Sean gracias a Dios dadas por un día como éste. Incluso Mott Street le resultó llevadera gracias a la líquida claridad del día. Las mortecinas tiendas de comestibles, el puesto de las verduras con su exceso de cajones de madera y de restos de hojas esparcidas, las alcantarillas embozadas por el papel y las mondas de naranjas, incluso los edificios apiñados, estrechos, siniestros, presentaban un aspecto cuando menos exótico gracias a la luz y las sombras de la mañana. Los portales eran intrigantes, y el aire se desplazaba con ligereza sobre los hombros de las madres que llevaban a sus hijos y los comestibles en los carritos. Norman estuvo casi seguro de que saldría con bien del día.
Entró en el edificio color verde atortugado y pasó por delante de los cubos de basura, del carrito de niño abandonado, con una sola rueda, para iniciar el ascenso.
Basellecci era un hombre de edad olvidada en el largo interludio de la indefinición.
—Buen día, señor Moonbloom. Una mañana estupenda, ¿eh? —Su rostro incoloro y carnoso, y su cabello gris, rizado, así como sus sobrios ojos de color avellana tras las gafas, se combinaron para dedicarle una mirada de extraordinaria moderación. Llamó a Norman en el apestoso rellano, allí donde acababa de perfumar el aire con café recién molido.
—A punto estaba de desayunar. Tal vez le apetezca tomar conmigo un poco de buen café italiano, me acabo de decir. Se me antoja que es lo más beneficioso para el estímago después de haber dormido.
—Huele bien —dijo Norman, y se sentó en la cocinilla enana. Por desgracia, su silla miraba de cara al armarito donde se encontraba alojado el retrete. Con la recia cisterna de madera encima del mismo, parecía un asiento en una cámara de tortura. En uno de los laterales, la pared se había combado de manera peligrosa, como por efecto de una enorme contusión; daba la impresión de que una gran masa de agua presionara por el otro lado de la pared, y Norman se imaginó a Basellecci sentado en la taza, con los pantalones bajados, en el instante en que el agua reventara la pared y lo ahogase.
—Es mi… ¿cómo dicen ustedes? Mi portábile. Tengo que llevar mi cafetera adonde quiera que vaya. Preciso es tener algún remanente de elegancia, ¿o? Aquí, o se toma café instantáneo o lodo de un tanque sin lavar. He transportado mi cafetera de Florencia a Cleveland, de Cleveland a Detroit, de Detroit hasta aquí. —Se puso a enredar, contento, con las tazas y los platillos—. Tengo en realidad cafeteras varias, como mudas de recambio, ¿sabe? De tamaños distintos. De cobre, de peltre, de alumínimo. El café es mi único vicio. Y es inofensivo, ¿eh?
—Absolutamente —repuso Norman, admirando la limpieza del apartamento en un edificio tan impregnado por la suciedad.
Basellecci sirvió con delicadeza, levantando y bajando la cafetera de modo que el chorro marrón se curvara en el aire.
—El café —dijo con un suspiro beatífico.
—Mmm —dijo Norman para apreciarlo, en cuanto sirvió el líquido abrasador que con creces cumplía la promesa de su aroma. Mantuvo la mirada lejos del terrible retrete—. Esto es cosa buena, señor Basellecci.
—Hay quien lo prefiere con leche por la mañana, pero yo no. Ah, eso sí; de noche, a veces le añado unas gotas de Strega o de anisado, pero por lo común…
—¿Y qué tal le va con sus clases? —Norman se recostó en la silla y sacó despacio el talonario de los recibos que llevaba en el bolsillo de la pechera.
—Ah, grazie, bene, bene. Sólo que hay cada uno, mis studenti, digo, que no trabajan nada, son unos perezones. No sé por qué hay algunos que se toman el molestio de venir. No ponen cuidado ninguno, tienen una pronunciación ¡terrible! No tienen ningún respeto por cómo están hechas las palabras. Las palabras a fin de cuentas tienen su forma, tienen su textura, ¿o? El italiano es una lengua adorable cuando se habla bien. Estos italianos de segunda y tercera generación vienen sólo para… ¿cómo dicen ustedes? Vienen a rebozarse, nada más. ¡Qué lenguas, qué dialectos, qué acentos! De Bari eran los padres de alguno, ¿sí? Pues hablan un italiano que suena a chino. Y los hay sicilianos con acento de patanes redomedos. Yo le suelo decir: «No quieras que se te note que sabes italiano, haz como si nunca hubieras oído una palabra, ven con il cuore aperto a aprenderlo correctamente». Harto me tienen con sus graziei, gratsiai. —Basellecci tenía los dedos en alto, y con ese gesto protector envolvía su amor por las vocales. Su voz sonaba con aspereza. Con la taza de café en una mano, y en la otra el perfil de su pasión, se encontraba a mitad de camino entre su amor sacro y su amor profano, y la neutralidad de su rostro estaba más cerca que nunca de una pura luminiscencia—. Lim-peer-mia-bi-lei… —Miró a Norman con ternura, como si le pidiera que hallase un equivalente a tanta belleza—. La gabardina —añadió con modestia.
—La lengua del Dante —dijo Norman para pagarle el café.
—Ah —suspiró Basellecci, sacudiendo la cabeza con gesto reverencial.
Norman carraspeó sonoramente y sacó el bolígrafo.
Basellecci se cayó de la nube y aterrizó de pie. Escrutó con gesto reservado el monedero de cierre de presilla que había sacado de un bolsillo.
—¿Y qué hay de la pared? —dijo, de modo que devolvió la relación entre ambos a su lugar natural.
Norman se levantó y se acercó a la cámara del retrete, con una expresión de escepticismo profesional en el rostro, dando a entender que tal vez hubiera algo irracional en la queja expuesta. Se armó de valor para oprimir con la mano la pared hinchada. Estaba blanda y ligeramente humedecida; contuvo una arcada.
—Bueno, pues no sé yo si…
—Me paso los días estreñido —exclamó Basellecci con enojo—. Me siento ahí a mirar esa terrible hinchazón. Imposible que uno se distienda. Se me contrae el esfínter de puro pánico. Voy a terminar por estar seriamente enfermo, y entonces le aseguro que le pondré pleito. Lo denuncio ante los tribunales. ¡Tiene que hacer algo para resolverlo!
—Es un edificio antiguo, señor Basellecci. De todos modos, haré lo que pueda.
—¡Haré lo que pueda, haré lo que pueda! ¿Y eso qué es? No hace falta siquiera tener vista de lince para darse cuenta de lo que pasa. Ande, adelante, pruébelo; cierre la puerta y siéntese ahí dentro. ¡A ver si es usted capaz de hacer un solo movimiento… intestinale!
—De acuerdo, señor Basellecci. No se me sulfure —dijo. El cuero cabelludo, en torno a cada uno de los pelos de su cabeza, se había erizado volcánicamente ante la sola idea de encerrarse en el retrete con los pantalones bajados—. Yo me ocupo de que alguien le eche un vistazo.
—¡Lo demandaré por daños y perjuicios psicológicos, y también por los gastos médicos en que pueda incurrir!
—No, no se apure, nosotros nos ocupamos de todo. Distiéndase. —Fue un error emplear la palabra, se dio cuenta con una mueca de pesar.
—¡DISTENDERME! ¿Yo? ¡Cómo pretende que me distienda! Tengo el esfínter paralizado, se lo aseguro. Y es poca cosa lo que pido. Sé que la casa es humilde. Humilde soy yo. No cuento con que haya portero, ascensor, aire acondicionado, moqueta en los suelos. Estoy bien pertrevisto para combatir a las alimañas. No me quejo de que sólo se pueda abrir una ventana, de que sólo funcione uno de los fogones de la cocina. Estoy acostumbrado a prender una vela para tener luz en el dormitorio. Pero no puedo, le aseguro que no puedo seguir así. Mi sistema intestinal está envenenado. ¡Como el cemento armado estoy! ¡Me tengo que aliviar como sea!
—Desde luego, señor Basellecci, le entiendo, y no dude de que… No ha de pasar un día más sin que… Usted déjelo en mis manos. —Norman retrocedió asintiendo—. Ah, y gracias por el café. No se preocupe. En serio… —Expresó una y otra vez sus pesares, su preocupación por su bienestar, su compasión, su agradecimiento. No dejó de asentir hasta que se abrió la puerta de la vivienda contigua.
—Wung —dijo al joven chino, aprestándose como siempre para la contradicción.
—¿Qué me qué me qué me dice, homble? ¿Cómo le tlata la vida?
Tenía un rostro dinástico, unos ojos de sosiego oriental. El contorno curvilíneo de un rostro de la China del Norte, sumado a una voz tal que parecía como si un jarrón Ming estuviera conectado a un aparato de sonido.
—Como homble, la pifia. Nada. Estas tipejas del Village me lechazan. Pase, adelante. ¡Qué halto estoy de lajal! Blablablá, blablablá. ¿Es que las muy celdas no son capaces de tumbarse, ponelse manos a la obla y acabal de una vez? —Enganchó a Norman por el brazo con el suyo, y lo condujo entre los despojos de latas de cerveza, ropa interior y periódicos atrasados que encenagaban el suelo—. Apálquese donde pueda, místel. Yo estoy que no me tengo.
Sin embargo, tenía unas manos como las de los pintores orientales, capaces de plasmar un ave con la sola manipulación de un pincel, de un solo trazo. Norman se sentó con el recuerdo de la chica que lo había traicionado con un cuesco.
—Tengo mucho que hacer —dijo desde el borde del maloliente sofá.
—Lo sé, homble. Pero déjeme momentito, que en seguida vuelvo. Es que ayel noche pol poco me quedo en blanco. Chica hablaba y hablaba y hablaba. Polos codos, se lo digo yo. Cuando pol fin la tuve en posición supina, a poco más y me da lo mismo.
—L’amour —dijo Norman a la vez que redactaba el recibo.
