2

Entró en el portal y frunció el ceño ante las nuevas marcas de lápiz que vio en las paredes. El mobiliario de refectorio era una recriminación, y los falsos arcos parecían amenazados por la realidad del presente. Dio una patada a modo de prueba a un octógono suelto del embaldosado, echó un vistazo a la única bombilla de la lámpara de araña de estilo señorial. En el ascensor, aguzó el oído para fijarse bien en el motor renqueante, y trató de no leer el rótulo que indicaba que dicho ascensor no había pasado la inspección pertinente. Alguien había escrito «emperadores» en la pared moteada, junto a un dibujo antiguo y ya herrumbroso de unos genitales masculinos y femeninos. Suspiró y miró al techo. La vida en el edificio discurría tenuemente en derredor, como el movimiento pulsátil que se percibe a través del hielo recién formado.

—El alquiler —dijo sin entonación cuando un joven con pinta de anémico le abrió la puerta.

—Ah, ya, un momento —dijo Lester, a medias abriéndole la puerta, a medias sujetándose el cabello cardado de manera voluminosa—. Tía Min, el del alquiler —dijo por encima del hombro.

—Siempre en el momento más inoportuno —dijo Minna entre dientes; la pecosa cara de niña pequeña parecía esponjarse bajo el maquillaje y el colorete—. Adelante, adelante, siéntese. Voy a ver si encuentro el… —se llevó el resto de la frase al dormitorio cuando su hermana, Eva, salió de la cocina con un trapo en las manos.

—Hola —le dijo Norman.

—Ese cartel que hay en el ascensor… ¿quiere decir que no es aconsejable usarlo? ¿No es seguro? —Eva tenía la cara de una india vieja, y un cabello teñido de negro con reflejos azules. Entornó los ojos, con lo cual se le ahondaron las arrugas que ella misma se infligía.

—Es sólo una cuestión técnica. —Norman se había sentado con su mejor actitud de respetabilidad luminosa, el sombrero de gángster sobre la rodilla.

—No me haría ninguna gracia estamparme contra el suelo del sótano por una cuestión técnica —dijo Lester, y enarcó una ceja. En su condición de Sobrino Bienamado, conocía bien a su público.

Su tía Eva se rió llevándose la mano a la boca; había en su actitud una timidez de corte muy sexual, las trazas de una mujer joven que, con su amante, se ve de repente excitantemente alterada por la presencia de un desconocido. Con las duras facciones de iroquesa que le adornaban muy a su pesar, no tenía ninguna gracia.

Llegó su hermana a la sala con el talonario en la mano.

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —preguntó Minna, tratando de encontrar de qué bando ponerse. Y al ver que había sido cosa de Lester, prescindió de toda reserva y se dispuso a reír de buena gana.

—El señor Moonbloom decía que el rótulo del ascensor es sólo una cuestión técnica, y Lester dijo que «no me haría ninguna gracia estamparme contra el suelo del sótano por una mera cuestión técnica».

Minna sonrió. Tan intensa era su emoción que tuvo que dar una palmadita en un mechón de pelo liso que sobresalía en la cabeza de su sobrino.

—Lester, Lester —le dijo.

Las dos hermanas se deshicieron en tiernas miradas dirigidas a la cabeza del atiplado joven, de aspecto blandengue, que seguía aparentando una total indiferencia entre ellas. Norman sin embargo percibió que el ángulo de su cabeza de flojeras venía determinado por la línea de confluencia de las miradas de ambas. Lester se estiró como un gato doméstico. Emanaba la luz de una lámpara de pantalla requemada por la propia bombilla, que prestaba a todos ellos una coloración de vieja moneda de centavo. Norman miró el techo en busca de desconchones, de las cascarillas de yeso que pudieran caer en ese silencio antiquísimo. Vio una mínima huella en la cáscara de su conciencia. El sombrero grande se le humedeció entre las manos.

—Bueno —dijo a modo de sutil consolación.

Minna respiró tal como si una rama se quebrase.

—Supongo que lo mejor será pagar al cobrador —dijo.

—Ni más, ni menos —dijo Lester, y miró con adoración a la mayor de sus tías.

—Ay, Lester —dijo Eva. Al igual que su hermana, era incapaz de pronunciar el nombre del sobrino sin verdadero sentimiento.

Allí dentro, la luz era como un olor. Cuando Norman salió al rellano, respiró hondo y soltó el aire poco a poco.

—Adelante, joven. Como si estuviera en su casa. —Arnold Jacoby apareció con un soldador en la mano. Pequeño, con pinta de juguete, parecía que la herramienta lo acalorase, y en su cara avejentada asomaba el rubor—. Estaba preparando la cena. ¿Querrá quedarse a cenar con nosotros? Betty no se complica la vida. A nuestra edad, una sopa de lata Campbell y vamos que ardemos. Simple cuestión de abrir una lata más. Poca cosa. Nos encantaría.

—Es muy amable de su parte, pero me quedan muchas visitas por hacer…

Por la razón que fuera, se imaginó haciendo obras de misericordia cuando más arreciaba una epidemia. Se dio una palmada en el bolsillo de la pechera, verificando o indicando que allí estaban los recibos.

