El jueves por la mañana, en los momentos en que Norman salía a gatas de los últimos compases de su sinfonía de alucinaciones, de su enfermedad, Lester explotó ante el último sondeo, suave, de su tía Minna.
—¿Quieres saber qué es lo que me trae a mal traer? —bramó, con espuma de afeitar todavía en la oreja, cuando Eva extendió una mano cautelosa para limpiársela, así como para apaciguar al manojo de nervios (cuánto les gustaba a las dos tías esa expresión aplicada a su sobrino) en que se había convertido el chico—. Pues te lo voy a contar, te diré por qué llevo un tiempo tan cabizbajo. Tu sobrinito Lester se ha metido en un lío tamaño hombre hecho y derecho.
—¿Cómo, cómo? —gimoteó Eva. Minna y ella estaban juntas a merced de los golpes del miedo, mientras el zumo de naranjas recién exprimidas del sobrino esperaba en el vaso correspondiente, y su crema de cereales se enfriaba. El aceite de las gotas de vitamina aparecería de inmediato en la superficie del zumo, pensó Eva compungida, como si fuera prueba de una fea intención por su parte—. No te excites de ese modo, Lester, cariño. Dime qué es lo que pasa, anda.
—Sentémonos a hablar despacio —dijo Minna, en su habitual intentona por dar con una resolución psicológica a las situaciones—. No hay nada que no se arregle si se habla despacio. —No obstante, sabía que se iba a ir a la oficina con una piedra en el estómago, y detestaba tener que vomitar en el minúsculo lavabo, en el que todos los demás podrían oír las arcadas—. No tiene sentido…
—¡Es cosa de una chica! —dijo Lester con adustez, contemplando el zumo de naranja.
—Tómatelo —dijo Eva.
Lester lo apartó con un gesto de repugnancia.
—Una chica. —Mina pareció hacer gárgaras con la palabra—. ¿Cómo es eso?
—¿Que cómo es eso? Bien sencillo: la he metido en un buen lío. —Introdujo la cuchara en los cereales, con el rostro débil y juvenil arrasado por la tristeza y la ira y el miedo—. Está preñada. Está preñada.
—Ay, Dios —dijo Eva, y se llevó la mano al corazón.
Minna salió como una bala hacia el cuarto de baño, y Eva y Lester se quedaron quietos ante el ruido de su vómito, culpables, angustiados y resignados. Por fin volvió Minna, blanca como el papel, el lápiz de labios y el colorete como si fueran cosméticos de funeraria en su rostro de cera.
—Muy bien —dijo con voz sin inflexiones, purgada—. Cuéntanoslo todo.
Y Lester procedió a enumerar los tediosos detalles que tanto habían disfrutado en los libros y en los programas de televisión a lo largo de los años. Una chica que trabajaba en la misma oficina que él, con la cual llevaba saliendo algún tiempo. Habían llegado a ese punto en el que… Sí, desde luego que le gustaba. Sí, claro que era una chica decente, a pesar de… Había tenido ya dos pérdidas de, en fin, eso… Su familia se iba a subir por las paredes… No, aún no se le notaba. Sí, estaba seguro de que él era el responsable; ella no había estado con nadie más. No, claro que no quería casarse, era demasiado joven, aún no se había encontrado a sí mismo…
Por extraño que fuera, cuanto más habló y más reveló su desamparo y sus miserias, más animada se le fue poniendo la cara a sus tías. Minna pareció recuperar algo de color, y Eva se tornó astuta, más fuerte, más india que nunca. De vez en cuando tocaba a su hermana para subrayar un determinado detalle, y Minna asentía al mirarla con aire de comprender. Lo que tenían en común revelaba una faceta de su antiguo, deformado amor fraterno. Si Lester llegó a notar una cierta perversidad en sus rostros reavivados, no supo bien qué sentimiento le produjo: gratitud por su protección, o resentimiento ante el hecho de que ellas extrajeran fuerzas de su flaqueza. En cualquier caso, halló finalmente cierto alivio en el hecho de compartir con ellas la carga. A la postre, las dos eran sus madres, eran tal vez algo más; hasta la fecha, no habían permitido que a él le sucediera nada irrevocable. Una vez, él había sisado una cantidad insignificante, y ellas se ocuparon de paliarlo; otra vez, copió en un examen del colegio, y ellas se encargaron de alisar toda rugosidad. Había vuelto a casa sintiéndose asqueado, borracho, frustrado, como si estuviera exilado del mundo, y ellas le dieron el calor del hogar y le recordaron que allí era importante. Estaba pegado por la cola adhesiva de su amor, y en presencia de ellas dos jamás podría desmoronarse. Al cabo de un rato, fumaba en paz y compartía con ellas su solemne análisis del problema.
—Tómate el zumo —dijo Eva con voz de mando. Y Lester, que momentáneamente había vuelto a saber cuál era su sitio, se imaginó una paz desolada y temporal.
—Hay varias cosas que hacer —dijo Minna, fumando tan deprisa el cigarrillo que se le quedó hecho una colilla en un visto y no visto—. Hay médicos que…
Eva la miró con repugnancia y con apasionamiento a partes iguales. Lester se quedó boquiabierto ante su ostentación de poderes antiguos. Minna asintió con severidad, en su rostro una fuerza de voluntad desacostumbrada.
—Y hay medicamentos…
—¿Y si eso no funciona? —gimoteó Lester, al borde de una risa nerviosa, debida al profundo alivio que lo embargaba de pronto.
—Bueno, pues hay lugares donde una chica puede parir a su hijo sin que nadie se entere. Luego se da al niño en adopción. Probablemente no haya que llegar a tanto, pero por si acaso yo me ocupo de encontrar uno de esos lugares. Podemos hablar con su familia, no hay ninguna necesidad de que se entere nadie más.