—Se lo digo yo. Tendlía que habela oído hablal. «Cómo me llega el esplendol oliental de tus ojos encapuchados. Eres el Oliente mismo, etelnamente almado de paciencia.» ¿Paciencia? Se lo digo yo: ¡estaba que me subía polas paledes!
—¿Y el alquiler, Wung? —dijo Norman con tristeza.
—Veamos. Aquí cayó camisa, luego nos seguimos desvistiendo, ¡y cómo luchaba!, pol delante del cualto de baño… —dijo Wung. Chasqueó los dedos—. Ahola lo tengo. Dejé pantalones en bañela. —Se largó y volvió con una cartera empapada, de la cual sacó unos billetes mojados—. Ahola me lecueldo —gimió, dejándose caer en una silla con la cabeza entre las manos—. Homble, homble, ¿adónde voy a il a palal?
—Así gira y gira el mundo —quiso consolarlo Norman con toda su indiferencia—. Hasta la semana que viene.
Jerry Wung se levantó e hizo una profunda reverencia doblando el espinazo.
—Pues aliveldelci, muy honolable Moonbloom —dijo.
—Pues sea shalom —respondió Norman con la misma reverencia.
Beeler, el farmacéutico jubilado, nunca había tenido establecimiento propio. Su cara era un perpetuo encogimiento plateado. Su calva condujo a Norman a la sala, cuyo mobiliario había sido lo más novedoso en 1924. La butaca era tubular, y la mesita del café tenía las esquinas redondeadas, con surcos niquelados en paralelo. Se volvió e indicó a Norman que se sentara en una otomana torturada. Él tomó asiento, con un gruñido, y miró a Norman con un cigarrillo humeante entre los labios, el humo del cual se le metía en uno de los ojos azul claro.
—Sheryl —llamó sin apartar la mirada de Norman—, paga a este señor —dijo a la joven rubia de gran talla que apareció en la otra puerta.
—El retrete no desagua —dijo ella, y pasó la mirada por encima de Norman con una selectividad propia de un salón de baile. Llevaba un kimono de seda con un dragón bordado, tenso por el peso de sus pechos henchidos, caedizos; había sido el kimono de su madre, y a ella se le antojaba exótico porque aún recordaba las libertades que su madre se tomaba con sigilo. Entró en la sala a paso lento, pesado, y se inclinó sobre su padre para besarlo en la calva, el brazo sobre el pecho para impedir el balanceo de los senos.
—Totinka —dijo Beeler con ternura, quitándose el cigarrillo de la boca, pero sin quitar ojo de Norman.
—Indicaré al propio que venga a echar un vistazo —dijo Norman sin dejar de redactar el recibo. Sabedor de que Beeler lo estaba mirando, y sabedor asimismo de que no había razón que valiera la pena para mirar la silueta grandullona y carnosa, Norman no obstante descubrió que los párpados se le resistían cuando quiso bajarlos. Fue como indicar a alguien que se quedara en un rincón y que no pensara en un rinoceronte blanco. Tuvo que mirar el henchimiento del dragón, y Sheryl sonrió.
—Muy agradecida —dijo—. Ya sabe usted que una chica más o menos depende del retrete.
Norman se lamió los labios y recordó que su vida de continencia perpetua podría dar por resultado una congestión de la próstata.
—Claro, claro —dijo a duras penas. Carraspeó—. Claro, cómo no —dijo con más claridad.
—Ésa es mi chica —dijo Beeler, y señaló primero por encima del hombro a la rubia de gran tamaño, después con el dedo huesudo a una fotografía con marco de plata en la que aparecía una niña gordezuela, con rizos a lo Shirley Temple—. Está igual que entonces, ¿verdad?
—Igualita —dijo Norman, que tomó el dinero de Sheryl y vio que le sonreía con aire desafiante. Se volvió y salió de la habitación, mostrándole a Norman la anchura de sus caderas y el casi inapreciable declive de la seda sobre sus nalgas.
—Un ángel, eso es esa niña —dijo Beeler, y encendió otro cigarrillo colocándoselo entre los labios para torturarse de nuevo el ojo—. Tendría que haber visto usted cómo la vestía su madre. Vestidos rosas, lazadas grandes, todo almidonado. La gente se paraba por la calle a mirarla embobada. A mi esposa le encantaba.
Norman se levantó cuando el viejo volvió los ojos azules e indescifrables hacia la fotografía. Cuando cerró la puerta de entrada, oyó que Sheryl canturreaba alguna canción tristona en el cuarto de baño, desafinando, con voz cazallera.
Kram estaba inmaculado, y su apartamento tenía el aspecto estéril de un laboratorio. Junto a la mesa de dibujo tenía un cilindro de aire comprimido; sobre la mesa, la delicada silueta, cual libélula posada, de un aerógrafo, así como la fotografía que había estado retocando, una imagen de una diosa con un sostén de goma espuma. El único equipamiento que parecía en su caso necesario era la joroba, y eran tan precisos sus gestos, tan exacta su voz, tan nítida su mirada de ojos negros, que Norman a menudo tenía la impresión de que Kram estaba conformado con toda corrección, mientras que el resto de los seres humanos, incluido él, eran meras mutaciones.
Entregó a Norman el dinero, su rostro despejado y sin asomo del menor deseo.
—¿Alguna queja? —preguntó Norman con plena confianza, percatándose de la exactitud del espaciado que había en los surcos del pelo ralo y bien peinado del hombre, de la limpieza con que le relucían las gafas, sin la más mínima mácula de polvo en las lentes.
—Ninguna queja —dijo Kram con una leve sombra de sonrisa. Era un hombre habituado a dormir de costado y a la imposibilidad de que nada se perpetuase—. Está todo como debe estar.
—Creo que es usted la única persona, de las que yo conozco, que no tiene motivo de queja.
Kram rió por lo bajo.
—Hace mucho tiempo me sobraban los motivos de queja —dijo—. Ahora ya nada puede sucederme, ni bueno ni malo. —Indicó a Norman que se acercase a la mesa de dibujo, donde la diosa del sostén sonreía indefinidamente. En un pequeño taburete, junto a la mesa de dibujo, sus pinceles y gomas y lápices diversos estaban dispuestos como instrumentos quirúrgicos—. Ya ve cómo son las cosas. Son planas, no son nada, requieren de mi habilidad para que adquieran al menos un remedo de sustancia propia. Tendría que haberla visto antes de que yo la remodelase. Tenía la piel como una esponja, el cuello un amasijo de tendones, los pechos tan planos que no proyectaban ni la menor sombra. Y así, pues todo. Me llegan imágenes de alimentos que parecen basura, y yo logro que tengan tan buena pinta que den ganas de comérselos. Niños que parecen angelitos de las revistas… Yo les tengo que quitar los mocos de las narices y las espinillas de las mejillas; yo doy al brillo vítreo de sus miradas un relumbre de rocío. Es un trabajo interesante, ¿no le parece?
—Pues parece que a usted lo ha desilusionado.
—Muy al contrario —dijo Kram sonriendo—. Estaba desilusionado antes de dedicarme a esta profesión. Los retoques me han devuelto la fe, aunque de una manera muy distinta.
—A lo mejor podría darme clases.
Kram lo miró con extrañeza, con un poso de humor en sus ojos.
—No lo creo —dijo—. Me parece que usted es otro caso distinto por completo.
Norman lo miró, extrañado del estremecimiento interior que le causó lo dicho. Entonces sonrió, pues en verdad nada había entre ellos, y con un breve saludo dejó al jorobado en su apartamento impecable.
Norman masticaba el papel mojado que el ketchup y la cebolla definían como hamburguesa. A su alrededor, las conversaciones adultas de las personas que almorzaban en su rato libre, entreveradas con el ruido grueso de la vajilla y el ruido fino de la cubertería, todo ello bajo la voz de mando del cocinero que se asomaba a la ventanilla y de los camareros de la barra, que ladraban los pedidos con la jerga al uso.
—Una con beicon, lechuga y tomate. Quemada. A ver, un número tres con poca mayonesa… Marchando.
Norman estaba sentado en medio de los olores a grasa, rodeado por un estrépito que le ponía de los nervios, sin caer en el engaño de pensar que aquello equivalía a alimentarse. Estaba sin embargo acostumbrado al terror de esos restaurantes de medio pelo, donde los clientes, con los ojos desorbitados se tragaban enormes bocados que masticaban dolorosamente, como si a sí mismos se mordieran. Estaba al margen de todo eso, o más bien jamás había formado parte de ello; una placenta invisible le permitía circular a su propio ritmo. Tenía el estómago acostumbrado a una comida preparada para la falta de gusto colectiva. Por pura fuerza de la costumbre, oía pero no escuchaba, tal como veía, pero no miraba. Como un ratón cauteloso, atrapado en un laberinto de paredes electrificadas, recordaba bien sus pocas salidas a modo de prueba, excursiones hacia las cosas, fugaces aventuras rematadas con la más somera insinuación de dolor. Ahora no se salía de una escueta circunferencia, tras no haber experimentado nada que le compensara por la incomodidad de la sensación. Cuando se preguntaba qué sentido tenía su vida, su respuesta era siempre la misma, a modo de evasiva: «No tiene ningún sentido: solamente es como es».
Y… ping, quedó consumado el acto, le devolvieron los cambios sobre una alfombrilla de goma. Tomó unas cerillas más que nada para tener una prueba de que había estado allí.