—Tonterías. ¿Una taza de café instantáneo? Un joven como usted no puede andar con tantísima prisa.

—Es que yo…

—Quiero decir que, cuando llegue a mi edad, ya verá las prisas que va a darse. Veamos… Por decirlo en el lenguaje de su profesión… A mí me encanta hablar en el lenguaje del otro, eso suele indicar cierto interés por lo que el otro se traiga entre manos, ¿no le parece? Cuando hablo con los jovencitos, procuro hablar como hablan ellos. Qué chulada, tío, qué locura, ¿eh? Cómo farda. En fin, usted ya sabe. Por volver a su profesión, se lo diré en sus propios términos. A mi edad, hay que pensar en los alquileres a corto plazo… —se rió con modestia—. Sí, señor: alquileres a corto plazo.

Norman le rió cortésmente la gracia, separando las manos del cuerpo como si diera una brazada en el agua.

—Tampoco es que nos dejemos comer la moral. No dejamos de hacer cosas, ¿eh? ¡Betty! —rugió de pronto, con lo que Norman creyó por un instante que había metido el pie en un cepo—. Por ejemplo, yo soy modelista de profesión, trabajo para una gran empresa, me ocupo de todo el trabajo de modelación. Pero en mis ratos libres me dedico a mis chapucillas. —Alzó la mirada con una expresión provocadora, de ufanía.

—¿Chapucillas? —dijo Norman.

Por lo visto, lo había dicho en el tono de voz idóneo. La cara avejentada, como un juguete, se coloreó de placer.

—Ja, ja, ja —dijo a la vez que meneaba el dedo índice, bien estirado, convencido de haber sembrado en Norman una inmensa curiosidad. Era un guasón, pero sus guasas se habían arrastrado a lo largo de mil caminos sin caer por eso en la aspereza, de modo que estaba claro que nunca hubo crueldad en sus burlas.

—¡Betty! —volvió a rugir. Esta vez, Norman sólo tuvo un pequeño estremecimiento. Arnold Jacoby lo empujó prácticamente a un sillón floreado que lo abrazó como si fueran arenas movedizas—. Le voy a contar con qué chapuzas me entretengo. Yo invento cosas. Soy inventor.

—Hay que ver… —dijo Norman en el instante en que, con gesto furtivo, sacó el talonario de los recibos. Dejó pasar unos segundos de cortesía, y disparó a bocajarro justo cuando Arnold empezaba a pronunciar palabras de calificación—: Un día de estos va a tener que hablarme más a fondo de toda esta dedicación. Ahora le aseguro que me encantaría quedarme, pero hay cosas que no puedo aplazar. Veamos… Me parece que sólo son sesenta y tres dólares con veinte centavos. ¿Es así, señor Jacoby?

—Llámeme Arnold. Así me siento más cómodo. Tengo setenta y tres años, pero eso de «señor Jacoby» todavía me recuerda demasiado a mi padre. Este febrero se cumplió medio siglo desde que muriese. Un hombre espléndido, espléndido. Con un gran respeto por la mente y el espíritu del ser humano. Ni un atisbo de grosería en aquel hombre. Naturalmente, por eso mismo fue un fracasado. Igualito que yo. Claro que yo sigo pensando que uno no es un fracasado si en su fuero interno es fiel a sus aspiraciones.

—¿Le extiendo el recibo a su nombre o al de su esposa, señor… quiero decir Arnold?

—Eso es lo de menos, se lo digo yo. Ese recibo da igual. Pero póngase cómodo, tómese un café instantáneo. ¡Betty!

—No grites tanto, Arnold —dijo la anciana, que entró arrastrando los pies y empujando una mesita de bridge—. Hola, señor Moonbloom.

—Señora Jacoby… —trató de levantarse, pero Arnold lo empujó contra el fuelle de la tapicería.

—Pues claro que se tomará un café, y un poquito de sopa, seguro —dijo ella. Parecía algo mayor que su marido, ya entrada en los ochenta, o a punto. Era extraordinariamente bella en la tenue luz que mantenían dentro. No tenía demasiadas arrugas en la cara; tan sólo la tenía blanquecina, como un cuadro quemado por el sol. En la luz matizada dentro de la cual vivían, a Arnold la buena mujer tal vez aún le resultaba deseable. Tenía un punto extraño, un cierto exotismo, visible tanto en ella como en lo que se ventilaba entre ambos: una constante conmemoración de la pasión, una cláusula especial en la relación que mantenían, y que generaba una tensión especial entre dos personas de edad semejante.

—¿Por qué tienes que andar tú arrastrando esa mesa, Bet? Habérmelo dicho a mí. —Arnold adoptó una pose cuando menos ridícula, que desconcertó a Norman durante unos minutos, hasta que cayó en la cuenta de que Arnold había dado a su silueta envejecida y entrada en carnes la apostura de un hombre que vive los primeros compases del cortejo. Cuadró los hombros y se acercó raudo a quitarle la mesa—. Trae, deja, yo me ocupo de eso. —Bajó una octava el tono de voz, un meandro en la facilidad de trato de un hombre ya mayor y en tensión. Dejó el soldador a un lado, extendió las dos alas de la mesa con destreza y abrió las patas. Se acomodó entonces ante la silla de Norman, cerrándole el paso—. Esto está en un periquete —dijo como si tal cosa.

