La fiebre le desconcertaba, le intrigaba. Estaba sentado en su despachito, el teléfono a unos centímetros del oído, para paliar los enojados gritos de Gaylord, examinando la sensación de precariedad. Sus extremidades podrían ser de cristal, y aunque no era consciente de ninguna incomodidad, el dolor parecía inminente. Su propia piel parecía… susceptible, existía esa fantasmagórica sensación de reconocer el dolor sin haberlo sentido antes. Lo máximo que pudo acercarse a un ejemplo fue una afirmación en silencio: «Me duele hasta el pelo».
—Que no tienen presión, me dicen a gritos, que no hay presión —bramaba Gaylord por teléfono—. ¿Y qué se supone que he de hacer yo? En la última planta ni siquiera sale agua de los grifos, en el resto del edificio es un mero goteo, como si meara un bebé. Y digo yo: si yo no soy fontanero, joder, habrá que llamar al agente a ver qué cara pone. Me dicen: haga algo, lo que sea, todos subiéndose por las paredes como si yo tuviera algo que ver, como si fuera yo el que les quita el agua. Soy yo a quien quieren castigar, soy el chivo expiatorio, todos dándome la lata, seguramente convencidos de que ese negro de mierda es el que tiene la culpa de todo. Más vale que vengas cuanto antes, Moonbloom, y endereces el desaguisado, porque como pierda los estribos les voy a decir que los tiempos han cambiado, que la esclavitud ya no existe, joder, que a cualquier hombre hay que tratarlo con el respeto que merece.
—Gaylord, eres demasiado sensible. Tómatelo con calma, respira. Llamaré al fontanero. —Sensible: la palabra bastó para que se le pusieran de punta los pelillos de la frente. Tuvo un estremecimiento sólo de pensar en que iba a darse un golpe con el brazo contra algo duro.
—Claro, claro. Tú estás ahí como si tal cosa, y me dices: tómatelo con calma, no te digo. Ven para acá y que te pongan a caldo, como a mí, a ver si eres capaz de tomártelo con calma. Que no hay agua, que no hay agua… Sólo de oírlos, joder, cualquiera diría que se están muriendo de sed en pleno desierto. Me largo a la calle 13, que bastante tajo me queda por hacer. No pienso quedarme aquí como si tal cosa y aguantar semejante chaparrón.
—De acuerdo, Gaylord, de acuerdo.
Colgó, y se llevó la mano a la sien para verificar la temperatura, pero no sintió ni la mano ni la cabeza. Ante sus ojos, las letras de la ventana quedaban enmarcadas por el halo de la luz de mediodía.
«etnegA», leyó en voz alta. «etnegA — moolbnooM namroN.» Además, una presión en los talones, algo que le obligaba de pronto a hacer el pino, a estrellarse contra un aro de dolor. «Vale, bien, veamos… fontanero, fontanero…» Sostuvo el dedo en alto sobre las muescas de la agenda. ¡Bodien! Oprimió la B, y el aparato se abrió por una página llena de nombres. Delicioso. Vio el culebreo de la caligrafía, parpadeó, leyó los nombres.
Binkerman
Boroff
Battapaglia
Bronce y latón, tuberías
Xochititl
Beerbau…
«¿Xochititl? ¿Qué es esto?» Para colmo de males, en la calle 70 estaban sin suministro de agua. Fue siguiendo los nombres con el dedo, concentrado, sin distracciones. Le zumbaban los oídos.
Indicó al fontanero que se reuniese con él en el edificio de la calle 70 y se dispuso a irse del despacho. Tomó el cheque para la compañía de seguros y lo introdujo en un sobre, tomando buena nota para no olvidar fijarse en la marca del ascensor, para poder llamar al técnico; anotó el nombre y el número primero del electricista, luego del exterminador, después de los de las reparaciones del tejado. Trató de recordar quién iba a hacerse cargo de la pared hinchada, y terminó por escribir: «Basellecci». Salió palpándose los bolsillos.
Una delegación de mujeres aguardaba en el portal, todas con delantal, juntas en la acusación, aunque sin hablarse unas a las otras. Eva Baily, más que nunca, parecía una india encolerizada. Carol Hauser, tomándole la mano al niño, tan sólo parecía malhumorada bajo el fardo de su cardado teñido. Sarah Lublin simultáneamente la melancolía y la serenidad en persona. Betty Jacoby también estaba, pero debido a la mala iluminación del portal parecía a punto de desdibujarse.
