler.
—Es que… a veces, la gente tiene la sensación de que necesita hablar de sus cosas, y nadie es capaz de hablar únicamente consigo mismo —dijo como si se excusara.
—Ya, claro, entiendo, volveré la semana que viene.
—Usted entiende.
—Pues claro, cómo no, desde luego que entiendo —dijo con brusquedad, sin dejar de preguntarse qué era lo que quería de ella. Se levantó y dejó el recibo—. Y ésta sólo ha sido la primera visita.
—Disculpe, ¿cómo dice? —su cortesía era torpona, desgastada.
—Que me quedan docenas de apartamentos por visitar —dijo—. Y no tengo ningunas ganas de hacer la ronda.
—Lo lamento —dijo humillada.
Él sin embargo no fue capaz de cortarla del todo.
—Es que he estado enfermo. Creo que todavía tengo los nervios afectados.
—Debería usted descansar. El reposo es la única manera de curarse.
—De acuerdo, señora Baily. Hasta la próxima.
—Lo siento si…
—No pasa nada. La semana que viene nos vemos.
Tuvo que darse prisa en llegar a la siguiente vivienda, como si el pasillo desierto estuviera vigilado por un rifle con silenciador.
Betty Jacoby le franqueó la entrada; se dirigió a la mesa del cuarto de estar, donde tenía la chequera, y pareció explotar en un estallido de luz blanca y ácida. Estupefactos, tanto Norman como ella miraron la persiana, que aún giraba enrollada encima de la ventana. La mujer era vieja y estaba lisiada, y sus dedos esqueléticos, retorcidos por la artritis, temblaban junto a una boca que irradiaba arrugas y que parecía una gran cicatriz cosida.
—Ay, qué susto —dijo. Se volvió hacia Norman y se pasó la mano por el pelo, en un gesto de protección femenina—. Lo lamento, creo que me he sobresaltado. No he tenido oportunidad de hacer nada. Cielos, no me gustaría que Arnold me sorprendiera de esta forma.
Norman trató de acoplarse a la forma de lo dicho. Imposible, y además erróneo. Se acercó a ella con la mano tendida, y ella retrocedió sonriendo atemorizada.
—No, no. La persiana —dijo él—. Permítame que se la arregle.
—Oh, por favor —exclamó ella. Lo vio arrimar una silla a la ventana y, en silencio, pedirle permiso para subirse a ella, permiso que concedió con un rápido gesto del mentón. Cuando hablaba, lo hacía con una mezcla de melancolía y de pavor, que él sintió a sus espaldas al subirse y apoyarse con los brazos abiertos en el cristal, como si palpara la luz diurna—. No es que tenga nada que ocultarle a usted, claro que no, pero es que la gente, la gente que ha de convivir durante mucho tiempo, ha de ocultar ciertas cosas. Arnold y yo hemos reducido las cosas… hasta este punto. La gente que convive en la intimidad debe de ser, ay, delicadísima con todo aquello de lo que se rodea.
Norman retiró el rollo de la persiana de los ganchos y bajó de la silla.
—¿Tiene un tenedor? —preguntó—. Creo que con eso bastará para arreglarlo.
Prácticamente reculó hasta la cocina.
—Un tenedor —anunció al volver y entregárselo.
Él no la volvió a mirar a la cara hasta que hubo apretado el muelle a fondo y bajado la persiana.
—Uno de los dientes se ha torcido un poco —le dijo.
—Que no le vengan con ese cuento de lo llevadera que es la vejez —dijo ella, recuperada la malicia gracias a la penumbra de nuevo reinante—. Dicen que a los viejos no nos importan las apariencias. Pues de eso nada, se lo aseguro. Nosotros, Arnold y yo, nos guardamos más secretos que nunca. Es difícil darse cuenta. Si entrase él de la manera que ha entrado usted… —retembló audiblemente su respiración, y Norman se vio obligado a darse la vuelta para buscar la monstruosa fuente del horror, pero sólo vio la penumbra desaliñada de la vivienda, como una especie de escenario abandonado, al cual prestara penuria su sola antigüedad.
—¿No había, por cierto, alguna cosa más que yo tuviera que mirar? —dijo con cierta sensación de falta de tacto—. ¿No era usted la que tenía problemas con el hornillo?
—No, no. Ya le avisaré cuando tenga algo que repasar —respondió con una risita.