Su esposa trajo la sopa en tres cuencos, con una sonrisa disimulada, como de amante. Norman se incorporó rígidamente en el sillón, aferrado a su bolígrafo y al talonario, mirando entontecido la sopa caliente y los dos rostros avejentados y engañosos que lo miraban. Arnold se colocó tras la silla de su mujer mientras ésta se sentaba, y sólo después tomó asiento. La anciana recogió las manos y movió los labios sin decir nada. Arnold miró con ojos desafiantes a la pared. Cuando vio la perplejidad de Norman, cuchicheó: —Yo soy librepensador.

Norman asintió. Con una rápida y desesperada mirada, se puso en pie y saltó por encima del brazo del sillón.

Los dos ancianos lo miraron con cara de falso asombro. Él no era parte de su charada particular, y en ese momento pareció que ambos lo vieran envuelto por la penumbra.

—He de irme, voy con prisa —gritó—. Los negocios no esperan a nadie.

—Oh, desde luego, claro que sí —dijo Arnold—. Hay que espabilarse.

—A todas horas —dijo Norman, marchándose de puntillas.

—Ah, el alquiler —dijo Betty—. Se le olvida…

—Mañana vuelvo a cobrarlo. Tengo que salir pitando —gritó desde el umbral.

—Lo estaré esperando —dijo ella.

—Sí, claro, gracias, adiós. —Salió al rellano. La ventana, al fondo, era del color del hielo; el rellano era un mundo de soledad debido a los sonidos embozados, la vajilla a la hora de la cena, los fugaces olores de las cocinas. Era para Norman un momento de conmoción infalible. Por la razón que fuera, no soportaba el cenar solo a esas horas; su soledad se comprimía hasta alcanzar la dureza del diamante en la confluencia del día con la noche. Después, en su propio apartamento, podría comer y leer mientras comía. La oscuridad y la totalidad de la noche harían más llevadera, por más familiar, su condición de anacoreta, y podría convencerse de que estaba a gusto en su realidad, sin deseos de que nada cambiara. Sólo las horas tradicionales de la cena familiar le recordaban viejas esperanzas cuya falta de concreción les daba un tinte de gloria puestas en la debida perspectiva, pero que retrospectivamente habían adquirido una irrelevancia insoportable.

Como si fuera dueño y señor, miró forzando la vista las paredes de estuco rugoso, comprobó el brillo marrón de las bombillas para verificar los vatios de cada una. Actuó a conciencia en su supervisión mientras recorría todo el pasillo, sin permitir que el rebrillar de la carencia le hiciera el menor guiño. Llamó al timbre de «M. Schoenbrun».

Marvin Schoenbrun no dijo nada. Se hizo a un lado para franquearle el paso. Se tocaba continuamente una pequeña muesca de color rojo que tenía en la mejilla, producto del afeitado, con una expresión de morbidez en su rostro de rasgos exquisitos.

—No tardaré nada —dijo Norman, sentándose a redactar el recibo con su caligrafía pequeña y considerada, demasiado bien conformada para revelar su verdadero carácter.

La decoración de la sala era excesiva. Lámparas y cuadros aparecían dispuestos de manera impecable, con sabiduría. En una mesa baja, redonda, había una colección de conchas de mar; había aun algunas más colgadas de un alambre casi invisible, que causaban el efecto deseado de una caída libre. Una silla de estilo Bierdemeier rendía sus atenciones conversacionales con un sofá espartano, cubierto por un lienzo negro. En las paredes abundaban los grabados enmarcados en negro. Se percibía el pensamiento de que cualquier falta de buen gusto pudiera precipitar una resquebrajadura mucho más desastrosa.

—Aquí tiene —dijo Norman.

—Pues aprovechando que lo tengo por aquí —dijo Marvin, pronunciando las consonantes con el mismo esmero con que Norman escribía las suyas—, me estaba preguntando si existe alguna dificultad para que haga instalar un aparato de aire acondicionado. —Su rostro pudo revestir cierta belleza en alguna otra época. Ahora era vergonzante.

—¿En octubre?

—Sobre todo lo quiero por la actividad de filtrado del aire. Tengo un problema de sinusitis. Además, con las ventanas abiertas entra un hollín espantoso. —La loción que usaba para después del afeitado era demasiado fuerte y dulzona. A Norman le extrañó que se sintiera tan incómodo al mirarlo. Debe de ser que ya no soporto nada que resulte demasiado inmaculado, se dijo. El polvo es mi destino. Sonrió ante su pomposidad callada.

—Bien, pues me temo que podría haber un problema —respondió—. Verá usted: el tendido eléctrico está por así decir anticuado. Anticuado… —Norman negó con un gesto—. En realidad, lo que pasa es que sufre una tensión grande, un recalentamiento, cuando algún vecino pone la tostadora.