—Hay que ver. Entras en el mundo de los negocios y te enteras de un montón de cosas —dijo Eva, rindiendo a regañadientes homenaje a la sagacidad de su hermana.
—Oh, Dios mío. Si eso lo sabe todo el mundo —dijo Minna, aceptando el homenaje con altivez.
Lester terminó el desayuno. Comenzó a respirar hondo y resoplaba al exhalar cada bocanada antes de dar un suspiro. Cuando lo dio por terminado, besó a cada una de sus tías y les dijo que no sabía qué haría él sin ellas. Las dos asintieron con tristeza, extasiadas en su amada cruz, coladas incluso por la dulzura de la pena que él les había causado. Lo despidieron cuando se marchó a trabajar y se miraron una a la otra tomando café.
—¿Tú te esperabas que sucediera una cosa así? —dijo Eva en tono de plañidera.
—Lester es… es susceptible. Es un chico apasionado, emotivo. Era algo en lo que yo había pensado, desde luego.
—Pues yo nunca… O sea, es que es terrible —dijo Eva como si hablase para su taza de café.
—Sí, claro —dijo Minna en tono dubitativo—. Cuando tienes un hijo…
—Los hijos son difíciles de criar. Pero él tiene buenas cualidades. Sólo es cuestión de que se encuentre a sí mismo.
—Eso es todo lo que hay. —Minna apagó el cigarrillo, se terminó el resto del café y se levantó—. Voy a tener que hacer algunas llamadas telefónicas, hablar con alguna compañera de la oficina… Ya sabes.
Eva asintió.
—Que no se te olvide el bocadillo —gritó cuando su hermana ya se iba.
Minna alzó la bolsa para demostrar que lo tenía.
—No te preocupes —dijo.
—No, no me preocuparé.
Durante largo rato, mucho después de que su hermana se hubiera marchado, estuvo sentada ante la mesa de la cocina, examinando un rinconcito de vida irónica. Había estado casada durante tres años; Joe y ella habían tratado de tener un hijo durante todo ese tiempo. Todo lo que le quedaba de su antiguo estado civil era un apellido oficial y un arma que utilizar con crueldad en sus trifulcas con Minna. Lester había perdido el rumbo quizás una sola vez, y vaya lío en que se había metido. Por otra parte, ¿dónde había aprendido Minna cosas tan feas y tan sabias? ¿Había pasado tal vez por…? No, imposible; Minna, no. Era demasiado maniática, demasiado exigente para que un hombre la hubiera besado siquiera. ¿No era todo sumamente extraño? Y, sin embargo, ¿no era un consuelo que Lester todavía las necesitara a las dos? Con un suspiro bastante más triste de lo que en realidad se sentía, se levantó a recoger la mesa y fregar los platos.
Cuando sacó la basura al contenedor del portal, se encontró con Betty Jacoby, y las dos adoptaron durante un rato esa actitud de buena vecindad que consiste en charlar de cualquier cosa.
—Un chico joven, como es mi sobrino, tiene sus problemas. A nosotras, las viejas, nos cuesta recordar cómo son las cosas en realidad. Se enreda de vez en cuando. Es el entusiasmo de los jóvenes.
Betty no podía permanecer del todo erguida debido a los tirones de la artritis, pero no tener que estirarse y fingir que no le dolía, al menos, la relajaba un poco. Solamente en presencia de Arnold se mantenía erguida al máximo, dejando que la tenuidad de la luz borrase todo el tiempo acumulado en su cara, en su rostro.
—A los setenta siguen siendo iguales —dijo—. Son igual de chicos, aunque mayores. Arnold ahora trata de ocultarme alguna complicación que ha tenido en el trabajo, pero yo me entero de todo. Son tan transparentes, tan bobos… No se puede ser sincera con los varones. Más vale no serlo.
—Lo sé —dijo Eva—. Sin nosotras, estarían perdidos.
Y a dos manzanas de distancia, en la linde del parque, a Arnold le sorprendió, en el banco en que estaba sentado, Marvin Schoenbrun.
—Ya ve, tomando un poco el fresco antes de ir al trabajo —dijo Arnold como si tal cosa.
—Al menos es un sitio donde gozar de paz y tranquilidad —comentó el apuesto joven, sentándose al otro extremo del banco—. Está ciudad está atestada de gente ruda y descortés, de gente ruidosa y molesta.
—Las cosas van un poco despacio en la fábrica, ya ve. En realidad, disfruto de una especie de vacaciones, por así decir, debido a lo lento que va todo —dijo Arnold—. Es natural. Terminan con los pedidos navideños en septiembre, y entonces… No me apetece que mi mujer lo sepa, porque rápidamente iba a pensar: oh, oh, van a despedirlo por la edad que tiene. Esto no es cierto, claro que no, pero es que no sale a cuenta que las mujeres se pongan nerviosas, y menos sin necesidad.
—Y luego están esos dos músicos locos —dijo Marvin—. No tienen el menor respeto por los demás. Ayer noche tenía yo un dolor de cabeza que me estaba taladrando, y esos dos no hacían más que darle a la trompeta y aporrear el tambor, y así hasta las tantas. En una ciudad tan llena de gente es preciso tener cierto respeto por los demás. Me siento a intentar escuchar algo agradable en mi aparato de alta fidelidad, y se ponen a darle caña a esa barahúnda infernal, hasta que a uno le estallan las orejas.
Arnold asintió con cortesía.
—Al menos, todavía hace buen tiempo. No se imagina cuánto me fastidiaría tener que pasar el día en el parque, con llovizna o con nieve.