Le pagó y Norman se fue. En el pasillo, el pago fue todo cuanto supo explicarse. Sin embargo, se sintió como un hombre no habituado al ejercicio y que a la fuerza hubiera tenido que meterse en una incómoda refriega. Respiraba trabajosamente, el corazón se le anunciaba a cada latido en las sienes. El pasillo se le antojaba extraño, y le inundó una creciente inquietud; por el modo en que se aprestaba su propio cuerpo contra un posible desequilibrio, era como si el suelo se acabara de inclinar de manera pronunciada. Por un instante contempló el estuco tosco, rugoso, polvoriento, que cubría las paredes, preguntándose si aquello era un sueño y si las reminiscencias prismáticas de su enfermedad fueran la vida que realmente había vivido. Una sonrisa vagamente familiar le caldeó la boca mientras pensaba en un antiguo curso de lógica, una charla académica sobre la evidencia del hic et nunc. «¿Qué es sueño?», se dijo con exagerada teatralidad, aunque perdió la sonrisa nada más sentir que las paredes le oprimían con su textura de un modo tan nítido que le cortó la respiración. ¡Nada había sido, nunca, tan real! Se columbró con el traje holgado, informe, el cómico sombrero de contrabandista, como un liviano fardo de hombre provisto de una camisa nueva, limpia, comprada de rebajas, y una corbata tan sombría que más parecía una disculpa sobre su pecho. Vio la fragilidad de su boca, los ojos de aspecto magullado, plantados sobre la cara de un hombre flaco, con un tenue reflejo del bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la pechera. Vio incluso la insignia de la Cruz Roja que databa de otro año, prendida con torpeza en el ojal de la solapa, por ser una de las señas con las que acostumbraba a identificarse.
Durante un solo instante sintió un destello de espanto, una sensación tan visceral como la que sobreviene a un niño que vislumbra por vez primera la complejidad de las tripas de los adultos; tuvo una auténtica percepción, aunque sesgada, de lo magra y llevadera que había sido su dilatada infancia, y se preguntó cómo demonios iba a soportar el peso del que ya recelaba. La tos ahuecada de una vivienda lejana, el llanto de un niño procedente de otra, convertidas en portentosas intuiciones lo alarmaron.
Una bombilla titilaba en esa hora anterior a la cena, aquella tarde de noviembre. Grandes flexiones por doquiera. Sacudió el talonario y acudió presuroso a la siguiente puerta.
Carol Hauser le abrió llevándose una mano a su muy estructurado peinado. Bajo la bata rosa, acolchada, llevaba unas medias negras de nylon y zapatos de cuero rojo con tacones de aguja.
—Es que vamos a salir —dijo, caminando primorosa hasta la mesa donde fluía sin cesar el río de la pantalla de la lámpara—. A Radio City y luego a Lindy’s. Me estaba acicalando.
Se preguntó qué podría decir a eso y miró al niño en busca de una pista. El chiquillo no se despegaba de su madre, aspirando su fuerte perfume y meneando las manos como si fueran aspas de molino. Tenía en la cara la expresión, entre aterrada y apasionada, de un pasajero en una montaña rusa.
—Una vez al mes salimos de esta forma; el resto del tiempo sólo juego a las cartas con las amigas. Y es que me encanta salir por ahí —añadió, volviéndose con una sonrisa insólitamente blanda hacia Norman—. Me gusta ver a Sherman con su mejor traje, con los zapatos bien lustrados, la cara sonrosada después de afeitarse. Y me gusta sentirme luminosa y bien vestida, y dar las buenas noches a Bobby cuando llega la canguro, y ver cómo le impresiona mi atuendo a la moda. Ésa es una de las cosas que tiene este país, señor Moonbloom. Cuando una persona se viste con toda elegancia, no hay forma de distinguir a los ricos de los pobres. Quiero decir que mi marido y yo a lo mejor discutimos mucho, como cualquier otra pareja, pero cuando salimos así de peripuestos, a un night club o al teatro, es como si fuera nuestra primera cita. Toda la rutina tediosa, todo lo demás, es como si nunca hubiera ocurrido. Y Sherman es muy buen bailarín. Y está estupendo cuando se pone elegante, ¿verdad que sí, Bobby? ¿A que Papá está estupendo cuando se arregla? —tomó al niño de la mano y comenzó a bailar con él; sus piececillos tropezaban uno con el otro en su fallido intento por seguir sus pasos de cha-cha-cha.
Norman los miró mientras esperaba el dinero, y el niño le pareció, de un modo extraño, un tullido, un niño perdido.