—¿Qué voltaje tenemos? —preguntó Marvin, mirando el pañuelo de papel que tenía apretado contra la mejilla.

—¿El voltaje? —repitió Norman.

—Sí. ¿Cuál tenemos?

—Bueno, pues… Es muy bajo —dijo con la discreción de un médico que se dispone a anunciar a los seres queridos el inminente fallecimiento del paciente.

—No será de ciento diez.

—No. Es peor —dijo Norman siniestramente.

—No puede ser.

—Lo es —suspiró con pesadumbre.

—¿Y se puede saber cuál es?

—Veamos: ¿hay algo peor que ciento diez? —preguntó Norman a la defensiva.

—No, no hay nada peor.

—Pues eso tenemos.

—No lo entiendo. De ser así, ¿cómo es que hay luces? ¿Cómo funcionan las luces?

—Ésa es una pregunta que yo me formulo a menudo.

—Oh, esto es una estupidez. Sea como fuere, es probable que no soportase un aparato de aire acondicionado —dijo, desolado, Marvin—. Todo esto es tan ridículo que no tengo palabras.

—Sé lo que se siente.

—No me diga… —Marvin lo miró tras los barrotes de una jaula de desdén.

—Pues sí: me pasa cada vez que me miro al espejo. Si usted supiera mi historia… —dijo Norman con alegría.

Marvin parecía inconsolable.

—Ha decorado este lugar con mucho gusto —dijo Norman poniéndose en pie—. Seguro que las damiselas que hayan venido a visitarle se han sentido impresionadas.

Marvin puso cara de desagrado.

Ah, caramba, dijo Norman para sí, como si de pronto hubiera hallado el total de una suma. Así de simple. Pobre tipejo: ¿cómo voy a competir con él si de ridículos se trata?

—Lamento lo del aire acondicionado.

—Sí, sí —dijo Marvin—. No pasa nada.

—Buenas noches.

—Buenas noches tenga usted —repuso Marvin, frunciendo el ceño ante el pañuelo moteado de puntos rojos.

—Adelante, adelante —dijo Stan Katz protegido por una sonrisa deslumbrante—. No se quede ahí, sea bienvenido.

Norman no le devolvió la sonrisa. La primera vez que tuvo que vérselas con la sonrisa de Katz creyó que expresaba alborozo, pero tras la continuada contemplación del gesto, había dado en suponer que lo que le pareció tener volumen era en realidad un inteligente trampantojo pintado con sombras. Ya no se sentía en la obligación de corresponderle por su obsequiosidad.

—Discúlpeme el desaliño, Moonbloom; nos sorprende en plena limpieza general de otoño. —Hizo con la mano un gesto de tocar la trompeta ante la habitación llena de residuos; como de costumbre, daba claras muestras de haber sido escena de una orgía reciente. De la habitación contigua salió de pronto un canto a todo volumen.

Norman asintió y se sentó con remilgos en una silla salpicada de migas de galleta salada.

—Katz, me gustaría pedirle un favor.

—Dígame de qué se trata, Moonblom. Basta con que me lo diga —respondió Katz, con la sonrisa sobreimpuesta a sus palabras de tal modo que sus emes eran más bien como enes.

—Bien, pues resulta que ya se lo he pedido con anterioridad, y le aseguro…

—¡Moonbloom, ta-ta-ta-chún! —un hombrecillo flaco, de cabello negro, chilló desde la puerta como si fuera presa de un éxtasis repentino. Estaba en pelota picada, con la excepción de unas gafas de sol y una toalla a modo de turbante—. ¿Quién ha venido por aquí? ¿El Moonbloom de los Moonbloom de la calle Broom, o el Moonbloom al buen tuntún de Coon Lagoon? —Gastaba un bigotillo de lapicero y tenía el cuello largo, de cisne. A todo el que lo viera por primera vez seguramente le resultaba inconcebible[1].

Norman sonrió con cansancio.

—Hola, Sidone —dijo.

—Hola, hola, hola, Moonbloom del buen tuntún. —Todo lo decía con el fervor de quien ríe más que nadie con sus propios chistes inagotables—. ¿Cómo te va, Moonbloom? Tú míralo bien, Stan; mira qué apacible se le ve. ¡Y qué natural! Casi da la impresión de que fuera encima a moverse. Hay que ver; estos embalsamadores son expertos de verdad.

—Ha venido a pedirnos un favor, Jer —dijo Stan, y se dejó caer en un sillón desvencijado a la vez que pasaba los dedos cariñosamente a lo largo de su trompeta, recorriendo los cartuchos engastados en el cuerpo del instrumento, oprimiendo las válvulas con toque de pluma, su sonrisa reveladora de una estructura tal como la de una gran profusión de minúsculos temblores, de arcos de electricidad.

—¡Para Moonbloom… el repatachún! —declamó Sidone con su ardor de costumbre.