—Aquí, uno puede darse un poco a la contemplación —dijo Marvin—. Aquí, nadie abusa de uno, nadie le molesta, nadie lo insulta.
—Es casi como estar en el campo —dijo Arnold.
Siguieron sentados un rato sin decir nada. Los árboles formaban una tracería oscura, recortada sobre el cielo claro de la mañana, por encima del tráfico que fluía modesto por Central Park West. Las aves que aún se habrían de quedar a pasar el invierno piaban ocasionalmente en la espesura y volaban con frenesí entre las ramas. El terreno tenía ese color acongojante, el del verde ya perdido y el ocre, mientras que algunos trechos de hierba de invierno, más alta, se veían de un tono rosado allí donde el sendero desaparecía del todo. De vez en cuando, el viento zarandeaba las copas de los árboles y portaba los ruidos más lejanos desde el zoo, al otro lado del parque: sonidos de los animales ya internados en los edificios provistos de calefacción. Arnold tenía la cara sonrosada, hundida entre las solapas subidas, algo deshilachadas en donde le rozaban las orejas. Tenía los ojos entrecerrados. Marvin permanecía muy erguido, con el abrigo de cuello de terciopelo, un perfil exquisito frente a los sutiles colores del paisaje encarrilado hacia el invierno.
—He tratado de hablar con ellos siendo razonable —dijo Marvin, la vista clavada en algo tan pequeño que no se alcanzaba a ver—. Les he pedido simplemente un poco de respeto por sus vecinos. El tal Sidone está como una cabra, pero fue Katz quien se mostró cruel de una forma intencionada. Hay que ver, qué cosas tan innecesarias dijo, qué vulgaridad. No entiendo por qué se desvive tanto la gente con tal de humillar a los demás…
—Tiene gracia —dijo Arnold, un comentario en realidad vertido acerca de su extraña manera de amar.
—No creo que tenga ninguna —dijo Marvin—. A mí más bien me parece terrible, se lo aseguro.
—Sí, es terrible, también yo lo supongo, pero… No sé si habría querido, la verdad, que fuera diferente. No creo que, si volviera a empezar de nuevo, lo hiciera de otra forma.
—No lo sé —dijo Marvin. Miró el reloj y se levantó—. Dios Santo, he de irme corriendo. En fin, adiós, señor Jacoby —dijo, triturando la gravilla del sendero.
—Llámeme Arnold —respondió Arnold distraído, sacando la mano del bolsillo para hacer un gesto de despedida. Acto seguido, se hundió aún más entre las solapas del abrigo y estudió un pinzón tal como no había visto otro desde sus tiempos mozos. El viento fatigaba el ala flexible de su sombrero, y él pensó en su Betty, moviéndose bella como siempre en la penumbra del apartamento. El día que tenía por delante le parecía larguísimo, y se negó en redondo a pensar qué haría cuando el tiempo se metiera en frío y no pudiera estar allí sentado como si tal cosa; se negó a pensar en lo que haría cuando se le acabara el dinero. Del sol llovían sombras de ramas sobre el montoncito acurrucado que formaba él en el banco.
—Será cabrón el desfasado ése de Marvin Schoenbrun —dijo Katz con una voz verde de ira—. ¡Somos demasiado ruidosos y, encima, unos maleducados! Sidone, dime una cosa: ¿tú eres ruidoso y maleducado?
Sidone, acicalado para irse a la calle, camino de las oficinas del sindicato, con sombrero tirolés y unas gafas de sol omnipresentes, su extrema delgadez humanizada gracias a un Loden de color negro, extendió los dedos de ambas manos en señal de pasmo.
—¿Maleducado? ¿Ruidoso? Caramba, qué zorrería más perfecta para irla diciendo por ahí, cielo. Yo soy el alma misma del refinamiento. Los dos lo somos. No hay en ninguno de los dos ni la más mínima aspereza. Nosotros dos cagamos vaselina pura. Quiero decir, es que somos la lisura misma. ¡Qué frescales es ese tal Marvin!
Katz se echó a reír como un motor sin lubricante.
—¿Le dije que se largase con viento fresco, sí o sí?
—Uy, sí, fuiste crudelísimo, corazón. ¡Lo acusaste de ser un ho-mo-se-xual, nada menos! Después de esto, no creo que vuelva por aquí a dar la lata —y rebuznó de contento.
Sidone lo dejó con la sola compañía de las reverberaciones perdidas de su risa, y Katz anduvo zigzagueando de la mesa llena de desechos a la silla llena de manchas, y de allí a la pared desconchada, imitando su propia sonrisa de arco apenas perceptible. Sabía que tenía que seguir moviéndose, y la fuerza del pavor que lo invadía le dificultó sobremanera adoptar la precisión necesaria para vestirse. Cuatro veces intentó anudarse la corbata, la cara ancha y animada desdibujada en el espejo velado. Terminó por pasarse la corbata por una abertura de la camisa, como si fuera un trozo de hilo con el que se sujetara las entrañas.