Fuera, a la clara luz del sol, los viandantes eran demasiado numerosos para reparar en cada uno, trozos de caras y de lana. Los condimentos y la cebolla le repetían y eructó, agradecido, cubriendo así el dudoso regusto de la carne. Para darse un lujo de sobremesa, respiró con fuerza el caldeado aire del otoño y pensó en que las hojas de la vegetación en alguna parte comenzaban a cobrar color, y que el carozo de manzana que vio en una papelera, ya herrumbroso, había estado lleno de jugo en un árbol de verdad. No había ni rastro de anhelo en sus pensamientos; solamente el entretenimiento y la condescendencia de un hombre que no otorga la menor credibilidad a los sueños, salvo durante el tiempo que se reserva a la ensoñación. «No estoy más que vivo a medias», pensó con animación, sin sopesar siquiera que el estado de hallarse vivo plenamente pudiera ser inminente. «Dios no lo quiera», habría dicho ante tal insinuación, sin creer en Dios ni en la amenaza.
La casa de cuatro viviendas en la Segunda Avenida era el «mejor» de los cuatro edificios cuya administración corría a su cargo. Contempló la fachada de ladrillo marrón casi con cariño de adolescente. Ahora, a sus treinta y tres años de camino hacia donde quiera que terminasen los seres humanos, «trabajaba» y tenía un oficio que le procuraba un sueldo por primera vez en su existencia, y saboreaba la idea muy del mismo modo en que un niño puede chupar un cigarrillo que no está encendido.
Wade Johnson le abrió la puerta y le obsequió con una sonrisa peligrosa, su cara carnosa, endurecida, de apostura innegable, en busca de una ofensa.
—Soy yo —dijo Norman, y se encogió antes de que llegase el golpe.
—Adelante, Norman, pedazo de huevón judío —dijo Wade con afecto. Tenía la musculatura de un estibador, y sus ojos azules eran siempre del ancho de una llama, ya fuera de ira, ya de alborozo. Con el roce suave y traicionero de un gato ante un pájaro alelado, tomó a Norman por el brazo y lo condujo al interior de un apartamento cubierto de libros—. Siéntese y escuche al tal Eliot, el inglesito; escúchelo bien —dijo con vehemencia, empujando a Norman hacia una silla.
«… Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a la sombra de esta roca roja),
y te mostraré algo bien distinto
tanto de tu sombra matinal, que tras de ti se desliza,
como de tu sombra vespertina, que hacia ti se eleva;
ven, que te he de mostrar el miedo en un puñado de polvo.»
Dio a Norman una leve patada.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ese viejo Possum…! ¡Ja!
—La tierra baldía —dijo Norman—. Una vez escribí un trabajo sobre Eliot… cuando estaba en Michigan. No, ahora que lo pienso, me parece que fue en Bowdoin.
—Trabajos, trabajos, déjese de pamplinas. ¡Escúchelo, hombre, usted escúchelo! Con trabajos me va a venir usted a mí, ya le digo… —Se inclinó sobre Norman; apestaba a whisky de centeno—. «Te he de mostrar el miedo en un puñado de polvo» —gruñó con la boca pegada a la oreja de Norman—. ¡Joder, Norman! Déjese de trabajitos y de chorradas, ¿quiere?
—Vaya manera de hablar para un maestro de escuela —dijo Norman en tensión—. Y con su chiquillo sentado ahí mismo. —Indicó con un gesto al rubio mozalbete de tiernos rasgos que estaba sentado en el banco, sonriendo con dulzura.
Wade resopló.
—¿Maestro? ¿Quién es el maestro? No quieren a los maestros; lo que quieren son nodrizas, amas de cría. Quieren que la gente lo mastique todo, hasta que se convierta en un bolo pastoso que luego introducirán en las bocas babeantes de los mocosos. «En Flandes crecen los campos de amapolas, entre las cruces, ola tras ola…» Eso es lo que quieren los muy mamones. Si no, «Creo que nunca he de ver un poema con la belleza de una azucena». Son igualitos que usted, no quieren más que unas cuantas cositas que encajen bien sobre el papel. ¿Podría yo poner luz y tinieblas en el aula, con sus almas cándidas e higienizadas? Podría yo decir:
«… la arrojé sobre un cesto de cojines y de lienzo, en un rincón oscuro. Y no recordé nada más que a ella misma, con sus enaguas de encaje blanco.
»Entonces, ¡oh, desesperación! La pared se tornó lúgubre en la sombra de los árboles y me vi arrojado a la amorosa tristeza de la noche».
Tenía a Norman clavado en la estela de su voz, y sonreía con una mueca sádica mirando la luz de la tarde, que se alborotaba a su alrededor en forma de torbellino de motas de polvo. Por último, meneó la cabeza fingiendo desesperación.
—No, de nada sirve lo que yo le diga. Norman, sigue usted pendiente de los trabajitos académicos. Vive usted en un sueño, ¿lo sabía?
—Vaya, no me diga —dijo Norman entretenido—. ¿Y usted y sus parrafadas? ¿Qué nombre tiene eso?
—Eh, eh, que yo siento el dolor, que estoy lleno de sensaciones. No sé qué me da, pero creo que usted podría presenciar un asesinato y seguir con esa sonrisa de comemierda como si tal cosa. Es usted como un cuerpo sumergido, ¿lo sabía? Pues así es, Moonbloom: ésa es la imagen, un maldito cuerpo judío envuelto por el agua. Cuando habla… glub, glub, glub. Sólo salen burbujas de sus labios. —Volvió a empujar a Norman a la silla cuando trató de levantarse. Norman rió con desvalimiento y se encogió de hombros.
—Venga ya, Wade. Yo sólo soy un currante.
—Eso es lo de menos —replicó Wade—. Aún no he acabado con usted. Me paso aquí los sábados corrigiendo el papel higiénico que me traen mis alumnos, y el muelle se va tensando cada vez más. Bebo y procuro no pegarle gritos al pequeño Wade, ahí lo tiene. Y entonces aparecen un par de orejotas de judío y por fin puedo aliviarme. —Se volvió hacia el niño sonriente, que miraba a su padre con adoración—. Pequeño Wade, amigo, sé bueno y pon otro vaso de zumo lleno del whisky de papá. Eso es, buen chico… —Se volvió a Norman con los ojos centelleantes.
«No entres tan fácil en esa buena noche,
que la vejez ha de arder enconada al final del día;
rabia, enójate, enfurécete contra esa luz moribunda…»
A Norman le costó media hora salir de allí.
—¿Cómo me las apaño —dijo Wade quejumbroso cuando ya estaba en la puerta— para que los muy cabrones de la escuela me dejen dar clase? Me han echado de dos escuelas, me he ido de otras dos. ¿Por qué, digo yo, por qué?
—Porque es usted un maestro vagabundo —dijo Norman tomándole el pelo desde una distancia prudencial.
—¡Yo soy un gran maestro! —aulló Wade, con los ojos enrojecidos, a la vez que reía como un loco—. Yo podría lograr que los chiquillos sintieran las cosas con cada centímetro cuadrado de su ser. Yo podría enseñarles a amar la belleza tal como la amo yo.
—Pues Dios los asista —le gritó Norman subiendo las escaleras, aliviado de estar ya lejos del loco, aun cuando su alivio fuese algo puramente físico, carente de emoción.
—¡A ver si pillas una judía flaca, pedazo de Uriah Heep circunciso! ¡Sabes, de sobra sabes…! —el eco de su voz siguió rebotando por los pasillos y por la caja de la escalera, hasta que detonó con un portazo.
—Hola, Norman —dijo ella, con un hilillo de aliento tras la voz, que era o natural o aprendido, aunque en esta ocasión fuera natural. Abrió la puerta de par en par, sonriendo con su suntuosa boca bien cerrada. Tenía unos ojos oscuros, muy grandes, muy bellos, como suele ser el caso de las personas con hipertiroidismo y miopía. Norman recordó ciertos dibujos del ojo, sección transversal, y entró, siendo su único pensamiento aparente que, si bien acudía sólo a cobrar el alquiler, su mera presencia hacía que la única puerta de entrada cobrase todo el aspecto de ser la puerta de atrás.
—Leni… —dijo con la mano sobre el corazón, como si le jurase algo; en realidad, sólo quiso hacer la verificación de costumbre sobre el talonario de los recibos.
—Eres tan regular… —dijo ella—. Los horarios del colegio de mi hijo Richard y tus apariciones… son las únicas constantes en mi vida.
—¿Qué tal va todo? —una serie de riachuelos lo mojaron: no es que tuviera por ella ningún sentimiento en particular, pero si hubiera tenido la tentación… Vio todo aquello que a ella le impedía ser hermosa: el cabello negro y estropajoso, demasiado escaso en la frente, por el medio, y una piel algo abrillantada, de una vaga aspereza; patas de gallo que iban de sus ojos hacia la treintena. Tenía la cara ancha y tirando a cuadrada, y un mentón ligeramente prominente, que daba a su boca un aspecto un tanto asilvestrado. Por otra parte, sus dientes no es que fueran para tirar cohetes, y su…—. Confío que no sea mala hora.
—Ah, no sabría yo distinguir las horas buenas de las malas. No, no estoy haciendo nada importante en realidad. Estaba leyendo el guión de una microscópica obra teatral en la que tendré un papel microscópico. Ojalá pudiera permitirme pasar de esto. —Su sonrisa tapaba muy a propósito la imperfección de sus dientes, si bien daba salida a su muy abundante realidad—. ¿Te parece que estaré bien en el papel de ingenua, Norman? ¿Soy suficientemente joven y esbelta? —extendió ambas manos en un gesto de adolescente, con las caderas anchas, la cintura corta y no demasiado fina, los pechos generosos, lejos de su flexibilidad inicial—. ¿Podría pasar por una chica de dieciocho años?
Norman rió por lo bajo con incomodidad.
—Pues te equivocas. Claro que puedo. Una es todo lo joven que se sienta, te lo aseguro. Soy una ingenua profesional. Ya no parezco joven, pero tengo la capacidad de proyectar sensaciones. La limitación del papel es debida a… tal vez sea porque es lo único que puedo sentir con intensidad, el deseo de tener dieciocho años de un modo indefinido.
—¿Y qué tal Richard? —preguntó él, sentándose en una butaca de plástico.
—No me cambies de conversación —trinó ella.