Norman suspiró, a la espera de que la intensidad de las idioteces remitiera al menos lo justo para que se oyera su voz. La habitación era el desorden. Había ceniza de cigarrillo todavía en forma original, de cilindro curvado, tendida en las quemaduras que habían causado en las mesas y encimeras. Olía a cerveza derramada y a ceniceros sin vaciar y tal vez a sudor revenido. En un platillo, una vela apenas consumida; una media de mujer colgaba de un clavo en la pared; una baqueta de batería surgía como un mástil de una botella de whisky vacía, rematada con un profiláctico a modo de capuchón.

Sidone colocó un cigarrillo en una larga boquilla y lo prendió.

—Bien, señores: yo ya sé que son ustedes músicos, y que… —dijo Norman.

—Se ha destapado el pastel, Stan —dijo Sidone—. Moonbloom viene a por nosotros.

—De acuerdo —dijo Norman con un punto de impaciencia—. Ya sé que es preciso que ensayen, pero podrían ensayar a primera hora, sin esperar a que se haga demasiado tarde. Hay algunos inquilinos…

—No digas más, Moonbloom —exclamó Sidone—. Ya sé cuál es tu problema. Estamos causando molestias. Bueno, es que somos una molestia. Stan. Tienes que comprar una sordina para esa trompeta del infierno.

—Y tú, Sidone, tendrás que comprar unas baquetas forradas de goma espuma, ahora que las hay.

—De verdad, caballeros…

—No, no, no nos des las gracias —insistió Sidone—. Bien poquita cosa podemos hacer. Es decir: ¿qué clase de mundo sería éste si un colega no ayudara a su colega? Un poquito de amor no veas tú lo lejos que llega, Moonbloom. Amor del bueno, quiero decir. Amo, amas, amat, amamus, amatis, a tata, a zeyda…. —Sidone tuvo un estallido de carcajadas de maníaco, y se cubrió las partes pudendas con ambas manos.

Norman aguantó el chaparrón mientras redactaba el recibo. Katz le entregó el dinero y Norman lo tomó con gesto inexpresivo, capacitado para soportar el volumen horrísono de la risa. Pero entonces le llamó la atención la extraña ausencia de sonrisa en la cara de Katz. Sin su sonrisa, Katz parecía desnudo y casi desvalido. Daba la sensación de una conspiración, como si se hubiera colado en el escondrijo de Norman y allí estuviera refugiado con él.

—Procuraremos no hacer tanto ruido —dijo protegido por las carcajadas desatinadas de su amigo. Norman se le quedó mirando, extrañado ante lo que veía. Y el trampantojo perezoso de Katz volvió a pintarse en su sitio, y la mordiente de la curiosidad desapareció de la superficie de las cosas, alojada en el interior de Norman.

En el descansillo oyó aún el remanente de la trompeta, que atacaba el tradicional tema de una corrida de toros, seguido por un redoble como una ametralladora y el silencio. A Norman comenzaron a dolerle las cervicales al afrontar la siguiente puerta y llamar al timbre.

—Sigo sin entender por qué tiene que venir a cobrar el alquiler todas las semanas —se quejó Carol Hauser. Los Hauser eran inquilinos desde hacía poco tiempo.

Su marido, Sherman, siseaba por costumbre.

—Es que a mí que me perdonen, pero es una locura —dijo, y volvió hacia él la cabeza, con un peinado cuidadosamente esculpido—. Como si esto fuera una casa de huéspedes. Es decir, éste es un edificio de apartamentos con ascensor propio. Es ridículo.

—Ya nos lo explicaron antes de quedarnos con el piso. ¿A qué vienen ahora esas quejas? —Sherman trituraba las palabras en trocitos antes de dárselas a ella de comer. Grandullón y huesudo, con unas gafas de pesada montura de concha, el cabello meticulosamente peinado, tenía toda la pinta de ser alguien listo para morir en el acto y preocupado de que la muerte lo hallara en estado perfectamente presentable. La revista de mujeres que había estado mirando poco antes yacía en una rendija, entre el cojín y el brazo del sillón—. ¿Para qué tendrás que seguir dando la lata?

—Estoy hablando con él. —Ella, despacio, volvió a mirar a Norman—. Y, además, en metálico. ¿Por qué tiene que ser un pago en metálico? ¿No basta con un cheque? Es muy molesto. —Aun cuando hablaba de cara a Norman, parecía dirigirse a Sherman. Los dos, obviamente, hacían caso omiso del agente; era un mero catalizador que había evocado su encono, perversamente placentero para ambos. Norman aceptó la situación y mantuvo los ojos clavados en la chimenea artificial, con los troncos artificiales, de álamo, que resplandecían en un fuego de bombillas rojas.

—Ya te lo dijo al principio de todo. Eso es asunto suyo. El alquiler es razonable, no hay trampa ni cartón. Te diste por contenta al aceptarlo. Ahora, no entiendo por qué te empeñas en hacer preguntas idiotas.

—Está visto que no puedo abrir la boca sin que…

—Ah, mierda.

—Animal —bufó ella sin que se moviera un músculo en su cara de pequinés, el peinado estilo madame Du Barry perfectamente en su sitio. Llevaba un vestido de abalorios y zapatos de tacón alto; con el cuerpecillo rechoncho, tirando a grueso, parecía vestida con alguna intención pornográfica.