—Ese mariconazo de mierda —dijo en voz alta—. Se lo tiene bien merecido. ¿Qué se podía esperar? ¿Qué se supone que he de hacer yo por él? ¿O es que no tengo suficiente con lo mío? —Lo había adoctrinado en su propia indignidad, en su falta de valía, nada menos que su padre, un hombre que había querido a su hijo, pero que había vivido siempre muerto de miedo ante el amor y ante la vulnerabilidad que comportaba. Katz probó a hacerse un nudo de lazo, temblando en pleno esfuerzo por aclararse la garganta y esputar la flema del odio que sentía por sí mismo. En el espejo, desprovisto del azogue y además velado, vio detrás de su cabeza llena de rizos la cara de Katz padre, asesinado por el cáncer, que le hablaba en silencio sin mover la boca agriada. «Yo te quiero, Stanley.» Sin embargo, pareció decírselo en una especie de lenguaje mucho más seguro, de modo que cuanto alcanzó a oír el joven trompetista fue lo siguiente: «Eres idiota, Stanley. Eres un idiota sin remedio, y nunca llegarás a nada. Tú toca la trompeta, bebe lo que quieras, vete de putas con esos chalados a los que tienes por músicos, que no lo son. Te sacaré de un centro de internamiento para alcohólicos incurables, pagaré tu tratamiento a base de mercurio para sanarte la blenorragia. Soy tu padre, estoy acostumbrado a que tú seas quien eres». Y acto seguido esa cara agria se fue extendiendo en horizontal, desde un lateral del marco del espejo, hasta hundirse en una almohada, y su amplia estructura (era Stanley quien aparecía mal reflejado) quedó despojada de la carne que aislaba los huesos. Y fue la última oportunidad para que ambos se redimieran de ese lazo que los atormentaba. Los labios hundidos trataron de dar forma a aquellas palabras que siempre le habían resultado el horror de los horrores, trataron de decir en suma lo que era la verdad incontestable, antes de que la negrura ocluyera incluso el peor de los pecados. Y lo dijo. Dijo, con todas las letras, «Te quiero muchísimo, hijo mío, te adoro hasta mucho más allá del riesgo de la mutilación a que nos sujeta el amor, te quiero, te quiero, te quiero». No obstante, todo cuanto atinó a oír Katz con sus oídos de triste mortal fue un susurro: «Soplapollas, Stanley, eres un pobre idiota, un so bobo…»
—¡Al cuerno! —gritó Katz, tirando a un lado la corbata y tomando una pequeña corbata granate, de clip y goma elástica al cuello, que llevaba con su esmoquin de músico—. ¡A tomar por saco el maricón ese de mierda, Schoenbrun!
Entró como el rayo en la otra habitación y sacó la trompeta. A fuerza de frotar con un pañuelo la había llevado al cénit de la brillantez, y así se la llevó a los labios.
Wah wahwah wah. Roto el aire estancado en los conductos, dio una breve, ágil cabalgada, un subibaja por las escalas, hasta aterrizar en el colchón mullido de la melodía. Con los dedos propulsó un bajel de sonido que navegó con toda elegancia a lo largo de las orillas del silencio, entrando y saliendo de sus diminutas ensenadas. Y tendió la vista al frente, a la espera de llegar a una catarata tremenda, que le produjera la descarga de oro, la sensación de triunfo suficiente para traducir el lenguaje de un muerto, para convertirlo a la verdad que, bien sabía, ya estaba allí. Los párpados le velaron los ojos, soñó alerta, con una mano abocinada sobre la salida del instrumento, para darle una sordina pulsátil… Wah wahwah wah wahwah wahhh…
Se oyeron portazos en el pasillo cuando el resto de los inquilinos salían camino de sus trabajos. Tenía todo el tiempo que precisara, un trabajador de turno de noche que entrase de puntillas en el día. Resopló sin forzar sus labios aplastados de trompetista y de ese modo suprimió a Schoenbrun, suprimiendo al rey muerto de un hombre de pacotilla que podría haber suplicado también alguna suerte de vindicación; eliminó el espectro de su propio marco de fracaso. En plena mañana, en la ciudad, Katz de ese modo se adornaba con su sola cobertura y tocaba absurdas cantinelas con todo su corazón, con todo su talento, y durante un buen rato le resultó más que suficiente, mucho más que suficiente.
Pero la respiración de un hombre es cosa complicada, y el fluir de la saliva, como el de la sangre, puede bastar para desmadejarnos. Tosió y se cortó el alma en una nota desafinada.
—Maldito maricón que viene a dar la lata… —Dejó la trompeta en la funda forrada de terciopelo, con una mirada impávida, asesina, en los ojos. El clic de los cierres fue como el ruido de los clavos de un ataúd. Se puso el abrigo de franela con cinturón, las gafas de sol, el sombrero. Allí no se iba a quedar, y concentrándose en la sala del sindicato pudo mantener los pensamientos troceados en palabras pequeñas, digeribles.
Jim Sprague salió al pasillo en el mismo instante que él, con el abrigo mal abrochado y una mancha de carmín en la comisura de la boca.
—Hola, Sidone —dijo con una sonrisa varonil, pero de pega.
—Qué pasa —repuso Katz sin tomarse la molestia de corregirlo. El cincuenta por ciento de las veces se le tomaba por Katz, y para él era más que suficiente.
—¿Vas al metro? —preguntó Jim Sprague.
No tenía sentido negarlo. Bajaron juntos en el renqueante ascensor, sin otra cosa que mirar que el rótulo de «Inspección no aprobada» y los dibujos oxidados de los genitales.
—¿Nuestro ruido te molesta? —preguntó Katz con cara de pocos amigos.
—¿Qué quieres decir? —Sprague cambió de postura, incómodo, dentro del abrigo mal abotonado. Su expresión era de intenso desagrado por sí mismo. Pensaba que el cuerpo se le había salido de la forma al uso.
—Pues ya sabes, nuestros ensayos: la trompeta, la batería de Sidone. —No tenía la menor esperanza de reivindicarse ante ese hombre sumido en la bruma.
—Ah, él es el trompetista —dijo Sprague, y echó la cabeza para atrás en una risotada silenciosa ante su propio fallo—. Pensé que Katz era el batería.
—Yo soy Katz. Sidone es… —despachó todo el asunto con un gesto, entrecerrando los ojos de pura exasperación. O no, no fue exasperación. Podría haberse dado por contento con eso. Una pátina malsana de sudor lo cubrió al contacto con la fría brisa de la mañana; su sonrisa quebradiza reapareció curvada por la furia y la angustia—. Ese maldito Schoenbrun, ya sabes, el bujarrón de la cara bonita… Esta mañana vino a quejarse de nuestra vulgar música.