—¿Y bien? —dijo Carol Hauser en tono amenazante.
—Ya va para dos horas. Yo estaba en pleno… —Eva prefirió dejarlo así, sin añadir más.
—El fontanero ya está avisado, viene para acá. No se preocupen. Nosotros nos cuidamos de todo —dijo Norman con ánimo de tranquilizarlas. No eran más que figuras de cartón. Sonrió ante lo inofensivas que parecían. Se fueron como si una ráfaga las aventara de pronto.
Bodien, el fontanero, apareció a los diez minutos, en el momento en que Norman empezaba a imaginar que el falso motivo de la decoración señorial en el vestíbulo era muy real. Trataron de bajar juntos por los estrechos peldaños, los dos a la par, encajados entre la barandilla y la pared, y luego se pasaron dos minutos discutiendo con toda cortesía cuál de los dos debiera bajar primero. Norman, que ya no era el de siempre, dijo con brusquedad «De acuerdo», y así salieron del atolladero. En el sótano, apuntó con la linterna de Bodien a las tuberías cubiertas por el polvo como si fuera un segundo pelaje, mientras el fontanero palpaba y auscultaba cada tramo con cara de no saber qué hacer. Norman esperó armado de paciencia. Por todo lo que tenía permiso para pagar, tampoco esperaba una gran profesionalidad. Bodien era una suerte de aficionado, un chapuzas, un fontanero sin licenciatura en fontanería, cuya única cualificación para dedicarse al oficio era una audacia que lo llevaba a meterse allí donde hasta los ángeles temían penetrar.
Sacó una llave de perro de la caja de herramientas y comenzó a destornillar un trozo de tubería particularmente grande y amenazante.
—¿No habría que cerrar una llave antes de…? —preguntó Norman al percibir que el agua rezumaba por las juntas.
—Ueps, vaya, ja, ja, pues va a ser que sí —dijo Bodien guiñándole el ojo. Tenía una cara sarnosa, cerdas en las fosas nasales, y jamás se ofendía ante una crítica constructiva. Cerró la llave de paso y volvió a trajinar con la llave de perro. Un chorrito de agua dio a Norman en toda la cara, sobresaltándole de un modo desproporcionado.
—¿Qué ca…?
—Mejor se me pone aquí detrás —dijo Bodien con severidad. Terminó de desmontar el tramo de tubería y se quedó contemplando el hilillo de agua con la gravedad de un médico que examinara una biopsia—. Mmmm, ya veo…
—¿Qué sucede? —preguntó Norman, que se empezaba a sentirse helado en aquella pétrea humedad. Rozó con la mano la gruesa capa de polvo que algo recubría y tuvo un escalofrío.
—Pues no parece que…
Norman tuvo ganas de hablar en voz baja; se acordó de ciertos juegos clandestinos.
—Bodien.
—¿Sí? —respondió el fontanero.
—Algo tiene que haber. La gente de aquí arriba no tiene agua. Eso no es una hipótesis. El conducto tiene que estar atascado.
—Bueno… —dijo Bodien—. Algo tendría que haber. —Miró con cautela el laberinto de las tuberías, y volvió a tomar una decisión—. Yo diría que es aquella, la más gorda.
—Usted es el que sabe —dijo Norman, siguiendo la llave de perro con el haz de la linterna. Empezaba a dolerle el corazón, la linterna le pesaba como si ya no pudiera sujetarla. A mí me está pasando algo, se dijo. Nunca se había sentido del todo así. Durante toda su vida había sido propenso a los catarros y a las afecciones de poca monta, y se acordó de los colores tenebrosos de sus sueños en la casa de sus abuelos, en aquellas tardes de invierno en que estuvo enfermo y tuvo que guardar cama, colores que parecían entonces colmar el cuarto de una anticipación que a otra dimensión le remitiera. No atinó a recordar cuáles habían sido aquellos sueños. En cierto modo, habían sido algo puramente sensorial; todo su cuerpo había aguardado alguna experiencia inimaginable. Hubo entonces una delicada salazón de dolor sobre la piel, una oquedad, un espasmo que le cortó la respiración, que lo empaló del corazón a la entrepierna. Los sonidos familiares traspasaron una suerte de coraza, alcanzando breves, insoportables claridades. Pero siempre existió la certeza que le daba el saber que volvería a hundirse, que se restablecería, que todo seguiría igual que antes. Ahora, por la razón que fuera, tuvo la impresión de que estaba ante la amenaza de un desahucio sin vuelta de hoja. ¿Qué, qué era lo que le sucedía?