Norman parecía la inocencia en persona.
Ella hizo una mueca y se lanzó al sofá, sentándose con una pierna bajo el trasero.
—Ese chico… Es actor de método. De tal palo… Debo decir sin embargo que es convincente. No puedo hacer nada con él. Lo que sucede es que quiere tener un padre, pero sin que yo tenga novio. Vaya si tengo problemas…
—Si no me equivoco, estabas saliendo con un joven ingeniero.
—No te equivocas, Norman. Estaba saliendo —dijo con hastío.
—¿Otro caído en combate?
—Tú ya sabes.
Norman sabía. Durante los nueve meses que llevaba dedicado a hacer las rondas, Leni había iniciado relaciones con cinco hombres. Relaciones. Cambió de postura. Reinaba el silencio, con la sola excepción del hámster de su hijo, que rascaba los barrotes de la jaula en el dormitorio. Inmóvil con la mano en el bolsillo de la pechera, napoleónico el ademán, se embebió de su lenta y constante nutrición. Vio el cuello pálido de ella, vio su cabeza apoyada en el respaldo del sofá cama, sus senos enfundados en el jersey blanco, pesados en su continuo subibaja. Despacio, pasivamente, meditó habituado al silencio de su propio pulso.
—Te voy a decir una cosa, Normy. Me siento cansada, baja de ánimo. Ganas me dan de mandar a la musa al cuerno, de mandar al cuerno esta vida aperreada, y de casarme con un empresario simpático y cansado.
—Es probable que encuentres a un hombre fascinante y que veas tu nombre en letras de neón —dijo él.
Ella rió.
—No creo que haya pensado nunca en eso. De niña, fingía y actuaba porque vivía en una casa lúgubre, con unos padres avejentados. Ahora soy adicta al maquillaje de escena. Por otra parte, no sé mecanografiar, no sé vender vestidos, no sería buena cosa para Richard si me pusiera a vender mi cuerpo.
Norman no dijo nada y ella le oyó. Lo miró con socarronería unos instantes.
—¿Y tú, Moonbloom? ¿Qué es de ti?
—Ah, yo —respondió encogiéndose de hombros—. Soy el cobrador de alquileres más culto que hay en todo Nueva York. Trato de hacer una vocación de lo único que tengo entre manos.
—No sé cómo, pero parece que fueras demasiado bueno para este trabajo.
—Sería lo primero en lo que fuera demasiado bueno. Tal vez a eso debiéramos dedicarnos todos, a algo para lo cual seamos demasiado buenos.
—No te entiendo, Norman —dijo ella con recelo—. O eres un soplón, o, si no… A veces tengo la impresión de que vas dormido por la vida.
Sonrió e hizo caso omiso de la extraña sensación de picor que tuvo, sin llegar a sentirla del todo, en el pecho.
—Bien, pues ten tu alquiler y lárgate de aquí antes de que me distraigas más. Bastantes cosas tengo…
—Espera que te extienda el recibo.
—Sabes de sobra lo que puedes hacer con ese recibo —dijo ella, y lo acompañó a la puerta. Su olor dulzón empezaba a invadirle. Miró la ancha raya que le separaba el cabello estropajoso en dos crenchas.
—Adiós, Leni.
—Adiós, Moonbloom —dijo con voz entrecortada. Resonó profundamente, propagándose por las honduras de su vivienda subterránea. Él salió inquieto, y su sangre fluyó a modo de aviso.
J.T. llegó a la puerta, abrió e hizo un amable, cansino gesto de bienvenida.
—Es Moonbloom —graznó, y tosió un poco; el sonido de la flema arrancada de cuajo dio estabilidad a su identidad. Era alto y macilento, encorvado, y el cólico del pintor lo iba forzando a adoptar una curva cada vez más aguda, como una invisible cuerda de arco; era perceptible cómo sería la liberación.
—Haz el favor de sentarte, J.T. —dijo su mujer, y luego habló con Norman—. Ese hombre siempre tiene que asomar la nariz en cuanto suena el timbre. De este señor no tienes que preocuparte, J.T. Seguro que no se siente desanimado ante lo que ve, seguro que no se marcha.
—Tiene toda la razón, señora Leopold. Absolutamente toda —dijo Norman.
—Pues adelante, espere a que ponga en orden todo el alpiste. —Lo condujo a la sala de estar, empapelada a franjas ocres, antiguas. Había una lámpara de pantalla de cristal, de hacia 1911. Norman recordó vagamente haber visto tales lámparas usadas con inteligencia en las fotografías de habitaciones modernas. Allí, rodeada por varias mesas macizas, imponentes, de patas deformes, por cómodas diversas, se encontraba en su salsa, y los rojos y los azules de la pantalla formaban parte de una imagen coherente, propia de un álbum polvoriento, envejecido, vulgar.
La señora revolvió en un talonario tan grande como un bolso de la compra, cubierto por una suerte de hule que representaba el coral, hablando mientras miraba de reojo lo que estaba haciendo.
—J.T. cree que habría que pasar la escoba por el rellano y el pasillo al menos de vez en cuando —dijo Milly Leopold. De pronto, emitió un «ah» insonoro y sacó un billete arrugado—. ¿No es cierto, J.T., cariño? —sonrió, dándoselas de estar animada sólo de ver la cara macilenta y azulada del hombre que lucía un poblado mostacho finisecular.
J.T. hizo con la cara algo que podría haber pasado por una sonrisa.
—Y una cosa más. J.T. querría saber cuándo piensa usted hacerse cargo del fogón que no funciona en la cocina. Se está impacientando una barbaridad, ¿verdad que sí, J.T.?
J.T. arrugó la cara. ¿Impaciencia?
—No, ya le digo yo que no es buena cosa contrariar a J.T. Es amable, es comedido, pero no conviene abusar de él.
Con tal abuso, J.T. tosió cavernosamente. De su pecho brotó un ruido de madera astillada, remotas goteras, filtraciones. Milly se quedó fugazmente de una pieza ante el sonido; se sobresaltó, menguó su sonrisa. Vio la mano grande, de uñas resquebrajadas, tomar a tientas un libro con flexiones entumecidas, ciegas. J.T. tomó el libro y lo abrió al azar, luego, se quedó mirando por encima de la parte superior a la alfombra, como si con ese acto se diera por satisfecho de haberse alejado lo suficiente.
—Lo mejor de todo sería ocuparse de esas cosas pendientes —dijo un tanto intranquila. Tenía la cara redonda y envejecida, a la manera hermosa e increíble de las abuelas en los libros para niños. Llevaba unas gafas sin montura, heptagonales, y tenía el cabello rizado, canoso, peinado de tal modo que resaltaba cada mechón plateado. Era de apariencia totalmente ingenua, con la salvedad de los ojos, que recordaban todo a pesar de sus esfuerzos por embellecerlos.
—Tendré que avisar al superintendente —dijo Norman, dirigiéndose con decoro al viejo pintor. Extrajo el dinero de su mano y le dejó sobre la palma el recibo—. De la cocina ya me encargaré yo.
Ella apenas asintió, aunque no perdió un ápice de su sonrisa. La tos había hecho añicos algo en ella; con paciencia, recogió los pedazos y barrió los que eran demasiado pequeños para salvarse. Se puso en pie cuando Norman se dirigió hacia la puerta, atenta al efecto que eso causara en su marido.
Sin embargo, J.T. se limitó a contemplar la luz menguante de la tarde con ira contenida. Apuesto a la manera de las viejas tabernas, estaba azulado y parecía perplejo.
—En fin —dijo ella en la puerta, con un hondo suspiro—, usted encárguese de todo eso, señor Moonbloom. Somos personas de medios muy limitados; como usted sabrá, yo soy ama de casa, y el señor Leopold sólo tiene derecho al mínimo de la Seguridad Social. El alquiler nos plantea un grave problema, y como es natural contamos con recibir todo aquello que nos merecemos. Ese fogón ha estado estropeado desde… a ver, mi hijo Carl vino a vernos desde Michigan en julio, se dedica a reparar televisores, y fue entonces cuando el fogón se averió del todo. Así que hace, a ver… —se puso a contar con los dedos, los ojos tensos, en un ridículo empeño por concentrarse. El retumbar de la tos se oyó a lo lejos, en el apartamento, y los dedos ya contados se le volvieron artríticos—. O sea, cuatro meses largos, y he buscado a ese individuo de color millones de veces, y siempre me dice que tiene muchísimo trabajo en los cuatro edificios, y yo le digo que bien, que a ver cuándo se ocupa de mí, que soy bastante más vieja que él, y no consigo… —siguió hablando para rellenar la melancólica concavidad formada a sus espaldas, y Norman se escabulló asintiendo y moviendo los labios para aplacarla.
Ilse Moeller supuso un mordaz punto final a la ronda de visitas en el edificio de la Segunda Avenida. Bonita, con una sonrisa agriada, miró a Norman como miraba a todo el mundo; parecía considerarse a sí misma un molde bastante feo, y miraba a todos los hombres como objetos moldeados a su imagen y semejanza.
—Aquí lo tenemos —dijo con un humor desabrido—. Ni un incendio, ni la hambruna, ni una inundación: nada de nada se interpone a la hora del alquiler. Hay que ver cuánta constancia.
—Tal vez sea motivo de tranquilidad.
Hizo caso omiso y le dio la espalda para tomar el dinero. Tenía una figura bien torneada, aunque de brazos grotescamente demasiado largos, por lo que parecía de hombros caídos.
—¿Es que nunca piensa usted más allá del alquiler? ¿No se le ha pasado por la cabeza, hombrecillo del alquiler, que el mundo se va a acabar y que la bomba nos dejará a todos convertidos en ceniza de aquí a nada?
—A veces se me pasa por la cabeza —respondió con placer, el rostro demasiado empequeñecido y baqueteado para que en él hiciera mella la ira desmañada de Ilse Moeller—. Pero sigo trabajando y usted sigue trabajando y así van las cosas.