Jim Sprague miró a Katz a la cara, pendiente del sonido que emitía, de su mirada, excluyendo en cambio las confusas palabras que le llegaban. Su propio rostro era un espejo de la tortura desconcertada de Katz, y sin definición almacenó algo que sentía, algo de lo que trataría de hablar con Jane más tarde, pero que sólo saldría de él tal como lo había recibido: en forma de sentimiento. Ella se vería tan irremediablemente enmarañada como lo estaba en todo lo demás, aun cuando eso mismo sirviera para renovar la unión conyugal de ambos.
Efectivamente: cuando Jane Sprague colgó el teléfono tras hablar con él, sintió aprensión y sintió tristeza. Se levantó, se preguntó por qué ya no era capaz de verse los pies. Ya, ya: sabía que estaba embarazada, sabía que tenía al hijo de Jim dentro de sí, creciendo como un renacuajo, y sabía, cómo no, que era el amor entre ambos lo que había suscitado esa presencia dentro de ella, pero aún pendía ante sus ojos un inmenso POR QUÉ como si fuera un velo tendido sobre su cerebro. Al igual que cualquier otro, tanto ella como Jim habían vivido una infancia más bien triste, aunque no terrible. Habían salido sigilosamente de la infancia y de la adolescencia sólo con el intelecto intacto, y se consolaban uno al otro una y mil veces por eso mismo con una ternura insensata. Lo cierto es que nunca habían poseído un solo objeto de gran valor, nunca habían tenido que temer las consecuencias de la posesión de los objetos preciados. Ahora, a resultas de sus consuelos de costumbre, un acto que siempre dejaba a Jane un tanto asustada, como si tal deleite no pudiera pertenecerle del todo a ella, estaba henchida por algo tan bueno que no podía ser cierto, o tal vez no podía reconocer.
Recorrió el apartamento tarareando en imitación del tono de voz de su esposo cuando la llamó por teléfono. Había vuelto a preguntarle qué debía comprarle durante el descanso de la hora de comer, había hablado sólo vagamente de los desperfectos que se encontró en una placa superior durante su trabajo en el laboratorio dental, le había preguntado qué tal se encontraba. Sin embargo, y como siempre, había transmitido cierto sentimiento que ella no era capaz de expresar, y así se quedó con esa nueva marca de intranquilidad.
Por último, bajó a recoger el correo más que nada para sosegarse. En los buzones se encontró con Sarah Lublin y se sintió reconfortada.
—Te está cambiando la cara —le dijo Sarah—. Eso quiere decir que será chico.
Jane sonrió y se tocó la cara, en cierto modo capaz por fin de aceptarlo sin que le hiciera mella la confusión que experimentaba su parte más racional.
—Claro, tú ya tienes hijos —le dijo—. ¿Qué se siente? No, no, me refiero al hecho de ser madre… ¿madre? —Tuvo que ladear la cabeza al oírse decir una palabra tan fantástica sin dejar de ser, según su sentimiento, Jane Colwell, la de la adolescencia tensa, acuciada, desconcertada. Todo cuanto atinaba a ver de sí misma era una jovencita de corta estatura, con un vestido castaño, manchado, que sonreía cortésmente allí donde los demás se reían—. O sea —siguió diciendo a la vez que recogía las cartas del buzón de latón y veía su nombre enmarcado en las ventanillas de celofán de los sobres—, que tú ya tienes un chico y una chica.
—Ah, mira tú. Con los niños, no haces más que preocuparte, desvivirte y estar por ellos. Ellos nunca dejan las cosas en paz, no hacen más que jorobar a su padre. Y sin embargo son ellos los que mantienen a mi marido, te lo digo yo… lo mantienen… interesado. Podría vivir como si fuera una piedra, digo yo, pero al menos atiende a lo que hacen, se interesa por ellos. Creo que estaría hecho una verdadera pena si no los tuviera a ellos, si no pudiera enterarse de lo que se traen ellos dos entre manos. Ha pasado rachas muy malas, y tal vez no piense en otra cosa, salvo en ellos. Sí, con los niños uno sale de sí mismo, uno se permite aceptar el futuro. Ah, por descontado que te cansan, por descontado que nunca terminan las preocupaciones, pero, con todo y con eso… —miró con aprensión el sobre que acababa de retirar de su buzón, con expresión que indicaba que estaba leyendo una lengua que no había visto desde mucho tiempo atrás—. Ay, ay, ay… —dijo en voz sosegada, pero medrosa—. Es del tío de mi marido. Ya sé qué dirá. —Sarah miró a Jane, asegurándose de que esa jovencita difusa, distraída, no pudiera repetir lo que se le dijera en el entorno aliviado de las confianzas, y pasó a desembarazarse del repentino polvo de la ansiedad que la caligrafía garabateada en el sobre le había echado encima.
—Pues este tío de Aaron también estuvo en el Infierno. Ya no tiene familia. Lleva algún tiempo viviendo en Baltimore con unos amigos. Aaron le envía dinero. El tío siempre insiste en venirse a vivir con nosotros, pero mi marido se niega en redondo. Monta en cólera cada vez que se lo pide, y en cada nueva carta el tío se pone más insistente, está más necesitado. Yo conozco a ese hombre. Es astuto, ha aprendido a vivir de los demás. Nunca se me ocurriría tomar partido por ninguna de las dos posturas en las discusiones que mi marido sostiene consigo mismo. Está claro que tanto una como la otra, aceptarlo o rechazarlo, a Aaron le resultan dolorosas. Sin embargo, yo sé bien que sería difícil, muy difícil, que viniera a vivir con nosotros. —Sacudió la carta e hizo un ruido de aleteo—. No tengo ningunas ganas —dijo—. Esta carta…
—No sé, mujer —dijo Jane, mirándose las manos entrelazadas sobre el vientre—. Las cosas tienen mucha gracia. Los hijos, las cartas. Me pregunto si de verdad se refieren a mí cuando aparece mi nombre escrito en un sobre. Y un nombre… ¿De veras…? ¿Cómo se llaman tus hijos, que siempre se me olvida?