La pantalla de la lámpara tenía un artilugio que le daba el efecto de un río que fluyera. Norman la estudió y llegó a la conclusión de que la pantalla acuosa era bastante real por comparación con el fuego de mentira.

—Bueno, pues págale de una vez —dijo Sherman.

—¿Por qué no le pagas tú?

—Porque yo no tengo la maldita pasta, y tú lo sabes.

—No hace falta hablar de esa manera.

—¡Ja!

—¿Ja? ¿Qué quieres decir con «ja»?

—Pues que has oído peores maneras de hablar.

—¿Y eso… qué se supone que significa? —le espetó ella, dando la bienvenida a la confrontación.

Norman se había quedado de piedra, con la esperanza de que se le tomara por una figura artificial, tanto como el agua y el fuego artificiales. Contuvo la respiración mientras el hombre y la mujer se encaraban acalorados uno con el otro.

Y entonces compareció el niño, todo rubio y dorado, ojos azules, pulquérrimo, maravilloso. Despacio, Norman soltó la respiración que había contenido, preguntándose si el chiquillo no podría ser un artefacto de fabricación más ingeniosa.

—Quiero un helado —dijo de manera convincente.

—Ven a dar un beso a papá. —La voz de Sherman subió una octava más. Su rostro acogedor, pulcro, se disolvió de modo que revelase una fealdad particularmente intensa.

Carol revolvió el cabello entre blanco y amarillo del niño, entreabriendo sus labios, muy pintados, con un febril deleite.

—¿Bobby se ha lavado la carita? —le dijo con entonación infantiloide.

—No quiero. Quiero un helado. Una bola entera.

Norman tuvo la inquietante sensación de que era un niño de carne y hueso. Carraspeó, sorprendido de encontrar en la garganta una flema de verdad.

—Sí, sí, sí —dijo ella, yéndose a otra habitación—. Sherman, suénale los mocos.

Por un instante, Norman creyó que se refería a él y rápidamente sacó el pañuelo. Pero Sherman adecentó la nariz del chiquillo y Norman guardó el pañuelo. Dejó el recibo sobre la mesa forrada de cuero, con borde sobredorado, junto a un cisne de porcelana. La madre, el padre y el hijo estaban ya enganchados, el circuito provisionalmente cerrado entre ellos. Agrupados junto al río revuelto de la pantalla, podrían haber sido una sutil caricatura de una sagrada familia. Desde los lugares que ocupaban en torno al chiquillo, ninguno de los dos veía a Norman. Lo último en que reparó al marcharse fue en la mano del hombre, que reptaba con exactitud animal hacia las nalgas de la mujer, y la sonrisa de la mujer, una sonrisa de lascivia inconsciente, situado el niño entre ambos, sumido en el sopor de su aburrimiento.

Cuando bajó las escaleras para hacer las dos últimas llamadas, se fijó en que la ventana ya la apagaba la noche. Como una pizarra, aguardaba a que alguien escribiera algo en ella. Poco a poco, y tediosamente, avanzaba hacia su propia hora. Mañana se ocuparía de Mott Street y de la Segunda Avenida; al día siguiente, de la calle 13. Esta noche sólo le quedaban dos; después, la negrura y el vago y perezoso corral de su propia libertad. Arrastró los pies y poco le faltó para trastabillar con una baldosa suelta. Caminó con más cuidado hasta llegarse a la puerta de los Lublin. Pulsó el timbre y se preguntó si el zumbido que oyó era una señal para ellos, o bien algo que sólo había tenido existencia en su propia cabeza.

Eran dos personas de corta estatura, informes, nada americanas por rasgos faciales ni por complexión. Sus hijos, niño y niña, sí habían sido vitaminados hasta mejorar algo de coloración. La habitación estaba ordenada, pero sin gracejo. Tenía la pinta de haber sido amueblada de acuerdo con el gusto de otras personas, como si la decoración fuese algo a lo que los Lublin no prestaban la menor atención.

—El grifo de la fregadera gotea, señor Moonbloom. —Sarah Lublin lo dijo en un tono que no concordaba con el de la queja. Podría haber hecho igualmente un comentario sobre el clima, o sobre cualquier cosa que no tuviera remedio. Tenía tales rasgos de carácter en la configuración de su rostro que no hacía ni caso. Su nariz era larga y bastante aguileña, los labios gruesos, anchos, los ojos ahondados en las cuencas, de un tono azulino como el de la cerámica Wedgwood, y la piel lisa y clara—. No me deja dormir —añadió—. Me quedo a la espera de la siguiente gota. Contengo la respiración y espero.

Su marido, Aaron, tenía la piel similar, ligeramente amarillenta. El cabello negro, aplastado contra el cráneo, tenía toda la pinta de ser un bisoñé. Estaba sentado con el niño y la niña en las rodillas, las manos sobre ambos, en un gesto de reverencia impersonal. Se encogió de hombros al ver a Norman, pidiéndole tolerancia por las estupideces de la mujer.