—Se evade usted como un cobarde. ¿O es que no le agrada hablar conmigo? —Su sonrisa era puro desdén, saber y tedio.
—Qué cosas tiene usted —respondió, tendiéndole el recibo con una sonrisa incorruptible. Veía con buenos ojos su apartamento inmaculado, que habría pasado con creces una inspección de Kram. Lo cierto es que los ojos del jorobado eran de una fría serenidad, mientras que los suyos eran ásperos y trastornados.
—A usted no le caen bien los alemanes, claro —dijo, la sonrisa mordida en la cara de buen ver, algo hinchada. Sujetaba el dinero por un extremo, de modo que él se vio en la necesidad de encararse con ella.
Enarcó las cejas, sorprendido de que su rostro expresara nada.
—O sea, siendo usted judío…
—¡Ah, ya! —rió ante el malentendido de ella—. No, no, eso es una estupidez. ¿Por qué iba yo a guardarle a usted ningún rencor?
—¿Es que es usted bobo?
—Esa posibilidad siempre existe.
—Aj. —Soltó el dinero y lo despidió—. Pues váyase, váyase. Disculpe, tengo cosas que hacer. He de lavarme el pelo —dijo con un gesto de falsa coquetería—. Tengo una cita esta noche. He de ponerme como una hembra bonita, vistosa, una muñeca idiota. Al hombre quizás le guste, y me invite a cenar otra vez. Bailaremos y beberemos y nos forcejearemos un rato aquí mismo, en el pasillo, y con todo mi candor le diré que nanay, dándole a entender que quizá a la próxima… Es cuanto me queda por resolver antes de irme a dormir esta noche en paz.
—Que lo pase bien —le gritó por encima del hombro, sin pensar.
—¡Será so bobo…! —dijo ella, y dio un portazo.
Fuera, Gaylord estudiaba el edificio como si se planteara reformar la fachada.
—Mucho hay que hacer ahí dentro —dijo en tono plañidero—. Tanto, que ni siquiera sé por dónde empezar.
La luz anaranjada del sol prestaba aplomo y convicción a su figura, y daba dignidad a su ancho rostro de insatisfacción.
—Tú estudia la situación durante unos cuantos días —dijo Norman deteniéndose, receloso de que Gaylord pudiera enredarlo en algún trabajo manual.
—Ya, ya, tú ríete.
—No seas tan sensible. No me estoy riendo.
—Quién sabe.
—Adiós, Gaylord —se despidió con un rápido giro de la muñeca.
—Adelante, adelante, que de mí ya cuido yo.
—Eres un buen tipo, Gaylord —le dijo desde lejos, para no dejarse atrapar.
La primera hora de la noche comenzaba a ensuciar el color de las cosas cuando recorría la calle 13. Pequeños restaurantes con moscas en los cristales alternaban con las tiendas de venta al mayor, especializadas cada una en mercancía muy precisa. Allí estaban los disfraces polvorientos, pasados de moda; un establecimiento en ejercicio desde 1907, especializado en expositores para zapatos; al lado de una tintorería había una tienda de ojos para muñecas, sólo al por mayor. La calle parecía esquivada a conciencia por parte del Departamento de Salubridad en recuerdo de alguna pendencia olvidada, pero la suciedad no resultaba particularmente repugnante, pues constaba mayoritariamente de papel. Los edificios, por encima de los escaparates de mal gusto, resultaban nobles por sus cornisas antiguas, por la pintura verde oscura, descascarillada, a pesar de lo cual, en conjunto, la calle presentaba la complejidad rugosa de una roca mal tallada. Norman sonrió ligeramente mientras avanzaba, preguntándose si la calle le resultaba deprimente o no. Sus dudas le recordaron los insultos de Ilse, y trató de definir con precisión qué era un bobo.
La casa estaba aprisionada, encajada, sin resuello, entre dos tinglados descomunales, y algunas de las ventanas daban muestras del esfuerzo por medio de un pandeo bien visible. Si la Segunda Avenida era la «mejor» casa de las cuatro, éste era obviamente el «peor» de los edificios a su cargo.
La planta baja olía a plátanos. «Karloff», se dijo torciendo el morro. Llamó a la puerta de la que al parecer provenía el olor.
—Vas vilst du? —el rugido rebotó esparciéndose en ecos de sobresalto.
—Moonbloom, el alquiler. —No hubo eco.
—Gay in draird! —La puerta se abrió y apareció un anciano montañoso.
—Calma, calma, señor Karloff.
El hombretón, todavía de un metro ochenta de estatura, sufría los efectos de la gravedad por mil sitios distintos. Era como si una multitud de ganchos de los que colgaran otros tantos pesos le tirasen de los párpados, de la carne de las mejillas, de las comisuras de la boca, de los hombros, los lóbulos de las orejas, las sienes. Tenía el aspecto de una criatura gigantesca, extinta, que aflorase a duras penas del lodo helado. Tenía la piel casi del todo renegrida por la edad, y arrugada en tal cantidad de líneas e intersecciones que, entornando ligeramente los ojos, no se vería ninguna.
—Vas vilst du mit mir? Ich hut kein gelt. Ich hut gornisht, gornisht! —Su aliento carnívoro era soportable sólo por el concurrente hedor del whisky que emanaba.
—Venga ya, señor Karloff. Eso es lo mismo que me dice a todas horas. Pero yo sé que no es así. Usted tiene dinero. ¡Si lo que come usted valdría para una familia entera! Se gasta cuatro dólares al día en schnapps. Es usted más rico que yo.
—Ich nit vershtayen —farfulló Karloff con falso aturdimiento.
—Me entiende usted perfectamente. —Norman se coló rozando la gran masa de su cuerpo y se dirigió a la mesa, donde había restos de carne y mendrugos de pan. Una barra de pan partida por la mitad se encontraba junto a una botella de whisky medio vacía. Las cucarachas se tomaban su tiempo paseando por las paredes, y las cortinas eran meros andrajos. Las paredes estaban tan sucias, y la suciedad era tan antigua, y tenía todo un color tan indescriptible, que parecían oquedades de aire podrido, lo cual daba credibilidad al alarido y al eco que Norman oyera desde el descansillo. Sobre el catre, y en una mesilla coja y ladeada, había libros en caracteres hebreos y libros en yiddish con el lomo desencuadernado, y un periódico judío era el sucio receptáculo donde habían ido a parar varias cabezas de pescado. Bajo un cuenco sucio y agrietado de sopa fría, a Norman le sorprendió ver un ejemplar de Moby Dick. Dejando a un lado sus remilgos, retiró el cuenco y abrió el libro, que resultó estar impreso también en yiddish. Miró a Karloff y visualizó a un Acab condenado por el destino a vivir más de la cuenta.
—¿Qué tal el libro?
—Ah, zayer goot —dijo Karloff, sonriendo para mostrar los tocones renegridos de su boca voraz. Desarmado, recurrió al inglés—. Es una historia de un pez, uno bien graysa, de los grandes…
—Una ballena —dijo Norman con gentileza, frotándose los dedos para pedirle al mismo tiempo el dinero.
—Ya, ya, ballena. Y los menchen, el capitán… tiene un dybbuk, ehr gehven mashuga a la ballena. Y el mar… —agitó los brazos largos, recios, y en su cara oscura, podrida, algo brilló de pura excitación. Tenía ciento cuatro años de edad, y la fuerza que aún le quedaba radicaba en su rabia. Todos sus hijos habían muerto, y Norman había visto al menor de sus nietos, un hombre de sienes plateadas y aquejado ya por el endurecimiento de las arterias, que le hacía contadas, asqueadas visitas de pura cortesía. Karloff consumía cantidades ingentes de alimentos y de bebida; tenía un temperamento de perros y afirmaba ser el ateo más viejo del mundo.
—El alquiler —insistió Norman.
—Es de ver qué… meissen —musitó el anciano, metiéndose una miga de pan en la boca.
—Ah, señor Karloff, otra cosa…
El rostro renegrido lo miró sin expresión.
—Por enésima vez, voy a tener que pedirle por favor que mantenga la vivienda un poquito más limpia. Llamamos cada dos por tres al exterminador, pero empieza a ser una batalla perdida. Es preciso que no deje desperdicios por ahí tirados. Los vecinos se quejan con razón.
—Ah shwartz cholerya offen zie… ahlamun!
—No hace falta que maldiga. Es mi deber insistir en este punto.
—Ya, ya —dijo Karloff con todo su desdén—. Lárguese.
—El dinero, señor K.
—Nah! —empujó el dinero arrugado hacia Norman; obviamente, lo había tenido en la mano en todo momento—. Tenga, tenga. Du vilst mir tsu shtaben, ¡que me voy a morir cualquiera día, ja! No seré yo, no señor. ¡A otro perro con ese hueso! ¡Karloff no! Estoy fuerte, Ich hut kayach, Karloff hut graysa kayach! ¡Yo no me muero, ni me moriré! —se golpeó con el puño su descomunal caja torácica de pie en medio de los despojos que encharcaban el suelo. Era como un gigante, como una planta enorme, andrajosa, crecida en medio de una montaña de estiércol—. ¡Largo de aquí, le digo! —exclamó a voz en cuello.
Norman se fue.
Sugarman le pagó en billetes pequeños y en multitud de monedas, tomadas de sus ventas de caramelos de la noche anterior. Era vendedor de golosinas en los trenes que salían de Grand Central, y lo recordaban a menudo muchos pasajeros por la entretenida forma que tenía de pregonar su mercancía. Sin embargo, como la mayoría de los payasos, era en el fondo una persona dolorida, resignada a un destino predeterminado. Sin ningún rastro de humor, había dicho a Norman que su apellido, «hombre de azúcar», era quien le había condenado a su oficio.