—Y el apartamento es un anís —dijo Sarah con el sobre pegado a los labios, partiendo su aliento—. Para los niños iba a ser muy raro. Es un vejestorio. Tal vez no sea muy aseado. El apartamento… Ah, y ojalá alguien se haga cargo de esa fregadera de una vez, que no para de gotear. Y el ascensor. He hablado con el agente, que siempre me atiende con toda cortesía, pero ya sabes cómo son esos individuos. Te aseguro…
—Y Jim —dijo Jane, con lo cual dio por terminada la conversación, de manera que las dos quedaron de pie, al sol de la mañana, junto a la entrada, el color dorado de los buzones reflejado en sus caras. Eran como dos corchos flotantes en el lago de las palabras, a las que no sabrían encontrar principio ni fin. Y así habría de ser hasta que, imbuidas un sí es no es cada una de la otra, volvieran a sus apartamentos, tristes y soñadoras y al pairo.
Aaron Lublin prácticamente tropezó de manos a boca con Sherman Hauser, que acababa de salir de la tienda de dulces, donde entró a comprar tabaco y pasó unos minutos entretenido, mirando las portadas de las revistas de chicas. De haber tenido la posibilidad de rehuirse el uno al otro, la habrían aprovechado sin dudarlo, pero no porque existiera hostilidad entre ambos, sino porque no la había: no había ni hostilidad ni nada. Para Sherman, el judío polaco de corta estatura era casi una figura decorativa, como los empleados de color en la empresa de comestibles en que trabajaba: era un ser humano, suponía, pero no podía hallarse en el mismo itinerario del laberinto por el que transitaba él. Y, para Aaron, el individuo vestido con toda pulcritud, con un presuntuoso sombrero hongo, era solamente parte de la ciudad fría y ajena en la que se encontraba exilado.
—Buen día —dijo Sherman, curvando ligeramente los labios.
—Bastante fresco —dijo Aaron. Más o menos se puso al paso del otro, que tenía una larga zancada.
—Ya casi estamos invierno, así que pronto irá a peor.
—Claro que a los niños eso no les importa. Les gusta la nieve. Y es agradable que el parque esté tan cerca. —Entraron en lo que se iba convirtiendo en un chorro de gente encaminada hacia el metro.
—Desde luego —dijo Sherman, la cara huesuda de pronto pulverizada por esa ternura que no poseía un estado de transición, que brotaba sin previo aviso con toda su crudeza. El disperso erotismo matinal había desaparecido de su ánimo; el negro alarido de su reciente conversación con Carol pasó a ser, en retrospectiva, nada más que una trifulca conyugal. Además, había encontrado la facilidad del territorio realmente común—. A mi Bobby le encanta jugar con sus hijos, los dos. Mi mujer me dice que se lo pasan muy bien cuando están juntos.
—Mi hija tiene un carácter muy maternal; le gusta ser la madrecita. Su hermano no lo acepta de buen grado, pero su hijo de usted parece que sí.
—Ah, es que mi Bobby es un sinvergüenza, pura desfachatez —gimió Sherman en un tono de grotesca fragilidad.
Aaron miró de reojo, con repugnancia enmascarada a duras penas.
—Pues sí —dijo, permitiendo de manera gradual que el flujo de gente, cada vez más denso, los separase, de modo que cuando bajaron por las escaleras del metro ya no se veían el uno al otro.
Basellecci entró en la contaduría y dejó su sobre encima de la mesa de la recepcionista.
—Para el señor Kaplowe —dijo—. Contiene toda mi información fiscal, y algunas cosas de la escuela. Él ya sabe de qué se trata. —A su alrededor, las máquinas de escribir y las calculadoras representaban una parodia exageradísima de los sonidos que en verano emiten los insectos.
—Perfecto, señor Basellecci —respondió la chica.
Basellecci contestó con una sonrisa forzada, bastante gris, y se volvió hacia la puerta. Pasó por delante de un cubículo en el que vio a un hombre sentado, que tocaba una callada melodía con una calculadora pequeña, remangado de tal modo que en un antebrazo se le veía una serie de cifras tatuadas en tinta azul. Aaron levantó la vista y se encontró con la mirada de Basellecci; creyó por error reconocerlo, o reconocer un pasado común, y acto seguido desdeñó la duda para concentrarse en el trabajo sin mostrar ninguna reacción facial. Basellecci encajó la tenaza del dolor en el abdomen, y lo atribuyó a la cara rocosa del contable. Su sonrisa dolorida se tornó una mueca de reprensión, y salió enojado.
Pocos minutos después se encontraba en la consulta del médico, explicándole tanto sus síntomas como su propio diagnóstico.
—Tengo la casi total certeza —dijo al doctor, que se había armado de paciencia— de que todo es resultado de mis emociones, debidas a su vez al entorno de mi retrete. Mi zona baja —dijo con delicadeza— se me tensa como un puño cerrado de pura cólera, de ansiedad. Cuando, al cabo de muchos días y bastantes laxantes, logro un doloroso movimiento intestinal y consigo hacer de vientre, apenas me supone el menor alivio: el dolor persiste.