—Yo, en cuanto planto la cabeza en la almohada no oigo nada —dijo—. Ni goteos, ni crujidos, ni nada. Aprendí a dormir hace ya muchos años como si nunca más fuese a tener tiempo de dormir. Las mujeres no son así. La curiosidad les puede siempre. Les mata pensar que puedan estar perdiéndose algo. Tiene que saber, como sea, si va a gotear otra vez, aunque sólo sea otra. Aunque las mate, tienen que enterarse.

La leve sonrisa de Sarah se le torció, ladeada hacia una de las comisuras.

—Hay que ver cómo duerme… antes de tocar la almohada. Se duerme hasta suspendido en el aire.

—¿Una lavadita no nos hará falta? —Aaron tocó la oreja de la niña como si anduviera buscando algo.

—Indicaré al superintendente que venga a echar un vistazo —dijo Norman, pero no dejó de mirar la mano de Aaron, a la espera de que dejara de moverla, para que le fuera posible leer los números que llevaba tatuados en el antebrazo.

—¿Qué superintendente? —dijo Aaron, con un golpe de sarcasmo tan blando como la queja de su mujer.

—Tiene mucho que hacer —respondió Norman—. Cuida del mantenimiento de otros tres edificios.

—Yo no lo he visto jamás, ni una sola vez —dijo Aaron, con una voz mucho más liviana, indicio de que probablemente lo decía en broma—. Para mí, como si fuera mítico. De leyenda. Corren rumores acerca de él; veo los cubos de basura en la acera. Muy de ciento en viento hay indicios de que alguien ha fregado el portal. Pero al hombre de carne y hueso, jamás lo he visto.

—¿Sólo un superintendente para cuatro edificios? —dijo Sarah a la vez que contaba el importe del alquiler con dedos que parecían sensibles al tacto del papel moneda.

—Problema de economía —explicó Norman con una sonrisa—. Prácticamente somos una organización sin ánimo de lucro.

Aaron sonrió al reconocer el engaño. Había apoyado el brazo en el del sillón.

Norman leyó en silencio, 3241179, sin estar del todo seguro de cuál fuera la última cifra.

—Pero si el recibo siempre indica menos de lo que pagamos —dijo Sarah con mansedumbre.

Norman sonrió con gesto de recriminación.

—¿Le parece razonable el importe del alquiler?

—No tenemos queja —dijo Aaron, siendo su presteza indicio de que tenía un talento desarrollado, ya antiguo, para humillarse—. Es hablar por hablar.

—Entiendo —dijo Norman, y se guardó el dinero en la cartera.

La niña se bajó de la rodilla de Aaron y se fue a otro cuarto. El niño, de complexión más delicada, esperó con discreción un minuto para afirmar su independencia, y luego la siguió. Aaron los vio marchar con ojos endurecidos, vigilantes. Sarah miró cómo los miraba. Tenía el brazo blando y sin marcas, a pesar de lo cual Norman percibió la presencia de los números.

—Veremos qué se puede hacer con el grifo —Norman se levantó dentro de su amplio traje azul, de aspecto polvoriento—. Tomo buena nota.

—Eso es, buena nota —dijo Aaron, y fue a ver a los niños, que estaban demasiado callados.

Sarah suspiró.

—Él duerme mejor, pero yo descanso más. —Dedicó una mirada íntima a Norman. Aunque los muebles eran de su propiedad, la casa parecía amueblada por el propietario. La propia fotografía de la familia, sobre la mesa oscura, de patas rematadas en pezuñas, tenía la calidad de una reproducción hotelera. Había cosas que Norman no deseaba saber.

—Buenas noches —dijo.

—Sí, claro —respondió la mujer.

Los Sprague lo amenazaron con el mismo aletargamiento que había sentido con Arnold y Betty Jacoby, aunque en grado menos peligroso. De haber estado menos fatigado, tal vez incluso se habría divertido con ellos. En cambio, le invadió una especie de vértigo.

Jane tenía unos ojos enormes, semiinconscientes, y unos labios de irrelevante voluptuosidad. Cada vez que se movía y reparaba en su cuerpo de embarazada, manifestaba una sorpresa ligeramente molesta.

—Viene por el alquiler, Janey —dijo Jim Sprague con desconcierto. Tenía el rostro magro, lincolnesco, y cada una de las palabras que pronunciaba parecía el arranque de un laberinto.

—¡El alquiler! —exclamó ella.

Jim frunció el ceño.

—Bueno, señor Epstein, pues tome asiento —dijo.

—Moonbloom —le corrigió Norman, y se sentó.

—Epstein es el de la tienda de comestibles —explicó Jane, sentándose con una madeja de lana.

—¿Le apetece una copa? —preguntó Jim.

—Un vaso de agua, si no le importa.

—Desde luego. Janey, ¿tú qué quieres?

—Una pizquita de whisky —repuso.

Jim asintió y entró en la cocina, donde hizo ruido con las botellas, al verter los líquidos, al tropezar. Jane sonrió a Norman, que le devolvió la sonrisa.

Jim asomó la jeta por la puerta.