—Entre y recoja lo suyo, Moonbloom —le dijo. Tenía cuarenta y muchos, y ostentaba una cara rubicunda, un cuerpo recio, fuerte—. Este dinero tiene carácter, de modo que no me ponga mala cara a las monedas sueltas. Por ejemplo, este medio dólar. Cambió de trenes en Peoria y luego en Chicago. Hizo un viaje rutinario y sin complicaciones hasta Cairo, de donde fue devuelto a Sandusky, Ohio, en el liguero de una fulana. Rápidamente perdió el fugaz calor de ese monedero íntimo cuando ella misma lo donó al cepillo de una iglesia católica. Un simpático felón, entre los feligreses, lo cambió por una ficha de máquina tragaperras, y lo transportó hasta Utica, Nueva York, cruzando dos estados, donde volvió a cambiar de manos en una partida de chaquete o de póquer descubierto, a tuertos o bizcos. El vendedor de alubias que se lo ganó se lo llevó a su domicilio familiar, en Albany, donde terminó yendo a parar al dinero que daba a su esposa para la compra. Ella regaló a su amante una corbata pintada a mano, y el dueño de la tienda donde la compró lo ingresó, junto con otros de su misma cuantía, en la cuenta que posee en la Caja de Ahorros Nacional de la Minería. Al día siguiente estaba en el sobre de la paga de un cajero, ochenta y cinco con cincuenta y siete. Este hombre, afectado por el síndrome de Reynaud, que, por si no lo sabe, consiste en un profusísimo sudor de la palma de las manos, se lo llevó cuando hizo una visita a su padre, residente en New London, Connecticut, y pagó con la moneda un tanque de gasolina súper, de marca Esso. El dueño de la gasolinera tomó entonces el ferrocarril de New Haven a Nueva York, partiendo de New London a las siete y tres minutos según el horario de la franja este. Exactamente a las ocho cuarenta y ocho, misma franja horaria, pagó con esa moneda una chocolatina Hershey (sin almendras). Sé qué hora era porque se rompió una de las mangueras del aire y nos quedamos parados cerca de Cos Cob. —Tomó asiento sobre su cama y miró al hombrecillo armado de paciencia, provisto de su talonario—. Y sigue sin quedarse quieto. Ahora va a parar a manos de Moonbloom y en lo sucesivo ya nada sabré de su paradero.
—Descuide, Sugarman, que tendré buen cuidado —dijo Norman, extendiendo el recibo ficticio.
—No, no, eso sí que no me lo creo —dijo Sugarman con tristeza, con la pesadumbre de Pagliacci, con su misma falta de estima envolviéndole los ojos—. No sé si se da cuenta, Moonbloom, pero en usted hay algo innoble, malsano, pernicioso, que es además innato en usted. A pesar de sus muchos afanes en el toma y daca del dinero y los recibos, me parece percibir con total certeza una irresponsabilidad que se amplía hasta ser en esencia mera falta de respeto incluso por el dinero, caso de que sea lo más sagrado. Al igual que yo, usted es en el fondo un hombre carente de humor y carente de vida.
—¿Cómo es posible que se considere un hombre sin humor, Sugarman? A usted se le tiene por el ingenio de los andenes.
—Solamente doy voces en la oscuridad cuando rodamos a toda máquina por el campo —dijo Sugarman tendiéndose en la cama—. Mis chistes son mero gimoteo; mis chispas de humor son, si se acumulan, un lamento. Como si no lo supiera yo… El humor es trágico; hunde la hoja del cuchillo mucho más a fondo que la solemnidad. La risa es tan elemental como la sonrisa de un bebé después de eructar, es reflejo condicionado por el dolor.
—Es usted muy elocuente, Sugarman —dijo Norman, como si estuviera deseoso de pasar el rato de cualquier manera. Casi había llegado al final de las colectas previstas para el día, y la noche por delante no era aún más que un largo periodo, un tiempo sólo embrionario. Por lo que alcanzaba a saber, obtenía el mismo placer, o sensación, de todo esto, que del vibrador de masajes para los pies previa introducción de monedas a que había recurrido la semana anterior—. ¿No cabe más bien pensar que se haya confundido usted de vocación por puro exceso de preocupación por su apellido?
—No, no, ni muchísimo menos. Mis hombros, toda mi espalda, hasta mi propio espíritu tienen la forma que tienen por la correa con que sujeto la bandeja de las golosinas, tanto como el brazo y el espíritu de mi padre estaban conformados a las filacterias. Yo nací ya con mi perorata, y a muy temprana edad dejé de piedra a mi padre y lo sobresalté cuando estaba entregado a sus devotas oraciones matutinas con mis gritos heréticos y profanos. «Última llamada para caramelos, naranjada fresquita, cacahuetes, bocadillos de jamón y queso, chocolatinas de uno y otro sexo, goma de mascar, galletas deliciosas. Este tren no está provisto de vagón restaurante, damas y caballeros. No habrá refrigerio ninguno de aquí a Boston. Van ustedes a morirse de hambre, de sed, de pura debilidad. Ésta es la última ocasión que tienen de dar nutriente a su cuerpo, de reponer los jugos vitales perdidos con tanto sudor. Estas naranjadas fresquitas duran frías un tiempo extraordinario debido a un ingrediente especial. Les aseguro, damas y caballeros, que este tren no está provisto de vagón restaurante. Yo soy la última esperanza que tienen de aprovisionarse. Hersheys, chocolatinas con almendras, Milky Ways, ¡naranjada fresquita de verdad!»
—Pone usted en grave riesgo su solvencia profesional al hacerme partícipe de semejante charada. Yo de ninguna manera compro nada.
—Cierto, muy cierto, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Para mí, todo tiempo libre es día de escuela. Soy como un marino con una eterna sensación de bamboleo bajo los pies. Me balanceo en la cama, despierto en la noche dando por supuesto que veré Bridgeport o New Haven, que flotarán al pasar de largo en la noche, igual que los recuerdos. Para mí no existe el presente. Yo sólo soy pasado. He agotado mi juventud en ninguna parte, siempre pasajero en tránsito. Soy un espectro, Moonbloom, una aparición. Dudo de mi existencia. No tengo vida social, no tengo amigos. Para el sexo, uso a las mujeres como podría usar una máquina expendedora. Todo se me escapa, como si lo viera por la ventanilla de un tren. Y veo las caras igual que las fachadas de los edificios en los cientos de poblachones por los que paso, todas recubiertas por mi propia mugre.
—Es evidente que está usted muy solo. ¿Por qué no se apunta al Y, o a cualquier otro club para mayores de treinta y cinco años?
—Se porta usted adrede como un cínico, y no estoy seguro de que lo sea. No se le alcanzan más que las vagas premoniciones.
—Quizá en alguna otra ocasión podamos entrar más a fondo en el asunto —dijo Norman, cuando el tedio de pronto comenzó a hinchársele a la altura de los tobillos. Se puso en pie y contó el dinero.
Sugarman miraba al techo.
—Moonbloom, lleva una ropa demasiado grande.
—Pues no, Sugarman, es justo al revés: soy demasiado pequeño para la ropa que llevo.
—No tiene usted remedio.
—No. Ni siquiera para mí —concedió Norman acercándose a la puerta.
—Esta casa es asquerosa —dijo Sugarman con petulancia.
—Indudable.
—Todo es asqueroso.
—A ver, a ver, Sugarman.
—Estoy harto, Moonbloom. Tras hablar durante un rato, me entra un cansancio mortal. Váyase, déjeme soñar con ese último tren, el más grande de todos.
—Parece freudiano —dijo Norman, y abrió la puerta.
—Muérase, Moonbloom.
—Sólo le deseo lo mejor —dijo Norman. Y cerró la puerta dando la espalda al vendedor de golosinas, que yacía en diagonal sobre su cama, con los párpados cerrados, aleteantes.
Como siempre, Paxton parecía estar muy atareado. Dejó entrar a Norman con un pequeño gesto, femenino, de irritación.
—Caramba, tú otra vez, ay. —Fumaba igual que una de esas máquinas que presuntamente verifican los filtros de los cigarrillos, sólo que su cara negra mantenía una calma nudosa, alejada a años luz de los gestos nerviosos de sus manos y sus hombros—. En fin, caballero, adelante, aunque te advierto que estoy que me subo por las paredes.
Había una lámpara Dazor de brazo articulado sobre su máquina de escribir; detrás, el desorden parecía hostil a todos sus intentos por trabajar. La habitación era un frenesí. Había papeles esparcidos por doquiera, y se tenía la sensación de que el habitante de la vivienda no podía vivir sin papel, de que fuera un animal de una extraña especie, que no se alimentara de otra cosa que no fuera papel. Los libros hacían flexiones encima de la cama destartalada; las revistas aparecían apiladas contra las paredes y debajo de la cama. Paxton dio un salto con precisión hacia el catre, apartó algunas de las revistas y sobres que descansaban encima e indicó a Norman que tomara asiento.
—Enseguida te dejo en paz, Joe; no será más que un minuto —dijo Norman a la vez que se acomodaba con cautela en el incierto asiento.
—No pasa nada, cielito. Soy tan desorganizado… Además, je suis fatigué, necesito un descanso. ¿Una copa, Norm?
—Un poco de soda, si puede ser.
—Soda, soda… —dijo Paxton, contemplando el desorden y rascándose el cabello crecido, espeso, con un dedo delicado. Lo llevaba corto por lo general y no hacía nada por embellecerlo, ni gomina ni lociones. Tenía una boca de clásico grosor, aunque su nariz, larga y afilada, delataba algún caucásico olvidado entre sus ancestros. Tenía los ojos como globos, de muy rápido movimiento—. A lo mejor me queda algo de agua de quinina sin burbujas.
—Que sea un vaso de agua.
Paxton llenó un tarro de cristal en el grifo de la fregadera y lo derramó sobre una lámina de hielo ya derretido.