El médico lo sometió a un breve examen, dentro del cual tuvo que soportar la indignidad de un tacto rectal. Acuclillado, en una postura humillante, Basellecci dio rienda suelta al odio que sentía por la maldita pared, por todo el apartamento, por el edificio entero y, por último, por el propio Norman Moonbloom. En esa postura, se sintió exprimido y vaciado de todos sus sueños juveniles, de toda dignidad y toda alegría; al igual que muchas personas separadas a la fuerza del lugar en que transcurrió su juventud, culpó incluso a la tierra, a la ciudad que lo había traicionado con el envejecimiento y el fracaso.
—¡Madonna mia! —exclamó al fin, cuando el dedo cruel tocó algún punto especialmente sensible en lo más hondo—. ¡Que a uno hayan de pasarle estas cosas…!
Cuando se subía los pantalones —y la dignidad— con la cara blanca como el papel y un gesto de amargura, el médico, un italiano joven, de expresión cansina, pero compasiva, reducida a una mueca de diversión crónica, volvió a sentarse en su sillón giratorio y unió las yemas de los dedos como si así fuese a completar un circuito de pensamiento.
—Me gustaría que se hiciera algunas pruebas, señor Basellecci. Todos los indicios apuntan a que existe una especie de obstrucción.
—Tal vez pasadas las vacaciones —dijo Basellecci, e hizo un gesto exasperado moviendo la mano delante de la cara—. Mientras tanto, ¿no podría recetarme algún medicamento que me aliviara cuanto antes?
—Sí, le voy a dar dos recetas, una de las cuales es de un tranquilizante —dijo el médico, escribiendo a la vez en su cuaderno. Lo miró con una expresión vacua, y por tanto aterradora—. Pero no quisiera que dejara pasar por alto esta recomendación. Quiero que se haga esas pruebas.
—Sí, sí; cómo no —concedió Basellecci a la vez que se mostraba desdeñoso de la amenaza, que, a fin de cuentas, no había de ser más que una humillación futura.
Y por la tarde, al subir por las escaleras de su casa y atravesar el pasillo apestoso, le sorprendieron los ojos inhumanos y velados del joven chino cuando pasó por el rellano del primero.
Wung se tomó la mirada de hostilidad como si la tuviera bien merecida, sin resentimiento, sin recurrir a ningún desafío. Al salir, también se sintió aliviado de desertar del escenario de sus sueños desquiciados. Algo se le iba agotando por dentro a lo largo de sus noches orgiásticas. Tenía todavía un vago recuerdo de ciertas caras amables, poderosamente cariñosas, de chinos, y las iba asesinando de continuo. Cuando caminaba por Mott Street se preguntó por cienmillonésima vez cómo era que se había metido detrás de su cara, pues no osaba pensar que hubiera nacido allí, que se estuviera desgajando poco a poco de todo lo que era. El lazo ya estaba erosionado por el abuso. Cuando se deshiciera del todo, el vacío.
En la parada del autobús mantuvo la mirada y la conciencia en la estampa mollar de Sheryl Beeler, hasta que, sensible a miradas como las suyas, lo miró a la cara y le destinó un dolor delicioso, que él tomó por placer.
Kram bajó por las mismas escaleras minutos más tarde, y resbaló al pisar algún desperdicio. Cuando cayó, se imaginó lisiado de manera irremediable, y soltó un alarido en un extraño espasmo de temor. Sorprendentemente, cayó de pie. Salió a la calle tembloroso, con la frente humedecida por el sudor; sintió una inmensa repugnancia de sí mismo, como si solamente fuese un insecto a medias aplastado.
A poco más de quinientos metros, hacia la parte alta de la ciudad, Leni Cass pagó la consumición y salió del restaurante camino de la parada del autobús, procurando exorcizar sus sentimientos de vergüenza, de indignidad. Había estado en un estudio para una audición, y por la expresión facial del director de casting se dio perfecta cuenta de que no había pasado el corte. Y sin embargo no pudo abstenerse de sonreírle de manera atractiva, incitante, ni de hacer ostentación de sus curvas cimbreándose al caminar. Sumida en ese abismo de la humildad había caído en la cuenta de que el director podría habérsela llevado al huerto con sólo decir una palabra, tanta había sido su desesperación en su intento por gozar de sus favores. En todo el trayecto a través de la ciudad estuvo temblando y se sintió enferma, temerosa de ver a su hijo, a Richard. Fue sentada muy tiesa, con una expresión harto severa, reclamando al menos un remedo externo de dignidad que por dentro no sentía. Vio imágenes en las que ella misma aparecía abierta de piernas, desnuda, bajo los cuerpos de muchos de los hombres con los que había hecho el amor. Una vileza intensa la llenó hasta tal extremo que difícilmente podía respirar. Furtivamente, comenzó a llorar en la cálida quietud del autobús casi desierto.
Y en el portal de su vivienda, nada más entrar, se vio arrinconada incluso bajo esa superficie de dignidad cuando se encontró sonriendo con todas sus artes de seducción a Wade Johnson, quien la aterrorizó con una reverencia apenas apreciable, toda su ira de pronto localizada en la entrepierna.
—Buenos días, señorita Cass. —Lo dijo en un vibrante tono de amenaza.
Incapaz de regresar a un estado de ánimo algo más llevadero, Wade Johnson saludó a Milly Leopold de manera parecida antes de entrar en su apartamento.
Y Milly Leopold se llevó esa excitación intimidante a su propia vivienda, donde J.T. entrevió su arrebol, lo consideró un acicate y trató de rehuirla tosiendo con una furia malsana, de modo que el tono azul de su rostro se extendiese por el aire estancado y ahogase a Milly de pura pesadumbre.