—¿Qué me dijo que iba a tomar, señor Moonbloom?

—Agua —dijo Norman—, nada más que agua.

Norman y Jane ensayaron una docena de sonrisas distintas mientras esperaban. Ella en ocasiones hizo gestos que él no atinó a entender.

Volvió Jim con tres vasos que dejó sobre una mesa, al otro lado de la sala. Y se sentó. Estudió la situación unos instantes, se le escapó un «¡Oh!» apenas audible, a modo de corrección, y se levantó y volvió con los vasos. Dio a Norman un vaso de color ambarino, y el agua a su mujer. Norman no se tomó la molestia de corregirlo.

—Jim es mecánico dental —dijo Jane lamiéndose la boca lujuriosa.

Jim asintió con solemnidad.

El silencio era excesivo. Por fin, Jim se adelantó con una actitud de intenso interés.

—Y… dígame, señor Moonbloom, ¿qué puedo hacer por usted?

—El alquiler —dijo Norman, temeroso de decirlo en voz demasiado alta.

—Ah, claro, cómo no —Jim soltó una risilla y se retrepó en su asiento.

Los dos rieron por mera cortesía, sin decir nada más.

—Prepararé el recibo —dijo Norman por ver de incitarlo.

—Oh, Jim, el dinero —dijo ella.

Jim entró en la otra habitación y volvió con unos billetes en la mano. Norman retiró el clip que los sujetaba, le devolvió una postal de Capri que iba incluida en el fajo y se guardó los billetes en la cartera.

Ninguno de los dos le dio las buenas noches. Jim fruncía el ceño mirando las casas rosadas de la postal. Jane se miraba el vientre hinchado, tratando de recordar cómo diantre había empezado por estar ahí.

Norman cerró la puerta sin hacer ruido, temeroso de alarmarlos.

Gaylord estudiaba los cubos de la basura en el sótano cuando oyó a Norman, y adoptó su expresión de Calibán. Su cara redonda, inteligente, se desfondó de toda tensión, sustituida por una opresión laxa e indefinible. Hasta las cejas se le hundieron unos milímetros.

—Con la espalda que tengo… —dijo entristecido, pateando el cubo pesado—. Esto es un delito, pero… ¿qué le voy a hacer? Nunca tuve posibilidad de aprender un oficio decente, nunca gocé de la menor ventaja. Soy el leñador que acepta su suerte.

—Ya te echo una mano —dijo Norman—. No exageremos.

—¿Qué sabrás tú del pesado fardo con que han de cargar los negros? —dijo Gaylord con todo su desprecio.

—Lo comparto contigo —respondió Norman con acritud, levantando el pesado cubo por su lado.

—¿Y piensas que alguno de ellos se ha mostrado agradecido con este hombre? ¿Tú crees que alguno me ha dado las gracias alguna vez? —dijo Gaylord agitando la mano libre hacia el techo, por encima del cual todos los inquilinos bullían cociéndose en sus extraños elementos—. ¡Ja! No. Ellos no. Ellos sólo van a lo suyo: que si esto gotea, que si aquello se ha roto, que si lo otro no funciona. Todo lo que se les ocurre decir a un hombre es «haz, haz, haz».

—Pues sí que haces tú mucho —dijo Norman—. Demasiado ajetreado andas filosofando a todas horas.

—Pues mira: tú también. Tampoco tú andas muy sobrado de gratitud.

—Yo soy un ingrato —dijo Norman.

Subieron y bajaron las escaleras del sótano una docena de veces cargados con los pesados cubos, gruñendo al unísono, tosiendo ocasionalmente por el polvo agitado de las cenizas. Un hombre y una mujer bien trajeados los miraron con curiosidad cuando salían a la acera, asidos los dos al cubo con los brazos extendidos. Norman se les hizo especialmente extraño, su sombrero de gran tamaño encasquetado en la cabeza, empequeñeciendo su delicado rostro, su traje oscuro y su corbata bien anudada cual si fuera una foto guardada en el desván de cualquier otra persona. Juntos, dando bandazos, sujetando con decisión los cubos, los dos parecían sacados de la utópica Icaria. El sudor y el esfuerzo los silenciaban y los unían. Tiraban, cargaban, mascullaban entre dientes, dejándose paso uno al otro por las escaleras. A Norman, el último de los cubos le causó tembleque en las piernas, y lo dejó caer con tal fuerza que se levantó una nube de ceniza en el aire fresco de la noche.

Se quedaron unos minutos quietos, recuperando el aliento junto al ejército de cubos de basura, contemplando la noche en la ciudad.

—Ya huele a otoño —dijo Gaylord—. A manzanas.

—Estamos en octubre —dijo Norman—. El cambio se nota incluso en la ciudad.

—Se van aclarando las estrellas —dijo Gaylord oteando los cielos que mordían por uno y otro lado los edificios.

—El aire está más despejado —dijo Norman.

—Se respira mejor —precisó Gaylord.

—El otoño —dijo Norman alargando las sílabas con cansancio.

Se despidieron sin decirse adiós, y Norman atravesó la ciudad rumbo al lugar en que vivía.