—Ah, una cosa te diré —dijo a la vez que entregaba el vaso a Norman—: esa condenada máquina de las palabras es como un mono que se me haya subido a la chepa. A veces ya ni siquiera sé por qué la aporreo. Ni siquiera pienso en lo que pongo sobre el papel y lo que va a manos de mi agente, en resumidas cuentas al editor y, a la postre, a las señoras de los clubes de lectura. Empiezo a tener la sensación de que podría seguir y seguir dale que te pego sin siquiera ponerle cinta a la máquina de escribir. El acto de golpear las teclas termina por ser el fin en sí mismo y lo que todo lo resume. Tengo que largarme de este cuartucho cuando antes; si no… ¡al cuerno!
—¿Qué tal va éste? —preguntó Norman con el talonario de los recibos en la mano.
—Ah, très bien, aunque terminaré por aborrecerlo antes de terminar. Me estoy pudriendo por dentro, cielito. Esto acaba con todo. Comienzo por odiar a los Consejos de Ciudadanos Blancos, paso a odiar a los ciudadanos sin más y termino por odiar a este su seguro servidor. Lamentable, aunque no irremediable. —Miró a Norman con sus ojos saltones, siempre llamativos, su listeza ampliada, proyectada por la frente retraída y la pequeñez del resto de sus rasgos, de modo que su cara era como un vehículo que a uno se le echara encima de improviso, el camino iluminado por los ojos—. Estoy esperando a que llegue un cheque por mis royalties, y cuando llegue… adieu calle 13, adieu Estados Unidos de algunas Américas. Me largo a París, donde la sordidez es sonrosada, donde hasta el moho es una maravilla.
—Así pues, ¿crees que un sitio es de veras distinto de otro? Yo nunca he estado en Europa, pero he puesto la cabeza en la almohada de varios estados, por no hablar de un semestre en la Universidad de México y un veranito en MacGill. La luz era la misma en todas partes, y en todas partes desplazaba yo la misma cantidad de aire, más bien pequeña, por cierto.
—Tú, Norman, eres un caso extraordinario, nada típico del Homo sapiens. Dicen que la gestación de los elefantes dura ni se sabe cuánto. No quisiera ofenderte, pero permíteme decirte que, en mi opinión, tu santa madre debió de ser un mastodonte. Aún se te ven grumos en los ojos.
—Basta —dijo Norman, con un deje de irritación—. Me cansa oír a la gente decir que vivo en una especie de neblina. Creo que no es más que la tristeza, que siempre busca compañía. Nadie es capaz de presenciar la tranquilidad.
—Lo que tú digas —dijo Paxton, encogiéndose de hombros.
—De todos modos —siguió diciendo Norman, fácilmente aplacado, pues sus arranques de ira nunca eran de más de dos dedos de alto—, a la vista salta que a ti esto no te gusta.
—¿Cómo? Oye, es que estoy harto de la negritud. Soy pequeño y soy frágil, papi. Pequeño y frágil, Ya no aguanto más la mirada de mis hermanos. Me atosigan. Yo soy un artista. Ellos necesitan predicadores y guerreros. Joyce se marchó de su patria por ver de entender qué estaba haciendo. Te aseguro que yo tengo más razones para salir pitando de aquí.
Norman digirió lo dicho, dando breves sorbos de agua, que sabía a herrumbre. ¡Malditas tuberías! En la repisa de la falsa chimenea estaban los tres libros que había publicado Paxton, éxitos de crítica literaria, aunque en conjunto le hubieran valido al autor un total de cuatro mil setecientos dólares a lo largo de los cinco años transcurridos desde la aparición del primero. Norman concentró la mirada en el hombre, negro y enclenque, que parecía arder en la humareda producida por la furia con que fumaba.
—Tal vez debieras casarte, Joe —dijo Norman con inocencia.
—Vaya, eso sí que sería una cosa verdaderamente espiritual, no vayamos a confundirnos con la lujuria. Ay, cielito, a mí me gustan las mujeres, pero eso sería una relación pervertida. Yo soy un maricón americano de los pies a la cabeza, encanto; al menos, esa parte de mí está en perfecto orden. Eso sería lo que me faltara para liarme del todo, un toque de bisexualidad. Jamás podría terminar un solo libro.
—Qué feliciano eres, Joe —dijo Norman, y le extendió el recibo.
—Y tú qué irónico, cielo. Me juego cualquier cosa a que eres el casero más irónico de toda la ciudad.
—No soy más que el agente —dijo Norman con blandura.
—Tío, si tuviera tiempo me gustaría llevarte a un sitio y ver qué pasa —dijo Paxton, con su fea cara de pronto metamorfoseada en una sonrisa de increíble belleza. Esa sonrisa era el secreto de su encanto; parecía perdonarlo todo, tanto que quien la contemplara por fuerza debía perdonárselo todo a quien la ostentaba—. Tienes las trazas de… no sé qué, pero las tienes.
—El hombre negro habla con lengua bífida —dijo Norman, y con una mano le tendió el recibo, mientras con la otra esperaba el dinero.
—No te extrañe si un día abres un ejemplar de la Paris Review y te encuentras despellejado en letra impresa.
—Lo estoy esperando, Joe.
—¿Aceptas un cheque de viaje? —preguntó Paxton, la sonrisa impecable y cálida clavada hipnóticamente en Norman.
—Siendo tuyo tuyo, Joe…
—Merci, chéri.
—No hay de qué, Yussel.
Y se despidieron, siendo de algún modo a la vez amigos y enemigos.
Del Rio estudiaba dramaturgia las noches en que no tenía combate. La complejidad de su régimen se notaba en su manera de mirar, por debajo de los baqueteados pliegues de sus párpados.
—Hora del alquiler —canturreó Norman.
—Hola, Moonbloom —dijo Del Rio con un tono al estilo de Marlon Brando, aunque su tez morena y su rostro grueso a fuerza de aguantar los ganchos de sus adversarios en el cuadrilátero (era un buen boxeador, rara vez le tocaba encajar golpes más severos) a Norman se le antojaba poco propicio para que le dieran el papel de galán.
De mediana estatura y soberbia complexión, se movía con ligereza, siempre en guardia. A pesar de sus ochenta y tantos kilos, pensó Norman a la defensiva, y se sentó de inmediato. La habitación estaba muy limpia, y era casi del todo anónima, salvo por unos cuantos libros y cuadernos. La fotografía de John Barrymore, en la pared, parecía que estuviera en la habitación antes de que él la ocupase. Una bata de satén rojo, con DEL RIO en letras blancas a la espalda, colgaba de un gancho en la puerta del armario. Sobre la mesa, un libro abierto parecía vigilado por un frasco grande de germen de trigo.
—Vuelve a haber cucarachas —dijo Del Rio al tomar la cartera de un cajón—. Empiezo a estar harto. He de usar el cubo repugnante que hay en el pasillo y compartirlo con esos dos guarros, Paxton y Louis. Lo suelo limpiar de vez en cuando. Compro desinfectante y repaso la bañera y el lavabo y el suelo y la dichosa taza del retrete. Barro el pasillo de toda la planta, mantengo limpia mi habitación. ¡Pero no hay manera con esas apestosas cucarachas!
—Ya he hablado con el viejo.
—¡Hablar, hablar, hablar! ¡Lo que tiene que hacer es ponerlo de patitas en la calle! O en un asilo, o donde sea. Ese viejo cascarrabias está difunto. Le juro que voy a llamar al Departamento de Salubridad o al Comité de Sanidad o a lo que sea. —Su cabello negro azabache emitía reflejos azulados con la luz del crepúsculo inminente, y su rostro, que había parecido flemático bajo la armadura del tejido de cicatrización, se veía ahora congestionado por una ira de extraño sabor, casi apasionada; podría estar asimismo expresando un amor perverso por aquello que lo había provocado.
—Es un ser humano —dijo Norman con voz meliflua, casi insolente. Se sentía mucho más seguro en presencia del púgil Del Rio que, por ejemplo, en presencia de Wade Johnson. Del Rio jamás le había levantado la mano a nadie fuera del cuadrilátero.
—¡Y yo también! Y no soporto la guarrería. Además, todo el que conviva con ese grado de suciedad es un animal, no un ser humano.
—Es un viejo —dijo Norman, rellenando el recibo.
—No entiendo cómo nadie puede llegar a ser tan descuidado consigo mismo, con su mente y con su cuerpo. Son un desastre —dijo Del Rio con una mueca de asco.
—No todos nosotros tenemos la misma disciplina que usted, Del Rio —dijo Norman sacudiendo el recibo, aunque de sobra sabía que la escritura del bolígrafo se secaba casi en el instante del contacto con el papel. Pensó con melancolía en lo placentero que sería escribir con una pluma de ganso, y luego verter arena sobre el pergamino.
—Por eso está el mundo tan patas arriba.
—¿Por qué no nos lavamos lo suficiente? Venga ya, Del Rio: los alemanes son una raza inmaculada.
—Por dentro son un desastre, están atiborrados de cuentos de hadas que son la suciedad misma.
—Vaya, qué teoría tan interesante. De todos modos, ¿cómo puede usted ser actor si no se puede identificar con nosotros, los seres humanos desaliñados?
Del Rio se puso colorado como un prepúber al que se le acusara de tener novia.
—Eso es harina de otro costal —dijo con brusquedad—. Un actor puede ser como un científico. Cuando actúa, lleva a cabo un experimento. Es como si utilizara su voz y su cuerpo como si fueran microscopios. Quiero decir que probablemente podría interpretar, si me lo propusiera, a un viejo chiflado como Karloff. Pero siempre soy yo. Un científico no tiene que identificarse con un tejido viscoso que esté estudiando.
—Hombre, no sé yo —dijo Norman fingiendo una actitud pensativa; en realidad, estaba jugando a un juego antiguo y manso con Del Rio—. No parece que se pueda ser un gran actor de esa manera.