En la planta inferior, Ilse Moeller cerró la ventana de golpe para impedir la entrada del ruido de las toses, recordando una tos parecida, que emergía de un vagón de ganado en una estación de Dresde. Se dio buena prisa en salir del apartamento, algo más tarde que de costumbre, porque tenía que ir a hacer un recado a Connecticut, a casa de su jefe.
Tomó un tren de cercanías que iba casi vacío, recogió los papeles en casa de su jefe, en Stamford, y volvió a la ciudad en un tren procedente de Boston. Entró en el vagón un hombre que vendía caramelos, la cantinela con que pregonaba la mercadería salpimentada de chistes, de ridículas incursiones filosóficas. Ilse permaneció sentada y meditabunda, contemplando el paisaje herrumbroso que pasaba de largo por las sucias ventanillas del tren. El humo de una fábrica de Port Chester la heló de recuerdos, y se recogió en sí misma, asaeteada por el estúpido monólogo del judío que vendía caramelos.
—Hersheys, Nestlé, crocante de cacahuete, naranjada, tequila, hongos alucinógenos —gritaba Sugarman—. Chicle, cacahuetes, almendras garrapiñadas, afrodisíacos y un amplio surtido de chocolatinas. —La noche anterior, por vez primera en su vida, había sido incapaz de cumplir sexualmente con la señora a la que había adjudicado la noche, y se hallaba prácticamente en el fondo de su pozo de lamentos inexplicables. No era que la mujer le importase, no era que Sugarman hubiera planeado jamás perpetuar su semilla, ni que hubiera tenido nunca la menor preocupación por las manifestaciones de su virilidad, porque se tenía por una figura castrada, una mera herramienta en ese humilde ritual—. Que los jugos provechosos del chocolate fundido endulcen los tentáculos de su alma. Es chocolate fresco, aderezado con la leche de extraordinarias yeguas árabes, ordeñadas con luna llena. Hay chocolates y hay chocolates. ¿Quién compra? Naranjada helada, cacahuetes tostados de manera especial. Ofertas sólo por tiempo limitado. —De alguna manera, esa pequeña falla genital, tal vez sólo resultado del cansancio, o de la mera falta de entusiasmo por su pareja, había sin embargo logrado enroscar con más fuerza la tapadera de la futilidad que lo encerraba, y lo había colmado de una depresión más aguda que cualquiera de las que pudiera recordar. Comenzó a preguntarse por su relación con la vida, a dudar de que de hecho existiera.
Y con ese vacío a cuestas volvió a casa. En el portal se topó con Del Rio, que iba cargado con un cubo y un cepillo, decidido a limpiar el cuarto de aseo.
—Del Rio —le dijo.
—Hola, Sugarman —respondió afablemente Del Rio. Sugarman era el único de todo el edificio que no le ofendía por sus hábitos higiénicos.
Sugarman subió las escaleras suspirando, y Del Rio se puso a trabajar en la bañera y en el suelo del baño, gruñendo ante las ocasionales cucarachas y lepismas que, fugaces, aparecían y se le escabullían con una astucia que parecía humana. Y cuando hubo terminado salió al pasillo y se encontró con que Paxton estaba a la espera de utilizar el servicio. Louie bajaba por las escaleras con su pequeña bolsa de aseo.
—Que no soy vuestra maldita criada —les gritó a los dos—. ¿Por qué caramba tengo yo que limpiar este sitio cada dos por tres? Nunca os he visto a ninguno de los dos, perezosos, hacer el menor intento de limpiarlo. Salpicáis de agua todo el suelo, atraéis a las cucarachas, no tiráis de la cadena ni la mitad de las veces.
—A lo mejor, no nos repugnan tanto como a ti nuestras funciones corporales —dijo Paxton al pasar por delante de Del Rio con ademanes afeminados.
—A mí no me vengas con sermones, reinona negra de tres al cuarto. Ya sé yo que la mierda es tu elemento natural.
Paxton se detuvo a menos de un palmo del poderoso boxeador, con la cara oscura, nudosa, tensada en un guiño de malevolencia.
—Vamos a ver, Del Rio —dijo con suavidad, marcando el aliento en cada sílaba, como si tuviera una rotura por la cual se filtrase el agua, debido a la presión extrema—. Presta atención, muñequito. Puede ser que en cuestión de sexo tenga yo los circuitos cruzados, y no vamos a negar a estas alturas la evidencia de mi pigmentación, pero quiero que me escuches bien, pedazo de cabrón de puños rápidos: sé de sobra qué soy, y por una mera cuestión genética resulta que tengo una agilidad con la navaja que no sólo me sirve para el afeitado. —Parecía un domador de leones pigmeo frente a la virulencia latente de su adversario, y dio sobradas muestras de su total ausencia de miedo. Con una sardónica sonrisa, entró en el aseo y cerró de un portazo.
—Y tú también, lerdo —gritó Del Rio a Louie, aunque impedido por la ley y por el miedo de lanzar una agresión en toda regla. Sin embargo, también Louie se cobró su venganza simplemente plantándose de manera enfermiza en las escaleras, con los ojos en blanco cual si fueran sendas muestras de su raro dolor interior.
Del Rio se vistió deprisa y corriendo y bajó las escaleras ennegrecido por su propia crueldad, que para él era síntoma del trastorno que en todo momento amenazaba su espíritu. Al pasar por delante de la puerta de Karloff viró en redondo y asestó un puñetazo, de canto, en la puerta del viejo.
Dentro, Karloff se puso en pie como un resorte, presa de una rabia desesperada, y la vivienda vibró a su alrededor como una moneda de centavo que diera vueltas sobre su eje, hasta que se hizo una quietud casi absoluta y volvió a sentarse, contemplando con ojos terribles la puerta aporreada.