—Ay, lo siento —dijo Carol, que se detuvo y echó mano de la chequera—. Estoy tan tonta…
—¿Por qué no puedo ir yo con vosotros? —dijo Bobby—. Si ya soy mayor…
—Cuando seas mayorcito de verdad, cariño, vendrás con nosotros. Y Papá y Mamá serán unos abuelos. —Se volvió hacia Norman con el dinero en la mano—. Mi marido empieza a tener canas en las sienes. Le sientan requetebién. Yo estoy pensando en teñirme el pelo. —Se volvió enseguida a Bobby—. Y Mamá y Papá se quedarán en casa a cuidar a tus niños, y tú podrás ir a donde te dé la gana.
—Es el ahora —dijo Norman—. Lo que le importa es el ahora. ¿Qué garantías puede darle?
—¿Qué quiere decir?
—No lo sé —dijo Norman, contemplando el fuego falso en la chimenea—. Miro por aquí alrededor y me pregunto qué pensará él que es real, o sea, en qué cree.
—No entiendo ni papa de lo que me está diciendo —dijo Carol con renovada dureza, al percibir una suerte de tomadura de pelo—. Bobby sabe qué es cada cosa, ¿verdad que sí, Bobby?
—Sí, y yo quiero ir hoy, ahora, no cuando sea papá. Yo no voy a ser papá nunca. Nunca, nunca, nunca. Quiero ir contigo esta noche, quiero ir ahora.
—Me parece que sólo ha conseguido enojarle con esas locuras que dice, señor Moonbloom. Bastantes complicaciones tenemos cada vez que salimos por ahí. Se estimula en exceso, y luego duerme mal. Sherman y yo volvemos tarde, deseosos de… tener un poco de intimidad, y él gimotea en sueños, y nosotros dos apenas pegamos ojo, temerosos de que se desvele.
—Lo siento —dijo Norman, mirando la gruesa máscara de cosméticos, que daba a sus ojos un aspecto excepcionalmente atribulado, inquieto—. Confío en que se lo pasen bien —dijo, en cierto modo atemorizado por la visión del niño, que seguía meneando su cuerpecillo regordete, como si estuviera a merced de un huracán o como si girase sobre sí mismo a tal velocidad que sus giros fueran imperceptibles. Norman sintió el impulso de alargar la mano y tocar al chiquillo, más que nada para cerciorarse de que estaba allí. Alzó la mano, y Carol atrajo a Bobby más cerca de sí.
—No pasa nada, Bobby entiende muy bien lo que hay —dijo con aire desafiante.
—Bien, buenas noches —dijo Norman, utilizando la mano que había alzado para despedirse. Salió con la sensación de que le hubiera golpeado en las vértebras todo lo que tras él residiera, en la habitación de la lámpara que imitaba el río y la bombilla que remedaba el fuego del hogar.
Y de ese modo, bastante más zarandeado, tocó el timbre de los Lublin concentrándose en el ruido que oía por delante, por preferirlo al silencio de la casa que acababa de dejar atrás.
Abrió la puerta Sarah, que siguió sin embargo charlando con alguien que estaba dentro, y por un instante Norman pensó en largarse antes de que ella supiera de quién se trataba.
—Un momento, por favor —gritó ella por encima del hombro, hacia una habitación en la que se oía la voz colérica de Aaron—. Ha venido alguien, calla un momento, por favor. —E hizo entrar a Norman tomándolo del brazo, con un gesto tan íntimo y tan exigente que Norman tuvo el impulso de clavar los talones y resistirse con toda su terquedad—. La puerta está abierta, cálmate, por favor, no hace falta que te oiga todo el mundo. —La voz de Aaron ya no se oía, pero el silencio, considerable, daba nueva resonancia a su enojo. Sarah se volvió hacia Norman sin dar muestras de sorpresa, aunque no pudo haberle visto la cara hasta ese instante, y prosiguió su gesto de hacerle pasar al interior—. Lo siento —dijo con timidez, tendiendo la mano para abarcar la estancia, repleta de Aaron y de un viejo. Los dos niños estaban en un umbral, arrinconándose, furtivos, tratando de entrar desde el exilio de su dormitorio.
Aaron no lo reconoció, pues siguió absorto en la fiera contemplación del viejo, que estaba sentado en una silla, las manos dobladas sobre el regazo y una sonrisa risueña pintada en la boca de caucho; parecía un adolescente endurecido y desafiante que hubiera envejecido de pronto por alguna reprimenda de la que en el fondo se mofase.
—Siéntese, señor Moonbloom —dijo ella con nerviosismo. Y cuando el viejo volvió su rostro desdeñoso hacia Norman, tendió una mano hacia cada uno de los dos, como un árbitro que convocase a los dos contrincantes en el centro del cuadrilátero, a caballo entre el deseo de que se dieran la mano y la preocupación de mantenerlos separados, no fuera que trabasen combate prematuramente—. Fehteh, éste es el cobrador del alquiler, Moonbloom. Señor Moonbloom, le presento al tío de Aaron, el señor Hirsch.