Bodien se apoyó con todo el peso en el mango de la llave. Despacio, hizo girar el metal contra el metal. Le llegó el olor fértil de los despojos, del agua estancada, el extraño silencio de las cañerías. Bodien soltó un gruñido. Aumentó la presión que Norman notaba en la cabeza. Miró en derredor, miró las tinieblas con un anhelo aterrador. No, no; lo que tenía que hacer era irse directamente a casa, desvestirse, bajar las persianas, meterse en la cama con una manta eléctrica. Sólo de pensar en el dolor se sintió aterrorizado por vez primera. ¿Le serviría de algo llamar a un médico? Creyó que no, sintió en ese instante que el médico de algún modo sería contrario a sus intereses. El gruñido de Bodien tuvo algo de inapelable, definitivo. La tubería se soltó sólo con un mínimo hilillo de agua.
—’Amo a ve… —El fontanero introdujo la mano con cautela en la tubería. Se le pintó en la cara una expresión aprensiva que poco a poco evolucionó hacia una repugnancia irrevocable—. Aj —dijo, arrastrando algo hacia sí. Salió su mano de la tubería negra, hinchada hasta cuatro veces su tamaño. No, era algo que tenía en la mano, sólo que no se podía saber dónde terminaba la mano y dónde empezaba la presa. La cañería soltó un eructo y dejó caer unos cuatro litros de agua, largos, encima de Bodien. Se atragantó, maldijo, sostuvo la masa en alto con gesto triunfal—. Esto está hecho, Moonbloom; aquí está el culpable.
—¿Qué es eso? —preguntó débilmente Norman.
Bodien sacudió la cabeza; no era asunto suyo.
—Porquería —dijo.
Norman siguió sosteniendo la linterna mientras el fontanero ensamblaba la tubería, y luego lo acompañó con el haz de luz hasta la llave de paso y presenció la operación de reapertura del suministro. Se oyeron ruidos estrepitosos antes de un aterrador fluir desatado, sin freno. Norman tuvo el impulso de dejarse caer, de dejarse arrastrar por la corriente. Pasó la luz por las tuberías y le resultó pasmoso el oír toda la violencia del movimiento, mientras todo lo que estaba a la vista seguía inmóvil.
—Pues sí, señor —dijo Bodien con ufanía, colocando la llave de perro en la caja de herramientas—. Ahora ya tienen agua otra vez. —Norman miró a la vez que él hacia el techo oscurecido del sótano, como si pudiera ver al trasluz las venas de metal que transportaban el flujo del agua por el cuerpo del edificio, y se imaginó la repentina reanudación de las cosas en todos los pisos.
Fue directamente a su casa y cerró la puerta de su vivienda como si fuera un hombre perseguido. El viento había dejado tajos en su rostro sensibilizado, y tenía los tímpanos como si se los hubieran perforado. Con manos temblorosas se desvistió y se enterró en la cama. Fiebre cerebral, se dijo, tratando de salir del aprieto con un chiste. Los ruidos diurnos de la calle eran enormes, repugnantes, y tenía las extremidades como si se las hubieran retorcido. Se preguntó si osaría levantarse para tomar algo, se lo pensó mejor y se quedó tendido en donde estaba, conjurando la silueta del chalado de su padre, probando una suerte de baile popular nada claro con él, al son de una imaginaria orquestina de cuerda. La ciudad, sin embargo, no le permitía ninguna ensoñación, de modo que se lanzó a la desesperada hacia su adormición habitual, desprovista de sueños.
Pero estaba ocupada, llena, como un salón inmenso, atiborrado por todos los inquilinos. Katz tocaba la trompeta a modo de saludo, y una nota gelatinosa cayó con un ruido húmedo en la pista de baile. Basellecci le apuntó con un cañón de boca enorme, y sonrió con su rostro de canónigo. Dos personas chillaban a voz en cuello. Él mismo chillaba, y despertó inundado por la vergüenza y el miedo, tendido en medio de un sudor que lo empapaba.
Trató de formular una pregunta, pero se atascó, y todo lo que salió de su boca abierta, en la hora hurtada a la tarde, fue un largo «¿Qué ca…».