—Pues se equivoca —dijo Del Rio con vehemencia—. La pasión ha de centrarse en el arte, no en los temas ni en los personajes. En el fondo, es lo mismo que hago en el ring. Si me pongo emotivo, no combato todo lo bien que sé. Si mantengo la calma y la frialdad y estoy atento a lo que hago, y a todo lo que hace el contrincante, la cosa sale a pedir de boca.
—Con esa actitud, no creo yo que tenga muchos amigos —dijo Norman contando el dinero despacio y disponiendo los billetes en su cartera por orden de denominación.
—No fastidie. Antes, tenía amigos y tenía familia. Y no vea qué harto me tenían. Ahora estoy mucho mejor.
—¿Nunca se siente solo? —preguntó Norman, con sus ojos de embarazada tenuemente bromistas.
—Siempre estoy solo —dijo Del Rio con orgullo, su cuerpo magro y perfecto a modo de testimonio de su triunfo de asceta.
—No me convence —dijo Norman.
—A mí eso me da igual —dijo Del Rio con calma—. Lo que cuenta es que entiendo mi dolor. Todo, todo lo tengo bien claro.
—Tal vez no siempre sea usted tan fuerte —dijo Norman poniéndose en pie, y preguntándose por qué se tomaba la molestia de mantener semejante charla. De repente se sintió muy cansado. Ese algo que le había hecho sentirse enfermo durante la noche anterior aún debía de estar en él. Por un instante, sintió un pánico idiota ante la posibilidad de que fuera algo incurable, pero desapareció dejando tan sólo una palpitación, y sonrió mirando a Del Rio—. Veré qué se puede hacer con lo de las cucarachas.
—Hágalo, se lo ruego —dijo el boxeador, de pie en la brillante soledad de su habitación—. No soporto la porquería.
—¿Sólo la porquería? —Norman suspiró con un levísimo deje de ironía.
—No se ría de mí.
—¿Hay alguna otra cosa que le fastidie? —preguntó Norman desde el umbral.
—De acuerdo, de acuerdo —repuso Del Rio con impaciencia—. Mire, me queda algo por leer y además quiero dormir un rato. Mañana por la noche tengo un combate en Newark.
—Ya me marcho, descuide —dijo Norman fingiendo miedo—. Nos vemos a la próxima.
Del Rio no contestó. Mientras Norman cerraba la puerta, fue como si estrechase el marco de una fotografía del boxeador, sentado ante su mesa con su libro, las manos grandes, de nudillos abultados, entrelazadas sobre la frente, completamente inmóvil al leer. Su inmovilidad dio cuerpo al movimiento furtivo de una cucaracha por la moldura, encima de su cabeza. Norman hizo una enfática mueca ante el peligro que corría el insecto, y cerró la puerta sin hacer ruido.
Louie, un gnomo judío, vivía en el ático.
—¿Qué pasó, Norman? ¿Qué te cuentas? Eh, bonito día, ¿no? Supongo que debe de hacer calor, pero no estoy seguro… —Era recadero de una empresa de fotocomposición y tenía colgadas de la pared grandes imágenes fotocopiadas que representaban escenas agrarias. Había un pequeño televisor, con una pantalla del tamaño de un naipe, y gran abundancia de alimentos en conserva. A menudo se le veía encantado de la vida, si bien Norman una vez lo había visto tumbado en la cama, con una esquina de la almohada metida en la boca, aterrado, enfermizo—. En fin, es cosa de este hombro lastimado. El médico dice que es bursitis, ya te digo. Bursitis. ¿Y tú crees que en Delmore Photo a alguien le importa que me duela el hombro? Para nada. ¡Qué les va a importar! Cualquier día de estos les voy a dar puerta. Va en serio. Si hasta resulta que he recibido una oferta de Scarpo, que está en la Undécima Avenida, y pagan tres dólares más. «Ya veremos», les dije. ¿Tú crees que Delmore aprecia mi lealtad? Pues ya te digo yo que no.
Norman asintió al entrar y sacó su talonario; sería la última vez que lo hiciera en toda la semana. Una película del oeste crepitaba con suavidad en el televisor. La cena enlatada de Louie burbujeaba con aire incitante en la cocinilla.
—Creo que la semana que viene me voy a ir con mi hermana. Tiene una casa en Longuylin-Massapeeka. Creo que me voy a ir para allá y me voy a pasar el día sentado a gusto al solete. Los críos me llaman «el tío Louie». —Rió por lo bajo como si se derritiera—. ¡Qué niños! Les llevo globos, o piruletas, lo que sea… Sí, me parece que eso es justo lo que voy a hacer.
Norman se preguntó si Louie hablaba solo cuando no tenía con quién. Salían de sus labios las palabras a tal velocidad, y con tal indiferencia a toda respuesta sensata, que no quedaba más remedio que asentir y sonreír. Asintió y sonrió mirando al hombrecillo. Louie tenía cincuenta y un años, pero aún tenía el cabello negro y aplastado contra su cráneo de mono, como una piel reluciente de otro color. También sus ojos eran simiescos, y tenía la nariz grande y ojos pequeños, de color estiércol.
—Voy a ir a ver esa pilícula que echan en el Apollo. Es la del monstruo ése del Polo Norte. Manucci, un tipo que trabaja conmigo, dice que la ha visto. Dice que el monstruo llega a Nueva York y destruye todos los edificios, y al monstruo lo bombardean y toda la pesca. Por lo visto, muy interesante. No sé yo si… puede ser que empiece a necesitar unas gafas… —Descansó la mano sobre la nariz—. De todos modos, me está empezando a parecer que la semana que viene me piro con mi hermana. Sí, una visitilla, una cena en condiciones. Me quedo con los niños mientras ellos dos se van a bailar, en fin. Es agradable aquello, la casa es grande. De corte colonial, algo anticuado. Tiene preparada siempre para mí una cama en el cuarto de los juguetes, colchón de goma espuma. Es buena cocinera mi hermana. Y les gusta que vaya a verlos y que salga un rato. «Tío Louie», me llaman. Ahhh. —Sacudió la cabeza como si no diera crédito.
Norman deslizó en su cartera el dinero que Louie tenía preparado sobre la mesa. Calzó el recibo bajo un plato estampado de flores y se puso en pie.
—Ah, eso sí. Los tipos de Delmore… Muy listos, desde luego. Se parten de risa, ¿te das cuenta? Muy listillos, se ríen de mí. Ja, ja, ja. Cualquier día de estos les voy a… —se le oscureció el semblante y se le retorcieron los rasgos, una extraña vacuidad apareció en sus ojos durante un instante. Su propio embotamiento lo baldeó. Miró de reojo la cena que borboteaba al fuego, miró sin expresión la película del oeste, que dio paso a un anuncio de cacao en polvo ante sus ojos.
—Sí, pienso ir a ver la pilícula que echan en el Apollo. Dice Manucci que el monstruo es más grande que el Empire State. No sé yo si… puede ser que empiece a necesitar unas gafas.
Norman se marchó sin decir nada, mientras Louie proseguía su perorata.
Caminó por las calles al anochecer hasta la boca de metro de la calle 14. El cielo se tendía en superfluas inmensidades de distancia; para Norman, la distancia que mediaba entre él y el siguiente transeúnte era infinita. Se sentía apagado, fatigado. Tenía un zumbido en los oídos que atribuía a un «virus» que debía de haberle atacado la noche anterior, y se defendía de la sensación de tirones y empujones que le corroía por todo el cuerpo diagnosticando una febrícula, a la vez que se concentraba en su perfecta residencia, a pocos kilómetros de distancia. Estaba deseoso de la comodidad de su hogar, de cuidarse y medicarse. El viento, que había sido otoñal a lo largo del día, ahora tenía el frío, mortífero, húmedo olor del invierno incipiente. No debía salir ya sin abrigo; el tiempo estaba tornadizo, traicionero. Meditó sobre la posibilidad de que existieran prendas de vestir termostáticamente controladas, que mantuvieran el cuerpo del usuario a una temperatura constante, y no vio al borracho vomitar de un modo asqueroso, aunque pasó a menos de medio metro y recibió una salpicadura.
Cuando llegó a casa, puso al fuego un cazo lleno de agua para cenarse unos espaguetis, y se sentó con lápiz y papel para calcular por enésima vez todo lo que debería hacer, todo lo que sabía que no se podía hacer. Y en cada ocasión, cuando se disponía a redactar aquello que parecía exigir la máxima prioridad en su plan ficticio, se le aparecía otro rostro y recordaba otra queja. Las hermanas, Minna y Eva, le recordaban el ascensor; trató de recordar si era un Otis o un Westinghouse. El goteo de la fregadera en el piso de los Lublin se coló en su conciencia con una persistencia irritante. Con una simple arandela… Sin embargo, el lápiz se detuvo en seco cuando llegó al tumor hinchado en la pared de Basellecci. Y luego, la cocina de J.T. Leopold, y el cableado de la Segunda Avenida… El lentísimo reptar de una cucaracha malhadada dejó una huella inquietante en su memoria. Leni Cass lo miró a los ojos, y trató de recordar cuál era el motivo de su queja. ¿O no tenía queja? Se levantó con un chasquido de exasperación, echó los espaguetis al agua, los vio ablandarse y deslizarse hacia el interior. Tenía fiebre; carecía por completo de sentido el tratar de ponerse a pensar a fondo en nada.
Puso el reloj para que le avisara a los nueve minutos y se acercó a la ventana, quitándose a manotazos una borra inexistente de los pantalones. De pronto, vio una mancha inexplicable en la pernera. Se agachó a rascarla, imaginando un olor nauseabundo. Irguiéndose, miró por la ventana tratando de revivir el momento, de precisar el instante en que esa suciedad podía haberle rozado. Y mirando sin ver el edificio de enfrente, su lucidez perjudicada por la febrícula, se imaginó que veía de pronto al Monstruo del Polo Norte, acechante entre los rascacielos del centro de la ciudad.