—Hola, qué tal —dijo Norman, retrocediendo por dentro para alejarse de los anillos líquidos de cólera que flotaban en la estancia.
—¿Que qué tal? Pregúntele a ése qué tal ando —replicó Hirsch haciendo un gesto despectivo para señalar a su sobrino.
—¡Basta! —clamó Aaron—. Tío, me estás apretando más de la cuenta. Deja de fingir que soy un agente de la Gestapo. Te he mantenido durante todos estos años. No puedes tacharme de bestia sólo porque me niegue a que te instales aquí, apretujado con nosotros.
—Vivo con desconocidos. Tú eres sangre de mi sangre —dijo el viejo como si leyera su papel sin ponerle el menor sentimiento, limitándose a cubrir los huecos entre cada parlamento de Aaron.
—Además de que aquí no cabe un alfiler, tu presencia sería un trastorno para los niños y para nosotros, pero es que a los dueños de la vivienda no les agrada que se llene en demasía. ¿Hay o no hay una regla al respecto, Moonbloom?
Norman, sin embargo, siempre había sido parte del público, por lo que no le agradaban esos dramas experimentales en los que al público se le solicita cierta participación. Sonrió azorado y soltó algún que otro resoplido. Se dio una palmada en el pecho para cerciorarse de que llevaba el talonario de los recibos y se lamió los labios.
—Bueeeno… —dijo, contemplando la moldura de las paredes.
—Yo ocuparía poco, apenas nada; soy higiénico, no hago ruido —dijo Hirsch.
—Tú nunca has intentado siquiera vivir con otros —bramó Aaron—. Te has pasado los años refinando tu sufrimiento, nada más. Ya, ya; me han escrito, tengo noticias de todas las personas con las que te has alojado. Me han contado cómo te presentaron a otras personas, cómo invitaron a hombres y mujeres de mayor edad a sus casas, cómo improvisaron partidas de cartas, cómo te llevaron al Centro Comunal, donde había un club para personas mayores. Y tú siempre has sido maleducado e insultante con todo el mundo. Te has reído hasta de tu sombra. Ahora te ha dado la ventolera de que estás preparado, de que has perfeccionado tu martirologio lo suficiente para condenarme… ¡a mí! —El rostro agrisado de Aaron brillaba de pura cólera, de una cólera enfermiza, tanto más terrible por tenerla dirigida contra sí mismo. El odio que rezumaba de sus ojos pequeños, relucientes, daba miedo. Norman, marginado por vocación, albergó la esperanza de que lo olvidaran.
Subrepticiamente, deslizó el talonario fuera del bolsillo y comenzó a rellenar las líneas de siempre mientras Sarah trataba de apaciguar a su marido, meneando la cabeza con gesto de admonición hacia Norman.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Hirsch con blandura, los párpados medio caídos, el cuerpo desecado y apenas definido bajo su traje verdoso—. No te pongas tan fahtumult. ¿A qué viene el subirse así por las paredes, eh? No soy más que el hermano de tu padre, no soy más que… el último pariente consanguíneo que te queda. No tienes por qué darme tu acogida, no hay ley que te obligue a ello. Estoy sumamente agradecido de que me envíes unos cuantos centavos, no sea que me muera de hambre en mi rincón, rodeado por desconocidos, en Baltimore. Ya lo sé, ya lo sé. Es la ley de la jungla, no espero nada. A mi espalda, el Infierno. Delante de mí… Eh, al menos soy una persona pacífica, no me ha pegado nadie, nunca, me puedo morir cuando me toque, o cuando no me quede más remedio. Entendido, me vuelvo a Baltimore, me pasaré la noche entera en el autobús. Es más barato que el tren y, a fin de cuentas, es mi sobrino el que paga. ¿Iba a portarme como un cerdo, iba yo a tomar un avión? No, no, no pasa nada, ya pasearé mi maletilla por las calles, gracias a Dios que no pesa nada, es poca cosa lo que tengo… No creo que me vaya a dar una angina de pecho. Montaré en el autobús y me pasaré la noche dándome de cabezazos contra la ventanilla, je, je, siempre me mareo un poquillo cuando voy en coche, nada grave, y por la mañana habré vuelto a Baltimore, llamaré a la puerta, diré: «Uy, he cometido un pequeño error, lo de mi sobrino no ha salido bien, permítame tenderme en el camastro a dormir un poco, que no he pegado ojo en toda la noche». Y si los veo extrañados, diré: «No, no, él no tiene culpa de nada, bastante tiene con sus propios tsoris, así sean pejigueras que no lo dejan a sol ni a sombra».
—¡Moonbloom! —berreó Aaron de pronto. Norman dio un cabezazo debido al impacto—. ¿No es un caso claro de ocupación excesiva? —exigió con brusquedad—. ¿Puedo o no puedo?
—Ni siquiera iban a oír más pasos de los que oyen ahora los vecinos —dijo Hirsch a Norman—. En casa siempre voy con zapatillas, no peso ni sesenta kilos. Además, me voy a la cama después de cenar, sólo me levanto para ir al baño.
Los niños seguían boquiabiertos, impresionados de pronto por la conocida estampa del cobrador. Cinco pares de ojos lo estaban taladrando, y, paralizado, Norman hizo un gesto impreciso con las manos y cambió el peso de un pie a otro. Nadie le había formulado nunca una exigencia, nunca había sido capaz de granjearse enemigos. Rebuscó en las polvorientas repisas de su memoria en pos de algún precedente, y encontró sólo postales de ciertas horas en silencio, solitarias, que eran todas iguales, aun cuando tuvieran distintos telones de fondo. Nunca se había exigido nada a sí mismo, luego… ¿qué iban a encontrar los demás? ¡Qué vívidas, qué grandes sus caras! Con los dedos tentó en vano el suave, ligero, inmensamente fuerte cobertor con que su abuela lo había envuelto una noche en que ella lloró y le dio helado de fresa. Sonrió y guiñó un ojo y se encogió de hombros. Los demás seguían a la espera.
—Yo sólo soy el agente de la inmobiliaria —dijo. Ni un hálito de sonido tocó las caras de los demás—. Supongo que… la verdad… o sea, el dueño… —El viejo parecía a punto de echarse a reír. Había visto el dinero, la cantidad ficticia anotada en el recibo, el modo en que la esposa de su sobrino arrugó el recibo por la fuerza de la costumbre. Norman volvió la palma de la mano, suplicante, hacia Aaron, pero sin saber qué respuesta era la que hubiera preferido. Norman respiró hondo y se miró las manos con solemnidad, aprestándose para un ejercicio de poder.
—Yo no veo por qué no —dijo al cabo—. Seguro que no habría problema.
Quietud. De pronto, un largo, estremecido suspiro por parte de Aaron. Sarah contuvo la respiración, el niño se puso a tirarle del pelo a su hermana todavía en el umbral. Norman alzó la mirada y se encontró con que Hirsch estudiaba la ventana con una expresión benigna.
—Es terrible que haya aparecido usted en medio de una discusión familiar —dijo Sarah—. No tenemos por costumbre…
—Basta —dijo Aaron—. Déjalo en paz, que se largue.
—Lamento haberme entrometido —dijo Norman con severidad—. Ustedes me han preguntado algo, yo me he limitado a contestar.
Alertado de forma instintiva, Aaron encubrió su brusquedad. Se puso en pie con una tenue sonrisa, una sonrisa falsa, desgastada de tanto usarla.
—Claro, claro, no quería dar a entender… Es decir, le agradezco que permita…
—No quisiera entrometerme —dijo Norman—. Yo sólo…
—Entiendo —baló Aaron—. Es usted muy amable…
—No, no es nada —dijo Norman con la sensación de que no le importaría tirarse por la ventana, pero espeluznado ante tan espantoso placer.
—Estas cosas suelen ser muy complicadas —dijo Aaron.
—Entiendo.
—No, no, es que en mi casa…
—Por supuesto.
De pronto, la voz reseca y anciana de Hirsch les dio a los dos en plena cara.
—GraciasMoonbloomhasidounplacerconocerle.
Se lo quedaron mirando. Vieron mutuamente la ruina, la peste increíble que era, y se apartaron uno del otro. Sarah acompañó a Norman, rompiendo el aire estancado, al pasillo. A sus espaldas, oyó a los niños dar saltos en el dormitorio. Salió por la puerta sin mirar a Sarah, sin responder a su tímido adiós.
Ni Schoenbrun, ni Katz, ni Sidone, ni los Sprague estaban en sus casas. Salió del edificio procurando hallar una manera de planificar las visitas, de modo que solucionara ese quiebro en su rutina. Durante un rato, en la calle casi del todo a oscuras, pudo sentirse sólo mansamente irritado por un problema bien simple, pero enseguida empezaron a echársele encima otras cosas, como si ese ligero desmadejamiento de su patrón habitual de visitas lo hubiera dejado al pairo.
Se detuvo junto a una farola y se llevó la mano a la cabeza.
—No sé, no sé —dijo con voz pasmada a la noche misma.